Un mito contemporáneo
“Y les secará toda lágrima de sus ojos, y la muerte ya no existirá, ni habrá más tristeza ni llanto ni dolor. Las cosas anteriores han desaparecido.” Así dice la Biblia en el Apocalipsis, versículos 21:24. ¿Qué tiene que ver esto con la tecnología? Mucho más de lo que nos imaginamos.
El miedo a la muerte, a la vejez y a la enfermedad es tan antiguo como la ambición de poder, de lucro y de dominación. Para lidiar con lo primero hemos inventado una larga serie de religiones, mitos y creencias metafísicas que nos han ayudado no sólo a sobrellevar el peso de nuestra finitud de forma un poco más amena, sino también a unir, dirigir y dotar de significado nuestra experiencia en común. Para lidiar con lo segundo —la ambición de poder y dominación— hemos elaborado, entre otras cosas, ciertas reglas comunes de convivencia, el derecho, las instituciones y el Estado moderno. En estas breves páginas argumentaré acerca del transhumanismo como mito contemporáneo que sirve para calmar las ansias existenciales de sus propagadores (y de los adeptos que pueden llegar a captar) y como una ficción útil para horadar los mecanismos de contención del poder mencionados.
Para comenzar diré que la idea más fuerte y atrayente que se encuentra cuando se analizan prácticamente todas las posiciones que se etiquetan bajo el nombre de transhumanismo es la idea de la tecnología como salvación. Es decir, detrás de toda la parafernalia de ciencia y tecnología futurística bajo la cual se cubren estas posiciones parece haber un trasfondo común de un sentido trascendente/religioso, y en particular, una idea milenarista y mesiánica.10Asociar la tecnología y la ciencia a la religión en sentido de salvación no es una idea novedosa, podemos encontrar un gran repaso histórico de esta intrincada relación en el libro de D. Noble La religión de la tecnología: la divinidad del hombre y el espíritu de invención (1999). También es expresa la relación de la sustitución de las ideas religiosas anteriores por estas nuevas transhumanistas en la obra Homo Deus de uno de los mayores propagandistas del transhumanismo, Y. N. Harari. Esto es: una creencia o doctrina que sostiene la idea —a menudo asociada a eventos apocalípticos— de que habrá un período de mil años de paz, prosperidad o transformación espiritual, que ocurrirá en el futuro y que será posible gracias a la figura de un salvador o mesías. En particular, el transhumanismo tiene en común con el milenarismo mesiánico que ambos creen que a) es posible alcanzar la perfección humana, b) esta posibilidad es cercana, y c) debemos seguir lo que dice el mesías para lograrlo.
Dentro del transhumanismo
Para el transhumanismo, la humanidad puede y debe llevar a cabo ciertos objetivos respecto a su propio futuro. Pero existen distintas posiciones acerca de cómo alcanzarlos o cuáles deben priorizarse. Para caracterizar al núcleo común de objetivos que tienen las posiciones transhumanistas, podemos mencionar aquellas que han sido más generales y relevantes:
1. La mejora de la especie humana por medio de la eliminación de todas las enfermedades y sufrimiento humano e incluso el mejoramiento de las capacidades humanas mediante la tecnología o biotecnología, incluyendo la modificación genética.
2. La extensión de la vida de forma indefinida: detener el envejecimiento y conseguir la inmortalidad del ser humano.
3. La posibilidad de “subir” la mente del ser humano a un sistema digital, como forma particular de lograr el punto 2.
4. La “singularidad” como meta a alcanzar, entendiendo esta como el punto donde la velocidad del progreso técnico sería más rápida que la comprensión humana de ese progreso (y, por implicación, que el control humano sobre ella). Esto sería un quiebre en la historia, ya que el progreso estaría en manos de la tecnología directamente y no de nosotros, los humanos. Para muchos, el efectivo desarrollo de una IA general fuerte sería el hito que nos haría llegar a este punto.
Para las personas que cultivan y militan estas ideas, al lograr alguno de estos objetivos dejaríamos de ser humanos y pasaríamos a una etapa “transhumana”. Pero como dije más arriba, aunque suelen compartir estos objetivos, dentro del transhumanismo existe una gran diversidad de posiciones, no sólo respecto a los medios tecnológicos para alcanzarlos, sino también respecto a sus fines políticos. Esta variedad de perspectivas incluye un enfoque moderado y precavido del progreso, algunas versiones más equitativas preocupadas por la justicia social, planteamientos individualistas neoliberales que defienden el derecho y la “obligación” moral de mejorar biotecnológicamente a los individuos, y enfoques radicales que proponen reemplazar a la humanidad con entidades bioartificiales híbridas, considerablemente más inteligentes y capaces físicamente que los seres humanos actuales.
A fin de poner orden ante tal variedad de sabores, quisiera diferenciar un transhumanismo teórico o académico (y sus múltiples variaciones) de un transhumanismo efectivamente existente, al cual voy a llamar transhumanismo corporativo,11También se lo ha llamado tecnofeudalismo ya que habría un paralelismo entre el señor feudal, el cual es dueño de toda la tierra y hay que pagarle tributo, y estos tecnoempresarios, dueños del ciberespacio, a los cuales también les pagamos con datos o dinero sólo por estar en cada una de sus plataformas. Si bien el paralelismo puede ser útil, estos empresarios y sus monopolios son una consecuencia del sistema capitalista, y sus relaciones de producción, muy distintas a las del feudalismo, por lo cual utilizaré el término transhumanismo corporativo. que está representado por una elite ultrarrica de empresarios tecnológicos radicados en Silicon Valley. Los ejemplos más famosos son Mark Zuckerberg y su insistencia en crear un metaverso; Elon Musk, que sostiene la necesidad de crear una colonia en Marte e implantar chips en el cerebro de las personas; Raymond Kurzweil, que se propone explícitamente eliminar la muerte; y Sam Altman, quien afirma que no falta mucho para que su organización OpenAI cree una superinteligencia artificial, entre otros.
Estos famosos empresarios tecnológicos son los fieles representantes de una cultura más general proveniente de Silicon Valley, a cuyo surgimiento me referiré en las últimas páginas. Como podrá notarse, hay una participación (casi) exclusiva de hombres blancos y ricos dentro de este movimiento. Las críticas provenientes de las corrientes feministas y raciales han puesto de manifiesto las limitaciones y prejuicios presentes en este paradigma tecnológico que ha sido concebido por esta elite. Por ejemplo, recientemente, Timnit Gebru, una investigadora de IA despedida por Google, y Émile Torres, filósofo extranshumanista, han acuñado el término TESCREAL (acrónimo de Transhumanismo, Extropianismo, Singularitarismo, Cosmismo, Racionalismo, Altruismo efectivo y a Largo plazo) para definir este paquete de ideas que suele profesar el transhumanismo corporativo. Sin embargo, esa cadena de términos puede resultar opaca a simple vista. Para entender qué hay dentro del transhumanismo corporativo como ideología, tenemos que diseccionarlo.
El transhumanismo se caracteriza en primer lugar por adoptar un enfoque racionalista, voluntarista y utilitarista de la naturaleza, la vida y la inteligencia humana. Esto significa que confía plenamente en el poder de la razón y la ciencia para comprender el mundo y resolver todos los problemas. Cree que, mediante la aplicación de la tecnología y el conocimiento científico, el ser humano puede superar sus limitaciones biológicas actuales y mejorar su condición. Así, el transhumanismo tiene una visión optimista sobre el progreso tecnocientífico y su capacidad para llevar a la humanidad a un nuevo estadio evolutivo.
En segundo lugar, el transhumanismo abraza un naturalismo biologicista paradójico. Por un lado, reconoce que el ser humano está determinado en gran medida por su biología y su naturaleza evolutiva. Pero al mismo tiempo busca trascender y superar esos condicionamientos naturales a través del uso de la tecnología. Desea ir más allá de la evolución tal como ha ocurrido hasta ahora, tomando el control racional del propio proceso evolutivo humano.
Otro rasgo distintivo es que el transhumanismo se basa en un materialismo tecnocientífico. Cree que la realidad es exclusivamente material y que puede ser entendida y manipulada a través de la ciencia y la tecnología. Además, el transhumanismo se caracteriza por un utopismo tecnológico y un evolucionismo enfocado hacia el futuro lejano, es decir, tiene una visión utópica de un futuro en el que la humanidad habrá evolucionado gracias a la tecnología hacia una forma superior, libre de enfermedades y limitaciones, con capacidades físicas e intelectuales amplificadas. Cree que se podrá vencer la muerte y extender indefinidamente la duración de la vida a través de avances científicos. Esta visión utópica es, en definitiva, un salto de fe.
Como cualquier mito o visión acerca del futuro, el transhumanismo posee o es fruto de, ante todo, cierta ideología. Esta ideología considera el progreso tecnológico ilimitado y el determinismo biotecnológico como creencias fundamentales dentro de un marco capitalista que convierten la búsqueda de la inmortalidad y la eliminación del sufrimiento y del envejecimiento en nuevas mercancías para comercializar. Si bien hay diferentes posturas políticas, suelen tener preponderancia las posiciones libertarias y liberales con una fuerte creencia en el progreso personal, el libre mercado, la libertad y elección individual, por sobre otros valores.12En “The politics of Transhumanism”, James Hughes distingue al menos cuatro posturas políticas: a) el transhumanismo libertario; b) el transhumanismo democrático liberal; c) el transhumanismo fascista; y d) el transhumanismo radical-democrático. Pero podrían identificarse otros tantos como el anárquico, cristiano, extropiano, y singularitariano. Estas variantes teóricas no serán debatidas en este capítulo. Pero antes de explorar el costado político, voy a centrarme en explorar algunos de los presupuestos filosóficos acerca de la posibilidad misma de realización de algunos de los objetivos nombrados.
Una novedad muy antigua
No me voy a detener en discutir técnicamente por qué cada uno de los cuatro objetivos son o no de hecho realizables, lo que me interesa desarrollar en esta primera parte son los supuestos de la idea misma de mejoramiento mediante la tecnología como algo novedoso y que nos puede transformar en seres “transhumanos”.
El movimiento transhumanista sostiene que sigue la senda de los ideales del humanismo iluminista (el uso de la razón en un lugar primordial en conjunto con la ciencia para mejorar la condición humana, en oposición a la superstición, el dogma y las jerarquías tradicionales). Y, en línea con esto, hereda la perspectiva de que existe un conjunto de características, capacidades o rasgos biológicos que conforman la esencia única del ser humano, distinguiéndolo de otros seres no humanos. Esta esencia humana estaría formada por nuestra biología y por nuestra capacidad racional autónoma para dirigir nuestra propia evolución de acuerdo con ciertos fines que nos damos a nosotros mismos deliberativa y autónomamente.
Un primer problema es que no es para nada clara la propuesta de “mejorar” al ser humano. Como sostienen el filósofo de la tecnología Diego Lawler y su equipo, la incorporación de la tecnología al cuerpo de personas particulares sólo mejoraría a dichas personas y no al ser humano en general. Para que esto último suceda, debería poder mejorar toda la especie y no solamente algunos de sus individuos, ya que son las especies las que evolucionan. Pero a su vez, no es la especie humana la que puede deliberar autónomamente hacia dónde evolucionar, sino que son los individuos los que pueden decidir hacia dónde orientar su vida. Por lo cual se produce un absurdo al decir que el ser humano mejora (como especie) y a su vez lo hace de forma racional deliberativa y autónomamente (como individuos).
Otro problema que tiene esta postura es que no existe una interpretación exclusivamente biológica acerca de la naturaleza del ser humano que pueda resolver esta cuestión, ya que la biología no tiene una definición fija de la naturaleza humana. Pero un problema mayor que tienen estas posiciones es el supuesto de que los seres humanos somos únicamente nuestra biología y que nuestro cuerpo biológico posee graves deficiencias solucionables por medios técnicos. Es un lugar común referirse a que el ser humano, en un supuesto “estado natural”, no tiene la fortaleza que tienen otros animales con los cuales ha convivido, es decir, no tiene las garras o dientes de un león, la fuerza o los pelos en la piel de un gorila o chimpancé, que es relativamente más lento que un conejo o una gacela, etcétera. La forma que hemos encontrado para sobrevivir ha sido gracias a nuestra gran cognición, que nos ha permitido la creación de herramientas que de algún modo “suplantarían” esas deficiencias naturales para la defensa o el ataque. Así, para afrontar el frío desarrollamos tanto la vestimenta como el fuego, que compensan esa aparente carencia natural del ser humano. Siguiendo el mismo razonamiento, para el transhumanismo, el desarrollo de nuevas tecnologías serviría no sólo para suplir esta falta natural, como si fueran una prótesis del organismo, sino para ir más allá, aumentando las capacidades humanas de forma ilimitada, superando lo que serían los límites biológicos de la especie.
Los inventos tecnológicos anteriores a la etapa transhumana se consideran como prótesis externas de un cuerpo inacabado que pueden ser transmitidas culturalmente y no son constitutivas de la condición humana, ya que podrían acoplarse o desacoplarse. Esto es: la idea que tienen en mente los transhumanistas es que ha habido hasta ahora una división tajante entre el cuerpo biológico y las herramientas externas que utilizamos como meros medios para conseguir algún fin. Al iniciarse la etapa transhumana, estos nuevos inventos tecnológicos se incorporarían para reconfigurar totalmente el esquema corporal orgánico a partir de la manipulación, explotación y transformación de los cuerpos. De esta forma, estos artefactos se volverían parte del organismo, borrándose la distinción entre lo natural y lo artificial.
Pero ¿tiene sentido considerar al ser humano únicamente como un ser biológico? Por un lado, ya vimos que no existe una definición fija de ser humano desde la perspectiva biológica, por otro, la concepción de sí mismo del ser humano no puede circunscribirse únicamente al ámbito de una ciencia particular. Uno de los supuestos sobre los que reside el mito del transhumanismo es, entonces, la creencia en una naturaleza humana fundada exclusivamente en nuestra constitución biológica, incondicionada y ahistórica. Siguiendo las ideas de la brillante filósofa Karina Pedace y su equipo, se puede contraponer este supuesto a una idea que me parece mucho más plausible: que la relación del ser humano con sus herramientas y sistemas tecnológicos es más bien de índole constitutiva, por lo cual de alguna manera siempre fuimos “transhumanos”.
Mientras que la postura transhumanista se asienta en un presupuesto dualista de origen cartesiano, donde la mente es algo radicalmente distinto del cuerpo, hoy existen posturas postcartesianas o postcognitivistas de la mente que nos permiten repensar esta dicotomía. Estas son las llamadas posturas de las 4E , ya que refieren a que la mente es Extendida (Extended), Corporizada (Embodied), Enactiva (Enactive, es decir, que la cognición surge de la interacción dinámica entre un agente y su entorno) y Situada (Embedded).
Bajo esta perspectiva, el pensamiento no es algo aislado del entorno en el cual se produce, esto es, la materialidad con la cual se trabaja a la hora de llevarlo a cabo es constitutiva del pensamiento mismo. Para ilustrar esta idea se suele citar una anécdota del Premio Nobel de Física Richard Feynman, quien le mostró sus anotaciones a un historiador afirmando “he aquí el trabajo que realicé por aquel entonces”. El interlocutor desconcertado le contesta que el trabajo seguramente lo hizo en su cabeza, sólo que luego lo había plasmado en las hojas, a lo cual Feynman le responde “No, no es un registro. Es el trabajo mismo. Hay que trabajar sobre el papel y este es el papel”. Feynman no produjo su pensamiento por un lado y la expresión o asentamiento de este por otro, sino que se produjo todo al mismo tiempo con una retroalimentación continua entre el pensamiento y el medio. Parece claro que sin un lenguaje simbólico apropiado la matemática nunca podría haber avanzado demasiado, así como no es posible componer música sin instrumentos musicales o una novela sin la escritura.
Siguiendo este razonamiento, el acoplamiento del ser humano con la tecnología no puede ser algo nuevo que nos transforme en otro tipo de seres, ya que es algo que se ha dado a lo largo de toda la historia del ser humano. Hay un ejemplo muy claro de esto en la famosa novela de Umberto Eco, El nombre de la rosa, que transcurre en una abadía del siglo XIV europeo. Allí, uno de sus personajes principales, el detectivesco Guillermo de Baskerville, le responde a uno de los monjes que está sorprendido con un nuevo invento que llevaba encima: “Hace más de una década el gran maestro Salvirio degli Armatí me regaló este par de anteojos, y durante todos estos años los he conservado celosamente como si fuesen, como ya lo son, parte de mi propio cuerpo”.
Lo que le sucedió a Guillermo de Baskerville es que los anteojos —un novedoso artefacto para la época— se le vuelven transparentes o invisibles con el tiempo. En efecto, existen dispositivos que son opacos, esto es, que mientras los usamos somos conscientes de su uso, y otros, como los anteojos, cuyo uso se nos vuelve invisible. Estamos rodeados de este tipo de artefactos desde que nacemos y no necesariamente tienen instrucciones explícitas de cómo hay que usarlos, sino que aprendemos mediante imitación o simple prueba y error. Pero sea explícita o implícitamente, siempre se requiere alguna formación transmitida culturalmente para utilizarlos.
Es una anécdota común entre las personas de mi generación que nuestros padres o abuelos se maravillaban y creían que éramos genios de la tecnología al ver que nosotros podíamos realizar algo tan simple como cambiar el formato de entrada del televisor de HDMI a TV o USB con un botón o conectando un cable. No recordamos que nadie nos haya enseñado explícitamente cómo hacer eso, pero el hecho de que nuestra generación pueda hacerlo —y otras anteriores no— se debe a que nosotros crecimos dentro de cierto conjunto de prácticas sociales que nos permiten entender cómo se utilizan estos artefactos. Todo artefacto requiere un conjunto de prácticas sociales que habilitan su uso. Estas prácticas, además, incluyen las normas de uso correcto: qué se puede y qué no se puede hacer con el dispositivo para darle el uso para el que fue diseñado y, en consecuencia, aumentar nuestras capacidades cognitivas gracias a nuestro acoplamiento efectivo con él.
Por ejemplo, también sucede a la hora de enseñar a usar una PC a un adulto mayor que recién ahí uno toma conciencia de algunas de las reglas implícitas que existen y cuán difícil es volverlas explícitas.13¿Nos es posible a los mayores de 30 hacer un TikTok sin dar vergüenza ajena o, como se dice ahora, cringe? Recuerdo que la primera vez que con mi familia le presentamos a mi abuela una PC para que escribiera en Word nos sorprendió que tecleaba perfectamente. Claro, mi abuela sabía mecanografía. El problema era que cada vez que veía que las letras se acercaban al margen de la hoja donde estaba escribiendo, le pegaba un golpe a mano abierta al costado del monitor (que, por suerte, era de tubo en ese entonces). Tardó un buen rato hasta que se le fue el reflejo por haber aprendido con máquinas de escribir. Este reflejo condicionado probablemente se hallaba marcado en las conexiones de su cerebro, y necesitó de un entrenamiento tanto para aprenderlo como para desaprenderlo. Dicho de otro modo: no necesitó de un chip de última tecnología para modificar su estado cerebral, sino entrenamiento, que requiere la totalidad del cuerpo (el cerebro, pero también la mano), ya que la tecnología siempre ha estado acoplada a nuestro cuerpo/cerebro.
La posición transhumanista no suele ver que los artefactos y sistemas tecnológicos siempre estuvieron físicamente incorporados o integrados en prácticas que constituyen complejas redes de acciones humanas y relaciones entre agentes humanos, entre objetos, y entre humanos y objetos. Este entretejido de mente-cuerpo, individuo-entorno, interno-externo, biología-tecnología y biología-cultura es pensado como un conjunto de dicotomías fijas, cuyos polos son excluyentes entre sí. Pero no parece que haya una relación lineal de sentido único entre nosotros como creadores de tecnología y los objetos creados, sino que al mismo tiempo que creamos y damos forma a nuestras herramientas, estas a su vez nos dan forma a nosotros, en un bucle de retroalimentación. La cultura que producimos y en la cual nos encontramos, tanto material como inmaterial, nos brinda ciertas posibilidades para modificar nuestra realidad y a nosotros mismos a la vez que nos niega otras. Esto es gracias a los artefactos y sistemas tecnológicos que se encuentran disponibles en nuestro tiempo y en nuestra cultura, por lo cual la tecnología no es un medio neutral ni los artefactos pueden ser unas simples herramientas.
La posición transhumanista suele tener una visión instrumental de los medios tecnológicos, a los cuales considera neutrales e independientes respecto de los valores del mundo humano en el cual son producidos. Pero estas prácticas se diseñan, desarrollan y aplican en contextos históricos y sociales específicos. Son parte de culturas específicas con valores específicos. Por lo cual la idea misma de “mejoramiento”, que es un concepto valorativo, depende del esquema particular de valores de cada persona en cada cultura. Aunque esto es algo obvio, no está problematizado en la promoción de las ideas transhumanistas (y está directamente ignorado en el transhumanismo corporativo) que no es lo mismo “ser mejor” para un hombre blanco de clase alta estadounidense que para una mujer de clase baja que vive en el mundo subdesarrollado. Los transhumanistas creen que un individuo de una cultura en particular puede y debe ser el representante de los “valores universales del ser humano” y que, por lo tanto, tiene como deber mejorar a ciertos individuos en pos del mejoramiento del ser humano en general. Esto es claramente un rasgo etnocentrista y androcentrista. Por ejemplo, mientras Elon Musk piensa que mejorar al ser humano es construir una colonia en Marte o un auto de conducción autónoma, lo que consiste en “mejorar” a una persona del mundo subdesarrollado es garantizar un mejor acceso a condiciones básicas de vida como la electricidad, el agua o el transporte.
Vemos entonces que los sistemas técnicos y los artefactos que producen se construyen socialmente y operan de acuerdo con los objetivos que se les otorgan. Esto los hace sistemas de acciones intencionadas y, por lo tanto, no son ética ni políticamente neutrales. Estos sistemas técnicos tienen dinámicas que no sólo se derivan de su interacción con otras estructuras tecnológicas y sociales para funcionar, sino que también responden a intereses específicos, que generalmente están relacionados con objetivos de producción y acumulación de capital. Un sistema técnico puede definirse no sólo como una serie de artefactos físicos materiales, sino como un sistema que también incluye componentes no materiales, como organizaciones, diversas instituciones (gubernamentales, educativas, militares, científica e inversionistas), formas de organización y jerarquía, marcos legales, estructuras administrativas, entre otros elementos. Esta interconexión de actores y factores revela que los sistemas técnicos no sólo son construidos socialmente dentro de una sociedad/cultura particular, sino que también moldean a esa sociedad en la que operan.
Pese a ya tener varios años, hasta ahora, ninguna de las predicciones transhumanistas se ha cumplido, ni siquiera se ha acercado a cumplirse, pero esto parece tener poca relevancia. El pensamiento mítico a menudo es resistente a las evidencias en contra. ¿Cuál es la función que cumplen estas predicciones y el supuesto deber de cumplirlas? En el apartado siguiente voy a hablar de cómo surge históricamente el pensamiento transhumanista en cuanto posición mítico-ideológica. No hay postura acerca del ser humano que sea neutra política y éticamente. El transhumanismo no es la excepción.
Superhéroes
En 1852 M. A. Garvey predijo que, gracias a la velocidad de los nuevos transportes, como los trenes, desaparecerían las divisiones entre naciones y todos los pueblos hablarían un mismo idioma. Lo mismo se dijo en su momento acerca de la televisión, la energía nuclear, el fax o internet. ¿A qué se debe esta constante profecía fallida?
El origen de este error común proviene de reducir problemas que pertenecen a la llamada racionalidad práctica —esto es, problemas que surgen en las relaciones entre personas, ya sean éticos, políticos, legales, etcétera— a la simple racionalidad técnica del ámbito de la ingeniería. Así se da por hecho que los problemas intersubjetivos son equivalentes a los problemas técnicos que sólo buscan cuáles son los medios adecuados para llegar a un objetivo, sin darse cuenta ni problematizar el hecho de si eso es un fin deseable, si cualquier medio es justificable, o si de hecho eso es un problema a resolver universalmente o sólo para algunos. Se pasa por alto que para los problemas de la razón práctica no puede haber soluciones únicamente técnicas, ya que sus raíces no se originan en un sistema técnico defectuoso, sino que muchas veces existen objetivos, valores e intereses divergentes. No existe una medida objetiva acerca de cómo tenemos que hacer exactamente para relacionarnos los unos con los otros.
A este tipo de pensamiento que sostiene de manera ingenua que la tecnología puede solucionar problemas que no tienen origen en lo tecnológico, sino en el mundo moral, el investigador Evgeny Morozov lo ha llamado solucionismo tecnológico. Esta posición niega que existan varios y distintos mundos morales y éticos, que puedan estar habitados por distintas culturas (o convivir dentro de una misma) y que esos mundos pueden estar regidos por diferentes principios y criterios. No tiene sentido creer que se puede alcanzar una perfección tecnológica sin tener en cuenta las complejidades de las sociedades humanas y el complejo entramado de prácticas y tradiciones humanas.
Esta forma de pensar supone que los problemas humanos son algo a solucionar fijo y objetivo, y se pasa por alto que al calificar y conceptualizar un problema, lo que se está haciendo es valorizar algo como negativo y determinar que debe ser resuelto. Así, se suelen presentar soluciones atractivas y monumentales para problemas que son extremadamente complejos, fluidos y polémicos. Lo polémico reside no sólo en la solución propuesta, sino también en la propia definición del problema del que parten. Podría decirse que es una forma “ingenieril” de resolver el mundo, sin notar que este es un mundo humano y no de máquinas. Por lo tanto, el solucionismo tecnológico nunca nos podrá dar una respuesta fácil ni nos podrá librar de “todos los problemas y el sufrimiento” del ser humano ya que estos suelen involucrar dilemas moralmente insolubles. Sin ir más lejos, no está nada claro que la inmortalidad sea mejor que la mortalidad.14“La muerte es un gran consuelo. La inmortalidad sería el peor castigo. Cualquier forma de inmortalidad sería el infierno. El cielo si durara mucho sería el infierno también. Cualquier estado perdurable es la desdicha. Quizás una de las mayores virtudes de la vida es que todo es efímero”, sostenía J. L. Borges en una de sus entrevistas.
El éxito del discurso transhumanista en la discusión política actual se debe en gran parte a que convierte a la tecnología en un argumento retórico. La tecnología es el argumento político más poderoso porque, sostienen sus defensores, simplemente “funciona”. Lo que no notan es el hecho de que algo no “funciona” en el vacío, sino que requiere de ciertas presunciones no debatidas. Para ellos, que cierta tecnología “funcione” es una realidad objetiva, innegable e imparable, sin importar el marco en el cual se está considerando. Incluso llegan a argumentar que las maneras de contemplar el presente que no fomentan el avance tecnológico representan una amenaza para el futuro de la vida inteligente en sí misma. No hay mucho lugar para la disidencia ideológica cuando se plantea que existe una única solución inexorable que se debe acatar para llegar al paraíso. Por eso es peligroso creer que, en el futuro, los problemas básicos de la organización social recibirán soluciones esencialmente tecnocráticas. Estos discursos de una supuesta eficiencia técnica del gobierno, disfrazados de “libres de ideología”, muchas veces han venido de la mano de la conformación de lo que se han llamado Estados burocrático-autoritarios, como por ejemplo en las dictaduras latinoamericanas de la segunda mitad del siglo XX. Incluso en las fantasías transhumanistas de Isaac Asimov o, más recientemente, de Yuval Harari, se sostiene que el resultado de los avances tecnológicos previstos desemboca necesariamente en una sociedad estratificada y dirigida no democráticamente por robots. La sumisión de nuestros problemas sociales al poder tecnocientífico —al cual el transhumanismo sostiene que debemos darle toda la responsabilidad de resolverlos mediante la alteración de las condiciones materiales de existencia— es un grave peligro.
Los transhumanistas creen en una evolución autónoma de la tecnología, que sigue una linealidad teleológica para todo el género humano, y no que los actuales desarrollos tecnológicos son peculiaridades históricas exclusivas de cierta tradición científica occidental, que ha creado las condiciones propicias para su desarrollo. No creen que las sociedades tiendan a buscar ciertas innovaciones —dejando de lado otras posibles— cuando hay presiones económicas, sociales o ideológicas muy poderosas que las empujan a ello. 15Por ejemplo, las condiciones materiales para la creación de la máquina de vapor probablemente hayan existido cientos o miles de años antes de dicha invención, ¿por qué recién surge como tal con el desarrollo del capitalismo industrial inglés? En este sentido, la perspectiva histórica de los transhumanistas se basa en gran medida en una línea de tiempo que proporciona un marco coherente y objetivo para comprender nuestra posición en el camino hacia esa supuesta “singularidad”. De esta manera, piensan al futuro no como algo que creamos a través de nuestras elecciones o esperanzas actuales para la humanidad, sino en un escenario predestinado, en el que aquellos transhumanistas millonarios apuestan su capital de riesgo, sirviendo este marco como un justificativo moral de sus acciones, no sólo liberándolos de las implicaciones negativas que pueda haber, sino elevándolos al rango de salvadores de la humanidad. Estos representantes de una clase tecnológica ultrarrica promueven que se imponga este marco ideológico para su beneficio como clase ya que atrae a otros grandes fondos de inversión tanto privados como públicos. Un caso paradigmático de esto es la fantasía de Elon Musk y su hyperloop, una autopista bajo tierra con autos automáticos, que se prometió desde al menos 2008 y nunca fue construida. Luego se reveló que fue promocionada únicamente para sabotear el tren de alta velocidad en California. Su propósito fue salvaguardar los intereses de los multimillonarios, socavando la expansión del sector público en un ámbito en el que la gente se habría beneficiado directamente.
Pero ¿quién podría estar en contra de salvar a la humanidad?
Los problemas morales o filosóficos que se suelen plantear en los escenarios transhumanistas frecuentemente son o bien muy particulares (“¿deberían los niños recibir implantes cerebrales para hablar idiomas extranjeros?”) o bien bastante abstractos (“¿Cambiar mi ADN socava mi identidad?” “¿Los robots deberían tener derechos?”). Si bien estos problemas son interesantes de analizar teóricamente y pueden tener algún impacto en la sociedad, su análisis a menudo deja de lado los demás problemas morales asociados con el desenfrenado desarrollo tecnológico en nombre del capitalismo corporativo. Viendo el impacto que está teniendo la revolución tecnológica en el medio ambiente y en las condiciones laborales, lejos de creer que nos acerca a un destino de felicidad plena, parece que agudiza aún más la vulnerabilidad del planeta, de los trabajadores y sus derechos. Los dueños de las grandes empresas digitales dependen de la esclavitud extractivista de minerales en África, arrojan desechos tóxicos en China, socavan la democracia en todo el mundo y difunden desinformación desestabilizadora sólo para obtener ganancias. Basta con pensar en las acciones de empresas como Amazon, Google o Uber y su esfuerzo antisindicalización, o en las mismas redes sociales, donde no sólo somos el producto, sino que en cierto sentido somos los que producimos el producto, que es esa cantidad abismal de datos personales que luego se venden a otras empresas sin que nosotros tengamos ningún beneficio económico. Como no deja de remarcarse, ciertas tecnologías nos brindan grandes beneficios: sin una computadora, escribir esto me llevaría mucho más tiempo. Pero el confort y el supuesto ahorro de tiempo (¿alguien siente que tiene más tiempo ahora que antes?) que nos dan estas tecnologías ocultan sus efectos negativos, como el hecho de estar aislándonos cada vez más y aumentando la brecha existente entre empresarios que se vuelven cada vez más ricos y trabajadores cada vez más precarizados, mientras se crea una dependencia en la sociedad de estas supuestas soluciones eficientes y, en consecuencia, de las corporaciones que las proveen.
Ya vimos cómo las fantasías acerca de la formación de una sociedad absolutamente sana, feliz e inmortal no son nada nuevas. Tampoco lo es la fantasía de que será la tecnología la que nos permita alcanzar esa sociedad perfecta. Hace cien años, quien fuera el economista más influyente del siglo XX, J. M. Keynes, también tenía la esperanza de que el incremento de la productividad que nos otorgaría la tecnología llevaría a que los trabajadores tuvieran que ocupar cada vez menos tiempo en sus trabajos, dejando tiempo libre para ir a escuchar música clásica o escribir novelas. Más allá de suponer que la clase trabajadora debía compartir su gusto cultural aristocrático, lo cierto es que, aunque el siglo XX fue tecnológicamente explosivo, la profecía de Keynes no se cumplió. A excepción de algunos trabajadores de las sociedades del llamado primer mundo, la cantidad de horas de trabajo promedio a nivel mundial se ha mantenido bastante estable en los últimos cien años. Actualmente, Bill Gates sostiene algo parecido al establecer que la jornada laboral será de 3 días a la semana gracias a la IA. Veremos si se cumple, pero dada la historia del siglo XX y su revolución tecnológica, me permito esperar sentado y escuchando L’Apprenti sorcier.
La ideología transhumanista, aun en su versión liberal democrática, hereda el pensamiento que sostiene que las innovaciones por sí mismas bastan para que el conjunto de la sociedad se beneficie de manera directa de esta misma. Pero vemos cómo a lo largo de la historia ha habido muchísimos casos donde esto no ha sucedido. Por ejemplo, podemos mencionar como caso paradigmático el desarrollo de la escritura, que tuvo su origen hace 4000 años, pero recién en el siglo XX la mayor parte de la población alcanzó la alfabetización. Y esto fue gracias al impulso político por las campañas de alfabetización que existieron, y no por un efecto cascada o derrame natural de esa tecnología. Durante cuarenta siglos la escritura estuvo reservada para una elite muy pequeña de ciertas sociedades, por lo cual la tesis ingenua que sostienen muchos transhumanistas acerca de un alcance universal necesario e inevitable de todo desarrollo tecnológico sin un impulso político expreso no parece sostenerse por el registro histórico. Todo esto sin mencionar que incluso el agua potable, la electricidad, el transporte, la medicina, los servicios y sistemas productivos no son de hecho accesibles para todo el mundo actualmente.
Sálvese usted mismo
Los seres humanos tenemos una fascinación por contarnos historias. No procesamos la información y los hechos de manera aislada, sino que los integramos en narrativas más amplias que les dan contexto y significado. Las historias son esenciales porque proporcionan un marco de referencia y un lenguaje común con los que interpretar la realidad. Desde la Antigüedad, la mayoría de las culturas han entendido que los relatos que una sociedad se cuenta a sí misma moldean activamente su imaginario colectivo y el paisaje mental en el que sus miembros afrontan los desafíos. Al igual que planteaba Platón, las narraciones que circulan en una comunidad configuran el terreno conceptual en el que sus integrantes abordan los problemas y piensan soluciones. Necesitamos crear historias para procesar el mundo que nos rodea de un modo significativo.
Entre estas historias están los relatos míticos que funcionan como guías, fuentes de inspiración y medios para habitar un universo que, en última instancia, escapa a nuestro control y permanece envuelto en misterio. Suele pensarse que la razón de la Modernidad terminó con el pensamiento irracional humano para dedicarse únicamente al pensamiento científico y sus logros materiales, pero la necesidad del ser humano por narraciones útiles nunca ha cesado, sólo que han cambiado sus temáticas. Cuando muere un rey, inmediatamente se produce la sucesión al siguiente para evitar los peligros políticos de un interregno. De la misma forma, la muerte de ciertos mitos produce el ascenso inmediato de otros que ocupan su lugar, lo cual evita el peligroso vacío que se produciría. Muerto el mito, viva el mito.
Los principales propagadores de la ideología transhumanista suelen creer en un supuesto cientificismo ateo y materialista, en una comprensión de las relaciones humanas como fenómenos de mercado, en un rechazo a la naturaleza y en una necesidad de ver las propias contribuciones como innovaciones absolutamente únicas y sin precedentes. Pero, pese a sus brillantes y sobrecogedoras manifestaciones de conocimiento mundano, su verdadera inspiración yace en otra parte, en lo que podríamos denominar como una imperecedera búsqueda mística de la trascendencia y la salvación. Como dijimos, el transhumanismo tiene un trasfondo mítico muy claro, comparte junto a los otros mitos de salvación lo que el escritor teórico del cyberpunk, Douglas Rushkoff, llama viajes heroicos o arquitecturas del Nuevo Testamento. Hay una lucha, un progreso, un apocalipsis culminante y una salvación para quienes tienen la creencia verdadera, el procesador informático o los genes adecuados. Aquellos que sean salvados (elegidos o por autoelección) consiguen llegar a la riqueza infinita, Marte, la eternidad en un chip o el paraíso donde se termina la historia. La diferencia con los otros mitos religiosos es que este se construye a partir de la tecnología y es alimentado por el capitalismo. Quienes logren construir la tecnología correcta serán los salvados. Estos inventos revolucionarios y exponenciales, presentados en charlas TED o en la Singularity University, comúnmente son frutos de una elite tecnocrática que cree que es la única que puede arreglar todos nuestros problemas, realizando inversiones que desvían los limitados fondos a promesas vanas que raramente resuelven el problema que dicen resolver.
Como sostiene el historiador de la tecnología David Noble, la IA presenta una apasionada defensa de las perspectivas de inmortalidad y resurrección basadas en máquinas; y sus seguidores, los creadores de la realidad virtual y el ciberespacio, se muestran entusiasmados por las posibilidades de una omnipresencia con connotaciones divinas y una perfección incorpórea. Una parte sustancial de la labor de los investigadores del ciberespacio parte de la premisa de que el cuerpo humano es “carne” y se volvería obsoleto tan pronto como la conciencia se traslade a la red. Los discursos de aquellos que diseñan visiones del mundo virtual están llenos de representaciones de cuerpos ficticios que están liberados de las restricciones impuestas por la carne. En el ciberespacio, se considera que el cuerpo es inmortal. Pero como vimos anteriormente, esta postura de que la mente puede existir independientemente del cuerpo físico ignora décadas de investigación en neurociencia que demuestran una profunda interconexión entre la mente y el cuerpo. Nuestros pensamientos, emociones y comportamiento surgen de patrones complejos de actividad neural en el cerebro. El cerebro no es una entidad separada flotando en el vacío, sino que está incorporado en el cuerpo e interactúa constantemente con él. Por ejemplo, la investigación muestra que el ejercicio físico promueve la neurogénesis y mejora el funcionamiento cognitivo, mientras que el estrés crónico cambia la estructura del cerebro. Nuestra experiencia subjetiva del mundo se filtra a través de los sentidos corporales, y la pérdida de los sentidos a través de una lesión o enfermedad altera dramáticamente la conciencia. La mente humana está arraigada en la actividad de un cerebro biológico encarnado en un cuerpo. Los intentos de diseñar una “mente sin cuerpo” ignoran esta realidad.
Los ingenieros genéticos del marco transhumanista se piensan a sí mismos como agentes divinamente inspirados en un acto de una nueva creación. Estos pioneros tecnológicos comparten creencias profundamente arraigadas que, en esencia, son variantes de temas religiosos con los que estamos familiarizados. En particular, mencionamos que estas creencias de la tecnología como salvación pueden encuadrarse bajo la idea de un milenarismo mesiánico que es, en esencia, la expectativa de que el fin del mundo tal como lo conocemos está cerca, y que, de este modo, un nuevo paraíso terrenal está al llegar gracias a figuras mesiánicas encarnadas en esta elite que es la única que puede desarrollarla. Pero la promesa milenarista de restaurar la perfección original de la humanidad nunca tuvo como objetivo ser universal. En realidad, siempre fue una expectativa elitista, reservada únicamente para un grupo selecto de personas. Esta promesa excluía expresamente a la mitad de la especie, es decir, a las mujeres, así como a la abrumadora mayoría de la población masculina.
Por detrás de las intenciones explícitas de salvar a la humanidad por parte de la elite transhumanista ultrarrica, lo que encontramos no es más que una ideología individualista de salvarse a sí mismos (como individuos y tal vez como clase), no sólo con una mayor acumulación de capital, lo cual no tendría nada de novedoso, sino también con la creencia de que las corporaciones que esta elite maneja efectivamente pueden desarrollar estas nuevas tecnologías para convertirse en sus dueños y primeros usuarios. Gran parte de la elite tecnológica ya da por sentado un futuro próximo distópico (del cual son en gran parte los responsables) ya sea por el efecto del cambio climático, una nueva pandemia, revueltas sociales, o por cualquier evento impredecible, del cual creen que pueden cubrirse aislándose del resto de la sociedad en sus propios refugios antiapocalípticos.16Mientras escribo esto sale la noticia “Mark Zuckerberg está construyendo su búnker de 270 millones de dólares preparado para el fin del mundo en la isla donde se rodó Jurassic Park”; Jeff Bezos y Elon Musk ya tienen el suyo correspondiente.
La razón por la que esta elite no piensa en resolver problemas más inmediatos y posibles no es sólo el modelo de negocios de prometer resultados totalmente exagerados para obtener inversiones y seguir acumulando capital, sino que, gracias a este sustrato cultural mítico más profundo, se centra en una meta más elevada que trasciende todas estas preocupaciones mortales, mostrando una insatisfacción patológica y un desprecio hacia la condición humana.
El mayor peligro de este mito acerca de la salvación tecnológica de la humanidad, además de las consecuencias actuales del aumento de la desigualdad que ya mencionamos, es que con él pueden justificar cualquier acción en pos de la (prometida) salvación. Esto se ha convertido en una creencia general no expresada, impulsada por la emoción de lo nuevo, promovida por el mercado y respaldada por la aspiración milenarista de un nuevo comienzo. Ningún costo es alto si el destino es la eterna felicidad. Este razonamiento ya ha producido innumerables ejemplos de fanatismo a lo largo de la humanidad, desde los revolucionarios que instaban a sacrificarlo todo por una revolución que lograra una sociedad comunista perfecta hasta el famoso inquisidor Torquemada, que argumentaba: “¿cuánto vale un sufrimiento finito en la Tierra en comparación a ganarse el cielo eterno?”. Su tortura era un acto justo como camino hacia la salvación. Como suele decirse, el camino hacia el infierno está empedrado de buenas intenciones.
Mientras están obnubilados por estas promesas mítico-religiosas que se cuentan a sí mismos y al público en general, muestran una fuerte indiferencia hacia los efectos dañinos de lo que producen actualmente sus empresas, como por ejemplo el hecho de ser prácticamente monopólicas, el manejo de los datos privados de sus usuarios, las condiciones laborales de sus trabajadores directos y de los tercerizados en el tercer mundo, el impacto medio ambiental y muchos otros. Cabe recalcar nuevamente que, si bien esta elite es la representante canónica del transhumanismo corporativo, esta ideología tecnosolucionista abarca a muchos más individuos, ya que, como el mito meritócrata del sueño americano, dentro de la cultura californiana a todos se les promete la oportunidad de llegar a ser empresarios de tecnología de punta o formar parte de una empresa que lo logre; si no, al menos, de ser “salvados” por los frutos de estas tecnologías.
Pero si la tecnología no nos permitirá la eterna felicidad y salvación humanas, ¿cómo se justifica éticamente gastar millones en un metaverso o en una colonia en Marte mientras en la misma bahía de San Francisco se precariza a los trabajadores y crece la gente en situación de calle? Para justificar su accionar, esta elite apela a una variante ética del utilitarismo que llaman altruismo efectivo y de largo plazo, que pretende replantear la filantropía en términos de eficiencia y resultados finales. En lugar de, por ejemplo, ayudar a alguien que está a su lado, haciendo un cálculo utilitarista podría tener más sentido diseñar sistemas que garanticen que personas concretas reciban recursos diferentes para maximizar sus posibilidades a largo plazo de influir en el mundo. La idea básica del altruismo efectivo es que la acción de dar a alguien algo que necesita es una acción buena, lo cual muy poca gente objetaría, pero también que para poder dar más, primero hay que ganar más o hacer más dinero. Por tanto, el lucro o beneficio obsceno, incluso el obtenido mediante fraude, es justificable porque puede conducir a una inmensa caridad.
Lo llamativo de esta postura es que no se restringe a los seres humanos actualmente existentes, sino que considera en pie de igualdad a todos los seres humanos por existir, por lo cual se justifica que hoy vayan a morir miles de personas si esos recursos que podrían salvarlos se invierten en explorar alguna innovación que salve a tantos miles o más en algún futuro. Tal es la fe en este “altruismo efectivo” que, en una conferencia de 2015 organizada por Google, han dicho que este podría ser el último movimiento social que necesite la humanidad. Casualmente, es un movimiento que intenta presentar a esta elite ultrarrica como una solución a la pobreza global en lugar de su causa, lo cual da lugar a su justificación moral. Añadiendo esta dimensión temporal en su ecuación moral, no importan los pobres de hoy, sino los (potenciales) infinitos ricos del mañana. Tampoco importa que el planeta colapse ecológicamente, porque lo importante son los (potencialmente) infinitos planetas que podemos y debemos colonizar. Muchos de ellos creen al mismo tiempo que cualquier intento por retrasar este desarrollo tecnológico es inmoral, ya que no nos queda mucho tiempo de vida como especie (sea por catástrofes naturales o sociales) y la única forma de salvarnos es mediante este camino. Esta es exactamente una lógica apocalíptica frente a un supuesto fin de los tiempos, y no un razonamiento empírico o científico necesario como quieren creer.
Una de las críticas clásicas a las posiciones utilitaristas consecuencialistas apunta justamente a estos escenarios posibles que el cálculo de utilidad puro puede desencadenar (como el torturar a unos pocos para satisfacer a muchos otros) y que nos parecen moralmente inadmisibles al resto de los mortales. De hecho, esto fue llamado la consecuencia repugnante ya que con estos ejemplos se ve cómo el utilitarismo no toma en serio aquello que nos hace efectivamente agentes morales, es decir, nuestros vínculos, pertenencias, deseos.17¿De qué sirve ser inmortal si no se puede morir de amor? La mayor defensa de estas posiciones ha constado en esgrimir la promesa de que en este camino no se vulnerarían los derechos humanos, pero no mucho más que eso.
En ese sentido, aunque el transhumanismo es antropocéntrico (ya que se trata de “mejorar” sólo a la especie humana), es al mismo tiempo una mirada profundamente deshumanizante. Es difícil la justificación del discurso de una “mejora” del ser humano si, por un lado, se deshumanizan las relaciones sociales al reducirlas a un problema técnico objetivo y, por el otro, se lleva a un deterioro de lo social en general, ya que el ser humano es un ser profundamente social. No parece que pueda haber una mejora en lo que significa ser humano sin mejoras paralelas en el ámbito social. En este sentido, a los transhumanistas no parece preocuparles mucho este aspecto y, en cambio, reconocen que es probable que se produzcan pérdidas y retrocesos en términos sociales, políticos y de las relaciones humanas en el proceso. En su fantasía de fusionar a las personas con las máquinas, lo que terminan haciendo es conceptualizar a los seres humanos también como máquinas. Y una diferencia fundamental de las personas con las máquinas, al menos desde Kant, es que las personas no deben ser tratadas como meros medios, sino como fines en sí mismas. Al deshumanizar a las personas, el transhumanismo aboga por sacrificar a las personas actuales como mero medio para alcanzar ese supuesto fin idílico de seres transhumanos del futuro.
Como mencioné al inicio de este apartado, un problema que se origina al desterrar un mito es que la necesidad que el mito cubría sigue estando allí y lo más probable es que sea ocupado por otro relato. No tengo espacio para explayarme en estas páginas, pero ante la angustia existencial que produce la inevitabilidad de la muerte, el sufrimiento absurdo y el envejecimiento, se han elaborado múltiples caminos para sobrellevarla, tanto religiosos como filosóficos. Será cuestión de encontrar el camino que cada uno crea necesario y más armonioso para convivir con uno mismo y con los demás.
Hippies, hippies everywhere
Si hacemos un repaso histórico del origen de la principal creencia transhumanista —que la tecnología nos salvará solucionándonos todos los problemas—, vemos cómo esta aparece en la historia del ser humano desde hace ya varios siglos.
Un primer acercamiento a la idea de la tecnología como salvación la encontramos en Juan Escoto Eriúgena, filósofo del siglo IX que sostuvo que parte de haber sido hecho a imagen y semejanza de Dios implicaba que Adán era creador y hacedor. Por tanto, si deseábamos restaurar la humanidad a la perfección divina original de Adán antes de caer en pecado, debíamos conectarnos con esa faceta creadora innata en nosotros. En sus escritos afirmaba que las artes mecánicas y técnicas (es decir, la tecnología) representaban el “vínculo del hombre con lo Divino”, y que cultivar dichas habilidades podía ser una vía hacia la salvación. Esto es, no se trataba de desarrollar la tecnología para mejorar técnicamente, o por el mero fruto de sus beneficios. Por el contrario, el progreso tecnológico era sinónimo de progreso moral. Recuperando la perfección original de la humanidad, podríamos instaurar el reino de Dios. Así, la tecnología había llegado a identificarse con la trascendencia, implicada como nunca antes en la idea cristiana de redención.
Pero más concretamente se suele decir que el transhumanismo abreva de tres principales influencias históricas: el Renacimiento italiano, el empirismo británico y la Ilustración francesa, siendo Pico della Mirandola, Francis Bacon, y Nicolas de Condorcet los principales representantes de estas corrientes. Por ejemplo, es curioso ver profecías transhumanistas ya escritas en Nueva Atlántida, de Francis Bacon, su utopía de 1626. Allí imaginaba gobernantes con mentes mecánicas dotados del “conocimiento de las causas y las motivaciones secretas de las cosas”, que tenían la capacidad de “expandir los límites del imperio humano, haciendo que todo fuera posible”. Entre las posibilidades que contemplaba se encontraban “la cura de enfermedades consideradas incurables”, la “prolongación de la vida”, la “transformación de los cuerpos en otros cuerpos” y la “creación de nuevas especies”.18Otra coincidencia notable es que mientras Bacon soñaba con su Nueva Atlántida, dedicó toda su vida al enriquecimiento de la corte real. Más adelante en el tiempo, en 1903, G. S. Morison sostenía:
Nunca han existido cambios que hayan igualado a los cambios que ahora están sucediendo en el mundo (…) la nueva época difiere de las épocas precedentes y creará completamente una nueva civilización (…) Esta época verá la destrucción final e inevitable del salvajismo, la barbarie, la ignorancia y la superstición. En su despertar, la humanidad debe establecer un largo período de descanso, marcado por la satisfacción, la comodidad y la felicidad.
Si nos acercamos a quienes sostenían las primeras ideas que podemos calificar de transhumanistas más modernas y propiamente dichas, nos encontramos con J. Huxley (quien acuña el término), J. B. S. Haldane y J. D. Bernal. Estos pioneros, científicos británicos de inicios del siglo XX, a diferencia de la gran mayoría de los transhumanistas actuales, tenían una ideología de izquierda; Haldane y Bernal directamente eran marxistas afiliados al Partido Comunista. No sólo existe una diferencia en la ideología política, sino que, al tener una sólida formación en humanidades y ser herederos del proyecto ilustrado, estos precursores tenían perspectivas con una profundidad que no parecen lograr los transhumanistas contemporáneos, quienes carecen de esta preparación y, en su lugar, sostienen una visión más limitada e ingenua de la tecnología y su relación con la sociedad. ¿Cómo se produjo este cambio ideológico de las ideas transhumanistas?
Así como el individualismo cartesiano históricamente fue de la mano del desarrollo de la burguesía, el capitalismo, la Revolución Industrial y el liberalismo, el transhumanismo corporativo, a partir de la segunda mitad del siglo XX, vino de la mano del desarrollo de una elite tecnológica, el capitalismo global, la revolución digital y el neoliberalismo.
Dentro de los orígenes del transhumanismo contemporáneo, podemos rastrear la creación del término cyborg en 1960 en un artículo de Manfred E. Clynes y Nathan S. Kline sobre el uso de los sistemas hombre-máquina en la exploración del espacio. Un poco antes, en 1956, en la conferencia de Dartmouth, Marvin Minsky había profetizado que, en un breve plazo de tiempo,19Las promesas transhumanistas siempre son de cumplimiento inminente para atraer a quienes financien la investigación, de nada vale decirles que es algo posible dentro de quinientos o mil años. la simbiosis hombre-máquina se convertiría en la manifestación principal de la IA. Todos estos desarrollos de los años 60 y 70, incluyendo la realidad virtual y el ciberespacio, fueron fuertemente incentivados y financiados por la industria militar estadounidense. Es en este contexto que surge una fuerte exigencia a la investigación técnica y científica para que sea rentable y que sea útil militar o políticamente. Esto favoreció el surgimiento de lo que podríamos llamar el transhumanismo corporativo contemporáneo. Bajo el amparo de los grandes proyectos tecnocientíficos exitosos (Proyecto Manhattan, la llegada del hombre a la Luna y la conquista del espacio) y la revolución de la computación, el transhumanismo emerge para aportar un marco ideológico a esta fase del desarrollo tecnológico a la vez que funciona como una eficaz estrategia de marketing en los medios de comunicación para las grandes empresas y agencias tecnológicas. Estas, con sus grandes profecías (sean ciertas o no, esto es indiferente para su objetivo), logran instalarse en la arena pública influyendo en la opinión pública y en las decisiones gubernamentales y empresariales sobre la dirección de la investigación científica y tecnológica.
Pero existe otra fuente de este pensamiento surgido en los años 60. En ese tiempo existía un movimiento contracultural que parecía permearlo todo. El movimiento hippie, con epicentro en California, iba a transformar no sólo la sociedad estadounidense, sino toda la cultura occidental del momento. Aunque suene paradójico, en su ensayo acerca de la ideología californiana de 1995, Richard Barbrook y Andy Cameron sostuvieron que esta era fruto natural de las ideas hippies contra el gobierno sumadas al desarrollo tecnológico capitalista. Dentro de este movimiento había muchos que deseaban que la nueva tecnología pudiera hacer posibles sus sueños de libertad e igualdad. Pero ya desde los años 70 se empezó a advertir que esta nueva tecnología digital podría desembarcar más bien en todo lo contrario, con un regreso del liberalismo en sentido económico mezclándolo con esas ideas contrarias al gobierno propias del movimiento hippie, que facilitaron la idea de que toda intervención estatal es negativa.
Tengo un amigo filósofo, Tomás Simpson, que estuvo en esa California de los años 60. Él ya era más grande que los jóvenes hippies de ese entonces, pero estaba visitando las universidades donde se propagaba este movimiento. Una vez le pregunté qué era lo que más le había llamado la atención de todo ese ambiente y me dijo riéndose: “la cantidad de policías”. Claramente me desconcertó esa respuesta, ya que esperaba algo más acerca de la propagación de las ideas comunitaristas, de libertades civiles, el antirracismo, el feminismo o la contracultura. Más allá de su gusto por las respuestas irónicas, es claro que en ese momento a todo aquel que pasara por allí le llamaría la atención el nivel de represión existente en un país supuestamente libre. En este sentido, para los hippies el gobierno representaba toda esa represión a las ideas que expresaban, la guerra de Vietnam, el imperialismo, la discriminación, la absurda “guerra contra las drogas” y el impedimento de formar comunidades según sus propias reglas. Por lo tanto, si acaso fuera posible establecer una nueva comunidad digital por fuera del alcance del gobierno, esto podía ser una verdadera utopía tecnológica que cumpliera con los ideales de esa cultura.
Avanzando hasta los años 90 y el surgimiento masivo de internet, estas ideas calarían hondo en el origen de los transhumanistas actuales, proveniente de la cultura aficionada por la tecnología, internet y el uso de psicodélicos justamente en California y más precisamente alrededor de Silicon Valley.20El famoso festival de Burning Man formado en esos años concentra esta mezcla de uso de psicodélicos, aficionados a la tecnología, tecnócratas y la creencia en una nueva sociedad libre en medio de la nada. Es algo irónico que en la última edición, de 2023, hayan sufrido una fuerte inundación que los obligó a recurrir a la ayuda de los servicios del gobierno. Así, a este sentimiento antiestatista hippie se le sumaría un énfasis generalizado en la responsabilidad personal y la salvación individual, resultado de la vena protestante de la sociedad estadounidense en general. Los representantes de esta cultura geek se identificaban como revolucionarios contra la presencia del Estado en internet. Por un lado, crecía el espíritu del software libre y la utopía de internet como una Nueva Atlántida libre, pero por el otro empezaban a crecer exponencialmente las empresas monopólicas de software registrado, como Microsoft o Apple. Hoy en día sabemos cómo terminó esa historia: no son los individuos ni los Estados los que tienen un control sobre el mundo virtual, sino esas grandes empresas monopólicas, quienes dictan sus leyes o términos y condiciones sin que el usuario pueda cambiarles ni una coma.
Dentro de uno de los grandes subgrupos de esta cultura, se propagaban las ideas transhumanistas donde la tecnología se veía como una fuerza inevitable imposible de controlar, o a la que es imposible resistirse por medios legales o consuetudinarios. Aunque quienes se llamaban transhumanistas en ese entonces sostenían posiciones algo extremistas respecto a la posibilidad del progreso tecnológico, representaban un extremo de un pensamiento ideológico ingenieril más general que abarcaba a una comunidad bastante más grande de individuos expertos en tecnología que sólo aquellos etiquetados como transhumanistas.
Si uno revisa qué veían las distintas civilizaciones antiguas en las estrellas, se encuentra con obvias proyecciones de aquellos objetos, animales y figuras míticas de la cultura que los rodeaban. Así, la constelación de la Osa Mayor en el hemisferio norte es un nombre dado por la civilización griega, mientras que los árabes en esas mismas estrellas veían una caravana; los nativos americanos del Norte, un cucharón; y los romanos, bueyes de tiro. De la misma forma, la manera de lidiar con los grandes problemas existenciales del ser humano ha sido y es sumamente variada histórica y culturalmente. Las herramientas y los incentivos para producir un mito que contenga esa necesidad de respuesta humana ante estos problemas también dependen de la cultura particular que da forma a la imaginación de los individuos. Podemos señalar entonces la formación de esta cultura californiana como un origen de la creencia por parte de la ideología transhumanista californiana en que la “solución a todos los problemas de la humanidad” es posible únicamente mediante estos supuestos inventos tecnológicos revolucionarios.
Como vemos, esta ideología californiana que produjo el transhumanismo corporativo se originó en un contexto específico, donde un grupo de individuos vivía en una región con características socioeconómicas y tecnológicas particulares que incentivaban la creencia en una salvación individual y lucrativa. No son simples villanos de ficción maquiavélicos que quieren dominar el mundo, sino que probablemente muchos tienen buenas intenciones y creen realmente que esa es la manera correcta de “salvar el mundo”. Pero esta amalgama de elementos conservadores en lo económico y radicalismo anarquista hippie refleja la historia única del desarrollo de Silicon Valley. Y esto de ninguna manera puede anticipar el futuro inevitable del resto del mundo.
Los pies en la tierra
El espíritu de este breve ensayo no es reemplazar el mito milenarista por el mito del paraíso perdido, que plantea la eliminación de la tecnología para volver a un pasado natural idílico rousseauniano, como creía Ted Kaczynsky, el Unabomber. El objetivo no es pensar a la tecnología simplemente como una solución a un problema dado y objetivo (y mucho menos a “todos los problemas de la humanidad”), sino entenderla como parte de una serie de factores más amplios que deben ser tenidos en cuenta para lograr ver cuándo la tecnología importa y cuándo no. Lograr ver la tecnología como algo terrenal sin misterios ni promesas, como parte del ingenio y error humano colectivo. No como una panacea ni como una condena. Dejar de lado tanto las aspiraciones de poder desmedidas como las míticas, divinas y salvadoras de algunos pocos, para lograr cubrir las necesidades reales y materiales de otros muchos.
No creer ciegamente que prácticamente todo vale en pos de lograr esta supuesta salvación eterna, eliminando cualquier obstáculo que entorpezca el rápido avance del desarrollo tecnológico, sino que haya un escrutinio y supervisión adecuados para cada uno de ellos con una justificación razonable. Fomentar una mayor racionalidad y reflexión sobre los objetivos y la planificación del camino a seguir, así como una evaluación cuidadosa de los costos y beneficios que incluya pruebas de su valor económico y amplios beneficios sociales. Si sólo mantenemos una fe ciega en la tecnología, todas estas críticas parecen irrelevantes e irrespetuosas. Por eso debemos abandonar esta actitud y fomentar un espíritu más reflexivo por fuera de la razón técnica.
No debemos pensar que existe un camino, desarrollo o método único mediante el cual la tecnología hace su magia, sino que esta depende en gran medida de reglas, acciones pautadas y de la observación de factores contingentes y contextuales de la sociedad. La intervención en este campo ya instituido de personas, máquinas, herramientas, deseos y creencias requiere consideraciones que van mucho más allá de la razón técnica. Por lo tanto, debe llevarse a cabo con una reflexión sistémica más profunda y democrática que no esté en manos de una elite no representativa de la sociedad y que difícilmente tome decisiones en contra de sus propios intereses. No se trata de pasarles la guillotina, sino de pensar en diseños sistémicos para contener el poder de esta elite. Porque si como sociedad creemos como ciertas y posibles aquellas nuevas utopías que nos venden, corremos el riesgo de destrozar la posibilidad de una mejor vida presente para todos.