Sabor a recuerdo

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Fernando Nicolás Stella

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Bruno Somoza

¿Cómo funciona el condicionamiento clásico en humanos? ¿Somos tan distintos de los perros de Pavlov?

¿Cómo funciona el condicionamiento clásico en humanos? ¿Somos tan distintos de los perros de Pavlov?

Sabor a recuerdo

Sobre el final de la película de Disney "Ratatouille", el escéptico crítico gastronómico Anton Ego prueba un platillo preparado por nuestro particular Chef protagonista. En el instante que da su primer bocado, Ego es invadido por un aluvión de sensaciones: una mezcla de nostalgia y calidez que lo retrotraen a su infancia, cuando su madre le preparaba ese mismísimo y particular platillo. ¿Cómo es posible que esas emociones puedan nacer del fondo de un plato de verduras?
No nos limitemos solamente a lo que comemos: las cosas que miramos, que escuchamos y que pensamos tienen mucho que ver con las que sentimos. Tenemos una forma de responder, casi de manera automática, a todo esto. Vamos a ver cómo aprendemos estas respuestas, quién le puso nombre y apellido a este mecanismo, y porqué seguimos hablando de esto más de 100 años después.

En los primeros compases del siglo XX, un fisiólogo —aquel que estudia el funcionamiento de los órganos, tejidos y/o células de los seres vivos— estaba con ganas de (y fondos para) investigar el aparato digestivo del mejor amigo del humano: el perro. Y lo hizo: se puso manos a la obra y  descubrió gran cantidad de mecanismos fisiológicos subyacentes al proceso digestivo, a la salivación y a la interacción de estos con el sistema nervioso, todo super novedoso para su época. Sin embargo, al día de hoy, Iván Petróvich Pavlov es recordado no tanto por estas hazañas en el campo de la fisiología animal —que lo hicieron merecedor del Nobel de Medicina—, sino por una serendipia, es decir, una mezcla de buena suerte seguida de una muy oportuna observación: “Che, los perros están salivando… pero todavía no trajimos la comida”.

La salivación es un proceso reflejo, lo que significa que ocurre automáticamente como respuesta a estímulos específicos, como la comida, sin ningún tipo de control voluntario: el perro no ‘elige’ cuándo salivar. Y para sus estudios, Pavlov generalmente recolectaba las muestras de saliva a través de pequeños tubitos de ensayo que conectaba directamente a las glándulas salivales de los perros, lo que permitía obtener mediciones de la cantidad de saliva que soltaban los pichichos. 

Pero resulta que un día, mientras llevaba a cabo estos experimentos, Pavlov se percató de algo: los perros habían empezado a ‘anticipar’ la administración de la comida produciendo saliva, sólo con ver o escuchar a las personas que normalmente les daban de comer. ¿Por qué sucedía esto? ¿Por qué el perro salivaba si el experimentador no tenía comida encima? 

Con ánimos de explorar un poco más el asunto, Pavlov diseñó un nuevo experimento que prosiguió de la siguiente manera: mientras el perro se encontraba sujetado por unas poleas, Pavlov y su equipo le suministraban comida y medían cuánta saliva liberaba por la boca. Como novedad, le añadieron el sonido de un metrónomo que el perro podía oír antes de que le entregaran la comida —la leyenda popular habla del sonido de una campana, pero es falsa—. 

Fuente: Michael Domjan, Principios de aprendizaje y conducta, 2010 (6ta edición).

Esta secuencia de presentación (sonido del metrónomo + comida) se repitió varias veces. Tantas veces como fueron necesarias para que, eventualmente, los perros comenzaron a salivar con sólo escuchar el metrónomo, sin necesidad de presentarles la comida. O como diremos de ahora en más, la respuesta (involuntaria y automática) de salivar fue condicionada al sonido del metrónomo. Entonces  Pavlov, dándose cuenta de que tenía algo grande entre manos, se lanzó a la tarea de construir un cuerpo teórico que le permitió (y nos permite aún hoy) explicar este particular fenómeno y, en consecuencia, hacer predicciones al respecto.

El condicionamiento clásico es una de las formas más rudimentarias y básicas de aprendizaje por medio de la cual un animal (incluidos los humanos) puede aprender la relación entre dos o más estímulos del ambiente

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El fenómeno del que estamos hablando lleva el nombre de condicionamiento clásico (también conocido como condicionamiento Pavloviano o ‘respondiente’), y cuando hablamos de él nos referimos a una de las formas más rudimentarias y básicas de aprendizaje por medio de la cual un animal (incluidos los humanos) puede aprender la relación entre dos o más estímulos del ambiente. En el experimento que vimos recién, el perro aprendía la relación entre el sonido del metrónomo y la ulterior presentación de comida. Aprender una relación de este tipo tiene una gran ventaja: ofrece la posibilidad de responder anticipadamente a un evento, algo bastante útil cuando de sobrevivir se trata. 

¿Cómo no amar a Montt?

El aprendizaje por condicionamiento clásico implica emparejar un estímulo inocuo, que por sí solo no produce ninguna respuesta (llamado inicialmente estímulo neutro), con otro estímulo que —sin ningún tipo de aprendizaje previo— sí produce respuestas (estímulo incondicionado). En este caso, el estímulo neutro al que estaban expuestos los perros era el sonido del metrónomo, y el estímulo incondicionado era la comida. Pero al emparejar ambos estímulos, los perros comenzaron a asociar el sonido del metrónomo con la inminente aparición de la comida y, eventualmente, empezaron a responder al sonido del metrónomo de la misma manera que a la comida: salivando. Así, cuando el estímulo neutro empieza a provocar por sí solo la respuesta incondicionada, sufre un cambio de nombre y pasa a llamarse estímulo condicionado. Para no ser menos (y para unificar nomenclaturas), las respuestas a estos estímulos condicionados las llamamos respuestas condicionadas. 

Por lo general, este ‘emparejamiento’ entre estímulos (también llamado ensayo) debe repetirse varias veces antes de que el condicionamiento se establezca. 

Elemental mi querido Watson

Tras sus experimentos, Pavlov demostró que el condicionamiento clásico funcionaba bárbaro en perros, pero la pregunta que surgió al poco tiempo era inevitable: ¿esta forma de aprendizaje está presente en humanos? 

Del otro lado del charco, un psicólogo norteamericano tomó los aportes de Pavlov sobre el condicionamiento y fundó una corriente teórica que en psicología conocemos con el nombre de Conductismo. Este personaje sería John B. Watson, quien sostenía que la psicología sólo tenía sentido a través del estudio de la conducta, donde palabras como ‘mente’ o ‘consciencia’ eran muy poco precisas como para formar parte de una explicación científica del comportamiento humano. 

Llegado el año 1920, Watson y su ayudante de laboratorio, Rosalie Rayner (quien también sería su amante, según los portales de chimentos de la época) pusieron manos a la obra en un experimento bastante peculiar; y digo peculiar para no decir que el experimento era éticamente cuestionable. Él y su ayudante decidieron aplicar los principios del condicionamiento clásico estudiados por Pavlov, pero esta vez en un bebé de 11 meses de edad a quien la literatura bautizó como ‘El pequeño Albert’. En oposición a su nombre artístico (y cuestión ética aparte), los descubrimientos que siguieron a continuación no tuvieron nada de pequeños.

En primer lugar, Albert fue expuesto a una serie de estímulos que podríamos considerar neutros (estímulos que por sí solos no producen ninguna respuesta específica en un bebe): un ratoncito blanco, un conejo e incluso algunas máscaras peludas de juguete. Albert no les prestó mayor atención. Ahora bien, las cosas iban a cambiar muy pronto, porque la siguiente vez que Albert fue expuesto a alguno de esos estímulos neutros, Watson hizo un ruido muy fuerte a las espaldas del niño, golpeando un tubo de metal con un martillo (osea, un estímulo incondicionado). El niño, naturalmente, comenzó a llorar del susto (respuesta incondicionada). Y después de emparejar varias veces esta secuencia −ratón + estruendo−, la sola aparición del ratón era suficiente para ponerle los pelos de punta al pobre Albert, quien lloraba e intentaba alejarse gateando de ahí. Es así cómo se arribó a la idea de que el condicionamiento clásico es ni más ni menos que uno de los responsables de la asociación de reacciones emocionales a estímulos novedosos que han quedado enlazados a un evento significativo. 

En la película “La naranja Mecánica” se puede ver una sátira de un procedimiento de condicionamiento clásico.

Este ejemplo en particular, que a simple vista no parece más que un grandulón haciendo llorar a un bebé para su experimento, tiene implicancias que van mucho más allá: porque lo que Watson encontró, entre otras cosas, fue una posible explicación a la etiología (es decir, la causa/origen) de las fobias en humanos. 

Una fobia es básicamente un miedo irracional; lo irracional radica en que el miedo experimentado es totalmente desproporcionado al estímulo expuesto. Dado que en el campo de la salud mental es difícil (por no decir imposible) dar con el origen último de un trastorno, poder reproducir de forma experimental una fobia (sin olvidarnos de las limitaciones metodológicas y la falta de rigurosidad ética que esto implica) es, como mínimo, un hallazgo interesante. 

Inicio del espacio publicitario

Las reacciones emocionales pueden condicionarse, es decir, podemos aprender a responder emocionalmente (de forma automática/no voluntaria) frente a determinados estímulos que inicialmente serían neutros. Tan así es esto, que resulta que hay personas cuyo trabajo consiste en que asociemos determinados objetos con determinadas emociones: los y las publicistas.

Directa o indirectamente, quienes se dedican a la publicidad utilizan una variedad de estrategias para crear anuncios que asocien la marca y el producto con emociones ‘positivas’, y es así como aparecen publicidades que incluyen música agradable, bebés lindos y gente sonriendo. Un ejemplo típico de esto suelen ser las publicidades de bebidas alcohólicas: fiesta, música, personas jóvenes y sanas, risas… y una birrita. En la vereda de enfrente existen otro tipo de anuncios, que buscan asociar miedo con un producto o comportamiento en cuestión, como los que muestran imágenes de accidentes automovilísticos para fomentar el uso del cinturón de seguridad, o imágenes de cirugía de cáncer de pulmón para disuadir a los fumadores. Resulta que hay algunas investigaciones que respaldan el uso de estas estrategias publicitarias.

En un estudio de los años ‘80, se les mostró a los participantes de la investigación imágenes de diferentes lapiceras en diferentes colores, pero se emparejó una de las lapiceras con música ‘agradable’ y la otra con música ‘desagradable’. Cuando se les dio a los participantes la opción de llevarse una lapicera como regalo por haber participado del experimento, más personas eligieron el color de lapicera asociada con la música agradable. En otro estudio más reciente (2008) se descubrió que la gente estaba más interesada en productos que habían sido incorporados en videos musicales de artistas que les gustaban. Dicho de otro modo, el emparejamiento de una marca con artistas evaluados positivamente produce actitudes positivas hacia la marca. Esto no significa que siempre estemos influenciados por estos anuncios, pero al menos explica parte de nuestra conducta y nuestras reacciones como consumidores.

Directa o indirectamente, quienes se dedican a la publicidad utilizan una variedad de estrategias para crear anuncios que asocien la marca y el producto con emociones ‘positivas’

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Condicionamiento hasta en la sopa

Ahora bien, así como un publicista puede usar todo tipo de estrategias para que, por ejemplo, consumamos un determinado alimento, resulta que el condicionamiento clásico también nos permite aprender a predecir cuándo y qué cosas podemos comer y beber: porque sí, comer está buenísimo y es importante, pero también puede ser peligroso si no aprendemos a discriminar algunas excepciones. Así que, cada vez que comemos, básicamente nos estamos sometiendo a un ensayo de condicionamiento. Cuando nos acordamos de esa comida/bebida que una vez nos cayó mal y nunca jamás quisimos volver a probar, estamos hablando de un tipo de aprendizaje que denominamos aversión al sabor (nombre que lleva el condicionamiento clásico cuando hablamos de comida), y esto puede suceder si un aroma/sabor va seguido de un estado de malestar o de consecuencias aversivas (es decir, desagradables). 

La aversión al sabor tiene dos características o ‘reglas’ que la hacen un tanto particular si la comparamos con otras formas de aprendizajes por condicionamiento. Primero, no necesita de repetidos ensayos para aprenderse: un solo emparejamiento del sabor y el malestar puede ser suficiente para aprender y recordar esa relación desagradable, por ejemplo con ese licor de melón que se veía genial en la fiesta (pero que se sentía muy diferente a la mañana siguiente). La segunda característica única del aprendizaje de la aversión al sabor es que el alimento en cuestión y el malestar no necesitan estar muy pegados en el tiempo. Recordemos el experimento de Watson: si, por ejemplo, el bebe Albert escuchaba el estruendo 1 hora después de ver al conejito, allí no había aprendizaje posible; pero en cambio, en el caso de la aversión al sabor, la asociación ‘comida=malestar’ se produce incluso si experimentamos el malestar muchas horas después de ingerir la comida.

¿Por qué ocurren estas dos peculiaridades? Una buena explicación es que a nuestros antepasados les hayan resultado una ventaja interesante: como muchas veces, aquello que hace peligroso a un alimento no surte efecto hasta que la comida fue digerida (proceso que suele llevar algunas horas), aquellos que podían asociar la ingesta de ese alimento inapropiado para el consumo y su consecuente estado de malestar tenían más chances de no volver a tropezar dos veces con la misma comida.

Ahora bien, el ambiente cambia y los organismos deben ser capaces también de cambiar con él. Así como podemos ver la utilidad de estos aprendizajes, también sería lógico (y adaptativo) que esas respuestas aprendidas dejaran de aparecer una vez que las circunstancias ya no precisan de ellas, es decir, una vez que el estímulo condicionado (ejemplo: el metrónomo) deja de predecir la aparición del estímulo incondicionado (ejemplo: la comida). Este proceso se llama extinción, y no es tanto olvidarse de lo aprendido sino que directamente se trata de un nuevo aprendizaje que viene a tomar la posta del anterior cuando se detecta que, en cierto contexto, la relación entre estímulos ya no funca tan bien. Que esas respuestas innecesarias se extingan está muy bueno, aunque a veces no es necesario borrarlas por completo, sino sólo introducir pequeñas adaptaciones/modificaciones que permitan que la respuesta aún sea útil ante estímulos ligeramente parecidos. Veamos a qué nos estamos refiriendo. 

Generalmente discriminando

El griego Heráclito tenía toda la razón cuando dijo “Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río”. No hay dos situaciones idénticas, así como tampoco hay dos estímulos completamente idénticos (al menos por fuera de un experimento). Lo que sí hay, y en abundancia, son situaciones y estímulos parecidos. Si, por ejemplo, se aprende a responder de una determinada manera frente a un estímulo X, sería ‘económico’ que esa respuesta también se aplique a estímulos que sean más o menos parecidos a X.

Volvamos por un momento al experimento de Watson y el bebé. Después de ser condicionado, el pequeño Albert ya no sólo se asustaba con una ratita, sino también con objetos que compartían alguna característica específica con este peludo y blanco roedor: por ejemplo un perro, un abrigo de piel, un pedacito de algodón, e incluso una máscara de Papá Noel. En lugar de distinguir entre el objeto fóbico (la ratita) y otros estímulos parecidos, Albert metía todo en la misma bolsa y reaccionaba con la misma respuesta de miedo. Así se arribó a la conclusión de que todas las propiedades de un estímulo tomadas por separado (su olor, forma, color, textura, sabor, etc.) pueden influir en nuestra conducta, y por ende, cualquier estímulo que comparta algunas de esas características también puede (potencialmente) provocar la misma respuesta. 

El término técnico que se le dio a esto es el de generalización. Básicamente es la tendencia a que la respuesta condicionada ocurra en presencia de estímulos que se parecen (en alguna característica) al estímulo condicionado original. Pensemos por ejemplo en un espantapájaros: hasta donde sabemos, no es bastante práctico pararse 24 hs en un campo para ahuyentar pájaros, así que armamos muñecos que se parezcan lo suficiente a nosotros. Los pájaros, que mucho miedo no le tienen a la paja vestida con sombreros y overoles de jean, generalizan su respuesta de miedo respondiendo de la misma manera como si fuera un humano.

El proceso ‘opuesto’ también existe, y lleva el nombre de discriminación. Discriminar es básicamente responder diferente frente a estímulos diferentes: eventualmente los pájaros pueden descubrir el plot twist de la cuestión, y en consecuencia responder discriminando, es decir, diferenciando al espantapájaros de la persona de carne y hueso. 

¿Un perro disfrazado de araña o una araña disfrazada de perro? Para una persona con miedo a las arañas, la capacidad de discriminar o generalizar en este caso puede ser crucial. 

Parte de lo que somos

Eso no sería todo. Trabajos recientes (y no tanto) sugieren que el condicionamiento clásico está bastante metido en una multitud de situaciones que en un principio eran insospechadas: desde las reacciones de abstinencia y tolerancia en el consumo de drogas, pasando por respuestas endocrinas, la analgesia inducida por el estrés, el famoso efecto placebo e incluso la inmunosupresión.  

Al margen de estos ejemplos puntuales, lo interesante de pensar en términos de principios básicos del aprendizaje (siendo el condicionamiento clásico uno de ellos) es que nos hace prestar más atención al papel que juega el contexto en esa película que llamamos ‘conducta’. El comportamiento no ocurre por casualidad: detrás hay muchísimas variables en juego, y las explicaciones que podamos formular al respecto van a ser más ricas en contenido (y de paso más precisas) si incorporan no sólo lo que pueda estar pasando dentro del organismo (a nivel neuronal y/o fisiológico, por ejemplo) sino también lo que esté ocurriendo por fuera del mismo, en ese ambiente donde estímulos y respuestas se emparejan entre sí. 

Claro que saber sobre condicionamiento clásico no hará, al menos de momento, que nuestras respuestas condicionadas sean diferentes (después de todo, son automáticas e inapelables). Pero entender que una respuesta puede ser condicionada (y por ende, aprendida), ya nos permite operar en el qué hacer luego con esa sensación involuntaria, librándonos un poco de ser víctimas ingenuas, y devolviendonos algo de agencia sobre nuestras acciones.Muchos autores incluso sostienen que el condicionamiento clásico contribuye en algún sentido a nuestra individualidad: así, cuando se nos presentan ciertos estímulos condicionados, vamos irremediablemente a experimentar miedo, náuseas, nervios; o bien hambre, calma, bienestar. Algo de esto le ocurrió a Anton Ego en "Ratatouille":  volviendo a probar ese platillo, Ego re-experimenta, o mejor dicho, responde condicionadamente evocando aquellas sensaciones que le rememoran a su infancia. Respuestas como estas (entre muchas otras) son únicas, productos de nuestra propia historia de aprendizaje, y ayudan a construir parte de lo que somos. Aun si esas respuestas reaparecen, muchos años después, en el fondo de un plato de verduras condicionadas.