Capítulo 2.3

Nosotros y los otros

55min

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¿Cuáles son las ventajas y desventajas de pertenecer a una tribu?

IDENTIDAD SOCIAL

Parte de nuestro sentido de identidad surge de nuestra identidad social, aquella que se basa en los grupos sociales a los que sentimos que “pertenecemos”. La identidad social hace que, generalmente sin darnos cuenta, tengamos favoritismo por las personas que sostienen ideas que identificamos como las de nuestros “grupos de pertenencia” y prejuicio negativo por las que no.

Esta idea, propuesta en 1979 por Henri Tajfel y John Turner como una manera de explicar el comportamiento que hay entre los grupos, suele considerarse formada por tres elementos: categorización, identificación y comparación. Por un lado, nos categorizamos, nos “separamos”, según distintos criterios: clase social, religión, nacionalidad, género, profesión, barrio en el que vivimos, equipo de fútbol del que somos hinchas, partido que solemos votar, sistema operativo que elegimos. O incluso nos separamos por aquello que rechazamos, unidos no por amor, sino por espanto: los “anticosas”. Así, generamos estereotipos, caricaturas de rasgos exaltados, y le atribuimos sus características al grupo entero, sin considerar las diferencias y los matices personales de sus individuos: “los inmigrantes son vagos”, o “los inmigrantes son la fuerza motriz del desarrollo”, a gusto de quien estereotipe.

A partir de esto, nos identificamos como pertenecientes a un grupo, con el criterio que fuere. Se arma un “nosotros” y, tal vez hasta más importante, un “ellos”. Un “los otros”. Donde hay un grupo, hay un borde, y del otro lado del borde está el otro grupo. Si esto no fuera así, si no hubiera un borde que delimitara, seríamos un “todos” y no habría grupo ni identidad grupal.

Por último, comparamos nuestro grupo con los demás grupos. En esta comparación, le asignamos valores positivos a nuestro grupo y los resaltamos, mientras buscamos cualidades negativas en los otros. Nuestro equipo de fútbol es el mejor, nuestro idioma es el mejor, nuestro país es el mejor. Que nuestro grupo sea mejor reafirma nuestra autoestima. Como pertenecemos a ese grupo, que es “bueno”, y hay otros que quedan afuera, somos especiales por pertenecer a ese grupo.

Cuando nuestra identidad social con el grupo es fuerte, aparece el tribalismo. En esta situación, generamos un comportamiento tribal a partir de nuestra pertenencia a uno u otro grupo, que se manifiesta de diversos modos. Protegemos nuestra pertenencia y nuestro grupo.

Lo que viene ahora puede parecer un poco extraño. Por lo menos en mi caso, me costó mucho aceptar que no soy tan “librepensadora” como creía, que el comportamiento tribal no es algo que solo le ocurre a los demás, sino que también está en mí. Cuando vi mi comportamiento tribal, pude identificar mis diversas tribus. O, al menos, pude decir con cierta confianza que identifiqué varias, porque muy posiblemente haya otras que siguen ocultas. Desarrollar la capacidad de ser más introspectivos es esencial para ayudarnos a ver estas cosas.

¿De qué manera se relaciona el comportamiento tribal con la generación involuntaria de posverdad? Principalmente, de esta manera: muchas veces, pensamos que, para pelear contra la posverdad, solo debemos buscar la verdad y encontrarla en medio del mar de desinformación o de información irrelevante. Pero esto no es tan fácil como parece. Ya discutimos cómo las personas interpretamos los hechos, la información, siempre en el marco de lo que ya creemos. Lo que no hemos comentado es en qué medida esa creencia también define la tribu con la que nos identificamos: cuando el tema en disputa se asocia a la identidad de nuestra tribu, aunque creemos que lo que nos importa es averiguar la verdad, es muy posible que estemos priorizando, sin darnos cuenta, no desafiar lo que nuestra tribu considera verdad.

Si surge una “amenaza” hacia nuestro grupo, lo protegemos, le somos leales y, muchas veces, salimos a defender sus ideas a capa y espada, sin reflexionar demasiado acerca del valor de esas ideas. Esa amenaza viene de un otro, que ya por ser otro está, a priori, equivocado. Si tiene razón, es porque yo me equivoco, pero –peor– no me equivoco yo, nos equivocamos nosotros. Mi nosotros. El que me sostiene. La verdad se convierte en una amenaza para mi tribu. Una de la que inmediatamente buscamos defendernos.

Como queremos conservar la red social que nos sostiene y los vínculos que nos unen con los miembros de nuestro grupo, esa verdad puede ser una amenaza, incluso para la continuidad de nuestra pertenencia en ese grupo. A veces, hasta el punto de que aceptarla significa poner en crisis esa pertenencia.

Este es un buen momento para tratar de identificar cuáles son esos temas “difíciles” que a nosotros nos generan pertenencia. Para eso, tenemos que mirarnos a nosotros mismos y, además, aceptar que lo que para nosotros es algo muy relevante, para el de al lado puede no serlo.

Pocas cosas son más difíciles para un animal social como nosotros que salir de un grupo de pertenencia: dejar una religión, dejar de acompañar a determinada figura política que hasta entonces sentíamos que nos representaba, cambiar de postura frente a temas “difíciles”, de los que suelen generar pertenencia.

Dejar nuestra tribu tiene un costo emocional, y a veces, también costos de otros tipos, que pueden ser muy significativos en términos de vínculos. Por eso, muchas veces priorizamos “portarnos bien” ante nuestras tribus aunque eso implique seguir estando equivocados.

En temas fuertemente emocionales, aquellos que más favorecen la posverdad, es donde tenemos que andar con más cuidado. Si alguna de las posturas que definen a nuestro grupo de pertenencia se refiere a una cuestión fáctica, más que nunca necesitaremos permitir que los datos nos guíen. Esto ayuda, pero a veces no alcanza, porque una vez que tenemos a disposición las evidencias, necesitamos ser capaces de aceptar los resultados que no se alinean con nuestra postura o la de nuestra tribu, y esto es extremadamente difícil.

Y algo más. Quizás nos resulte más aceptable identificar que estamos en grupos con grandes ideales y propósitos, pero esos no son los únicos. Muchas veces, nos agrupamos alrededor de cualquier criterio, aun los más triviales, como gustos de música, deporte o comida. Reconocer esto es importante, porque quizá creemos que un abismo insalvable nos separa de “los otros”, pero es posible que estemos en el grupo en el que estamos por cuestiones que no son tan de fondo como nos parece. Quizá, cuando discutimos con miembros de otras tribus, gran parte de la distancia que percibimos no se deba tanto a que no concordamos en puntos de vista, sino a justificaciones que hacemos para nosotros mismos y para los demás, para reafirmar nuestra lealtad al grupo al que pertenecemos.

Tan trivial puede ser el criterio con el que nos separamos en grupos, que se observó que esto ocurre incluso… ¡si se arman grupos al azar! Se hicieron investigaciones en las que, al separar personas en dos grupos tirando una moneda –los cara van acá, los ceca van allá–, se generaron identidades sociales de “nosotros vs. ellos” y de “nosotros somos mejores que ellos”. Aun siendo parte de grupos definidos al azar, los participantes generaban narrativas que justificaban que aquel al que pertenecían era mejor que los demás.

En mi caso, reconozco que la idea de la “familia humana” es muy fuerte en mí: somos todos parte de esta gran familia y quizá, si intentáramos borrar los bordes que nos separan entre grupos, aumentar el respeto por el otro, y conocernos y entendernos más, aumentaría nuestro bienestar. Esta es una de mis creencias irracionales. Personalmente, no veo mucho los “límites entre grupos” que otros ven. Pero, claro, esta idea no es compartida por todos, sino por un grupo bastante pequeño. Esto implica, por supuesto, que una de mis muchas tribus no es la de todos los seres humanos, como me gustaría, sino la de quienes pensamos que la distinción en grupos no es tan útil. Estoy en el grupo de los que creen que no debería haber grupos, pero entienden que es inevitable que existan.

Todo esto ocurre sin que nos demos cuenta, y es una característica más de cómo funcionan nuestras mentes. No es algo sencillo de aceptar. Muchas veces, la idea de formar parte de tribus puede hacernos sentir una oveja en un rebaño. Esto también se investiga: la necesidad de vernos como individuos muchas veces colisiona con la de formar parte de grupos. Hay una tensión permanente entre ambos aspectos, pero, igualmente, dado que todos formamos parte de grupos, la idea misma de “no pertenecer al rebaño” suele ser también una idea identitaria que agrupa a algunas personas.

Generalmente, nuestro comportamiento social no es ni puramente intergrupal ni puramente interpersonal, sino que se ubica entre ambos extremos. Pero en una situación de alto conflicto entre tribus, como dos ejércitos en guerra, dos hinchadas de fútbol o un debate polarizado en el Congreso, se observa algo distinto: el comportamiento está tan fuertemente guiado por el grupo al que se pertenece que casi no se ve afectado por la relación individual entre las personas. En estos casos, el comportamiento interpersonal se desdibuja. A mayor situación de conflicto, mayor comportamiento tribal y menor registro de que, del otro lado, hay personas no tan diferentes de nosotros en cuestiones que consideramos esenciales. O, lo que es más importante todavía, de que del otro lado hay ideas que valen la pena o verdades que desafían lo que nosotros y nuestra tribu creemos.

Tiempo de detenernos un minuto para tratar de encontrar en nuestra vida cotidiana algún ejemplo concreto de esta situación. Por supuesto, van a estar los que realmente se detengan acá a reflexionar y los que no, y la tribu de los reflexivos es claramente mejor que la de los no reflexivos porque yo estoy en la de los reflexivos. Un momento…

Quizá por esto, muchas dictaduras o Gobiernos corporativistas intentan mantenerse siempre en conflicto: el conflicto aumenta la cohesión grupal, acalla las voces disidentes y genera un abandono de las necesidades individuales en favor de las necesidades del grupo, sean estas necesidades verdaderas o imaginarias. Los otros se convierten primero en una masa informe a la que asignamos características que los vuelven menos humanos que nosotros. En el extremo más extremo, esto puede conducir al racismo e, incluso, al genocidio de un grupo en manos de otro, basado en criterios como la pertenencia a una etnia determinada o a una religión.

SEÑALES PARA LA TRIBU

Posiblemente, hace muchos miles de años –cuando vivíamos en pequeñas comunidades que a veces no eran más grandes que el núcleo familiar– fuera más sencillo identificar a los miembros de nuestro grupo y que los demás nos identificaran a nosotros. Esto parecería estar incluso “tatuado” en nuestras mentes, en el llamado número de Dunbar. Hace ya muchos años, los primatólogos notaron que los primates no humanos tienden a mantener contacto social muy fuerte con su grupo de pertenencia, pero lo más interesante era que la cantidad de individuos del grupo se correlacionaba fuertemente con el volumen de neocórtex de la especie. Robin Dunbar hipotetizó que, si esto fuera aplicable a humanos, dado el volumen de nuestro neocórtex, deberíamos tener un grupo social significativo de aproximadamente 150 individuos. Este número se repetía en las organizaciones sociales humanas más primitivas, desde el número límite de nómadas en un grupo de cazadores recolectores hasta el tamaño de las unidades militares romanas o, incluso, el número máximo de académicos en la subespecialización de una disciplina. Hay trabajos que ven este número repetirse en la cantidad de interacciones significativas en redes sociales o en la búsqueda de empleo.

Pero hoy ya no estamos organizados en grupos de 150, y nuestra historia evolutiva ha visto la emergencia de distintas formas de identificación que trascienden ese número; hoy, nos aunamos y encontramos a los “nuestros” en grupos mucho mayores. Hoy, somos muchos y vivimos mezclados en sociedades muy complejas. Seguimos teniendo la necesidad de agruparnos, pero carecemos de grupos obvios o “naturales”. En las sociedades en las que vivimos hoy, tenemos opciones desconocidas para los Homo sapiens de hace solo mil años, que morían donde nacían, comían lo mismo que su familia había comido siempre, trabajaban de lo que habían trabajado sus padres y se casaban a lo sumo con alguien de la aldea vecina. En este contexto actual, ¿cómo nos “encontramos” con los miembros de nuestros grupos?

¿Por qué alguien lleva la camiseta de su equipo de fútbol? ¿La remera de La guerra de las galaxias o del Che? ¿Un crucifijo? ¿La mochila de marca? ¿Un pañuelo de un color particular que manifiesta una postura frente a la legalización del aborto? ¿El último libro de un filósofo de moda? ¿Este libro? Aun cuando a veces no nos demos cuenta, todo el tiempo estamos enviando señales que indican a qué tribus pertenecemos: pegamos calcos en nuestras computadoras, nos ponemos determinada ropa, alteramos nuestro cuerpo con tatuajes, piercings, ejercicio, dietas.

Las señales no son necesariamente materiales o marcas en el cuerpo. También pueden ser ideas (o memes o videos de gatitos, lo que sea) que exponemos a los demás, por ejemplo, en redes sociales. Sí, mostramos esto por nosotros, por supuesto, porque son todas cosas que nos gustan o que representan para nosotros algo muy importante y queremos compartirlas con los demás. Pero también lo hacemos, sin ser necesariamente conscientes, para que los demás vean esas marcas y puedan reconocernos como miembros del mismo grupo, o de uno distinto. A veces, también, para mostrar a las otras tribus que la nuestra es una tribu grande, poderosa y decidida, que está peleando por reconocimiento.

Tampoco hay escapatoria a esta situación: no hacer este tipo de cosas (no vestirse a la moda, no tener las zapatillas que tienen todos, no difundir algo en las redes sociales, etc.) también envía señales tribales. En este caso, son las de “yo no pertenezco a esos grupos; soy del grupo de los que no pertenecemos a esos grupos; mírenme, personas de mi grupo”.

Aunque enviar señales tribales no tiene nada de nuevo, sí es relativamente reciente la facilidad con la cual podemos emitir esas señales muy lejos y a muchas personas. Por medio de redes sociales, blogs o foros, Internet es hoy un megáfono en el que cada uno de nosotros puede gritar. Una idea puede cruzar continentes al instante, y si se “viraliza”, va a llegar a muchas más personas que las que podríamos haber imaginado hace solo pocas décadas.

¿Por qué nos interesaría enviar señales a nuestra tribu? ¿Qué ventaja nos da esto? Pensemos en que si nos mostramos como “buenos integrantes”, la tribu nos acepta y manifiesta favoritismo hacia nosotros. Por nuestra parte, esa reacción aumenta nuestra autoestima. Cuando lo que compartimos son ideas o puntos de vista, la tribu nos creerá inteligentes –porque decimos lo que allí se acepta como “correcto”–, y también nosotros la reconoceremos como integrada por personas inteligentes –ya que son capaces de reconocer que lo que decimos es “correcto”–.

En el mundo de las ideas, uno de los aspectos en los que se manifiesta nuestra identidad es la política, y acá también, y tal vez más que en ningún otro lado, nos construimos una identidad social. Si queremos pelear contra la posverdad, necesitamos prestarle atención a esto.

LA POLÍTICA IDENTITARIA

¿Queremos un Estado grande y protector, o un Estado más pequeño y flexible? ¿Favorecemos la inmigración como una manera de enriquecer nuestra cultura, o cerramos fronteras para protegerla? ¿Creemos que estaríamos mejor recuperando tradiciones, o que debemos mirar hacia adelante y abrazar el progreso? ¿Consideramos que ciertos valores religiosos deberían ser más incorporados al Estado, o que deberíamos separarlos aún más? ¿Somos ciudadanos de nuestra ciudad, de nuestro país, o del mundo?

Seguramente, nos sentimos más identificados con algunas de estas posturas y menos con otras. Todos tenemos algún tipo de identidad política, en el sentido primigenio de la palabra. En algunos, la identidad que sienten es tan fuerte que actúan en consecuencia y militan por esa idea o conjunto de ideas. A veces, es una identidad que está más encarnada, es más “parte de nosotros”, y otras, es menos relevante para la idea que nos hacemos acerca de quiénes somos. Pero está, y es un tipo de identidad con un fuerte componente de identidad social.

Cuando pensamos nuestro comportamiento tribal en el contexto de la política, surgen algunos “peligros” adicionales: ¿nuestra identidad social está afectando el discurso público? ¿Cuánto de nuestras decisiones políticas se debe a posturas ideológicas de fondo y cuánto a lealtades tribales? ¿Nos importa más quién está diciendo algo que el contenido de lo que está diciendo?

Ante este tipo de preguntas, tendemos a creer que los demás están más sometidos a su identidad social que nosotros. Esto es recurrente. Cuando hablábamos de creencias irracionales, la situación era similar: tendemos a considerar que las creencias de los demás son irracionales, y las nuestras no. Cuando decíamos que al pensar cometemos errores, nos parece que los demás están pensando mal, pero nosotros no. Cada persona cree que su postura es objetiva, realista y basada en evidencias, mientras que las de los demás no (a menos, claro, que coincidan). “Yo estoy al derecho, dado vuelta estás vos”. Esto se relaciona con una idea que los psicólogos cognitivos Hugo Mercier y Dan Sperber llamaron la teoría argumentativa del razonamiento, según la cual la ventaja evolutiva de razonar no sería tanto permitirnos alcanzar el conocimiento y tomar mejores decisiones, sino tener herramientas para justificarnos a nosotros mismos y convencer a los demás. Nuestra manera de razonar nos impulsa a encontrar errores en el modo en que razonan los demás, mientras nos ayuda a ocultar los nuestros.

En política, no hablamos lo suficiente de cuánto nos influye el contexto tribal, y es así como una misma medida en política pública nos puede parecer adecuada si la propone el partido político con el que nos identificamos e inadecuada si la propone otro.

Dado que todos estos factores influyen a la hora de definir a quién votamos, qué información de la que recibimos tenemos en cuenta o, directamente, qué identificamos como verdadero o falso, lo que puede estar en juego es nada más y nada menos que la vida democrática misma.

En Estados Unidos, las tensiones raciales no se aplacan. En muchos países desarrollados, la inmigración se ve como una amenaza. Dado que lo “tribal” está con nosotros desde siempre, ¿quizá la globalización, con la pérdida de “bordes” que acarrea, lo está incentivando? ¿Podría ser que cuanto más el mundo se vuelve uno solo y nos rodea la multiculturalidad, más tienden nuestras mentes a reforzar nuestros lazos de pertenencia con otras personas, en pequeños grupos? ¿Cuánto estará influyendo la globalización en el resurgimiento de los nacionalismos que se observa hoy en algunos países europeos? Según la revista The Economist, la política identitaria fue generalmente dominio de la izquierda, pero en estos tiempos la derecha está tomando esa retórica y adaptándola a su estilo: en Europa, está surgiendo un activismo de derecha, joven, generalmente nacionalista que, además, muchas veces se fortalece estableciendo lazos de colaboración entre distintos países. Las ideas que llevan adelante son las de proteger una determinada identidad cultural (tradición, idioma, pertenencia, etc.), a veces mediante la propuesta de cerrar las fronteras a la inmigración, enfrentarse a la Unión Europea o excluir el islam. Comunicativamente, suelen enviar mensajes extremistas que provocan respuestas fuertemente emocionales, clásicos de la posverdad. El rechazo que este estilo genera en algunos sectores solo logra victimizarlos y darles más difusión. Esa comunicación incendiaria y categórica encuentra eco en redes sociales, a través de las cuales los mensajes logran propagarse con gran velocidad: otra vez, señales para la tribu, para encontrarse, identificarse y poder crecer.

Se está investigando cómo influye nuestra identidad social en términos de afinidades partidarias en el modo en que analizamos la información: cuál destacamos y cuál “barremos debajo de la alfombra” –con la “escoba de Occam” de la que hablaba Sydney Brenner–, o de qué manera nos afecta lo que un miembro que reconocemos como de nuestro grupo dice respecto de una determinada figura política.

Pensemos en cada material político-partidario que compartimos o nos llega a través de redes sociales: ¿cuánto es un real intercambio de información, verificada y confiable, y cuánto una manera de enviar una señal a nuestra propia tribu?

Con esto no quiero decir que haya algo de malo en sí mismo en enviar señales tribales. No lo hay. Lo que sí me parece interesante es que podamos darnos cuenta de si lo estamos haciendo o no y, en el caso de que lo estemos ha- ciendo, de si es o no lo que queremos hacer.

Respecto de la identidad partidaria, el psicólogo Jonathan Haidt discute la importancia de lo moral en nuestra identificación política. Él sostiene que no solo consideramos que nuestro partido político tiene razón, mientras que “el otro” está equivocado, sino que creemos que “el otro” está compuesto por personas peligrosas y moralmente sospechosas. Dentro de nuestra tribu, nuestros vínculos se sostienen también por la moralidad, y de algún modo necesitamos, entonces, considerar que “los otros” son personas en las que no confiaríamos para tomar decisiones moralmente adecuadas. Por supuesto, en la otra tribu ocurre lo mismo, pero en la dirección contraria. El problema acá es este: si el juego empieza a jugarse en el terreno de lo moral o, lo que es peor, de la apariencia de lo moral, hacemos a un lado la información, los hechos, y caemos de lleno en la posverdad.

Quizá creemos que somos capaces de darnos cuenta de que nuestra tribu está equivocada y de que podemos cambiar de opinión, pero no es lo que ocurre. En realidad, nos resistimos. ¿Cómo pasa esto? Para entender cómo logramos ignorar o contrarrestar las ideas que contradicen nuestras creencias, se investigó qué pasa en nuestros cerebros en estos casos. Para eso, en una serie de experimentos, se les decían a los participantes argumentos que les provocaban baja o alta resistencia y se identificaba qué circuitos cerebrales se “encendían”. Entre ellos, parece relevante una región denominada amígdala, que está involucrada en las emociones, particularmente en el miedo: aquella información que amenaza de alguna manera nuestra identidad, nuestra pertenencia tribal, literalmente nos genera una respuesta de pelea o huída. Otra vez, las emociones negativas nos hacen particularmente vulnerables a caer en la posverdad.

Ojalá no se nos dividiera culturalmente entre personas “de ciencias” y personas “de humanidades” (más tribus y más subtribus, todos separados), como si alguien a quien le interesan los temas científicos quedara automáticamente fuera de la posibilidad de interesarse en temas humanísticos, y viceversa. Al dividirnos, perdemos todo lo que la otra tribu tiene para ofrecernos. En la investigación de más arriba, vemos que un abordaje desde la psicología cognitiva se complementa con nuestro comportamiento social como ciudadanos, que se explica por mecanismos cerebrales concretos. Humanidades y ciencia entremezcladas, tanto en el conjunto de temas (un “qué”) como en los abordajes de la investigación (un “cómo”). Los problemas que hay para resolver en el mundo no vienen en cajitas con el rótulo de una única disciplina afuera.

En el mundo del fact-checking ocurre un fenómeno muy interesante. Cuando hay claras evidencias de que un político del partido A mintió, quienes activamente difunden esa información son los del partido B. Eso es esperable, porque se trata de información que permite justificar la postura de esa tribu. Pero lo interesante es lo que hacen los del partido A: no comparten la información, no hablan de ella. La ignoran porque, de aceptarla, pondría en conflicto su identidad política. La mirada escéptica es más poderosa hacia afuera de la tribu que hacia adentro. Es una especie de “esto no debería ser cierto, pero parece serlo, así que para mí no existe”.

Otro momento para invitar a la introspección.

Hay unos experimentos muy interesantes que muestran esto en acción. Supongamos que queremos que en una elección gane el candidato A. Si ganara el B, nos sentiríamos decepcionados. Intuitivamente, si apostáramos dinero a la victoria de B, eso podría compensar de algún modo la desilusión de que A haya perdido (esto es lo que en los mercados financieros se llama hedging). ¿Qué ocurre realmente? En una situación así, las personas prefieren directamente no apostar. Pierden así la posibilidad de ganar dinero, dado que si lo ganaran a expensas de que su tribu perdiera, se interpretaría como traición. Se prefiere no arriesgar la lealtad tribal enviando señales que irían en contra de las aceptadas por el grupo.

También se vio algo similar en esta situación: se le dio a un grupo de personas la opción de leer algo que concordaba con su postura previa sobre matrimonio entre personas del mismo sexo, o la de leer algo con la postura contraria. En el primer caso, ganaban 7 dólares, mientras que en el segundo, ganaban 10 dólares. Casi dos terceras partes de los participantes eligieron la primera opción, a pesar de que elegir la segunda podía hacerles ganar más dinero. Pero prefirieron no exponerse a una postura contraria a la propia. Esto también se observó para el caso de tener que escuchar posturas políticas con las que uno no concuerda. Que quede claro, esto no es algo que les pasa a las personas que participaron del estudio. Nos pasa a todos, y tiene consecuencias claras en cuanto a la política partidaria.

Enfatizo lo de que nos pasa a todos porque es muy fácil considerar que estas investigaciones no son más que anécdotas. Si no nos hacemos cargo de que a nosotros también nos puede pasar, no hay escapatoria de esta “trampa”. ¿Cómo vamos a lograr escuchar la postura de la otra tribu si no queremos escucharla? O, lo que es lo mismo, ¿cómo vamos a pretender que la otra tribu nos escuche si no nos quiere escuchar?

La lealtad intragrupo es tan fuerte que incluso castiga a aquellas figuras del mismo partido que deciden cambiar de postura frente a un tema: supongamos que nos identificamos con un político que sostiene una idea que nos resulta una “marca de identidad”. Si esa persona cambia de idea, se lo suele acusar de “veleta”, “vendido a los otros”, etc. En nuestras mentes, pasa algo como esto: “No es que ahora él esté equivocado, sino que nunca fue realmente uno de los nuestros”. Todos sus actos del pasado se reinterpretan como traiciones. Se lo borra de las fotos del pasado, como ocurrió varias veces en la vieja Unión Soviética.

No se discuten ideas, se discuten identidades. El “nadie resiste un archivo” muchas veces se usa no para mostrar que todos fuimos pecadores alguna vez, sino para marcar el peor de los pecados: cambiar de postura frente a un tema. Pero si penalizamos actualizar nuestras posturas, ¿qué nos queda? Nuestro secreto no confesado ni a nosotros mismos es que festejamos cuando alguien cambia de postura hacia la de nuestra tribu, pero castigamos a quien lo hace desde nuestra tribu hacia afuera.

Esto nos pone en otro problema cuando salimos de la mirada sobre nosotros mismos y pensamos en un medio de comunicación. Su modelo de negocios requiere que la mayor cantidad posible de lectores, televidentes, etc., los sigan. Algunas personas consumen algunos medios, otras consumen otros. ¿Puede ser, entonces, que no haya incentivo para que los medios desafíen la identidad tribal de sus seguidores reportando los hechos? ¿Puede ser que lo que hagan sea alimentar el tribalismo para no perder a los que sostienen económicamente su negocio? ¿Es posible que un medio actúe como un individuo, que calle cuando hay hechos que lo hacen entrar en conflicto y, en cambio, difunda activamente los hechos que benefician a la tribu?

El tribalismo nos rodea en nuestra vida cotidiana, profesional y ciudadana. ¿Cómo hacemos, entonces, para lograr los consensos que son necesarios en la democracia o, sencillamente, para acordar qué es verdad y qué no? Si priorizamos enviar señales a nuestra tribu de que somos buenos integrantes, aun si estamos equivocados, ¿cómo vamos a poder tomar decisiones informadas y cuidadas? ¿Cómo podríamos cambiar de opinión en un tema si no nos atrevemos a desafiar a nuestra tribu?

TAN LEJOS, TAN CERCA

Conocemos a alguien que piensa distinto que nosotros en relación con un tema que nos resulta relevante, pero somos amigos, colegas o familiares, nos caemos bien, y esa diferencia de opinión no es un aspecto central de nuestro vínculo. Esto alcanza para identificarnos como dos personas que se encuentran en los lados opuestos de una línea imaginaria dibujada en el piso. Seguramente todos vivimos esto, ya sea en temas de política, economía o cuestiones sociales, o en aspectos bien personales y pequeños de preferencias propias. Puede tratarse de si debería haber pena de muerte o no, si se puede usar medias con crocs, si Dios existe o si la existencia de Dios es una pregunta relevante. Nos identificamos como personas de lados opuestos de esa línea. Aparece el borde que nos separa. Nos “acercamos” más a quienes son parecidos a nosotros, nos “alejamos” de quienes son distintos.

En política, también nos pasa esto. Lo que dijimos antes sobre el tribalismo extremo entre grupos en una situación de alto conflicto entre ellos también aplica a la política partidaria: cuando la grieta es ancha, nos es más difícil identificar a los del “otro lado” como personas individuales de características personales, y les asignamos en conjunto las características que le atribuimos al grupo al que, para nosotros, pertenecen. Esto aumenta progresivamente la polarización, y el fenómeno se fortalece.

La polarización extrema, en la que un grupo considera que el otro grupo está lleno de cualidades negativas, se observa en política en muchos países. En Estados Unidos, la campaña de Trump parece haber estado guiada por la idea de generar identidad social (“nosotros vs. ellos”). Muchos países americanos tenemos grietas políticas que parecen insalvables, y esto se observa también en algunos países europeos como España o Francia. Las personas que tienen un mayor compromiso identitario con su grupo se movilizan más y suelen ser más “ruidosas”, lo que contribuye a polarizar al resto. Y en muchos de estos casos, aunque no seamos conscientes de esto, la polarización no es tanto respecto de cuán distintas son las ideas que se sostienen de uno u otro extremo, sino de cuánto nos gustan los de nuestro grupo y nos disgustan los del otro. Es decir, no es tanto acerca de las diferencias ideológicas de fondo que pudiera haber, sino del tribalismo.

En Estados Unidos, la política partidaria viene dominada desde hace mucho por dos grandes partidos: los demócratas, que se identifican como más progresistas, y los republicanos, de tendencia más conservadora y tradicionalista. Lo que se observa en ese país es que la política identitaria está llevando a una polarización progresiva: las encuestas realizadas por Pew Research muestran que, en estos últimos años, está aumentando la proporción de personas de un partido que tienen una opinión muy desfavorable del otro, y este fenómeno se ve acompañado de una creciente polarización.

Otra vez, las emociones negativas influyendo en cómo reaccionamos ante los hechos y cómo nos vinculamos entre nosotros. A veces, odiamos lo que odiamos más de lo que nos gusta lo que nos gusta, y es alrededor de ese odio que nos nucleamos como grupo.

Podemos pensar en dos tipos de polarización: la ideológica, basada en las ideas identitarias que sostiene cada grupo, y la tribal, que surge no solo de la actitud propia y la de los pares, sino también de la actitud desfavorable hacia el otro partido. La ideológica implicaría que las personas que se sienten más cerca de ambos extremos son más, y aparentemente, hoy hay menos personas moderadas que antes. Pero también podría ser que no haya realmente tanto desacuerdo ideológico inicial como parece, sino que esta polarización creciente esté impulsada mayoritariamente por cuestiones tribales.

Si las dos tribus políticas se superponen cada vez menos, muchos moderados que no se ven representados por ninguno de los dos extremos polarizados directamente no van a votar, algo que es particularmente relevante en países donde el voto no es obligatorio, como Estados Unidos. ¿A quién beneficia esto? No a la democracia, ni a la verdad.

Más allá de cuán de fondo es el abismo que separa a estas dos tribus, sí está ocurriendo lo siguiente: se perciben entre sí tan diferentes que la posibilidad de conversar se anula, la intransigencia aumenta y se asignan todos los males del mundo a la tribu contraria, que entonces se siente ignorada y acusada. Ya no se trata solamente de las distintas visiones del mundo que puede haber en los dos partidos políticos, sino que gran parte de la grieta se basa en emociones negativas como el miedo o el enojo.

HABLARNOS ENTRE NOSOTROS

Uno de los mecanismos posibles para explicar al menos parte de la polarización política progresiva parece tener que ver no tanto con el vínculo –o falta de él– entre distintos grupos, sino con lo que ocurre dentro de un mismo grupo a medida que discute sobre un tema en particular. Varias investigaciones muestran que, cuando un grupo formado por personas con posturas similares discute sobre un tema de política, la actitud de cada persona se vuelve más extrema luego de la discusión. Este fenómeno se suele conocer como polarización de grupo (group polarization).

Algunas de estas investigaciones, lideradas por Cass Sunstein (coautor del libro Nudge, junto con el reciente ganador del premio Nobel Richard Thaler), examinaron la polarización de grupo en Estados Unidos, “aprovechando” una situación local que permitía hacer experimentos: en el estado de Colorado, en Estados Unidos, hay dos comunidades muy similares en muchos aspectos, salvo en que una es particularmente liberal (Boulder) y la otra, conservadora (Colorado Springs). Se les pidió a personas de estas comunidades que discutieran durante quince minutos sobre tres temas que tradicionalmente están asociados a la postura política de las personas y despiertan respuestas fuertemente emocionales: política ambiental para reducir gases de efecto invernadero, uniones civiles para personas del mismo sexo y discriminación positiva.

Los resultados fueron muy interesantes: luego de discutir entre personas de opiniones similares (los de izquierda con los de izquierda y los de derecha con los de derecha), los liberales de Boulder tenían una postura política aún más liberal en los tres temas propuestos, y los conservadores de Colorado Springs, más conservadora, también en los tres temas. Más allá de si los participantes eran de izquierda o de derecha, el fenómeno que se observó fue el mismo: luego de esa corta discusión de quince minutos, sus posiciones individuales se volvieron más extremas. Esto también implica que la distancia entre liberales y conservadores, es decir, la polarización, se volvió aún mayor. No solo esto, sino que también la diversidad de posturas, dentro de los liberales y dentro de los conservadores, disminuyó.

Al argumentar nuestra postura ante los demás, nos autojustificamos, destacamos las evidencias que apoyan nuestra postura (cherry picking) o ignoramos hechos que nos contradicen, lo cual, casi inevitablemente, termina fortaleciendo nuestra idea de que nuestra opinión es la correcta. Nos agrupamos con personas que piensan como nosotros y excluimos del grupo a los que no. Con el tiempo, la única opinión que escuchamos es la de la gente que piensa como nosotros, porque toda la gente que nos rodea piensa como nosotros, y empezamos a creer que esa es la única opinión correcta, e incluso la única posible. Así, cavamos grietas imposibles de cerrar.

Todo esto lo hacemos en un esfuerzo involuntario por no cambiar de opinión, por proteger nuestra creencia previa, nuestra identidad tribal, especialmente en público. Si al principio de este proceso esa pequeña diferencia de punto de vista respecto de la otra persona no nos era tan relevante, al final de este proceso sí lo es. La polarización aumenta progresivamente, el diálogo disminuye y el otro se convierte en el enemigo o, como mínimo, en una persona buena pero que está engañada o fue manipulada. Cada tribu se cree dueña de la verdad y desvaloriza a la otra. Las amistades, las relaciones y hasta la democracia se resienten con este mecanismo.

Por supuesto, también es posible que existan distintas opiniones, o que se aprecien de manera diferente cuestiones estéticas, éticas, ideológicas o vinculadas con los valores. No todo es atribuible a nuestra identidad social, por supuesto, pero reconocer que este factor también está permite acercar posiciones o, al menos, tratar de construir puentes con los demás para poder entendernos mejor. Las identidades sociales que tenemos nos llevan a comportamientos tribales que, cuando se manifiestan en la política, hacen crecer la intolerancia y la polarización. Esto conduce a una creciente incapacidad para lograr consensos o, sencillamente, conversar. Todo esto es un caldo de cultivo para la posverdad, un monstruo que se alimenta de informaciones incompletas o mal interpretadas, de cuestiones tan fuertemente emocionales que no logramos desenmarañar los problemas para acceder a las evidencias.

REALIDADES PARALELAS

Hasta aquí, hablamos de identidad social, tribalismo, el envío de señales para la tribu, el modo en que esto se observa en política y el fenómeno de la polarización política progresiva. Pero no abordamos específicamente una distinción que llegó el momento de hacer: a veces, nos separan de los otros nuestros distintos valores, reparos morales, o ideas acerca de cómo se debería actuar ante determinados problemas. Son verdaderas formas distintas de ver el mundo. Posiblemente, no nos pondremos jamás de acuerdo, pero estamos en el terreno exclusivo de las ideas, de la atribución de valor, y no podemos hablar necesariamente de que un punto de vista sea correcto y otro no.

Otras veces, lo que está en juego son los hechos mismos, cosas que ya sabemos cómo son pero que terminan distorsionándose en manos de la política identitaria. Son aquellas cuestiones fácticas que pudieron ser respondidas con confianza y en las que no hay demasiado lugar para el disenso, en donde hay una verdad en el sentido práctico. Sin embargo, a pesar del consenso científico existente, a veces se observa que en la sociedad hay un desacuerdo acerca de cuáles son los hechos. Si la verdad es desafiada, estamos dentro de la posverdad.

La tendencia que tenemos a acomodar nuestras percepciones a nuestros valores –o los de nuestros grupos de pertenencia– se suele conocer como cognición cultural. Creemos que nuestro comportamiento, y el de los grupos con los que nos identificamos, es correcto y bueno para la sociedad. Cuando nos enfrentamos a un tema ante el que tenemos una postura (cultural), recordaremos con menor esfuerzo cognitivo aquellas evidencias que la apoyan. Incluso si nos llega toda la información, no la asimilaremos de la misma manera. Dan Kahan es un psicólogo que estudia la cognición cultural. Una de las investigaciones que llevó adelante con su equipo fue la siguiente: presentaron expertos ficticios en distintos temas a un grupo de personas, generaron distintos textos cortos que estos supuestos expertos habían escrito, y luego se les preguntó a las personas si consideraban que los expertos realmente eran expertos en su campo de estudio.

Para el experto en cambio climático, todas las personas evaluadas veían una misma imagen, pero solo uno de dos textos, asignado al azar: uno sostenía que el cambio climático antropogénico es real y extremadamente peligroso para todos, y otro en el que se decía que era prematuro concluir que los gases de efecto invernadero contribuyen al cambio climático. Previamente, se habían medido las percepciones de las personas en distintos temas, y fueron clasificadas como “individualistas jerárquicos” o “comunitarios igualitarios”, que, a grandes rasgos, podrían equivaler a republicanos y demócratas, respectivamente .

Los resultados obtenidos con este experimento mostraron que la postura del experto presentada a través de esos dos textos distintos influyó en las respuestas de las personas respecto de si lo consideraban o no un experto.

¿Qué está pasando acá? Si un experto dice algo contrario a lo que creemos, es muy posible que lo consideremos un falso experto.

Nuestras mentes se las arreglan para eliminar o disminuir la disonancia cognitiva que nos produce que alguien considerado experto cuestione nuestras posturas preexistentes. Protegemos nuestra identidad tribal, y esto no depende de a qué tribu pertenecemos (no hay una tribu que siempre se equivoque y otra que no).

Kahan sostiene que si un tema basado en evidencias se partidiza, enseguida se transforma en una cuestión “moral” y, por lo tanto, tribal. Esto sucede cuando los líderes o referentes de cada partido adoptan una postura que luego se transmite como identitaria para el resto de la tribu, cuando la información nos llega en primer lugar –o únicamente– de esta manera y solo después –o quizá nunca–, a través de verdaderos expertos. Si un tema fáctico y que se conoce bien es discutido primero por políticos que muy probablemente no saben suficiente de ciencia ni se asesoran adecuadamente, y la sociedad accede al tema a través de la postura que ellos toman, la equivocación (o la mentira) se propaga y la posverdad nos invade. Cuando un tema que previamente no estaba partidizado pasa a estarlo, para quienes tienen una fuerte identidad partidaria, deja de ser algo que se puede razonar en base a evidencias y se convierte en un tema que funciona como una señalización tribal.

Las evidencias son hechas a un lado, aunque seguimos convencidos de que lo que nos lleva a nuestra postura son hechos incontestables. Algo así ocurrió en Estados Unidos con el tema del cambio climático. En ese país, la postura de una persona frente al cambio climático antropogénico está muy alineada con si se identifica como republicano o como demócrata (en líneas muy generales, los demócratas aceptan que el cambio climático existe, mientras que los republicanos no). Pero el cambio climático antropogénico es un hecho de la realidad y no hay discusión científica al respecto: los verdaderos expertos en las ciencias del clima concuerdan en que existe, y debe ser solucionado con urgencia.

En cuestiones fácticas como el cambio climático, lo más probable es que no seamos capaces de evaluar las evidencias directamente porque no sabemos lo suficiente sobre el tema. En esos casos, podemos seguir a nuestros referentes partidarios o al consenso científico. Pero si nuestros referentes partidarios sostienen posturas que objetivamente están equivocadas, nosotros terminaremos haciendo lo mismo. No hacer esto implica poner en duda el liderazgo de nuestros referentes y, por lo tanto, traicionar a la tribu, con todo lo que decíamos más arriba. Una vez que empezamos a defender una posición errónea, seguimos defendiéndola porque, de lo contrario, deberíamos reconocer que antes estábamos equivocados. Y enfaticemos esto: en situaciones como la del cambio climático, sí hay una visión correcta y una equivocada. No se trata de un tema del plano exclusivo de las opiniones.

Quizás, este sea otro buen momento para intentar examinar nuestras creencias y a quienes consideramos nuestros refe- rentes. Ninguno de nosotros tiene un comportamiento tribal en todos los ejes, pero sí en algunos. ¿Cuáles son mis ejes tribales? ¿Puede estar pasándome algo así? ¿Cuándo fue la última vez que identifiqué un error fáctico en un miembro o dirigente de mi tribu? ¿Y la última vez que alguien de una tribu que detesto sostuvo una postura fácticamente acertada que decidí amplificar y respaldar?

No son los demás los que están equivocados y atrapados por la cognición cultural. Somos todos. Hay muchos temas en los que estar equivocado y seguir a una tribu que se identifica con esa postura equivocada no tiene demasiado impacto en el mundo real ni en nuestra vida diaria. Pero hay otros temas en los que estar equivocados puede ser peligroso para nosotros, para nuestros seres queridos, o para la sociedad en su conjunto.

SALIR DE LA TRAMPA

Dado todo esto, ¿qué podríamos hacer para combatir la posverdad? Necesitamos desafiar el tribalismo, o podemos terminar no solo siendo generadores involuntarios de posverdad, sino también vulnerables a que otros, capaces de aprovechar el tribalismo para su conveniencia, nos dominen mediante una posverdad intencional. Así, el mayor riesgo de no reconocernos ovejas es hacer a los pastores invisibles.

Si parte del problema es nuestro tribalismo, nuestro propio comportamiento, ¿podemos pelear contra esta posverdad casual sin pelear ni entre nosotros ni con nosotros mismos?

Hay bastante por hacer. Algunas de estas sugerencias son solo eso, sugerencias que se desprenden del conocimiento que tenemos sobre cómo funciona nuestra identidad social. Otras están más sostenidas por evidencias, otras menos. Vamos de a poco.

Lo que sigue es una serie de “consejos” que armé orientada por la literatura disponible sobre este tema. No sé si funcionan –nadie lo sabe en realidad, porque hay pocas evidencias al respecto–, pero confieso que me gustaría que funcionaran y creo que, basándome en lo que se sabe de estos temas, tienen alta probabilidad de funcionar.

Lo primero que podemos hacer está al alcance de todos y es muy positivo: entrenarnos en introspección. Necesitamos analizar qué nos está pasando, en qué medida el tribalismo nos podría estar afectando respecto de la postura que tenemos frente a distintos temas. Si en algún momento estamos pensando que “lo que pasa es que la gente está influida por su identidad social y no se da cuenta”, no nos olvidemos de que, muy probablemente, seamos parte de esa gente. Analicemos si lo que hacemos es o no para enviar señales tribales, si nuestras ideas son en realidad las ideas identitarias de una tribu. Intentemos también buscar respuestas fácticas sin sentir que con eso se diluye nuestra identidad o que estamos traicionando a nuestra tribu. En estos casos, quizá podamos evitar en cierta medida que algunos temas se nos vuelvan identitarios. Pensemos que si permitimos que no haya separación entre lo que pensamos y quienes somos, es inevitable que interpretemos el ataque de otras personas a nuestras ideas como un ataque a nosotros. Así, nos ponemos a la defensiva, y nuestras ideas, lamentablemente, no podrán ser desafiadas aunque estén equivocadas. Pero si la introspección nos muestra que estamos actuando de manera tribal, podremos evaluar nuestras ideas y permitir que los demás las pongan a prueba, y, si son “malas ideas”, podremos dejarlas ir y reemplazarlas por otras que sean mejores.

Si estamos alertas a lo que nos pasa, podemos pelear el tribalismo. Es la introspección la que nos permite estar alertas.

Sería fácil decir “los que logramos estar alertas quizá podamos modificar la manera en la que nos comportamos. El problema surge con los demás, los que no logran hacer introspección”. Pero esto también sería, además de algo tribal, un modo de pensar la introspección como algo que se es, no que se hace. Introspectivo puede nacerse, pero también hacerse, y también puede hacerse para dominios específicos. Por eso, así como el peligro de no estar reflexionando sobre nuestros procesos de pensamiento está siempre presente, también lo está la posibilidad de empezar a hacerlo.

La comprensión de que lo que nos pasa a nosotros les pasa a los demás puede ayudarnos a vencer la otredad que se basa en lo tribal. Entonces, además de mirarnos a nosotros mismos, podemos mirar a los demás con empatía –entendiendo lo que sienten– y decidiendo y explicitando que todas las personas merecen consideración moral y que valen la pena independientemente de sus diferencias con nosotros.

No supongamos que los otros son malos, tontos o ignorantes (a menos que tengamos evidencia de que lo son). Tratarlos como si fueran malos, tontos o incapaces solo es una señal para nuestra tribu, y es una señal para los otros de que no son parte de ella. Si hacemos esto, los demás no podrán procesar el contenido de nuestro argumento, sino que se quedarán con el tono, con las formas, con la señal tribal. Supongamos que sus intenciones son buenas, que pueden estar actuando de manera tribal sin notarlo. Así como nosotros podemos pensar de manera equivocada, o influida por nuestras motivaciones, emociones e identidades, a ellos también les puede ocurrir. No se trata solo de reconocer que les puede estar pasando todo esto, sino tener esto en cuenta a la hora de vincularnos con ellos, de conectarnos. Recordemos que son personas. Tratemos de escucharlos y entenderlos, tendamos la mano, aun si en nuestra tribu esa acción es considerada una traición.

Otro aspecto que podemos tener en cuenta para combatir el tribalismo es la diversidad. Si reconocemos la diversidad, estaremos más dispuestos a buscar y escuchar posturas distintas de la nuestra. Cuando solo nos comunicamos con los de nuestra misma tribu, perdemos la riqueza de otras formas de mirar el mundo, así como también nos volvemos más propensos al efecto de falso consenso y a la ilusión de objetividad.

El efecto de falso consenso es el que se observa cuando nos rodeamos de personas que son como nosotros y estamos muy separados de las que son diferentes. Si en las elecciones votamos por el candidato A, por el que votaron también las personas con las que interactuamos, y luego gana las elecciones el candidato B, puede que pensemos algo como “¿cómo puede haber ganado B si no conozco a nadie que lo haya votado?”. Creemos que los demás piensan como nosotros porque los que conocemos piensan como nosotros. Esto es un falso consenso. En el fondo, lo que nos sorprende es que, sabiendo lo que se sabe, no voten todos por nuestro candidato. Acá entra en juego la ilusión de objetividad, en la que creemos que cualquier persona razonable tiene que estar viendo las cosas como las vemos nosotros: nosotros somos objetivos, pero ellos están confundidos, son ignorantes, fueron manipulados o caen en tribalismo. Aun si no nos gusta adónde nos lleva esto, necesitamos considerar que otras personas que tienen acceso a exactamente la misma información que nosotros pueden llegar a una conclusión diferente. Esto puede deberse al tribalismo de ambos grupos (incluso estando de acuerdo en cuáles son los hechos, aplicamos diferentes filtros sobre los datos disponibles y podemos interpretarlos de manera distinta), y también a profundas diferencias ideológicas, tan profundas que devienen en la generación de los hoy llamados hechos alternativos: verdades fácticas que estamos dispuestos a desestimar y reemplazar con construcciones que no representan más de la realidad que nuestra necesidad de evitar cuestionar nuestras narrativas tribales. Negar que nuestras diferencias existen nos debilita, nos aísla y no nos permite entender lo que pasa. Somos distintos, pero defendamos la posibilidad de vincularnos.

Algo más que puede ayudarnos es fomentar nuestra flexibilidad y abrazar la incerteza. Defendamos la flexibilidad de aceptar que a veces no sabemos, que no es necesario que nos alineemos con alguna postura si no estamos seguros, que podemos cambiar de opinión, que podemos contradecir, y quizá hasta abandonar, a nuestra tribu.

Tratemos de no “unificar” todas nuestras diferentes tribus bajo una sola bandera. Si realmente creemos que en un tema tenemos una postura que nos separa en un “nosotros” y un “ellos”, que así sea. Pero si nos parece que los extremos no nos representan, defendamos la postura moderada y no permitamos que los demás nos presionen para tomar partido.

Es importante también que habilitemos el disenso como forma de acercarnos a la verdad sin que eso atente contra nuestros vínculos. Pero para conseguirlo, primero necesitamos desambiguar las ideas de la identidad, tanto propias como ajenas. Quizás, incluso, estamos de acuerdo en cosas que no llegamos a ver porque estamos sumidos en una mirada tribal. Acá también viene la posverdad casual, la no generada intencionalmente: ya no podemos reconocer la verdad porque no conseguimos atravesar las barreras tribales. Si no logramos hacer a un lado lo tribal, recordemos que una situación de alta conflictividad induce a que intentemos proteger más a nuestra tribu y nos enemistemos más con las otras. Eso nos lleva al extremismo, y el extremismo nos lleva a la alta conflictividad. Y así sigue, en una espiral catastrófica y funcional solamente a preservar el esquema orwelliano de tribus ficticias en permanente conflicto. En este contexto, somos capaces de defender posturas equivocadas con tal de ser leales.

Pero si logramos sacar de la discusión el tribalismo propio y el ajeno, podemos llegar a descubrir que concordamos en más de lo que creíamos al principio, o podemos seguir en posturas contrarias porque nos dividen cuestiones más de fondo. Necesitamos averiguarlo. Y acá tenemos las opciones de ir al conflicto o de evitarlo. Si creemos que “todos tenemos derecho a nuestra opinión”, quizá pensemos que tenemos que tolerar las ideas de los demás y queramos evitar la confrontación. El problema con esta actitud es que, aunque todos tenemos en principio derecho a expresarnos, no tenemos por qué aceptar como cierto o digno de ser tomado en serio lo que los demás dicen. Daniel Patrick Moynihan lo expresó con hermosa contundencia: “Todos tenemos derecho a nuestra propia opinión, pero nadie tiene derecho a sus propios hechos”.

Si no nos atrevemos a señalar que las ideas de los demás pueden estar equivocadas, que tienen información incompleta o que sus argumentos son malos, también estamos colaborando con la posverdad. El conflicto puede ser una gran cosa si lo tenemos no con las personas, sino con sus ideas. Por eso, previamente debemos separar los componentes tribales. Necesitamos permitirnos estar en desacuerdo también como una manera de respetar a los demás –los tomamos en serio a ellos y a sus ideas– y de no dejar pasar cuestiones que nos parecen equivocadas. Si no, las ideas se protegen detrás de su identidad tribal y no podremos nunca separar las buenas de las malas. Por supuesto, habilitar el disenso es una tarea de todos. Si no permitimos que nuestras ideas sean puestas a prueba, no son ideas lo que tenemos, sino –otra vez– un cartel de señalización para nuestra tribu. Necesitamos rodearnos de personas que puedan desafiar nuestras ideas con argumentos racionales.

Otra esperanzadora posibilidad de pelear contra el tribalismo es fomentar la curiosidad,manifestada por las ganas de aprender sobre algo acerca de lo que sabemos poco, y por disfrutar de aprenderlo. Esta idea proviene de algunos experimentos llevados a cabo por el equipo de Dan Kahan que mostraron que aquellas personas con una mayor curiosidad científica –curiosidad, no conocimiento– son más propensas a cambiar de postura en temas como cambio climático o evolución, asuntos que suelen ser partidizados en la sociedad estadounidense. Hasta ahora es una correlación solamente, y todavía no se puede decir con demasiada certeza que si se estimula la curiosidad, se logra que una persona esté más abierta y pueda contrarrestar el procesamiento de la información sesgado por la política, es decir, que haya una relación causal entre las dos variables. Pero, sin duda, parece algo interesante para tener en cuenta. ¿Deberíamos “entrenarnos” más en ser curiosos? ¿Deberíamos valorar más que una persona sea curiosa?

Otra herramienta valiosa que tenemos en la lucha contra el tribalismo es impedir la partidización de los temas. Vimos que si una cuestión fáctica llega a la sociedad no a través de los expertos, sino a través de referentes tribales de distintos partidos políticos, por ejemplo, se vuelve identitaria. A partir de eso, es muy difícil encontrar acuerdos, consensos o, como mínimo, conversar civilizadamente y en base a argumentos racionales. Ante un tema que es nuevo para la sociedad, es preferible que lo transmitan los expertos adecuados para evitar que la evidencia “se contamine” con lealtad tribal y se genere un “nosotros” y un “ellos”. Si el tema ya está partidizado, podemos intentar despartidizarlo, sacarle las marcas tribales, muy especialmente en las cuestiones fácticas.

Por último, debemos prestar atención a la comunicación en muchas situaciones. A veces, las tribus se arman alrededor del mismo conjunto aproximado de valores. Así, lo tribal se entrelaza con nuestras creencias irracionales. En Estados Unidos, en líneas generales, los republicanos valoran el respeto por la autoridad, las tradiciones y la libertad individual, mientras que los demócratas se identifican más con valores de igualdad y protección de las minorías. Es importante tener esto en cuenta a la hora de comunicarse con una tribu a la que uno no pertenece. Si queremos que nuestro mensaje tenga más posibilidades de ser escuchado, quizá no deberíamos enarbolar los valores que son importantes para nosotros, sino los que son importantes para ellos. En cuanto a valores, haciendo por un momento los hechos de lado, lo que nos convence a nosotros no es lo que convence a los otros.

Por otra parte, ante una cuestión fáctica como la del cambio climático, en la que no solo se puede obtener una respuesta correcta, sino que ya la conocemos, intuitivamente creemos que si alguien piensa que el cambio climático antropogénico no existe, es porque le falta información. Es muy fácil darnos cuenta de que esa no es la razón observando que si tratamos de darles información a estas personas, no solo no corrigen su postura, sino que, muchas veces, se observa que refuerzan sus ideas equivocadas. Si nos dan información que contradice nuestras creencias, tenemos muchas maneras de descartarla: negamos que esa información provenga de verdaderos expertos, la interpretamos de una manera incorrecta o, directamente, la ignoramos. Hay temas en los que contrarrestar desinformación, o mala información, con información correcta funciona. Y temas en los que no. Qué temas entran en qué categoría depende de nuestra identificación con los grupos respectivos, de cuán importantes o relevantes nos resultan esas posturas para nuestra visión de nosotros mismos. Si el fútbol no nos interesa en absoluto ni nos identificamos como de un cuadro en particular, si creemos que un equipo está mejor posicionado que otro y nos muestran evidencias de que es al revés, seremos capaces de actualizar nuestra creencia para que se alinee con la nueva información. Pero si el fútbol es uno de los aspectos centrales de nuestras vidas, si creemos que nuestro equipo es el mejor y llevamos los colores pintados en el corazón, etc., es mucho más difícil que las evidencias de lo que ocurre en la realidad modifiquen nuestra postura previa.

Hay toda una rama de la ciencia, relativamente reciente, que se ocupa de abordar la comunicación de una manera basada en evidencias, es decir, averiguando primero de qué modo se logra que alguien incorpore información que contradice sus creencias y luego comunicando de esa manera, aun si es distinta de la que nos parecía más evidente. Dar información en estas situaciones no sirve. La parte que tiene la información correcta le recomienda a la otra links de Internet, trabajos científicos o expertos en el tema, pero la otra siempre encontrará otros links, trabajos o falsos expertos que sostienen lo contrario. Al final de esa guerra de links, que encima no son leídos, nadie cambia de postura. Más bien lo contrario.

Cuando asimilamos esto, entendemos por qué tantas maneras de discutir no funcionan: ateos que tratan a los creyentes de estúpidos, creyentes que tratan a los ateos de inmorales, gente de derecha que le dice a gente de izquierda que son ignorantes, gente de izquierda que le dice a gente de derecha que son dinosaurios. Todo esto son solo señales para la propia tribu, porque a la otra no le hace mella o, incluso, le refuerza su postura –”lo que decimos es correcto dado que ellos, esos otros, se oponen a nosotros”–. Si realmente queremos llegar a los demás, quizá tengamos que usar estrategias de comunicación no intuitivas.

Esto en relación con la comunicación entre grupos. Pero ¿qué pasa con la comunicación dentro del mismo grupo? Vimos que, al conversar con personas parecidas a nosotros, nuestra postura se vuelve más extrema que al principio. Teniendo esto en cuenta, ¿no sería mejor conversar con alguien con quien no concordamos? ¿Qué tal seguir en Twitter a alguien que piense radicalmente distinto de nosotros? Quizás así podríamos combatir un poco el extremismo.

No se sabe mucho todavía de comunicación basada en evidencias. Es un campo de estudio que está creciendo mucho y muy rápido. Pero incluso lo que ya se sabe muy difícilmente llega a ser implementado en la vida real. La mayoría seguimos actuando de manera intuitiva y poco efectiva, enviando señales tribales a los nuestros y alejando cada vez más a los otros.

CÓMO SOBREVIVIR AL TRIBALISMO

En este capítulo, presentamos el tribalismo y mostramos por qué puede terminar colaborando con la generación de posverdad casual. Esto se suma así a lo ya visto en los dos capítulos anteriores: cómo influyen nuestras creencias irracionales y cómo funciona nuestro pensamiento.

En el apartado anterior, se sugieren varios modos posibles de combatir el tribalismo si vemos que entorpece nuestro acceso a la verdad. Como una manera de sistematizar lo anterior y transformarlo en herramientas concretas, aparece acá una nueva Guía de Supervivencia de Bolsillo.

 

GUÍA DE SUPERVIVENCIA DE BOLSILLO N° 6
¿Cómo pelear contra el tribalismo?

1. ¿Se trata de un tema fáctico para el que podría haber evidencias?

2. ¿Pueden nuestras posturas estar siendo afectadas por el tribalismo?

3. ¿Pueden las posturas de los otros estar siendo afectadas por el tribalismo?

4. ¿Nos rodean personas muy similares a nosotros?

5. ¿No tenemos todavía una postura tomada? ¿Es realmente necesario tenerla? ¿Los demás presionan para tenerla?

6. ¿Nuestro desacuerdo es tribal o ideológico?

7. ¿La información fáctica está llegando a través de referentes partidarios o de expertos?

8. ¿Cómo nos comunicamos con otros grupos y dentro del grupo?

Esta Guía de Supervivencia tiene mucho de introspección, de tratar de entender mejor qué nos pasa, pero también cuestiones de vínculos con los otros y de comunicación entre los de la misma tribu y entre tribus. Nos reconforta pensar que somos seres racionales, pero lo que vemos es que solemos equivocarnos, y de muchas maneras distintas. El tribalismo siempre estuvo con nosotros, y seguirá estándolo. Es importante pertenecer a grupos, tiene valor social y emocional para nosotros. Posiblemente, haya sido algo seleccionado por la evolución en mayor o menor medida, porque estar en una tribu que es buena para nosotros puede ser muy importante para nuestra supervivencia. Entonces, ¿por qué intentar combatir el tribalismo o controlarlo? Porque a veces, aun sin mala intención, puede dificultar nuestro acceso a la verdad, nuestro reconocimiento de cuáles son los hechos, y en muchas situaciones, esto representa una amenaza mayor que dejar de pertenecer a un grupo particular.

Ojalá no fuera tan importante en nuestras vidas identificar desde dónde alguien dice algo, o sea, desde qué tribu, sino qué está diciendo y cuáles son las evidencias que apoyan lo que dice, pero lo es. Si armamos tribus en las que importa más ajustar la realidad a imagen y semejanza de nuestras narrativas que a la verdad, terminamos cavando grietas imposibles de cerrar. Nos aislamos progresivamente de los otros y de sus maneras de mirar el mundo, confundiendo el “qué” con el “quién”. Nos encerramos en nuestras burbujas confortables en las que no se nos desafía.

No deberíamos ofendernos ni simplemente aceptar que el tribalismo existe y resignarnos a ello. Solo de esa manera podremos estar alertas y combatirlo, ya no más unos frente a otros, sino ahora todos juntos frente a la posverdad.

Este capítulo, el tercero de los cinco dedicados a analizar diversos fenómenos que colaboran en la generación de posverdad culposa, nos expuso a más cuestiones incómodas, y seguiremos en esa línea. Identificar los problemas nos ayuda a enfocarnos en sus posibles soluciones. Ahora iremos hacia otro tema: ¿qué hacemos si no comprendemos las evidencias, y necesitamos confiar en lo que un experto nos dice? ¿Cómo tomar una postura fundamentada, que tenga en cuenta lo que se sabe, si nos dan desconfianza los expertos o nos cuesta reconocerlos?