Abrió los ojos y el baño volvió a aparecer, un poco borroso al principio. Parpadeó. El cubículo era estrecho y estaba sucio. Gotas en una baldosa, un pelo pegado al picaporte, una pátina gris sobre todo lo que se suponía blanco. Jonás miró el reloj para asegurarse de que la siesta no se había prolongado demasiado. Con el pulgar se limpió un resto de baba de la comisura. Se levantó y sintió que la sangre le abandonaba la cabeza para irse a las piernas. El baño amagó a oscurecerse de nuevo. Esperó, la palma contra la pared. El mareo pasó. Dio media vuelta, abrió el inodoro y se desabrochó el pantalón. El chorro hizo su parte de silencio contra la losa y después murió en un gorgoteo líquido. Mejor apurarse, se dijo. Sacudió, abrochó. Dio media vuelta. Pero antes de agarrar el picaporte, algo le llamó la atención. Un grillo agonizaba en el suelo.
Se agachó para examinarlo. Era de un verde hermoso. Brillante. Un cuerpo un poco rechoncho pero armónico. Rígido pero flexible en algunos lugares, como por ejemplo en las patas, que salían del tronco, se elevaban, se doblaban y caían en picada, adelgazándose hasta convertirse en agujas dentadas. Estaba caído de costado. Los óvalos negros de los ojos lucían opacos pero daban la impresión de haber sido profundos alguna vez. Una de las antenas se recostaba lacia sobre el piso sucio, la otra se movía en vano tanteando el aire, como buscando una explicación.
Se preguntó si debía pisarlo, acabar de una vez con ese sufrir. La misericordia de un dios somnoliento. Porque para el grillo, él debía ser una especie de dios, una fuerza de envergadura cósmica, inabarcable con los sentidos y con la razón, o lo que el grillo tuviera en el lugar de la razón. Por otro lado, creía haber leído que los insectos no sufrían, que no eran capaces de sentir dolor. O tal vez esas eran solamente las cucarachas. La antena seguía tanteando el aire, una y otra vez, acá y allá, absurdamente empecinada. Si no había dolor en ese movimiento, pensó, de seguro habría perplejidad. La falta de respuesta del resto del cuerpo, el espacio infinito alrededor, el vértigo de caer en un pozo sin fondo, sin bordes, sin fricción del aire. Eso, se dijo, eso debía estar experimentando el grillo. Probablemente era la última experiencia que tendría en su vida y él no se animaba a arrebatársela. Abrió la puerta lo justo para poder salir sin aplastarlo.
Fuera del cubículo, el baño brillaba. Pisos relucientes, la humedad del trapo todavía impresa en los azulejos, pastillas de naftalina nuevas en los mingitorios. Alguien había repuesto el papel higiénico de todos los inodoros. Jonás se quedó un instante confundido. Después decidió que no habrían querido despertarlo y por eso ahora su cubículo era un cuadrado roñoso injertado en medio de ese baño impoluto. La frontera entre los dos estados de higiene parecía haber sido trazada con precisión matemática. Y el grillo, arrojado del lado de la suciedad. Una broma o un exceso de respeto.
Pulsó el botón de la canilla. Un chorro de agua helada le cortó el bostezo. Se frotó rápido, sin jabón. El secador automático seguía roto. Intentó secarse en el pantalón pero lo mismo las manos volvieron húmedas; la tela térmica no absorbía el agua.
Dio dos pasos afuera del baño y volvió. La verdadera crueldad era dejarlo así. Pero ¿pisarlo? No, pisarlo no. Sentirlo crujir bajo la suela del borcego, llevárselo luego pegado, tal vez no todo pero un ala, una pata que se desprendería después, repartirlo por la oficina. Eso estaba mal. Eso era peor que dejarlo sufrir.
Volvió al cubículo. Cortó un pedazo largo de papel higiénico y lo dobló varias veces hasta formar un colchón grueso. Con mucho cuidado, empujó un poco al grillo con un dedo hasta subirlo al papel. La antena reaccionó, palpó el dedo una vez y se quedó, por fin, quieta. Ahora el cuerpo estaba boca arriba. Con delicadeza, lo depositó en el inodoro. Una breve balsa funeraria. La parte de abajo del papel se humedeció enseguida, pero la parte superior, donde reposaba el cuerpo del grillo, parecía resistir seca. Jonás observó un momento, más extrañado que solemne. Esperó. La balsa no se hundía. Presionó apenas con un dedo pero al parecer había doblado demasiadas capas de papel. Apretó el botón. Un remolino frío hizo girar la balsa y, cuando ya estaba por tragársela, Jonás reaccionó: hundió la mano y rescató el cuerpo del grillo justo a tiempo, antes de que se lo devorara el desagüe. Se lo metió en el bolsillo y salió del baño.
En el piso hacía calor, un calor ahogado por abuso de calefacción y por la mezcla vaporizada de todas las respiraciones, el brillo de las pantallas, la fricción de las teclas, el vaho de las alfombras, la guillotina luminosa de los tubos fluorescentes, el ir y venir de los empleados del Ministerio. Pero tras los ventanales caía una nevisca suave y espaciada, un remanso entre la última nevada importante y la que vendría.
Sacó la computadora de su hibernación y miró sin interés los restos de comida en el tacho. Se suponía que esos tachos eran para papeles, pero todo el mundo descartaba las sobras del almuerzo ahí para no tener que cruzar el piso hasta la cocina. Todos los días a primera hora el personal de limpieza cambiaba las bolsas, aunque los lunes podía todavía persistir algo del olor acumulado durante el fin de semana, razón por la cual era mejor no desechar nada los viernes. Antes de la siesta, Jonás había tirado el final de un sánguche de carne de cabra y repollo. Un pedacito de hoja verde seguía adherido, por efecto de la mayonesa, a la cara interna de la bolsa.
Levantó la cabeza y volvió a mirar, por encima de dos hileras de escritorios, hacia las ventanas, hacia el exterior, donde los copos caían despacio, indiferentes. Se preguntó cómo había llegado un grillo al baño del Ministerio; cómo había llegado un grillo siquiera a la ciudad, si el río no se congelaba únicamente porque estaba en movimiento, si el césped era un recuerdo soterrado en la nieve y los árboles de las plazas hacía tiempo que eran leña robada. Si llevaban ya cuatro años de invierno y no parecía que fuera a amainar.
La noche anterior, la mudanza había terminado relativamente mal. Jonás se quedó mirando el camión cuando arrancó, abriendo la nieve con la cuña adosada a la trompa, dos olas blancas y un rugido grave. Cuando entró, Emilia ya se había apurado a abrir la jaulita para que el gato se encontrase con su nuevo hogar. Pero el gato no se lo tomó a bien. Corrió a esconderse en un rincón, detrás de unas cajas. Enseguida decidió que el lugar no era del todo seguro y corrió a otro. Así varias veces hasta que tuvo que resignarse a un espacio roñoso entre la heladera y la pared, el pelo erizado lleno de pelusas.
Emilia pasó una hora intentando tranquilizarlo mientras Jonás desarmaba cajas sin orden, sin un plan, buscando los ansiolíticos que les había dado el veterinario y descubriendo en el proceso algunas cosas que ni siquiera sabía que Emilia tenía. Una depiladora eléctrica rosa. Un cráneo de gato sin maxilar inferior. Un mazo de cartas de tarot.
—¿Y esto?
Emilia lo miró y enseguida corrió la vista, como restándole importancia.
—Son cartas.
—De tarot.
—Sí.
—¿Desde cuándo?
—Escuchame, vino a golpear la puerta el encargado mientras vos estabas abajo. Dice que las mudanzas son los sábados.
—¡Pero qué viejo rompepelotas! Hubo hielo el sábado. Ningún flete te labura con hielo, y él lo sabe. ¿No le dijiste?
—Le dije, pero dice que entonces me tendría que haber mudado el sábado que viene.
—Ah, ¿y si hay helada de nuevo, qué?
—Dice que el pronóstico anuncia buen tiempo. No sé, a mí no me mires, te digo lo que me dijo —Emilia dio por terminada la conversación y volvió a dedicarse al gato. Le hablaba en un tono bajo, casi inaudible, y metía la mano entre la heladera y la pared para alcanzarle la oreja. El gato se dejaba acariciar, pero no salía.
Jonás dejó las cartas de nuevo en la caja, incapaz de asignarles un lugar apropiado en el departamento. Pero mientras acomodaba una pila de libros, volvió a la carga:
—Vos sos científica...
—Soy astrónoma.
—¡Y bueno!
—¿Y bueno qué?
—¿Tarot?
Emilia dejó de intentar alcanzar al gato y lo enfrentó con todo el cuerpo:
—¿Sabés cuál es la diferencia entre vos y yo? Vos creés que tenés todas las respuestas, yo sé que no las tengo y las sigo buscando. Si los científicos tuviéramos todas las respuestas, yo todavía tendría laburo y vos estarías acá solo y no estaríamos teniendo esta discusión.
—Era una pregun…
—No, no era una pregunta, era una acusación. Una muy fea, por cierto.
—No podés negar que es raro. No me imagino a tus compañeros del laboratorio… —la frase se deshizo en el aire a medida que Jonás se arrepentía del giro que le había dado. Por un instante se miró las manos, tratando de recordar para qué las estaba usando antes del silencio.
—Si lo que te preocupa es el alquiler, quedate tranquilo que te vamos a pagar la mitad —Emilia volvió a acariciar al gato y agregó:— Ya encontraré la manera.
—Yo no quise decir eso.
—Capaz sí quisiste. Capaz lo que no querés es hacerte cargo de que quisiste, pero ya está. Está todo bien. Son cartas de tarot.
Jonás ensayó una protesta mientras revisaba otra caja, pero fue una protesta débil que no prosperó. Para cuando se fueron a dormir, la medicación no había aparecido y el gato seguía recluido en el rincón junto a la heladera. Jonás se alegró en secreto. La casa era su territorio; Emilia y el gato, los advenedizos. Por él, el bicho bien podía pasarse toda la noche asustado mientras ellos se dedicaban a sí mismos, a un buen vino, sexo de bienvenida.
Pero Emilia no estaba ni para vino ni para sexo. Hubo que convencerla de que no durmiera en la cocina, donde podía vigilar el comportamiento del gato, estar ahí para él, ayudarlo a adaptarse. Jonás se esforzó en explicarle que ya iba a salir, que a mitad de la madrugada aparecería en la cama para acurrucarse con ellos. Sólo entonces Emilia aceptó, sólo como parte de un plan: convertirse en carnada, forzarlo a acudir a ella. Así sí.
Pero el gato no acudió. Y a medianoche, cuando todos los sueños ya estaban casi conciliados, empezó a llorar.
—Necesita el remedio —declaró Emilia, inapelable.
Jonás recuperó del cesto la ropa que había usado ese día. El polvo de la mudanza impregnado en la tela lo hizo estornudar, pero no tenía sentido ponerse ropa limpia. Se calzó los borcegos con grampones, la campera térmica, buscó las llaves y algo de plata, y salió.
Afuera, el cielo era un abismo entre farol y farol. Caminó diez cuadras vacías en busca de la veterinaria de turno, enterrándose en la nieve hasta los tobillos con cada paso. Esa tarde se había olvidado un paquete de cigarrillos empezado en el escritorio de la oficina y tenía la esperanza de encontrar dónde comprarse uno nuevo, pero no hubo caso. A esas horas nadie andaba a la intemperie sin un buen motivo.
No supo si fue el frío o la soledad, pero se puso a pensar en las desapariciones. La televisión hablaba de eso una o dos veces por semana. El primero había sido un accidente, un obrero del puerto que cayó al agua. Nadie lo vio caer y nadie lo encontró hasta que el río decidió devolverlo unos días más tarde, cerca de la desembocadura, en perfecto estado de conservación. Pero los hermanitos no, esos dos no habían sido ningún accidente. Los padres alternaban las visitas a los distintos canales de televisión para pedir ayuda, y durante un tiempo la consiguieron. Dos meses de búsqueda, cientos de efectivos policiales y cadenas de oración, pero los niños no aparecían. Después llegó el verano. El veranito, lo bautizó la prensa. Una semana de sol, de medias abrigadas pero zapatillas comunes. La nieve retrocedió un poco y en la cuadra donde vivían los niños un perro apareció corriendo con un brazo en la boca. A partir de ahí, no costó demasiado dar con la casa del vecino, con el escondite de los cuerpos bajo una capa adelgazada de nieve. Muchos se dieron cuenta entonces de que era fácil esconder cosas en la nieve si uno estaba dispuesto a cavar lo suficiente. Hubo un par de días de histeria latente. La gente se miraba sin terminar de adivinar si el otro era un asesino en potencia o sólo un dócil compañero de oficina, un amable empleado de seguros, un jocoso encargado de edificio, una atenta maestra de escuela, un sensible poeta, una abogada eficiente. Jonás no temía nada de todo eso porque, a decir verdad, los crímenes no se habían vuelto moneda corriente. Lo que sí había aumentado, pensaba, eran los accidentes estúpidos. La hermana de Emilia, sin ir más lejos, se había patinado en la vereda del supermercado: tres meses de yeso. Un compañero se había envenenado con monóxido de carbono por un desperfecto en la estufa de su casa. ¿Y mamá? ¿La neumonía de mamá contaba como accidente?
Bajó a la bocacalle con cierto resquemor. No quería meter el pie en una boca de tormenta y quebrarse el tobillo, ser encontrado al día siguiente, congelado, convertido en ese cuerpo por el que hubo que desviar el tráfico.
Cruzó la plaza en diagonal. Los pocos árboles que sobrevivían estaban protegidos por rejas circulares. Las ramas bajas habían sido arrancadas y en su lugar quedaban cicatrices nudosas que sólo alcanzó a ver cuando la luz azul de un patrullero lo iluminó. El auto había bajado la velocidad y Jonás supo que lo estaban vigilando. Apuró el paso. No tenía ninguna intención de demorarse en el frío por tener que explicarles a dos policías que no andaba robando madera.
Frente a la plaza, la veterinaria era el único local iluminado. Tocó el timbre. Una chicharra le avisó que podía empujar. Entró y una bocanada de frío entró con él, pero ahí no había nadie. Llegaba del fondo el gemido de un perro, un llanto resentido, mezcla de furia y lamento. El sonido lo inquietó, pero luego el lamento se transformó en gruñido y se enredó con el chasquear de una cadena, una puteada por lo bajo.
Pocos segundos más tarde, asomó una mujer delgada y con ojeras, las dos manos enfundadas en guantes de látex, manchados de sangre, veteada de un amarillo oxidado en las yemas, donde había entrado en contacto con algún desinfectante. Se sacó un solo guante para poder atenderlo, alcanzarle la medicación, recibir el dinero, devolverle el cambio. Antes de salir, Jonás le preguntó si de casualidad tenía un cigarrillo. La mujer negó con la cabeza mientras tiraba el guante que se había sacado y se ponía otro. Jonás vio cómo el guante de la otra mano manchaba el nuevo en el acto de colocarlo, pero no pudo ver más porque la mujer ya se escurría para el fondo.
Volvió por otro camino, con la esperanza vana de encontrar un kiosco abierto. La estación de servicio implicaba un desvío demasiado grande. Para cuando llegó a la casa, las ganas de fumar seguían ahí pero replegadas, en segundo plano, detrás del cansancio de la caminata, del sueño acumulado a lo largo del día y de la necesidad, mucho más inmediata, de un poco de calor.
Emilia se encargó de administrar la medicación y, gracias a eso, cierto tipo de normalidad se instaló en la madrugada. El primer desafío estaba superado. Emilia se acurrucó contra él bajo las frazadas y se durmió primero. Jonás estuvo un rato largo oyéndola respirar, esperando que el frío se le fuera de los huesos. El sueño, sin embargo, le llegó tarde.
Eso había sido ayer.
Abandonar el calor de la oficina para bajar a fumar implicaba una breve evaluación de costos y beneficios, pero la siesta lo había dejado con ganas. Unas pitadas antes de volver a trabajar, un poco de viento gélido para despertarse. Abrió el cajón. El paquete de cigarrillos estaba exactamente donde lo había dejado. Quedaban cuatro. Tenía que acordarse de comprar camino a casa. Y comida. Lo suficiente para no tener que volver a salir hasta el lunes.
Sacó uno y dejó el paquete arriba del escritorio. En ese momento apareció Vergara. Llevaba zapatos comunes, que se cambiaba por los borcegos cuando se iba, porque su sentido de la estética le impedía usar otra cosa dentro de la oficina. Tomó un sorbo de café antes de hablarle, una pausa de efecto. A Vergara le gustaba hacer esas cosas. Las había aprendido en un curso.
—Jonny, te estaba buscando. Necesito que me encuentres un expediente —le extendió un papelito rosa, con unos números mal garabateados. La alianza de matrimonio le asfixiaba el anular de esa misma mano.
Jonás agarró el papel y lo dejó en el escritorio. Le puso los cigarrillos encima para protegerlo de una eventual corriente de aire.
—Dale, no te preocupes…
—No, en serio, necesito que lo encuentres.
—Ya mismo.
—Ya mismo —dijo Vergara.
—De inmediato.
Vergara lo miró un segundo más, tratando de decidir algo. Después, dio media vuelta y se fue. Jonás se calzó el gorro de lana y bajó a fumar.
El hall de entrada era amplio, de techo alto y pisos que pretendían ser de mármol y que tal vez lo fueran: el gobierno no había sido tacaño al construir el Ministerio. Lo habían armado rápido pero con exuberancia, sobre el esqueleto de un antiguo hotel. En los considerandos de la tercera resolución del Ministerio, aquella por la cual se procedía a la compra del edificio y su posterior refacción, se justificaba la transacción señalando que el turismo se había desplazado a las zonas tropicales, donde todavía podía llevarse adelante algún tipo de fantasía templada, y por lo tanto el valor del edificio era muy conveniente. No era menos cierto que, tras una nevada intensa, poco después de comenzado el invierno, el dueño del hotel había saltado al vacío desde la terraza; un asunto relacionado con deudas. Su cuerpo se había hundido más de dos metros en la nieve acumulada, en los tiempos en que Vialidad aún no tenía organizadas las cuadrillas de barredoras. El muerto pasó desapercibido hasta que su secretaria encontró la nota y llamó al servicio de urgencias, aunque, técnicamente, para ese momento hacía varias horas que el asunto había dejado de constituir una urgencia. La Policía hizo un pozo y retiró el cadáver con discreción, sin demasiados curiosos, y al día siguiente el artículo del diario se extravió entre tantos otros similares. El gobierno apuró una oferta generosa y la única heredera cerró el trato sin demora. El presupuesto nacional, que ya se había redireccionado hacia la producción de hidrocarburos y la gestión del espacio público, encontró también destino en la construcción del nuevo Ministerio.
El edificio se convirtió rápidamente en un ícono de la lucha contra el nuevo orden de la Naturaleza, o al menos eso pretendían los artífices del discurso gubernamental. Y como si fuera necesario remarcar la intención, en una de las paredes del hall de entrada habían grabado una frase en letras doradas y enormes:
MIENTRAS EL MUNDO EXISTA, HABRÁ SIEMBRA Y COSECHA, HARÁ CALOR Y FRÍO, HABRÁ INVIERNO Y VERANO, Y DÍAS CON SUS NOCHES.
Pero, a decir verdad, las letras no estaban ahí desde la inauguración. Habían sido agregadas pocos meses atrás, con el cambio de gobierno. Una excentricidad de la nueva ministra. Jonás suponía que aquello no tenía otra función que la de intentar motivar a una ciudadanía entumecida que, en horario laboral, seguía confluyendo en el Ministerio con sus penurias y sus frustraciones, para que el maltrecho sistema informático y de comunicaciones les diera un número y las convirtiera en reclamos que luego no iba a poder gestionar.
Justo debajo de las letras, un mostrador semicircular servía de canil para los empleados de seguridad, mayoritariamente ex-policías, tipos gordos a los que las exigencias físicas del invierno habían empujado a pedir un retiro anticipado.
Solamente uno parecía no pertenecer. Tendría no más de veinticinco años, el pelo rojo y enrulado. Las mejillas lampiñas le daban un aspecto extrañamente infantil que parecía no coincidir con un cuerpo que se adivinaba fibroso. Los trapecios que unían la cabeza con ese cuerpo bajaban en diagonales rectas, como si nacieran directamente en el cráneo, y hacían que la camisa celeste del uniforme le quedara siempre extraña, siempre un poco fuera de lugar.
Jonás no podía evitar mirarlo cada vez que cruzaba el hall. Sabía que se llamaba Soto, porque así lo indicaba la identificación que llevaba en el pecho. Ahora estaba discutiendo con una mujer. De un tiempo a esta parte, las discusiones en el hall se habían vuelto comunes y, en consecuencia, tanto Jonás como el resto de los empleados habían desarrollado el talento de volverse invisibles. Se deslizaban por el suelo pulido como fantasmas, esquivando ciudadanos indignados porque la leña les había llegado húmeda o la barredora municipal no había pasado esa semana por su casa y ahora el garaje estaba bloqueado de nieve. En el mostrador, los guardias de seguridad tenían la casi exclusiva tarea de apaciguar los ánimos antes de derivar al indignado a la oficina de informes, donde podría plantear su problema con un nivel medio de detalle para luego ser remitido a la oficina correspondiente, ubicada con seguridad en el cuarto o quinto piso, donde se daría curso a su reclamo y, si todo marchaba bien, se accedería a la inmediata asistencia profesional que evitaría el colapso de un techo o se inscribiría al interesado en el registro de cazadores de lobos. Ese era el tipo de gestiones que podían realizarse en el edificio. El arquitecto para el techo sería contratado luego de forma independiente. Al cazador, el arma y las balas le serían entregadas luego en alguna dependencia descentralizada de las que el Ministerio tenía a montones y para todos los fines, especialmente en la periferia, zonas poco pobladas donde los lobos se habían asentado y ensayaban, cada tanto, alguna incursión, locos de hambre.
Pero para la mujer que discutía con Soto, el problema no eran los lobos.
Soto se dejaba gritar y sonreía. Jonás pensó que nunca lo había visto sonreír antes. Tenía muchos dientes en una boca muy corta. La mujer gesticulaba y empezaba a elevar la voz. Jonás notó que tenía una pila de papeles blancos en la mano. Los apretaba con fuerza y cuando los sacudía se notaba que eran copias del mismo retrato en blanco y negro sobre unas palabras que no alcanzó a leer.
Jonás aminoró el paso. Un hombre en un impermeable naranja lo esquivó justo a tiempo y le soltó un insulto, pero siguió camino. La mujer agitó el pilón de hojas frente a la cara de Soto, que lo miró apenas y volvió a clavar los ojos en ella. Parecía un gato agazapado, listo para saltar. La mujer se enredó en su protesta y terminó de confundir a los destinatarios. En un pase sintáctico, dejó de hablar de ustedes y dijo “vos”. Le puso un dedo en el pecho a Soto y le dijo que si la ministra no la atendía, ella lo iba a venir a buscar a él. A vos, le dijo. Con el dedo en el pecho. Y entonces la sonrisa de Soto se expandió como un lago inundado por toda la cara. Bordeó el mostrador y en un instante estuvo junto a la mujer. De un brazo la llevó a la rastra hasta la puerta, mientras el hall entero entraba en pausa para ver la escena.
Cuando la puerta se abrió, Soto la empujó afuera. La mujer tropezó y fue a parar de rodillas a la nieve. Furiosa, se dio vuelta y le lanzó lo único que tenía a mano: las hojas se abrieron por efecto del aire y una multitud de retratos voló y se asentó como las flores de un árbol sacudido por el viento. Uno aterrizó cerca del pie de Jonás, que ya estaba saliendo y pudo verlo mejor: era una búsqueda de paradero de una mujer joven.
—Dios te maldiga —dijo la mujer, y Jonás vio que las palabras habían calado. Soto se contuvo, aunque ahora se clavaba los dientes en el labio inferior, sin darse cuenta de que empezaba a sangrar. Al volverse, la mirada de Jonás se le cruzó en el camino y pareció que iba a decir algo, pero no le dijo nada. Notó la sangre y se la limpió con la manga de la camisa. El rojo y el celeste se transformaron en un marrón viejo.
La mujer juntó las hojas desparramadas y se fue. Mientras la miraba irse, Jonás tuvo la vaga idea de que debería haber hecho algo por ella. Interceder. Alcanzarle los papeles desparramados, por lo menos. Como si el hecho de ser empleado del Ministerio lo pusiera en esa obligación. Pero no hizo nada, amparado en otra idea, la de que no había nada que se pudiera hacer por esa mujer ni por la persona que buscaba. Quién podía saberlo. En una de esas, su problema sí eran los lobos.
Más allá, sobre la vereda, la nieve se había apelmazado y la gente hacía grandes esfuerzos para avanzar clavando los grampones y desclavándolos con pasos altos. En cambio, en el palier funcionaba un sistema de calefacción subterráneo que impedía que la entrada al Ministerio se congelara. Era un despliegue de tecnología, una suerte de desfile militar con el que el Ministerio le mostraba sus armas al invierno. Pero también una decisión política, de imagen, para que incluso en los días más fríos la sede gubernamental no perdiera la batalla contra el clima en su propia puerta. Era, en definitiva, un lugar de paso, pero Jonás se unió al resto de los empleados inmóviles que aprovechaban para fumar ahí sin entumecerse los pies.
Su piso era el tercero. Acostumbraba subir y bajar por las escaleras, alegando ante sí mismo que probablemente esa era la única actividad física que hacía en el día. Pero apenas puso un pie en el primer escalón y miró hacia arriba, encontró el paso bloqueado.
Un cono rojo en el cuarto escalón, la superficie brillosa como el piso del baño y en el descanso, el empleado con uniforme deslizando un lampazo hacia un lado y hacia el otro, hacia un lado y hacia el otro. Pensó en preguntarle por el grillo. Mostrárselo. Averiguar si sabía algo acerca de su procedencia. Pero algo en el lampazo lo distraía, un vaivén empecinado, un avanzar meticuloso y detallista al que evidentemente no le alcanzaba una sola pasada para declarar que una superficie estaba limpia.
Jonás subió un escalón. El lampazo seguía yendo y viniendo. Subió otro y el empleado permaneció con la cabeza baja, absorto en el movimiento del lampazo. Cuando el pie izquierdo de Jonás igualó el escalón donde el cono imponía su límite, el empleado levantó la cabeza y le lanzó la orden como un estornudo:
—¡No!
Jonás se detuvo. Ahora lo veía bien: los ojos ligeramente separados, los cachetes amplios, el labio inferior un poco más prominente.
—¿No ves que no se puede? —la voz sonaba un poco gangosa, pero perfectamente inteligible.
—Perdón —dijo Jonás, y se dirigió a los ascensores, avergonzado.
Hubo que esperar un rato porque los ascensores andaban en las alturas. Algunas personas se acumularon y Jonás las dejó pasar primero. Después se insertó a sí mismo entre los abrigos enormes y se llenó la nariz de olor a cuero húmedo, a neopreno y poliéster.
La pared estaba repleta de hojas impresas, pegadas con cinta. Anuncios del sindicato, la planilla de mantenimiento del ascensor firmada religiosamente por la misma persona y con la misma lapicera (una firma nerviosa, llena de ángulos y vibraciones, que simulaba algo parecido a una W y una S). Entre todas, reconoció una: era una copia de las hojas de la mujer, una búsqueda de paradero. Helena Rigazi, veintitrés años, empleada del Ministerio, desaparecida el 28 de abril en condiciones desconocidas. El retrato que antes había intentado adivinar ahora lo miraba de frente: una mirada en blanco y negro, una sonrisa amplia en lo que posiblemente era una fiesta de cumpleaños. Otras personas habían sido eliminadas de la foto para poder ofrecer solamente la cara de Helena a la solidaridad de la gente, pero al menos dos brazos ajenos le rodeaban el cuello y sobrevivían en la foto, mutilados por el nuevo encuadre. Se la había visto por última vez luego de salir del trabajo, camino a su casa. Abajo se ofrecían algunos teléfonos de contacto.
Jonás sacó la cuenta. La chica llevaba siete días desaparecida. En el medio, al menos dos tormentas de nieve habían caído con fuerza sobre la ciudad. Podía llevar meses encontrarla.
El ascensor se detuvo. Estuvo a punto de bajar pero se dio cuenta de que era recién el primer piso. Hubo empujones cordiales y pedidos de disculpas mientras se hacía el recambio de pasajeros. La escena se repitió en el segundo piso. Helena seguía sonriendo desde su retrato. Jonás no sabía dónde estaba Helena ahora, pero seguro no estaba sonriendo. Los familiares habrían ofrecido esa foto, aquella que reflejara mejor su espíritu, que demostrara lo perfecto que era el castillo de felicidad que ahora colapsaba, pero en el fondo era inútil. Habría querido decirles que no tenían que buscar a una chica feliz, tenían que buscar un rictus de horror y muerte entre la nieve.
En el tercero, sólo bajó él. El resto eran hombres y mujeres que iban para arriba con cara de ir para arriba.
Cuando llegó a su escritorio, lo encontró a Vergara sentado ahí, esperándolo. Tenía las manos cruzadas sobre la panza sobresaliente, la barba negra, corta pero tupida, apoyada sobre el pecho, y los ojos fijos en la pantalla negra. Había algo desplazado en la imagen: el jefe sentado en un escritorio de empleado raso, el hombre proactivo en estado de reposo, la expresión siempre severa de pronto vulnerable.
—Vení, acompañame —le dijo Vergara apenas lo vio. Se levantó y fue hacia su oficina.
Hizo entrar a Jonás con un gesto y cerró la puerta detrás de ellos. Jonás sabía que ahora afuera habría al menos una docena de miradas taladrando la puerta. Sin decir nada ni esperar otra invitación, se sentó.
Vergara rodeó su escritorio pero se quedó parado. Jonás reparó en lo alto que podía ser Vergara cuando se lo proponía.
—¿Qué te pedí, Jonny? No, en serio. ¿Qué te pedí?
—Que encuentre un exp…
—Que encuentres un expediente. ¿Y vos qué hiciste?
—Te dije que ya lo bus…
—No, ¿vos qué hiciste? ¿Te digo yo lo que hiciste? ¡Te borraste! Ahora, decime, te hago una pregunta: ¿Yo te perjudiqué a vos alguna vez?
—No, Claudio, pero bajé a fumar, no me vas a decir que…
—Nunca te perjudiqué. Nunca. Y vos ahora me hacés esto a mí.
—Pero pará, bajé un minuto, ahora te lo busco.
—Mirá, esto no es un capricho mío, Jonny. Viene de arriba el pedido. Es importante que lo encontremos. De qué se trata a nosotros no nos importa. Lo que nos importa es encontrarlo porque viene de arriba la cosa, bien de arriba. No hay mucho más arriba que esto.
—Está bien, ni una palabra más. Ya mismo me ocupo.
Vergara hizo un gesto con la mano como desestimando la promesa, o al menos la solemnidad con la que la promesa había sido pronunciada.
—Entendeme, no me estoy poniendo en forro. Esto es por el bien de todos. A fin de año se renuevan los contratos. El tuyo, pero también el mío. Y que renueven el mío depende de muchas cosas, pero que renueven el tuyo depende principalmente de mí. ¿Estoy siendo claro?
—Demasiado.
—Gracias. Pará, Jonny… Disculpame, no quise sonar... Estoy teniendo un día de mierda.
—No te preocupes, Claudio.
Jonás se levantó y abrió la puerta. Todo el mundo parecía ocuparse de sus asuntos, pero él sabía que si las miradas fueran flechas, podría haberse puesto a desclavarlas de la madera terciada.
—Jonny…
—Decime.
—Te tenés que quedar lo que haga falta —había una orden en la mirada, pero Jonás creyó ver también una súplica.
Consultó el reloj del teléfono. Tres y cuarto de la tarde.
Tenía un par de horas largas.
Primero hizo calor. Mucho calor. Las aguas subieron y las costas se anegaron. Tierra adentro, los árboles agarraban fuego. Los animales huían y morían, se pudrían y la humedad los maceraba. Luego, las bacterias empezaban a peregrinar.
Pero el mundo cambiaba lo suficientemente despacio y la gente se adaptaba. Hervía el agua. Se alejaba de las costas. Y el océano era más grande pero las noticias igual llegaban veloces, submarinas, por el cable profundo, y en todos lados era igual y en todas partes pasaba lo mismo.
Pero entonces los ambientalistas se radicalizaron y las cosas se terminaron de desmoronar. Fue en un encuentro de mandatarios, durante un invierno tenue. El atentado nunca llegó a realizarse: el servicio de inteligencia local irrumpió en la casa donde se llevaban adelante los preparativos y mató a uno de los conspiradores. La cantidad de titulares sobre el asunto fue enorme. Fotos de los explosivos, recorridos virtuales por el domicilio, perfiles detallados sobre el terrorista, relatos de una infancia marcada por la violencia. Todo en vano. La opinión pública igual se quedó con la víctima. Fue como si alguien quitara la pequeña pieza que mantenía toda la estructura en pie: los ambientalistas se movilizaron otra vez y ya no estaban solos. La bandera con la cara del mártir se izó y en el mismo acto las acciones de las grandes automotrices se desplomaron y se llevaron consigo a las compañías aéreas; un efecto dominó, una cascada de tragedias financieras, una revolución quieta, perpleja, casi involuntaria. En las calles sonó música antigua, canciones idílicas sobre la Naturaleza, que hacía décadas que las radios habían olvidado. En los rascacielos, funcionarios y grandes empresarios se sentaron a negociar los términos del mundo por venir. Se conformó una Comisión Internacional de Climatología y, bajo su presión, los gobiernos debieron dedicar todos los recursos disponibles a las universidades. Por un breve instante de la Historia, los científicos desfilaron como estrellas.
Mientras tanto, de este lado del mar, el verano era un resplandor permanente, irrespirable. Los aires acondicionados funcionaban a tope y las centrales eléctricas sufrían. La humedad caliente se impregnaba en la ropa y la garganta, y toda la multitud de temas cotidianos, todas las preocupaciones pequeñas e irrelevantes, acabaron por licuarse. No había más espacio para nada, sólo el calor y las consecuencias del calor. La gestión del calor. Las causas profundas, largamente anunciadas, del calor.
Así fue como la gente empezó a ralear en los templos. Y cuando el obispo de la ciudad, preso de un frenesí esotérico, afirmó frente a las cámaras de televisión que aquello era el principio del fin, la llegada del Apocalipsis, la consumación de las promesas que el libro sagrado reservaba para el último día, y aconsejó a la comunidad que sucumbieran a la Palabra, la gente simplemente lo ignoró. Una noción se había esparcido sin que nadie la promulgara, una idea silvestre había crecido entre el caos, inadvertida e innegable: Dios había perdido la voz. Y en lugar del amplio regreso del rebaño que el obispo pretendía, la gente empezó a apostatar en masa. Mientras tanto, en las universidades, los científicos tenían que repartir el tiempo entre buscar soluciones y dar entrevistas. La mayoría de las veces, el entrevistador preguntaba lo mismo: ¿Se podría haber evitado? Sí. ¿Y por qué no lo avisaron antes? Lo avisamos. Luego, en el estudio, los conductores se regodeaban en la culpa y le reprochaban a la sociedad. En las casas, los televisores reproducían el reproche. En la calle, llovía.
Pero entonces, sin previo aviso, el calor descendió. Vino un invierno amable, un poco más largo de lo normal. Se extendió hasta mediados de octubre y desembocó en un calor tímido. El debate sobre el clima se redujo a algunos programas nocturnos y a las colas de las verdulerías, donde la gente comentaba sorprendida la repentina oferta de manzanas, feliz en secreto de encontrar una oportunidad para hablar de temas más mundanos.
En enero fue evidente que algo ocurría. El sol había perdido fuerza, como si llegase a través de un filtro polarizado. El pasto se quemaba bajo el rocío y en las horas más tempranas de la mañana flotaba una neblina baja a la altura de las rodillas, jirones de nubes que se prolongaban hasta el mediodía. En febrero circularon los primeros informes académicos que hablaban de un fenómeno extraño llamado “Mínimo de Maunder”, según el cual las manchas prácticamente habían desaparecido de la superficie del sol. Sin embargo, los informes no eran concluyentes. Cada uno arriesgaba su propia hipótesis, no lograban establecer una causalidad directa y, sobre todo, se declaraban incapaces de pronosticar cuánto tiempo duraría el fenómeno. Aun así, el asunto fue bien recibido: se trataba de un golpe de suerte para un mundo recalentado que precisaba enfriarse.
La Comisión Internacional de Climatología publicó su informe un lunes a la mañana. Esperaban bastante repercusión y habían acordado los términos exactos a utilizar a fin de no provocar pánico en la población. Era un informe breve, pero pasadas las once aún no había sonado ningún teléfono. Tres días más tarde, aceptaron la derrota. Aquel verano frío era una bendición sobre la que nadie pretendía averiguar absolutamente nada.
La primera vez que nevó fue en marzo. Fue una nevada contundente pero nadie dijo nada porque el espectáculo era demasiado hermoso. Un instante de suspensión. Mientras los copos caían sobre los techos de los autos, sobre las esquinas, sobre el río agitado, mientras tapaban el asfalto, mientras escondían los basurales, no hubo debate. Ese día, el tráfico se detuvo durante un buen rato. Jonás, sentado junto a la ventanilla del colectivo, miraba la nieve caer frente a las luces del semáforo, que se iban alternando sin que nadie les hiciera caso. Emilia iba sentada al lado.
—¿Abro? —preguntó él.
—Bueno, un poquito. Gracias.
El aire frío se metió con fuerza y nieve. Algunos pasajeros protestaron. Emilia levantó la mano y le mostró el copo que había ido a parar ahí, diminuto y perfecto, estoico sobre la piel tibia, completamente fuera de lugar. Pero Jonás no miraba el copo, la miraba a ella. Tenía las pestañas largas, como si hubiese nacido preparada para soportar el viento.
—Este es el fin. Nos vamos a morir todos —dijo ella sonriendo.
—Creo que sí. Por las dudas, me llamo Jonás.
—Emilia. Un gusto —se dieron la mano. Mientras duró el apretón, Jonás pensó que si aquello era el fin, estaba bien.
Pero no fue el fin. Nevó tres días y dos noches. Luego el sol se tomó casi una semana más para llevarse la nieve. Cuando por fin volvió a aparecer la ciudad de antes, un periodista resucitó el informe de la Comisión y declaró que el mundo había cambiado. Era una declaración descriptiva que nadie necesitaba. Bastaba con ver la ciudad que había emergido: se derretía y goteaba de a poco como un cuadro surrealista, hermosa en cierta manera, pero llena de mendigos muertos.
Para cuando sobrevino la segunda nevada, el Ministerio del Interior ya había desplazado a la Secretaría de Medioambiente y tomado cartas en el asunto. Las primeras medidas requirieron de un despliegue coordinado de recursos con el Ministerio de Energía, pero aun así el invierno se impuso con dureza sobre una sociedad acostumbrada a otras temperaturas y los hospitales colapsaron irremediablemente. El Ministerio de Salud alegó no tener nada que ver con todo el asunto y se levantó de la mesa. Sus esfuerzos quedaron reducidos a la compra de dosis de vacunas antigripales, lo que derivó en una crisis política que acabó con la renuncia del ministro y la absorción del ministerio dentro de la órbita de Interior.
Los reclamos por la falta de suministro de gas y combustible se convirtieron en el principal problema del gobierno. Hubo crisis y cambiaron algunas cabezas más. Por fin, una mañana templada, se anunció con satisfacción que para navidad estaría funcionando la primera Secretaría de Invierno del país. Tan templada era esa mañana que el anuncio, largamente esperado, sonó un poco anacrónico.
El verano, tal como se lo conocía, no volvió nunca más. Hubo, en todo caso, una pausa, pero el frío regresó pronto y fue un año complicado para la Secretaría. Hubo que administrar la provisión de gas en la ciudad y de leña en zonas rurales. Luego corrió el rumor de que el gas estaba en falta y la gente empezó a adaptar las casas y los departamentos para instalar salamandras, de modo que pronto hubo que racionar la leña también. Se organizaron enormes cuadrillas de trabajadores sociales para que evaluaran caso por caso los pedidos de subsidios que no paraban de llover sobre los escritorios de los funcionarios, que a su vez tenían la responsabilidad de controlar el precio de las garrafas y coordinar con Vialidad la disposición de sacos de sal que previnieran la formación de hielo en las esquinas y facilitaran la circulación. Mientras tanto, la sección de Economía de los noticieros hacía hincapié en los nuevos circuitos de snowboard urbano y el repunte que las empresas de ropa térmica venían experimentando, pero el invierno era más elocuente que los diarios y la gente aún no acababa de digerir eso de levantarse por las mañanas y encontrar la batería del auto muerta, las gomas desinfladas y las cerraduras ciegas de hielo. El frío se llevaba varios muertos a la semana y la Secretaría no daba abasto a cumplir con la nueva ley que la obligaba a hacerse cargo de los funerales.
Las estaciones continuaron sucediéndose, pero todo el ciclo se desplazó hacia otra zona del termómetro. Y el primer año que no hubo verano, es decir, que no fue posible registrar más que un puñado de grados por encima del cero, el gobierno cambió de manos. La gente clamaba por nuevas políticas a la altura de los nuevos problemas, y así fue cómo, con un presupuesto inconmensurable y un edificio propio, la Secretaría fue elevada al rango de ministerio. El primer Ministerio de Invierno.
Hubo que contratar muchísima gente. Jonás recordaba el día que le hicieron la entrevista porque había sido demasiado breve. Luego, en una oficina pequeña improvisada en la planta baja, todavía en remodelación, una psicóloga le pidió que dibuje un hombre bajo una nevada y le extendió una hoja con membrete. Jonás sostuvo el lápiz un rato largo, incapaz de trazar la primera línea, absorto en el logo del Ministerio. Aquello significaba, acaso más que cualquier marca en el termómetro, que el invierno había empezado. Y que no tenían la menor idea de cuándo iba a terminar.
Al salir, llamó a Emilia para contarle.
Lo primero era lo primero: buscar el expediente en el sistema. Ingresó los números con la destreza de los dedos acostumbrados, sin mirar las teclas. No hubo resultado. Volvió a ingresarlos más despacio, uno por uno. Nada. El papel rosa no tenía ninguna otra indicación, sólo los números garrapateados. Probó sacando un ocho repetido y agregando un cero en su lugar. Después sacó el cero y agregó un ocho más. El sistema seguía negándose.
Preparó un café y pensó en llamar a Emilia, averiguar si se estaban adaptando bien al cambio, recordarle dónde estaba el disyuntor por cualquier cosa. Optó por mandarle un mensaje de texto. La respuesta fue inmediata: estaban bien, sabía encontrar el disyuntor, el gato se adaptaba. Luego, una serie de fotos de prendas de Jonás para que eligiera cuáles tirar. Mientras cargaba el agua en el dispenser, Jonás eligió dos remeras. En ese punto, se interrumpió la conversación.
Apenas volvió al escritorio, vio a Aníbal acercándose con su cuerpo enorme y esa forma graciosa de caminar. Pensó que le iba a hablar pero al parecer ese día todo el mundo estaba empecinado en darle papeles, porque Aníbal se limitó a extenderle un folleto del sindicato y siguió de largo. No era un mal tipo Aníbal. De hecho, solía tener una conversación amable y generosa, pero a la vez parecía que podía hacer crujir el cráneo de un hombre adulto apretándolo con una mano. Según le gustaba contar, años atrás, en las marchas sindicales, él estaba a cargo de la seguridad. Era una torre de asedio y su sola presencia llamaba al orden. Pero desde la llegada del invierno las marchas se habían vuelto infrecuentes, sólo se organizaban ante razones verdaderamente impostergables y más de una vez el gobierno las había neutralizado mediante el sencillo procedimiento de no quitar la nieve. Algunos dirigentes habían llegado a acusar al gobierno de agregar nieve en secreto durante las noches, pero Jonás dudaba de que semejante cosa se hubiera cruzado siquiera por las mentes de los funcionarios.
Dejó el folleto sin mirarlo. En cambio, dio un sorbo y miró el papel rosa de Vergara por encima de la taza. El cuatro del final empezó a resultar sospechoso. Estaba un poco abierto arriba, como correspondía a un cuatro, pero no lo suficientemente abierto. Era una abertura descuidada, lo notaba ahora, y entonces tal vez no era un cuatro sino un nueve. Tenía que ser un nueve. Volvió a ingresar los números, esta vez con un nueve. La computadora mostró un resultado.
El sistema de expedientes del Ministerio funcionaba como un servicio postal. Un área creaba el expediente y lo enviaba por medio de los ordenanzas a otra área. Ese traspaso quedaba debidamente registrado en el sistema, pero era el expediente en papel el que se movía. Cuando la otra área lo tenía en sus manos, registraba el recibo en el sistema y así sucesivamente, de modo que cualquiera podía seguir el derrotero de las carpetas a lo alto y ancho del edificio.
Así podía saber Jonás ahora que el expediente en cuestión estaba en traspaso del área de Técnica y Planificación al Departamento de Asuntos Legales desde hacía ochenta días. “En traspaso” significaba que Técnica le había dado salida, pero los abogados de Legales no lo habían recibido aún. Ochenta días era demasiado tiempo para viajar del séptimo piso al sexto. Probablemente, alguna de las dos áreas había hecho algo mal: o lo habían cargado al sistema sin despacharlo físicamente o lo habían recibido físicamente sin cargarlo en el sistema.
De cualquier manera, ahora tenía una puerta para golpear.
Nunca había subido al sexto piso. A decir verdad, nunca había subido más allá del tercero, donde trabajaba, y una sola vez había hecho escala en el segundo para presentar un reclamo en el sindicato por unas horas mal liquidadas. Conocía del Ministerio lo indispensable. Cualquier excursión más allá del territorio de su tarea hubiese sido siempre superflua. Por eso, cuando la puerta del ascensor se abrió a un piso diferente, Jonás se asombró modestamente, como quien espera asombrarse.
El sexto piso no era un área abierta con islotes como el suyo. Todo un entramado de paneles había sido dispuesto para que las oficinas fueran privadas. Se trataba, sin embargo, de una privacidad precaria. Como el edificio del Ministerio estaba construido para aprovechar de forma inteligente los pocos recursos que el invierno ofrecía, los paneles eran de acrílico: lo suficientemente claros para que la luz menguada de los ventanales penetrase hasta la última oficina, lo suficientemente opacos como para no distinguir a ciencia cierta qué ocurría del otro lado. Algunos llegaban hasta el techo; otros funcionaban sólo como tabiques altos, permitiendo el flujo de aire y de sonido de una oficina a la otra. El resultado era un caleidoscopio borroso, plagado de fantasmas que iban de acá para allá. En algunas zonas se adivinaba un calendario pegado o un afiche de alguna de las tantas campañas del Ministerio. También había puertas que conectaban las oficinas con los pasillos y puertas que conectaban las oficinas con oficinas contiguas, probablemente por necesidades administrativas o, incluso, a pesar de ellas.
Una sombra pasó junto a él del otro lado de uno de los paneles y emergió más allá, convertida de pronto en un hombre alto y canoso, con bordes definidos. Se dirigió hacia los ascensores. Jonás intentó hacerle una pregunta, que el hombre ignoró. Sin saber qué otra cosa hacer, se adentró un poco en los pasillos. En cierto modo, temió difuminarse él también.
Ante la primera puerta entreabierta, arriesgó un golpe seco.
—¿Sí?
Jonás empujó un poco, no mucho, lo suficiente para asomar la cara.
—Perdón, busco el Departamento de Asuntos Legales.
—Lo encontraste —la voz correspondía a un chico joven.
—Ah, qué bien —abrió la puerta un poco más—. Es por un expediente…
—Todo el piso es el Departamento de Legales. Si es por un expediente, a la que buscás es a Emma.
Señaló con la cabeza hacia la oficina de al lado. Jonás bordeó el tabique y saludó.
—¿Emma?
—Hola —sonrió ella. El pelo enrulado apenas llegaba a cubrirle las orejeras de felpa celeste que le colgaban del cuello. Masticaba un chicle amarillo que se hacía visible a intervalos.
—Busco un expediente.
—Vení, seguime.
Jonás se vio guiado por el pasillo, un recodo y otro giro, una puerta, una oficina con dos mujeres trabajando y tomando mate. ¿Dónde habrían conseguido la yerba? Había sólo dos maneras: importándola de los antiguos suelos tropicales, convertidos en zonas más o menos templadas, o comprándola a algunos especuladores que habían conservado el stock a la espera de un inevitable aumento de precios. Esta última opción era la más accesible, pero pasado el primer año empezó a requerir una política personal más bien laxa respecto a las fechas de vencimiento. En cualquiera de los dos casos, lo usual era volver a secar la yerba en una sartén y reutilizarla, una o dos veces, hasta agotarla del todo.
Jonás estuvo a punto de pedirles un mate, pero Emma terminó de atravesar la oficina, abrió una puerta y lo llamó desde el otro lado. Ese era el destino final. Lo invitó a sentarse y, sin cerrar la puerta, le preguntó en qué podía ayudarlo.
Jonás le resumió el problema y le extendió el papelito con la letra de Vergara. Había que encontrarlo y había que encontrarlo hoy mismo.
Emma lo examinó de lejos y de cerca, una entomóloga ante un espécimen extraño.
—Flor, ¿podés venir un momento? —llamó.
Flor apareció cargando el mate y el termo.
—¿Qué ves acá? Esto es un cuatro, ¿no? —el número resaltaba entre sus compañeros de serie, remarcado y engordado por la mano de Jonás.
—Creo que es un nueve.
—Ah, un nueve.
Emma tipeó los números con una mano. Con la otra retuvo a Flor, que hacía ademán de irse.
—Pará, quedate. Así de paso aprendés. Fijate, estos tres números primero te dicen el tipo de trámite, si es un reclamo de energía, una gestión interna, un pase de recursos humanos, una solicitud de presupuesto, etcétera, etcétera. Después vas a tener siempre un guión y el año. Después otro guión y el número propiamente dicho, ¿no? El número de trámite, digámosle. Y después siempre hay un dígito más, ¿viste? El famoso dígito verificador, que en este caso no sabemos si es un cuatro o un nueve.
—Parece una “A” —dijo Flor.
—No, tiene que ser un número —Emma volvió a ingresar la cifra completa, pero sin resultado.
Flor miró el monitor unos instantes. Después escondió el labio superior dentro del inferior y levantó los hombros.
—Entré hace una semana —se excusó ante Jonás, pero Jonás miraba el mate. De pronto sentía la boca anegada.
—¿Querés? —se apiadó Flor.
Jonás aceptó agradecido. Chupó esperando la yerba marchita o reciclada, pero lo sorprendió un sabor franco, caliente y amargo, y por un momento le recordó a su madre. Con ella había tomado los primeros mates como un rito de pasaje al finalizar la infancia. Ella solía poner en movimiento todo un ritual de preparación. La cantidad justa de yerba, taparle la boca con la palma y sacudirlo boca abajo, la palma luego cubierta con una película de polvo que le dejaba soplar a él, la nubecita verde que se formaba y desaparecía, el agua en el huequito, los cinco minutos de espera antes de poner la bombilla para que la yerba se hinchara. Primero había sido el invierno, después la escasez de yerba, por último la neumonía de mamá. Por alguna razón, la mente de Jonás se disponía ahora, en ese momento específico, a ordenar los hechos cronológicamente: invierno, falta de yerba, entrevista de admisión en el Ministerio, neumonía, muerte. Emma y Flor debatían. Invierno, Emilia, falta de yerba, entrevista, neumonía. Emma y Flor llegaban a la conclusión de que por ahí no había pasado. Emilia, invierno, muerte de mamá, funeral, mudanza, expediente. Cierto, el expediente.
Devolvió el mate con un gesto de agradecimiento.
—Pasa que… Me pueden echar si no lo encuentro.
—¿Echar? —Flor se rio— ¿Cómo te van a echar por eso? El juicio que les hacés… No te pueden hacer eso. Olvidate. ¿Vos leíste el convenio? No te pueden...
—No, bueno, echar no. No renovarme el contrato.
Flor se quedó callada.
—Eso sí te lo pueden hacer —dijo Emma.
Jonás se desanimó. Por primera vez en el día empezaba a pensar que Vergara le había asignado una misión condenada al fracaso y se preguntó por qué a él. Vergara podría haber acudido a cualquiera. Excepto que buscara discreción. Una semana entera, a comienzos del Invierno, Vergara había faltado a trabajar. Nadie sabía nada de él, ni en el piso, ni en Recursos Humanos. Pero Jonás sí, Jonás sabía. Él lo había visto en la guardia de la clínica, la primera vez que hubo que internar a mamá por la neumonía. Lo había visto llegar cubriéndose la entrepierna con las manos en un intento infructuoso por contener la sangre, acompañado de su esposa. Vergara también lo vio, pero no hubo tiempo para reconocimientos. Los médicos lo admitieron de inmediato y desapareció tras una puerta rebatible. Meses después, como si ya no soportara el implícito, Vergara lo citó a su oficina y, de la nada, sacó el tema. Le confesó que se había sometido a una circuncisión, parte inevitable del proceso de convertirse al judaísmo. Era algo que ocurría bastante por ese entonces: la migración entre religiones. Como tanta otra gente en busca de una explicación, Vergara había abrazado la fe de su esposa y ambos habían acudido a un rabino conocido de la familia. Luego de un año de formación, el rabino dio el visto bueno para proceder con el brit milá. Pero al parecer el rabino empezaba a tener sus propias crisis y cometió un error en la incisión, que no supo reparar. Actualmente Vergara se encontraba bien y su conversión religiosa permanecía en suspenso. Jonás nunca le había dicho nada a nadie. De modo que por eso lo había elegido a él. Esa era su virtud, pensó. La discreción.
—Bueno, gracias —empezó a levantarse.
— En el séptimo ni te van a abrir la puerta. Andá a hablar con Maestranza mejor —dijo Emma sorbiendo el mate. No había dejado de masticar el chicle—. Seguro se les perdió a ellos.
—¡Ah, gracias! —Jonás sintió el alivio de tener otro intento. Saludó, encaró la puerta, se volvió—. Perdón, ¿dónde...?
—Primer subsuelo —dijo Flor.
—Gracias.
Le costó un poco orientarse de nuevo en el laberinto de oficinas. En vez de encontrar los ascensores, dio con los ventanales por donde entraba toda esa luz. Y tras los ventanales, la ciudad con sus techos blancos. Un hueco en la manzana de enfrente permitía ver un retazo de río, una franja de agua parda y una línea de espuma que se cortaba entre los edificios del bajo. Hacía tiempo que estaban abandonados. En la época del calor, cuando se creía que el nivel del mar subiría hasta cubrir las costas por completo, aquellos edificios habían permanecido impasibles, y sus ocupantes también, testigos de un cambio certero pero apenas perceptible, algún sótano desbordado por las napas, nada más. Pero cuando vino el invierno y los mares se contrajeron y el río languideció, entre los edificios y el agua se abrió otro retazo de tierra: el lecho desnudo, pedregoso, cubierto de basura. Un paisaje demasiado estéril para balcones tan caros.
Entonces empezó el viento. Un viento furioso, glacial, que venía del sudeste, cargado de lluvia y nieve, y empujaba al río de nuevo hacia arriba, lo rechazaba y lo volcaba sobre la ciudad. El retazo de tierra se cubrió de agua otra vez, y hubo quienes celebraron. Pero el agua no hacía a tiempo a desagotar antes de la siguiente tormenta y pronto alcanzó el terraplén, las veredas y finalmente las plantas bajas. Recién entonces, por fin, los precios cayeron y los ocupantes se lanzaron a un éxodo constante y silencioso, tierra adentro. Ahora esos edificios eran cubos vacíos, rotos, coronados de nieve. Se decía que gente sin techo había encontrado refugio en las plantas más altas, aprovechando alguna breve sequía o improvisando balsas para cubrir la distancia desde la nueva costa, a la altura del distrito financiero. Se decía que a veces, desde tierra firme, se veían luces en las ventanas, fogatas improvisadas. Jonás nunca había visto una. Se decía también que no duraban mucho, que el viento entraba por los vidrios rotos y las apagaba. Que era imposible sobrevivir en esas torres heladas. Se decía que los refugiados vivían de lo que podían pescar a oscuras en las habitaciones inundadas.
Ahora, otra tormenta se anunciaba en el horizonte, la tercera en lo que iba del mes. Jonás se volvió. Eventualmente encontró el camino hasta los ascensores.
Un rey gordo sentado en un escritorio al final de un salón de techo bajo. A Jonás no se le ocurría otro modo de describir el primer subsuelo. Había tubos fluorescentes y una serie de escritorios. Había, también, empleados yendo y viniendo con carpetas, cargando datos, conversando poco. Pero al final todo se resumía en ese hombre estresado, esa calvicie disimulada bajo unos rulos blancos, ese modo de crecer hacia los costados como condicionado por el espacio disponible, como un gato en una botella, eso, pensó Jonás. Un rey gordo en una botella. Y un cenicero lleno en el escritorio.
Tan pronto lo vio acercarse, el tipo prendió otro cigarrillo. Jonás no supo si era un gesto de resignación o de territorialidad. Estaba prohibido fumar en el Ministerio, pero quién iba a descender hasta ahí para decirle algo. El modo en que el tipo, despreocupado, manipulaba fuego y brasas en ese subsuelo atestado de papeles, le daba un aire de poder. Sin siquiera darse cuenta, como quien entra perdiendo, Jonás reforzó la amabilidad al hablarle:
—Disculpe, vengo del tercero, estoy buscando un expediente que me parece que se perdió…
El tipo tosió para un costado. Sacudió la ceniza.
—Cantame.
Jonás sacó el papelito rosa y recitó los números. Mientras lo hacía, tuvo conciencia de que ya se los había aprendido de memoria. Guardó el papel antes de terminar.
El tipo buscó y Jonás, de nuevo, esperó con paciencia.
—¿En Legales preguntaste, pibe?
—Sí, no, vengo de ahí. Ahí no está. Me dijeron que pregunte acá.
—Acá no está —sentenció.
—Y, pero… ¿no podría fijarse...?
El tipo chupó el cigarrillo y exhaló una nube que, a falta de corrientes de aire, se le demoró alrededor de la cabeza. Jonás sintió de pronto que necesitaba salir a fumar. O fumar ahí abajo, daba lo mismo. Pero se había dejado los cigarrillos en su escritorio.
—Acá todo el mundo tiene indicación mía de no quedarse con nada. Para el final del día cada expediente con su dueño, taza taza, las cosas claras. Capaz lo están entregando ahora mismo, porque… Pará. Pará, pará, ya sé. Vení. Seguime.
Se levantó con una agilidad impensada; rey gato saliendo de la botella. Jonás fue tras él. Pasaron varios escritorios donde sendos empleados atendían sus propias pilas de expedientes. Uno agarró un desodorante de ambientes de color violeta y disparó dos veces al aire detrás de ellos, como si quisiera borrarles la estela. De pronto todo olía a lavanda.
Se detuvieron ante el escritorio siguiente, que estaba desocupado. Sobre la superficie descansaban dos pilas considerables de carpetas.
—Fijate en esos. Están sin atender porque la piba no vino más y acá todos se hacen los otarios y nadie los agarra.
Dijo lo último levantando la voz y su mirada barrió las cabezas alrededor como una guadaña desafilada.
—¿Qué piba?
—Esta… ¿Cómo se llama? Me cago en la madre... —chasqueó los dedos tres veces hasta que logró invocar el nombre—: Rigazi, la piba Rigazi.
—¿La que desapareció?
—¿Desapareció?
—Eso dice el cartel en el ascensor.
—No sé, yo me manejo por la escalera. Es bueno para la salud. Me llamo Victorio. Cualquier cosa me avisás. Si no me encontrás, preguntá por Maroni porque acá todos me conocen por el apellido.
Maroni se fue y Jonás se sentó en el escritorio. Se sentía extraño ocupando esa ausencia. Además de la computadora y los expedientes, sobre el escritorio había una caja de clips, una lapicera, una taza blanca con un fondo de café solidificado que a su vez trepaba el borde de la taza y caía del otro lado, bajaba y se adhería a la superficie del escritorio. Un encendedor parado, en estoico equilibrio, daba la falsa sensación de que alguien acababa de dejarlo ahí. Acercó la cara para mirarlo de cerca sin tocarlo: era cuadrado y metálico, a bencina. La pintura estaba saltada en los bordes pero en el centro sobrevivía aún el dibujo de un árbol dentro de un círculo, con las raíces a la vista.
El resto eran papeles sueltos y arrugados, un desorden detenido en el tiempo.
No parecía el escritorio de alguien sonriente. De pronto, la foto del ascensor no le hacía justicia ni a la Helena desaparecida ni a la Helena que trabajaba enterrada en el subsuelo. Casi todos los empleados convertían su escritorio en una sucursal del propio hogar. Plantas, retratos, lapiceras favoritas, stickers al costado del monitor. El escritorio de Helena no tenía nada de eso. Un único papel aparecía fijado con cinta a la tabla: era una serie de números de internos. Su escritorio no era un hogar, era un hotel de paso al que no podía evitar volver.
Tuvo la tentación de abrir los cajones, pero sabía que los empleados a su alrededor lo observaban. Especialmente el de al lado parecía tipear más despacio, como si en realidad estuviera atento al intruso, y había dejado el aerosol violeta a mano. Mejor concentrarse en el trabajo. Cuatro y media pasadas. Empezaba a quedarse sin tiempo.
Revisó varios expedientes más, sin éxito. Los números simplemente no coincidían. Cuando ambas pilas se le acabaron, volvió hasta el escritorio de Maroni.
—No hay caso, no está.
Maroni se encogió de hombros y prendió otro cigarrillo.
—¿No me convida uno?
—Agarrate —dijo, señalando el paquete con el mentón. Jonás obedeció encantado. La imperceptible transgresión de fumar ahí abajo tenía un sabor distinto.
Estaba por agradecer e irse, vencido, a reportarse ante Vergara, cuando el suelo empezó a temblar. Algunos tubos parpadearon y el lapicero sobre el escritorio se desplazó vibrando. Jonás abrió los ojos. Hubiese creído que el edificio se derrumbaba en cualquier momento de no ser por la expresión inmutable del tipo. La colilla encendida fue a parar al suelo junto a otra pila de papeles. Se agachó con un gruñido y la levantó.
—El subte —explicó.
—¿Pasa por acá?
—Abajo.
—¿Acá abajo?
—Veinte o treinta metros más al sur —dijo señalando en una dirección determinada, haciendo gala de un sentido de la orientación extraordinario—. Acá abajo hay otro subsuelo. Archivos, depósito, sala de máquinas, todo eso. Ah… pará. ¿No estará en el archivo?
Jonás lo miró fijo esperando que desarrollara. La vibración se alejó.
—Vení, se me ocurrió una idea. Vamos a ver si encontramos tu dichoso expediente.
Bajaron una escalera y se internaron por un pasillo angosto. A esa altura, la luz de los tubos había sido reemplazada por el amarillo de las lamparitas que colgaban directamente de los cables, a intervalos regulares, rebotando acá y allá en la humedad de las paredes. El frío aumentaba un poco a cada paso y a su vez los pasos variaban de ruido como si se imprimieran sobre superficies de distintas naturalezas. A veces parecía que pisaban sobre arena crujiente, sin duda antiguos residuos de la construcción del edificio.
A medida que avanzaban, crecía en Jonás la sensación de que ese sector del Ministerio no recibía demasiadas visitas. Y que no se dirigían a un archivo de consulta, sino a una especie de cementerio de expedientes. Adelante, la silueta gruesa de Maroni no paraba de hablar. Su voz se proyectaba y volvía reverberada:
—No esperes encontrarte nada muy ordenado. Acá viene a parar lo que ya no sirve, lo que ya se entregó, cosas que las áreas se quieren sacar de encima. Una vez hubo que rastrear un pedido de un subsidio para una señora que se había muerto, lo archivaron y después resultó que no, no se había muerto nada, un malentendido. Lo tuvimos que buscar, pero no lo encontramos nunca. Hicieron un expediente nuevo, lógico. Después la señora se murió de verdad. Le faltaba una firma. Una locura este invierno.
Pasaron un par de bifurcaciones y doblaron una vez. Llegaron a una puerta sin picaporte. El tipo la empujó y encendió la luz.
Se abría ante ellos una habitación atestada. Una serie de estanterías habían sido dispuestas en hilera para contener los expedientes, pero la capacidad del archivo había colapsado y ahora los expedientes descansaban en todo tipo de superficies. Los había sobre el piso, sobre sillas, sobre otros expedientes.
Maroni notó el desconcierto y lo rescató:
—Estas pilas de acá son las últimas. Si lo archivaron por error, tiene que estar ahí. Pero te recomiendo que te las lleves. Si te quedás revisando acá, te vas a congelar los huevos.
Tenía razón. Jonás se daba cuenta por las suelas de los borcegos; el frío las endurecía.
Maroni hizo aparecer una zorra de dos ruedas —Jonás no supo de dónde— y lo observó fumando mientras él cargaba la mayor cantidad de carpetas que podía. Más de la mitad tuvieron que quedar a la espera, pero Jonás decidió que tenía lo suficiente para empezar. Al menos para emerger a la superficie y presentarse ante Vergara, si no triunfante, por lo menos industrioso.
Varias cabezas lo siguieron mientras empujaba la zorra hasta su escritorio. Se sentó y agarró la primera carpeta. Vergara apareció como si pudiera sentir el olor de los expedientes, pero tan pronto supo de dónde venían, recuperó el escepticismo. Jonás tuvo que explicarle paso a paso sus pesquisas hasta el archivo.
—¿Y vos creés que lo mandaron ahí por error?
—No sé, pero puede ser.
—Otras cagadas se han hecho en este lugar —concedió Vergara.
Jonás sacó el papelito rosa del bolsillo y se lo alcanzó:
—Ya que te tengo acá, decime, el dígito verificador... ¿es un cuatro o un nueve?
Vergara lo examinó a diferentes distancias, frunció el entrecejo y se lo devolvió.
—No sé, a mí me lo dieron así. Probá los dos.
Jonás volvió a guardar el papel. Después agarró otro expediente y chequeó el número en la primera página. No era. Lo dejó a un costado y agarró otro.
—Bueno… —Vergara se demoró a mitad de frase, indeciso— ¿Necesitás una mano?
Jonás levantó la vista. La puerta de la oficina de Vergara estaba cerrada y su abrigo y su maletín descansaban sobre el escritorio de la secretaria. Se estaba yendo temprano, lo cual sólo podía significar una cosa: tenía que llegar a casa antes del atardecer para celebrar el sabbat, y temía que la noche lo sorprendiera manejando.
—En absoluto, Claudio, andá tranquilo. Seguro está acá. Y si no, bajo a buscar otra pila. Me dijo el amigo del subsuelo que me maneje con confianza.
—Te agradezco tanto, Jonny. En serio, gracias. ¿Me lo dejás en el escritorio cuando lo encuentres?
—El lunes lo encontrás ahí.
—Gracias, Jonny. Sos un crack.
Vergara se alejó dos pasos y volvió. Sacó un manojo de llaves inusitadamente generoso, separó una chiquita y se la ofreció.
—Me olvidaba. Vas a necesitar esto.
Jonás asintió con la cabeza y se guardó la llave en el bolsillo. Vergara volvió una tercera vez:
—En serio, tiene que aparecer.
—No se diga m...
—No me pongas en la horrible situación de hacerte echar.
La pila se acabó y hubo que bajar a buscar otra. Volvió a cargar todo en la zorra y la empujó hasta los ascensores. Marcó el primer subsuelo.
El jefe de Maestranza se había ido. Quedaban algunos empleados y un olor a tabaco frío. Jonás se enfrentó a la escalera y dudó un momento. A la ida, había contado con la ayuda del tipo para subir con la zorra. Ahora, estando solo, la cosa se complicaba un poco más.
Al final, resolvió bajar en varias veces los expedientes en la mano y luego la zorra vacía, volver a cargarlos y avanzar por el pasillo.
Recordaba cómo llegar. Había que doblar una vez y dejar atrás dos bifurcaciones. No era un recorrido largo, sólo un poco intrincado.
Al pasar la primera bifurcación, oyó un ruido de máquinas. Eran los ascensores, que a esa hora andaban particularmente activos. Según le había comentado Maroni, las máquinas funcionaban en ese nivel, lo cual explicaba por qué los ascensores no podían descender más allá del primer subsuelo.
En la segunda bifurcación se desprendía un pasillo largo, igual de penumbroso, pero una luz brillaba al final, donde otro pasillo lo interrumpía. Jonás no recordaba haber visto esa luz la primera vez y se preguntó qué funcionaría allí. El Ministerio se había convertido, en un solo día, en un laberinto inabarcable. Recordó las historias de viejos túneles bajo la ciudad, pasajes secretos para tiempos de guerra e intrigas, en tiempos de pólvora y caballos. Tal vez estuviera en las inmediaciones de algo así, consideró. Era absurdo, pero no encontraba otra forma mejor de explicar esa sensación de aventura, dulce como un miedo infantil. La sensación se cortó de golpe cuando, por el pasillo del fondo, vio pasar a Soto hacia la luz. Iba completamente desnudo, doblemente desnudo si se contaba la falta de vello en todo el cuerpo, que hacía resplandecer la piel colorada, los músculos compactos y elásticos.
Jonás no respiró, no se movió, no parpadeó. Pero de algún modo Soto supo verlo. Interrumpió su marcha justo antes de desaparecer tras la pared del pasillo, giró la cabeza y lo miró. Jonás quiso moverse y se movió, un segundo tarde, un segundo de más se quedó observando el pene de Soto, que colgaba apuntando a sus pies descalzos. Después, sumido en la más profunda vergüenza, se apuró en dirección al archivo.
El frío era crudo pero Jonás transpiraba. Mientras descargaba los archivos intentaba descifrar la presencia de Soto ahí abajo, Soto desnudo, mirándolo. ¿Qué hacía Soto desnudo en el segundo subsuelo del Ministerio? Antes de entrar en pánico, se ofreció a sí mismo la explicación más sensata: los empleados de seguridad utilizaban uniforme, por lo tanto precisaban un lugar donde cambiarse. Allí habría un vestuario, o por lo menos un baño que funcionase como tal. Esa era la explicación. Soto se estaba yendo. Era evidente. Se estaba cambiando para irse. ¿Por qué entonces seguía nervioso? ¿Por la mirada torva de Soto? ¿Por el tamaño del pene? ¿Por si se le aparecía ahora, en el archivo, desnudo, enojado, loco? Abandonó la idea de revisar el resto del archivo. Cargó la zorra con la pila que tenía a mano y se apuró a salir. Mientras avanzaba por la penumbra del pasillo, escuchó el sonido de un expediente al caer al suelo, pero no se detuvo. Al contrario, aceleró el paso y las ruedas de la zorra chillaron un poco más.
Al pasar por la bifurcación, evitó a toda costa mirar. Incluso aunque eso significara seguir avanzando sin saber si acaso él sí había sido visto, otra vez, desde el fondo del pasillo. Si Soto había permanecido ahí, a la espera, y ahora caminaba detrás de él, silencioso, desnudo e inexplicable, acortando distancias mientras él luchaba por subir la zorra por la escalera, tironeaba y cada escalón ganado era un pequeño escándalo de metal golpeando la losa. Pero ya era tarde para cambiar de estrategia.
Tiró, subió y emergió por fin a un primer subsuelo casi vacío. Tomó el ascensor. Llegó al tercer piso y dejó los expedientes sobre el escritorio mientras varios de sus compañeros agarraban abrigos y empezaban a retirarse. De afuera entraba apenas una luz gris oscura que ya no iba a durar. Las luces de la calle quedaban abajo, a la altura del primer piso, y el resplandor en la nieve no llegaba a subir, perdía fuerza en algún lugar del camino, se disolvía en la negrura. Jonás miró las ventanas una única vez antes de sentarse: el mundo exterior se había borrado y en los vidrios empezaba a espejarse el interior de la oficina.
El edificio estaba silencioso. Excepto tal vez por el zumbido de la calefacción. Jonás nunca lo había notado antes, nunca había sabido diferenciarlo de todos los otros sonidos del Ministerio en actividad. Pero ahora que todo lo demás se había callado, se había guardado, se había retirado, el sistema de calefacción se despegaba del silencio y cantaba solo, constante, para él.
Agarró otro expediente de la pila. Confirmó el número. No era. Lo dejó. Agarró otro. Tampoco. Uno más. Se parecía. Se parecía el número pero no era. Los primeros cuatro dígitos indicaban el año y ese era otro año. Casualidad. Siguió mirando y dejando, erosionando una pila y construyendo otra. Tenía hambre. ¿Qué hora era? Sacó el teléfono: ocho y cuarto. Emilia estaría empezando a preocuparse. “Me retrasé. Vergara me pidió un laburo. Voy a llegar tarde. No te preocupes.” Apretó enviar. En la esquina superior del teléfono, el símbolo de la batería agonizaba en rojo. Pensó en llamar a Emilia desde el teléfono fijo de su escritorio pero no, con el mensaje alcanzaba, se dijo. Mejor apurarse, mejor terminar y volver.
Miró otro expediente. Tampoco.
Se le ocurrió de pronto que no estaba solo en el edificio. Soto se habría ido, pero necesariamente tenía que haber un guardia de seguridad, alguien del turno noche, un sereno. O sea que, lo que sí podía hacer desde el teléfono fijo era pedir comida. De hecho, convenía hacerlo antes de que fuera demasiado tarde. Revolvió en su cajón hasta encontrar un folleto. Llamó. Nada. Probó con otro número. Tampoco. En el centro, los locales de comida funcionaban con el ritmo de las oficinas; a esas horas ya todos estarían cerrados hasta el lunes. Tendría que probar con un restaurante, gastar más, sí, pero comer.
A menos que, claro, el siguiente expediente fuera el que estaba buscando. Ahí sí, podía dejarlo en el escritorio de Vergara con un simpático cartelito e irse a casa, abrazar a Emilia y pelearse con el gato, o viceversa.
Agarró otro expediente de la pila. Los números coincidían. No lo podía creer. El año estaba bien, los dígitos del medio estaban bien. Abrió la carpeta en busca de notas, pliegos, licitaciones millonarias. Encontró apenas una solicitud de un subsidio de leña por parte de un club remoto, de una localidad remota. Volvió a la portada. El cuatro, el cuatro era el problema. Tenía que ser un nueve, pero era un cuatro. Casi, pensó, como si la diferencia de un dígito significara algún tipo de aproximación, como si ese dígito fuera una señal de que el otro expediente estaba en algún lugar muy cerca.
Miró alrededor. Era raro estar ahí ahora que todos se habían ido. Las luces encendidas eran las mismas, pero eran las sombras las que cambiaban. Ya no había cuerpos proyectando esas sombras, arrastrándolas de acá para allá a lo largo del piso. Ahora era la luz de los tubos cayendo sobre las cosas y cada cosa apoyada sobre su propia sombra, y nada más.
Se levantó y buscó en otros escritorios; los mismos folletos de siempre, alguna pizzería que no le gustaba. En el escritorio de la secretaria de Vergara, en una carpeta negra, anillados y ordenados, encontró una veintena de folletos. Lucían viejos, probablemente los precios estaban desactualizados, pero no importaba. Eligió el del restaurante caro, el que estaría abierto a esa hora para recibir a la gente que salía de los teatros. Llamó. Tenían empanadas de carne, claro que tenían. Carne importada de suelos tropicales, un poco menos endurecidos por el frío, carne cara y lujosa, pero carne. Pidió cuatro. Iban a tardar una hora.
La primera pila terminó. Quedaba la segunda. Los números en las carátulas denunciaban que eran expedientes del año pasado, pero tal vez valía la pena revisarlos, por si el que buscaba se había traspapelado ahí. Pero era un razonamiento poco eficiente; con esa misma lógica tendría que revisar todos los expedientes del Ministerio desde su creación. Agarró el primero, lo miró y lo dejó a un costado. Después, el siguiente y tres más. Para colmo, la comida se demoraba.
Decidió bajar. Lo mejor era presentarse, avisarle a quien fuera que estuviera ahí que él permanecía en el edificio por razones de fuerza mayor, que trabajaría hasta tarde. Caerle bien. Encomendarle que estuviera atento al delivery. Preguntarle, como quien no quiere la cosa, si había un vestuario en el segundo subsuelo. Mientras esperaba el ascensor, pensó que había estado mal, que tendría que haber bajado primero, averiguar si el guardia también quería algo. Mejor aún: preguntarle dónde pedía él su comida. Seguro conocía los mejores lugares. Los más baratos.
La puerta del ascensor se abrió en planta baja y una corriente fría le dio de lleno en la cara. Era un viento helado, que olía a gasoil quemado y a desodorante para hombres. Instintivamente redujo el ruido de sus pasos, dobló despacio el recodo y accedió al hall enorme junto al mostrador de Seguridad. Encima del mostrador, un televisor pequeño reproducía dibujos animados. Luego se extendía el mármol a lo largo de muchos metros hasta la puerta de entrada.
La puerta estaba entreabierta. Los faros de un cuatriciclo con orugas, puesto en marcha, apuntaban hacia el edificio y estallaban en el vidrio recortando dos siluetas. Del lado de afuera, la del empleado de delivery con chaleco refractario que le entregaba por la hendija un paquete a la otra silueta, la de Soto, del lado de adentro, inconfundible, que lo recibía. Los mechones mojados le mordían el cuello de la remera mientras pagaba. Luego se giró y los trapecios que le apuntalaban la cabeza se estiraron como tubos neumáticos. Incluso a la distancia Jonás pudo ver la piel clara resplandeciente, recién bañada.
Los ojos de Soto le cayeron de lleno y Jonás se paralizó como una liebre encandilada. Abrió la boca para esbozar un saludo, una excusa, un reclamo. Esas son mis empanadas, pensó. No alcanzó a decir nada. Los ojos de Soto siguieron su camino, volvieron al paquete y se cerraron cuando lo levantó para olerlo. Sonreía todavía mientras se acomodaba atrás del mostrador. Los faros del cuatriciclo retrocedieron y el hall del Ministerio volvió a sumirse en una penumbra controlada: la mitad de los tubos fluorescentes apagados. Jonás comprendió que se encontraba en una zona de sombras, y que por algún milagro de la óptica su presencia aún no había sido detectada.
Lentamente, retrocedió.
Parapetado atrás de una columna, cerca de las escaleras, se dedicó a observar. Alcanzaba a ver la nuca de Soto y una esquina de la pantalla del televisor. Los dibujos animados habían entrado en una tanda publicitaria, pero a Soto no pareció importarle. Cada tanto una mano emergía cargando una empanada, desaparecía detrás de la cabeza colorada y volvía a descender, con la empanada mermada por uno o dos mordiscos.
El olor de la carne se expandía despacio y el estómago de Jonás crujió. Tuvo miedo de que su respiración lo delatara. Lo único peor que presentarse de golpe ante Soto, a solas, de noche, después del episodio en el subsuelo, hubiese sido que Soto lo descubriera espiándolo. Y aun así, no podía dejar de hacerlo. Que Soto estuviera haciendo doble turno no le llamaba demasiado la atención. Que lo hiciera en remera y jogging, sin embargo, que lo hiciera comiéndose sus empanadas, mirando dibujos animados, sin ningún temor a ser descubierto, eso era más difícil de ignorar.
La tanda terminó y los dibujos volvieron. Soto subió el volumen y siguió comiendo. Jonás observaba cada bocado. Los contabilizaba. Así supo, cuando Soto apagó el televisor y se puso de pie con el paquete en la mano, que en ese paquete aún quedaba una empanada intacta.
El teléfono le vibró en el bolsillo. Fue apenas un zumbido, el espasmo del aparato amortiguado por el muslo, pero en la quietud del hall, doblemente silencioso ahora que el televisor estaba apagado, a Jonás le pareció un sismo en miniatura.
Soto bordeó el mostrador y por un momento Jonás pensó que estaba perdido. Incluso si no lo había oído, bastaba con que ahora Soto se dirigiera hacia las escaleras para que pasara junto a él y lo descubriera. No lo había previsto y no quedaba tiempo para escapar. Lo mejor era salir. Fingir que acababa de bajar, preocupado porque las empanadas no llegaban, cruzárselo casualmente. Hacer de cuenta que no veía en las manos del guardia el paquete que debía ser suyo, que no le parecía en absoluto extraña esa remera, ese caminar descalzo por el Ministerio, como no era raro en absoluto que él estuviera hasta esa hora buscando un expediente. Eso, pensó, debía hacerle un chiste sobre el expediente. Reírse juntos de tipos como Vergara. Ponerlo de su lado. Al fin y al cabo, eran dos trabajadores ganándose el pan a contramano del reloj de los otros, en medio de un invierno despiadado.
Pero Soto no fue hacia las escaleras. Se detuvo antes, delante de una puerta metálica, de una sola hoja, con un dispositivo de cierre automático adosado arriba. Estaba pintada del mismo color que las paredes, en un intento de disimularla pero sin pretender esconderla. Sacó un manojo de llaves del bolsillo y encajó una en la cerradura. Abrió con media vuelta y desapareció. La puerta quedó un momento en suspenso; luego comenzó a cerrarse sola traccionada por el brazo hidráulico.
Jonás supo de inmediato que no debía meterse en los asuntos de Soto, que más valía llamar de nuevo, pedir otras empanadas y abocarse a los expedientes. Como aventura en el subsuelo, ya había tenido suficiente con el pene de Soto. Era algo de lo que iba a reírse con Emilia más tarde, cuando se lo contara. Incluso la charla podía derivar en sexo. Una bonita descripción del pene de Soto, lo sórdido de la situación, era la clase de cosas que sabían activar a Emilia. Sonrió pensando en eso, se distrajo pensando en eso y casi no se dio cuenta de que estaba saliendo de su escondite, que estaba ya casi alcanzando la puerta y que la iba a atravesar él también para internarse vaya uno a saber dónde, tras los pasos de ese loco.
Pero la puerta se cerró antes de que pudiera alcanzarla. Jonás se quedó un momento inmóvil, intentando volver a sincronizar sus pensamientos con sus acciones. No pudo. Levantó la mano pero no había picaporte, sólo el ojo de la cerradura calado en la chapa gruesa. Se arrodilló y miró por ahí. Focos amarillos colgaban de un techo bajo a lo largo de unos pocos metros. Más adelante, el techo y los focos caían, se perdían en lo que seguro era una escalera, por la que Soto ya estaría terminando de bajar.
Estoy siendo ridículo, dijo casi en voz alta. Volvió a subir al tercer piso, fascinado consigo mismo, divertido consigo mismo. Pero subió por la escalera, para no hacer ruido con el ascensor.
Costaba concentrarse en los expedientes. Algunos del año en curso habían aparecido entre esa pila del año anterior, reforzando su hipótesis del posible error de archivo, pero ninguno era el que buscaba y, a medida que avanzaba en la pila, la chance iba menguando.
El teléfono marcaba una línea mínima de carga y él no tenía respuesta de Emilia. Ni siquiera había visto su mensaje. ¿Estaría bien? Tal vez era hora de dejar todo, de traicionar la confianza de Vergara y salir de ahí. Ya vería el lunes cómo resolverlo.
El reloj marcaba las once y media de la noche.
Agarró otro expediente. No era.
Un dolor sordo en la parte baja de la espalda lo hizo ponerse de pie. Caminó hasta la ventana frotándose y estirando la cintura, para un lado y el otro. Borró la humedad del vidrio con la mano y trató de ver el exterior. Le llegaban luces lejanas y una vibración silenciosa, sólo perceptible por los dedos cuando los apoyaba en la ventana. Comenzaba a crecer en él la sensación de estar fuera de lugar. Se suponía que a esa hora él debía ser parte de la vibración, colaborar con Emilia a que la ciudad siguiera rumiando esa alegría de fin de semana, incluso con toda la nieve. En lugar de eso, le tocaba sentir la vida de la ciudad a través de la yema de los dedos, atestiguarla desde lejos, sin llegar a verla siquiera. Y todo por un expediente.
Quiso enojarse con Vergara y su sabbat. Quiso tener él también una religión que le prohibiera trabajar a partir de cierta hora. Amaba el ocio como cualquiera. Entonces...
Sacudió la cabeza. Nada de todo lo que estaba pensando tenía ningún sentido. No amaba el ocio. Tampoco lo odiaba. ¿Qué amaba? A Emilia, pero Emilia estaría mirando películas abrazada al gato, a la espera de que los rescoldos de la discusión de ayer terminaran de enfriarse. ¿En qué momento habían aparecido esos pactos de silencio? Trató de recordar: pasada la primera etapa de la relación, las discusiones habían aflorado como era natural que sucediera. Pero esa manera de lidiar con ellas, de no lidiar con ellas, no tenía una razón clara. Tenía sabor a renuncia, como si de pronto hablar se hubiera transformado en una actividad exasperante que los dejaba agotados. Y sin embargo, pensar en ella seguía llevándolo casi como un acto reflejo al colectivo, a la primera charla, a los ojos negros, las pestañas largas, como un vicio del pensamiento. Lo incómodo era la sospecha de que eso le pasaba únicamente a él, y entonces todo se reducía, una vez más, a lo mismo, a la misma fantasía de muerte, infantil e hipnótica: si alguien fuera y le dijera a Emilia que él había muerto, que sus últimas palabras habían sido... ¿cuáles? Se puso de mal humor al darse cuenta de que no lo sabía. Tenía que resolver eso. Lo del expediente y eso. Si muriera ahí mismo y si hubiera alguien para escucharlo, ¿qué diría? ¿Encontraría las palabras que hicieran llorar a Emilia? Probablemente sus últimas palabras fueran una pregunta. Una pregunta simple: “¿Qué carajo hace Soto en el subsuelo?”.
Agarró la taza y caminó hasta encontrar un frasco de café instantáneo sobre un escritorio. Era el escritorio del tipo pelado, no recordaba el nombre. Cargó la taza con tres cucharaditas. Sueltos en el cajón, entre algunos papeles viejos y blisters de medicamentos, encontró dos sobres de azúcar. Le puso los dos y abandonó los sobres vacíos junto al teclado. Cargó agua en el dispenser y volvió a su escritorio. Seguía teniendo hambre.
Levantó el teléfono. Llamó de nuevo al restaurante pero nadie atendió.
Agarró la taza con ambas manos para aprovechar el calor, un instante antes de revisar el último expediente de la pila, que tampoco era.
Recién entonces recordó que el teléfono, un rato antes, le había vibrado en el bolsillo. Un mensaje se había abierto paso por la atmósfera maltrecha y había llegado hasta él, en el hall. Un mensaje de Emilia tal vez, una pregunta, palabras de preocupación. ¿O un mensaje de Vergara? Una breve licencia en pleno sabbat, mientras la familia dormía, para saber si había encontrado el expediente. Sacó el teléfono. En la esquina superior el reloj marcaba las veintitrés cincuenta y nueve. Quiso abrir el mensaje, pero en ese preciso instante la batería murió.