En medio de la oscuridad, su cerebro de lagarto le dio tres retazos de información: que era lunes, que eran las seis menos cinco y que tenía que trabajar. Se incorporó. La cama se le despegó vértebra por vértebra y el suelo lo recibió helado. Tanteó en la oscuridad, demasiado cerrada, demasiado húmeda. ¿Emilia? La llamó con el pensamiento, la garganta no se desperezaba aún. Miró alrededor. Faltaba una luz ahí en el pasillo. Faltaban las ranuras de la persiana por donde debía estar entrando la primera claridad. ¿Y qué era ese motor que crecía y se acercaba?
Perdió pie y por un instante estuvo en caída libre. Se recuperó. El subte hacía vibrar todo el subsuelo. La puerta se abrió y Soto le indicó que saliera. Llevaba de nuevo la linterna, pero esta vez tenía puesto el uniforme. La mancha de sangre sobrevivía aún como un fantasma en la tela.
Lo escoltó hasta el baño y empezó a darle indicaciones con el haz de luz: señaló el cubículo y lo dejó repetir las operaciones de ayer. Luego, junto a su propio cepillo de dientes, le mostró otro sin abrir. Fueron segundos de una gloria minuciosa, una felicidad de los detalles.
La luz de la linterna cayó sobre el peine y el desodorante. La afeitadora. Mientras Jonás repasaba la garganta a contrapelo, Soto se alejó y lo iluminó en conjunto. Había mejorado.
—Por la ropa no puedo hacer nada —se justificó. Jonás dudó de que le estuviera hablando a él.
En la mesa había un desayuno reglamentario: té de peperina, rebanada de pan y un durazno chico, mal desarrollado. Soto esperó sin decir nada. No lo miraba, pero le apuntaba con la linterna para que viera el plato. Jonás se dio cuenta de que Soto se había parado estratégicamente para bloquearle la salida. Y que su propia mano, la que sostenía el pan, le temblaba de fiebre.
Cuando terminó de desayunar, no tuvo que decir palabra. Como si hubiese estado vigilando el último sorbo, Soto dijo:
—Bueno, vamos.
Y fueron, los dos, detrás del haz que se bamboleaba con cada paso a lo largo del pasillo.
El sistema eléctrico de emergencia estaba activado. Tubos fluorescentes colocados en lugares estratégicos. El resto permanecía en penumbras. Soto lo guió más allá de los ascensores, por un recodo y unas escaleras breves que nunca había visto, porque no importaba cuánto lo hubiera explorado, las entrañas del edificio se seguían abriendo delante de él, infinitas.
Dieron a otro ascensor, más amplio, un ascensor de carga. Soto apretó el botón con el número más alto y empezaron a subir. Salieron en el octavo piso y volvieron a tomar las escaleras.
En la recepción del despacho de la ministra no había nadie. Cruzaron el ambiente húmedo y Jonás volvió a mirar los paisajes caribeños en las paredes. Eran los mismos de hacía dos noches, pero ahora le parecieron falsos, fotos sacadas en estudios, montajes de utilería con efectos especiales.
Soto dio dos golpes pautados y del otro lado se escuchó una orden imprecisa. Jonás entró, invitado por la mano pesada de Soto en el hombro.
El despacho de la ministra era una exhalación tropical, una proliferación de plantas selváticas, cuadros de paisajes subsaharianos, cactus y estatuillas de bronce como ídolos paganos en hilera: un mono, un puma, un papagayo, una serpiente. En el techo, un ventilador de aspas anchas como gotas giraba suavemente para que el aire circulara de algún modo por entre el verde de las plantas y el dorado de los adornos, pero todo quedaba siempre contenido en esa burbuja revestida de madera.
Por un momento, lo único que Jonás pudo ver, a un costado, fue la pecera. Tenía más de dos metros de largo y en su interior pululaba una cantidad incalculable de grillos. Jonás pensó cien, trescientos, pero se corrigió: había miles, verdes, brillantes, vivos. Emitían un sonido fluctuante pero sin pausas, una superposición de chirridos que subían y bajaban en desorden, amortiguados por el vidrio grueso y, sin embargo, infinitamente presentes.
Una capa de maíz cubría el suelo de la pecera formando un sustrato grueso. Había algunos bebederos y muchísimas cajas de huevos enlazadas a modo de colmena, pequeñas cuevas para propiciar la paz y la reproducción. Pero además había plantas, enredaderas cruzando a lo largo y ancho el espacio, disimulando un poco las hueveras y los bebederos, embelleciendo lo más posible la pecera para que pareciera un retazo de bosque y no un simple criadero.
—No abra la tapa, la última vez se me escapó uno.
Jonás la miró. Es decir, recién entonces la miró. La abarcó con la mirada y la vio completa: reclinada con la camisa blanca abierta en un comienzo de escote bronceado. La mandíbula fuerte y en ángulo, el pelo moreno cayendo en racimos helicoidales por dentro y por fuera de dos argollas doradas, junto a los ojos verdes, desprendimientos de una cabellera que arriba estaba perfectamente ordenada y trazada como un cultivo de terrazas. Todo en ella parecía virar al negro, al marrón, al cobre, al oliva, excepto por la sonrisa blanca que le cruzaba la cara como un tajo de luz. Atrás, en los enormes ventanales que daban al este, la tormenta había amainado y era la claridad del amanecer lo que iluminaba los objetos sobre el escritorio, pero a Jonás le pareció que era la sonrisa cayendo sobre el monitor de la computadora, las lapiceras, el adorno con forma de Cristo, de esos que cambian de color con la humedad, completamente rosa. Una mesita había sido adosada al escritorio: sostenía una maqueta de la ciudad con banderitas clavadas en puntos arbitrarios y arena de verdad bordeando la costa del río, junto al crucifijo de oro que convertía toda la superficie en un pequeño Gólgota. Dos palmeras en sendas macetas a cada lado del ventanal se elevaban hasta rozar el techo. Reposaban sobre unas breves plataformas con rueditas.
—Siéntese, siéntese. Está cansado. ¿Agua? Café no puedo traerle, la cafetera es eléctrica y bueno, pero a ver, Walter, traele agua a este hombre. Acosta, ¿no? Traele agua al señor Acosta, haceme el favor. Usted está… Mire, no demos rodeos, lo lamento mucho, quiero decirle que lo lamento mucho. Walter me comentó lo que pasó acá estos días, es imperdonable, la verdad… Ah, muy bien, ahí tiene, tome, gracias Walter, tome, tome, es lo menos que podemos hacer por usted. El compromiso que ha demostrado en la búsqueda del expediente… No lo encontró, pero colaboró. A su manera, colaboró. Es importante, es muy importante, pero tampoco para que se pase un fin de semana. Si se enteran los del sindicato... Además, usted debe tener familia, amigos… ¿Tiene familia? No importa, debe tener. Y si no, lo mismo da, el fin de semana es para descansar, para beber y descansar. Dios así lo quiso. Y usted aquí, tanto tiempo. Mire, yo le tengo que dar las gracias. Usted nos ayudó a que traigamos el futuro. Dígame, ¿cómo se siente? ¿Qué puedo hacer por usted?
Era quizás la fiebre que enraizaba en los pies helados y se disparaba hacia el resto del cuerpo, le ahogaba el cerebro en sangre recalentada y le hacía temblar la mandíbula, pero Jonás no respondió.
—Jesucristo mío, este hombre está muy mal. Mire, vamos a llamar a una ambulancia. Walter, llamá a una ambulancia.
Soto salió. En seguida se oyó su voz desde el escritorio de recepción, pero las palabras no se entendían y de todos modos la voz de la ministra se impuso otra vez:
—Ya quédese tranquilo. Mientras esperamos, yo no puedo menos que repetirle mi agradecimiento. Aquí cuesta encontrar empleados que piensen hacia adelante, que tengan la visión así como tiene usted. Mire, si este expediente se perdía, vaya uno a saber cuánto tiempo más íbamos a estar soportando este invierno tan asesino. ¿A usted le gusta el invierno? Claro, seguro habrá hecho ski alguna vez, como todos, porque un poco está bien, pero siempre no. Para siempre no. ¿Y cómo sabemos que no va a ser para siempre? Porque ya van muchos años. ¿No le parece? Yo asumí este ministerio pensando que iba a perder el trabajo enseguida, que no podía durar. Dios no va a congelar el Sol, me dije. Dios nos ama. Pero dicen los expertos que va a durar. No saben cuánto porque la ciencia ahí, claro, la ciencia ahí no puede. Mírese, está transpirando. Ya viene la ambulancia, no se preocupe, pero escúcheme. Mire, ¿y si se equivocan los científicos? Porque ya se equivocaron, eh. Nos dijeron que nos íbamos a asar en el infierno y mire. Mire el caos. ¿Sabe cuántos empresarios cambiaron de rubro y se volcaron a las energías renovables? ¿A la energía solar? Este invierno es una catástrofe financiera. Pero todo ha de pasar, y esto también.
Jonás tomó aire, hizo un esfuerzo y por último dijo lo único que tenía sentido decir:
—Hay dos muertos en el edificio.
La ministra se apoyó en el respaldo y endureció la expresión.
—¿Y no le parecen suficientes? —sostuvo el silencio delante de Jonás un momento como quien muestra un cuchillo y lo vuelve a guardar: —Ay, Dios mío, qué tragedia. Una tragedia. Ojalá este invierno no se cobre más vidas. ¿Cuántas culpas tenemos que purgar? Yo creo que por eso vine a parar acá. Cada cual tiene una misión en la vida, ¿sabe? Esta es mi misión.
Sonrió. Después se puso un cigarrillo en la sonrisa y lo encendió. Jonás no aceptó el que le ofrecía.
—Oh, disculpe, claro, ya no ha de estar lejos la ambulancia. ¿Quiere que oremos? ¿No? Bueno, beba un poco más de agua, pero ¿está mejor? ¿Sí? Bien. No se mueva mucho por las dudas. Le estaba diciendo, la ciencia no sabe qué va a pasar. Pero yo le puedo asegurar que esto es obra del demonio. ¿Usted sabe cómo es el infierno? No es un lago de fuego, no llueve magma ni hay diablitos con tridentes pinchándolo a uno como si fuera un asado. No, qué imaginación. El infierno es una cosa helada. Un desierto de noche. Y en el centro yace la Bestia. Tiene alas, ¿sabe? Incluso cuando duerme bate sus alas enormes y va enfriándolo todo, permanentemente, cada aliento cálido, cada vibración de la piel, todo lo mata, todo se lo come el viento de sus alas. Un mundo helado... ¿Le suena conocido? Ah, pero mire, está saliendo el sol.
El amanecer pálido del ventanal empezaba a transformarse en una luz anaranjada que envolvía la silueta de la ministra como un aura.
—Es al demonio al que le vamos a dar la pelea. Y se la vamos a dar con burocracia —dio un golpecito sobre el escritorio— porque así es la ley del hombre, a su vez producto de la ley divina. Este invierno no se va a ir, lo vamos a echar. Con ciencia y tecnología, de la mano de Dios. Ya hay trabajadores colocando equipos de calefacción, a base de hidrocarburos, en los sistemas del subte, para levantar la temperatura de la tierra. Trabajan de noche para no molestar, porque el ciudadano es lo más importante para nosotros. ¿Sabe qué tienen de bueno los hidrocarburos? Son confiables. Fíjese —señaló la maqueta arenada—, vamos a tirar abajo esos edificios viejos junto al río que no sirven para nada y vamos a hacer costas con arena y balnearios. Plantaremos suficientes palmeras y sembraremos especies: grillos, monos, serpientes, iguanas, cangrejos. Primero será difícil, pero poco a poco iremos nivelando la balanza. Insistiremos tanto con el verano que al final no tendrá más remedio que volverse… —buscó la palabra exacta— natural. La temperatura se amoldará a nuestra voluntad. Venceremos el brazo del Adversario. Lo cubriremos de arena. ¿Acaso Cristo no predicaba en el desierto? Pero no tiemble, Acosta, no tiemble…
La ministra se levantó, bordeó el escritorio. Le puso a Jonás su propio saco encima de los hombros y le frotó los brazos para confortarlo:
—¿Ve este frío que siente? En este despacho la temperatura es de veintinueve grados, pero usted tiene frío porque lo lleva adentro, Jonás. Tiene que abandonarlo y no lo va a sentir más. Conéctese con ese calor invencible dentro de usted. ¿No es maravilloso? Por eso le agradezco, porque usted y la señorita Helena ayudaron a resolver el problema de la comunicación. Ese es el mayor problema. Usted puede crear un mundo, pero si no lo comunica… ¿Sabe qué pasó con el expediente?
Jonás negó con la cabeza. O creyó que negó. No estaba seguro de haber hecho el movimiento.
—¡Lo tiene el sindicato! —la ministra se rio, divertidísima— La señorita Helena lo dejó en el buzón de sugerencias del sindicato, por eso no lo encontrábamos. Lo hizo para revelarlo, ¿sabe? Ella quería difundir la verdad y estuvo mal. Ese era un expediente interno, confidencial, para evaluar la mejor forma de comunicar el cambio de estación. No tendría que haber hecho lo que hizo, no, no…
El sol ahora asomaba entero entre dos edificios. Un disco naranja lavado, desgastado, veloz.
—Así que ahora tenemos una asamblea general en la puerta del edificio, cortando el tránsito, discutiendo qué vamos a hacer cuando llegue el verano. ¿A usted le parece? ¡Cuando llegue el verano! Piensan que va a venir así, como se fue. No, Dios es poderoso pero hay que ayudarlo.
Jonás se levantó de la silla, tambaleante. Sentía la fiebre haciéndole burbujas de sangre en la cabeza.
—Soto…
—Tenga usted paciencia con el pobre hombre. No tiene a nadie, solo a mí. Lo conozco de otras épocas, por eso me lo traje. Cuando llegó el invierno, lo afectó mucho. Él no sabe vivir ahí afuera. Es una persona… es muy literal en su forma de entender la religión. Yo le dije que era un mandato de Dios encontrar ese expediente y él, lógicamente, consideró que no había nada más importante. Fue mi culpa. El pobre es un alma a oscuras, pero quién no. No se preocupe por Walter, yo voy a hablar con él sobre esto. Apenas me enteré, interrumpí mi viaje porque usted sabe que...
—Dos muertos… —Jonás reaccionaba ahora, ataba cabos. Seguía sin terminar de armar el diagrama general pero de algún modo lograba pensar con claridad— Dos muertos y usted de vacaciones.
—¿Vacaciones? No, no, mis viajes son introspectivos. Yo rara vez saco mi cuerpo de este lugar. No me siento cómoda ahí afuera. ¿Usted vio toda la nieve? Es un mundo inhóspito. No hay verdaderamente adónde ir. Al menos todavía.
La ministra se detuvo, como si se asomara de nuevo hacia adentro de sí misma, un paseo corto para verificar que seguía teniéndose. Cuando volvió, la voz se le había entristecido:
—Dios está en todas partes, en mí, en usted. Hasta en Walter. Pero ahí afuera… ahí no está.
Jonás se paró y fue como pararse sobre sus propios nervios. Las piernas aguantaron. Corrió la silla y empezó a caminar hacia atrás. La ministra lo miró, interesada pero sin detenerlo.
—Mire, relájese, en serio le digo. Lo que pasó, pasó. Ahora es tiempo de mirar hacia adelante. Hablemos.
Jonás dio otro paso. Si extendía la mano, podía tocar la pecera, pero no planeaba hacerlo. Los grillos se habían revolucionado y vibraban en sintonía, como un enjambre. Le dieron náuseas y retrocedió dos pasos más.
—Jonás, no se altere —sonrió, y con las uñas repicó un ritmo alegre en el borde del escritorio—. Soplan aires buenos.
Jonás salió corriendo, dejando las palabras de la ministra envueltas en la nube de vapor. Embistió la puerta y pasó como un espíritu por al lado de Soto, que no tuvo tiempo de reaccionar. Se lanzó escaleras abajo, saltando escalones, chocando contra las paredes en los recodos, un piso y otro, perdiendo la cuenta y volviendo a mirar para no pasarse, siete, cinco, tres, dos, planta baja.
El hall desierto, sin calefacción, era una bocanada de aire helado. Flotaba una penumbra azulada, cortada por el sol, que entraba en haces definidos, y dentro de los haces se agitaba un polvo blanco. Jonás cruzó despacio, mirando alrededor. El mostrador de seguridad era una ruina oscura, quemada, derrumbada sobre sí misma, sobre su propia sombra negra. Esquivó el matafuegos vacío abandonado en el camino, lejos del gancho donde solía estar. Le pareció que la base estaba manchada de sangre, pero era difícil determinarlo, sobre todo con esa luz. Esquivó también un envase de aerosol explotado y recién entonces notó el olor a lavanda que parecía emanar del suelo. Las llagas le palpitaban en los pies pero se obligó a seguir caminando. Los pasos retumbaban en el vacío y el sonido lo hizo mirar hacia lo alto, al paladar enorme del cielorraso abovedado, las enormes letras doradas manchadas de hollín. La punta del borcego chocó con algo metálico y pequeño que salió deslizándose como un tejo hacia adelante. Cuando llegó a la puerta, vio que lo que había pateado era el encendedor de Helena. El grabado del árbol en el círculo se dibujó bajo la luz oblicua.
Salió.
Una multitud de empleados se agolpaba en la calle. Una asamblea extraordinaria, convocada a último momento alrededor del secretario general del sindicato, que vociferaba en un micrófono conectado a un sistema portátil de sonido. Exigía información para todo el personal, exigía que la ministra se presentara y garantizara en persona los puestos de trabajo ante el inminente cambio de temporada. Caminaba sin parar y cada vez que pasaba junto al parlante, el sonido acoplaba como herido de muerte. El secretario parecía no darse cuenta y seguía haciendo ochos por el espacio que la asamblea le había dejado en el centro.
Jonás se abrió camino entre los empleados. Necesitaba llegar al micrófono, pedírselo o sacárselo de las manos. Hablarles a todos ahora que estaban ahí, juntos, y podían escucharlo. Pero una mano pesada lo detuvo.
—Epa, ¿estás bien? —le preguntó Aníbal, sin soltarlo, los ojos pequeños mirándolo desde esa altura suya que lo hacía parecer a la vez bueno y peligroso— ¿Qué hacés de saco?
Jonás lo miró y se miró. Tenía todavía el abrigo de la ministra echado como una capa sobre los hombros. Había estado sosteniéndolo durante todo el descenso sin darse cuenta pero sin querer, tampoco, soltar esa tela suave y cálida que lo abrazaba y lo contenía.
Detrás de Aníbal, el secretario del gremio seguía pronunciando palabras enojadas y todo el mundo parecía de acuerdo. Jonás descubrió a Emilia unos metros más allá. Lidiaba con la multitud a su manera, empujando, apretando los dientes y las cejas, una pila de hojas en la mano. Quiso cambiar de idea, ir hacia ella. Emilia sabría qué hacer, se dijo. Ella siempre sabía qué hacer.
Pero entonces el secretario dijo algo más sobre el verano; agitado de tanto ir y venir, se había sacado la campera y, a falta de un lugar mejor, la dejó tirada a sus pies, sobre la nieve. Jonás vio la manga de tela de avión sacudirse por la brisa. Era un viento del este que se levantaba de nuevo, y creyó oír que traía consigo el aullido hambriento de los lobos.