La gente le habla a las cosas. Y no estamos hablando de hablar solo, estamos hablando de hablarle a la tostadora, a la tele, a la silla, al teclado, al control remoto, al semáforo. A cosas.
Intentar definir ‘cosa’ es un acto de extrema complejidad que pertenece a un emergente campo de la filosofía urbana. Los eruditos en el área viven en pequeños templos distribuidos a lo largo y ancho de todas las ciudades, llamados ‘Ferreterías’. Tal es así que Juanqui, un ferretero conocido —al menos por mí—, es dueño y empleado de ‘El cosito del coso’, allá por Villa del Parque. Juanqui atiende todos los días a decenas de personas que vienen con su cosito que se salió del coso que probablemente hayan pateado hasta dejar inconsciente. Porque siempre es más fácil violentarse contra las cosas que cambiarles la pila.
Más allá de su definición, salvo que seas de esas personas que viven preocupadas por el pre-ocupacional, la ‘cosa’ en general no suele atender ni responder agravios ni halagos.
Si tuviéramos un cosómetro podríamos armar todo el espectro, desde el rollo de la persiana hasta nosotros, pasando por las caries, el potus y Tobi, un perro genérico.
La cosa es que hay cosas con las que nos sentimos más emparentados. En general esto tiene que ver con el grado de empatía que nos generan las especies evolutivamente más próximas a nosotros: suele ser más fácil sobrellevar la muerte de un sapo, que la de un perro o la un chimpancé.
Lo interesante es que, a pesar de que nuestra especie haya divergido de los otros primates hace dos baldosas (aproximadamente 6 millones de años), el que está ahí, al costado de la mesa, apoyándote la patita para que largues algún hueso es Tobi, de quien nos distanciamos evolutivamente hace unos 100 millones de años. Los monos, casi humanos, andan sueltos por la selva; mientras que los perros, casi lobos, duermen en un piso 47 de Caballito.
Las mascotas ofrecen ese equilibrio entre ‘Haceme compañía que afuera es noche y llueve tanto’ y ‘No me jodas que para eso está el humano ese que no me llamó más’. Están ahí, independientemente dependientes, funcionales a cuando necesitamos una cosa no tan cosa que nos banque pero que no exija explicaciones ni nos hiera los sentimientos o nos desafíe intelectualmente.
Pero Tobi no es cualquier cosa. No es que alguien vaya a golpearle la persiana a Juanqui a las 3 de la mañana porque a Tobi se le rompió un cosito. Ni siquiera es un potus. Tobi es una de esas cosas no tan cosa a las que uno les habla como si la cosa entendiera: responde de alguna forma a su nombre, viene cuando lo llamás y esconde el hocico entre las patas cuando lo retás porque te comió la tarea, entre otras cosas geniales.
Ante la creciente sospecha de que Tobi hablase humano, un grupo de investigadores húngaros se embarcó en la tarea de desnudar el misterio de por qué el perro es el mejor amigo del hombre. Agarraron y metieron 11 Tobis (de a uno) en un resonador magnético de esos que hay —idealmente— en todos lo hospitales, les pusieron auriculares y les hicieron escuchar diferentes tipos de sonido: vocalizaciones humanas (‘Hola’, ‘¿Pagaste las expensas?’, ‘¿Venís siempre a bailar acá?’), vocalizaciones caninas (‘wuf, wuf’) y sonidos ambientales (un 42 ramal Pompeya, un lavarropas viejo). Después hicieron lo mismo con un grupo de voluntarios humanos, a quienes les fue un poco más fácil entrenar. Luego de varias noches de salir poco y analizar mucho, lo que vieron cuando compararon la actividad cerebral de perros y humanos fue que, si un Tobi le pidiera una arandela a otro Tobi, se le encendería la misma parte del cerebro que se le enciende a Juanqui hasta en los sueños.
Los estímulos se procesan en diferentes etapas. En el caso del sonido, pasando el oído y otras postas, la pelota llega a la corteza cerebral auditiva primaria, luego a la secundaria y después siguen otras paradas en donde la cosa se pone cada vez más compleja, hasta que llegamos a entender la carga semántica de frases como ‘Te quiero’ o ‘No sos vos, soy yo’.
Nuestros amigos de Hungría encontraron que el sonido de la voz canina activaba la corteza primaria de los pichichos, lo cual era esperable, pero que además encendía otras regiones de la corteza muy similares a las que se activaban en humanos al escuchar voz humana y que están relacionadas con el procesamiento vocal. Es probable entonces que la capacidad de procesar voces —entre individuos de la mismas especie— haya aparecido en la evolución mucho antes de lo que se pensaba.
Pero lo más pochoclero apareció cuando hicieron escuchar a los perros voces humanas con distinto grado de contenido emocional, desde un llanto desconsolado o un grito futbolero desesperado de ‘¡Corré, muerto!’, hasta una risa incontenible. Ante estos sonidos, encontraron que se encendían en el cerebro de los perros no sólo la corteza primaria, sino también otro cachito de corteza que está pegada a la primaria y que está asociada en humanos (y ahora también en perros) al procesamiento de sonidos con valor emocional.
El resumen de todo esto es que parece que los perros, al igual que los primates, tienen una región en su corteza cerebral específica para el procesamiento de voces entre Tobis, pero además tienen otra región, compartida con nuestra especie, que se prende exclusivamente cuando los sonidos tienen carga emocional. Ese sonido emotivo —desesperado o feliz— puede venir de otro perro o de nosotros, dependiendo de la capacidad de Juanqui para encontrar un cosito que nos venga bien.
Quizás ahora entendamos un poco mejor por qué cuando reímos contagiamos esa alegría a nuestros perros; por qué, cuando ella no llama, Tobi se nos pone al lado, regalándonos una mirada comprensiva y empática; y por qué el potus no da la patita.