Domingo

35min

El dolor era una luz intensa que irradiaba. A veces se esparcía desde el labio inferior, un relámpago a lo largo de la mandíbula, se abría en abanico desde ahí y caía por la espalda hasta encontrar los puntos donde los músculos se apoyaban en alguna superficie dura. Por momentos se concentraba como un láser […]

El dolor era una luz intensa que irradiaba. A veces se esparcía desde el labio inferior, un relámpago a lo largo de la mandíbula, se abría en abanico desde ahí y caía por la espalda hasta encontrar los puntos donde los músculos se apoyaban en alguna superficie dura. Por momentos se concentraba como un láser y entonces podía ser el labio pero también la sien o el oído. Todo el cuerpo parecía haberse fragmentado y le resultaba imposible concentrarse en una parte sin perder noción del resto. De modo que se concentró en la luz. La siguió con la mente mientras se desplazaba incolora, indiferente a los latidos del corazón, que se iban encrespando a medida que recuperaba la conciencia, que recordaba y se encontraba consigo mismo, con su cuerpo magullado.

Abrió los ojos.

No había tal luz. Estaba solo con el dolor. Y con la oscuridad.

Buscó con la mano hasta que encontró una pared, lisa, atrás. Intentó levantarse pero lo mejor que pudo hacer fue quedar sentado, la espalda apoyada en la pared.

Respiró dos veces, pausadamente. Sintió las costillas expandirse a medida que el aire ocupaba espacio y después lo soltó con cuidado. Repitió el ejercicio hasta que el cuerpo volvió a sentirse como un todo. El dolor persistía, pero la fragmentación se había disuelto.

Volvió a intentar y esta vez las piernas hicieron el trabajo. Ahora que estaba de pie, el resto de los sentidos parecieron despertarse. Le llegó un murmullo de conversaciones estridentes pero lejanas, apenas distinguibles del fondo de silencio absoluto. Olía a mierda y a humedad. Y la pared que tocaba estaba fría.

Dio dos pasos siguiendo la pared y en seguida se detuvo. Una vibración empezó a crecer desde la yema de los dedos y después desde el suelo. Cada vez más fuerte. Giró, desorientado. Dio un paso atrás y se separó de la pared. Quedó, sin quererlo, en el medio de la oscuridad, sin punto de referencia, incapaz de saber si le convenía tirarse al suelo antes de que todo se viniera abajo, y quiso gritar porque unos gusanos calientes le agarraban el brazo y una voz salida de la mismísima nada le dijo:

—Tranquilo, es el subte.

La vibración se perdió a lo lejos. Jonás dio medio paso hacia la voz, o hacia donde creía haberla escuchado. Pero la voz no había vuelto a hablar. Ahora que la vibración se había esfumado, ahora que el silencio era absoluto, creyó que podría escucharle siquiera la respiración, pero no podía porque su propia respiración, su propio corazón, insistían en llenarle los oídos y lo dejaban más ciego, más a oscuras.

Le quedaba, entonces, el tacto. Levantó la mano delante de sí y tanteó el aire. Creyó sentirlo menos frío en esa dirección y se movió otro paso.

El descubrimiento lo hizo la pierna. Un ruido metálico cuando la tibia chocó con algo duro. Encontró las sábanas y la cucheta. Se sentó. Después, las manos hacia atrás hasta dar con la pared. Después, retroceder sentado hasta apoyar la espalda. Y ahí sí, se quedó por fin, consciente del cuerpo que percibía al lado del suyo, en silencio como ese cuerpo, reconfortado por aquella presencia. No habló, porque no supo qué decirle. Sabía cómo se llamaba. Y sabía cómo lucía cuando sonreía. Pero hasta ahí llegaba su conocimiento. Sobre todo lo demás, Helena sabía mucho más que él.

Se tanteó los bolsillos. Los chocolates y el paquete de cigarrillos seguían ahí, arrugados. Debajo, también conservaba al grillo.

Fue ella la que rompió el silencio. Lo hizo con la voz tranquila y clara, pero lo suficientemente bajo para que sólo él pudiera escucharla:

—¿Cómo te llamás?

—Jonás.

Por un rato, nadie dijo nada. Parecía como si a ella le alcanzara esa información o necesitara pensarla.

—¿Vos sos… vos sos Helena Rigazi?

—Sí.

—Te están buscando. Allá afuera, hay carteles. En el ascensor. Creen que la nieve… el ciclón de la semana pasada.

Helena no dijo nada. Costaba incluso escucharla respirar. Una réplica del dolor volvió a tensarle la mandíbula a Jonás, pero hizo el esfuerzo de hablar otra vez. Sentía de pronto la necesidad de no dejarla perderse en la negrura:

—Vino una señora a buscarte. Pelo negro y canoso. Bajita.

—¡Mi vieja! ¿La viste? ¿Está bien? —reaccionó Helena.

—Apenas la vi. Soto la echó. Ella no sabe que estás acá —Jonás movió la cabeza tratando de ver algo alrededor, hacerse una idea más precisa de dónde estaba, pero no había nada para ver, ni una línea de luz, ni un borde, sólo la voz de Helena y los olores—. Dudo que alguien sepa que existe este lugar…

—Mami… —Helena se sorbió los mocos, pero de pronto sonó firme, a la defensiva—: ¿Y vos? ¿Cómo llegaste vos acá?

—Soy del tercero. Vergara… mi jefe me puso a buscar un expediente.

—Ah, un expediente. Claro.

—Sí. ¿Por?

Helena no dijo más nada. Se acurrucó en la cucheta y se sumió en un silencio aún más profundo que la oscuridad.

Abrió los ojos; no se había dado cuenta de que los tenía cerrados. Todo seguía igual. Volvió a cerrarlos y creyó percibir los diminutos ríos de sangre haciéndole vibrar los párpados, la curva de los globos oculares, la imposibilidad de relajar del todo las cejas.

Los abrió otra vez.

Hasta ahora, el tiempo había sido más bien como un río que fluía a distintas velocidades, pero entonces parecía que el río hubiera desembocado en una laguna sin bordes, quieta y de noche. Sentía aún la proximidad de Helena y podía escucharla respirar; no era la respiración monótona de un cuerpo dormido, sino una respiración metódica, cavilante. Una respiración impenetrable que la protegía como un domo y lo obligaba a dejarla en paz y pensar en él mismo. ¿Qué haría ahora? Emilia estaría buscándolo. O esperándolo. Pero no había razón para que creyera que seguía dentro del edificio del Ministerio. Probablemente el lunes amaneciera sobre su cara multiplicada en ascensores y postes de luz. Se preguntó qué foto iría a elegir Emilia. ¿O dejaría todo eso de lado y consultaría con las cartas? ¿Había en ese momento un arcano señalando su paradero? Un jirón de fe asomó en los bordes de su conciencia, una esperanza lejana, una claudicación de último minuto. ¿Iba a ser ese el final? Todo por querer encontrar un expediente. Por hacerle caso a Vergara. Cuidar el trabajo, que es lo primero. No podía culparse por eso. Que Emilia estuviera desempleada era suficiente tragedia, no había necesidad de sumarle su propio despido a la ecuación. En eso había actuado bien, se concedió. Pero el expediente. El expediente…

Helena le interrumpió los pensamientos como si se los hubiera estado leyendo. Por un momento, Jonás temió haber estado hablando en voz alta.

—¿Qué expediente estás buscando?

Jonás dudó un segundo y después recitó el número de memoria. 

—...cuatro es el dígito verificador. O nueve. No sé.

Helena se rio. Fue una risa corta pero clara y Jonás la encontró perturbadora. No era la risa de una cautiva; era una risa honesta que cortó el aire como un aleteo de paloma.

—El famoso dígito verificador —dijo Helena—. Nadie sabe para qué mierda sirve el dígito verificador pero todos te lo dan y te aclaran, el número es tal, tal y tal te cantan y te cierran con “tal es el número verificador”. Qué maravilla la gente.

—Lo usa el sistema para procesar las bases de da...

—Callate que estoy hablando yo ahora. Mirá, Jonás del tercero, yo no sé por qué te metieron acá conmigo y la verdad no me importa ninguna explicación que puedas darme. No me importa si de verdad te llamás Jonás y si de verdad venís del tercero o si se trata de una trampa del psicótico este —levantó la voz al final, a propósito para que la escucharan desde otro lado—, pero si sos quien decís ser, entonces hay algo que seguro no sabés. Y deberías saberlo.

Hizo una pausa para verificar que Jonás no tenía intenciones de interrumpirla. Y entonces, dijo:

—Hay otro tipo de expedientes. Son expedientes que no van por sistema. Son privados, jerárquicos, secretos. Porque los burócratas son así, para guardar un secreto, lo ponen en un expediente. ¿Sabés cómo te das cuenta de que un expediente es secreto? Porque no tiene un dígito verificador. Tiene una letra.

La pared en la nuca de Jonás se volvió aún más helada. De pronto, parecía sentir cada mínima protuberancia de la pintura, cada punto de contacto, como si los ladrillos se hubieran endurecido cuando en realidad eran los músculos en la base del cráneo los que de golpe se habían puesto rígidos.

—No es un cuatro y no es un nueve —siguió Helena—. Es una “A”. Nos tienen a todos repitiendo que el dígito verificador es para que el sistema pueda procesar las bases de datos, y en realidad es para que el sistema no pueda procesar ninguna otra cosa. Es una medida estúpida, pero efectiva. Supongo que eso la hace menos estúpida.

—¿Dónde está ahora ese expediente? —Jonás la miró tratando de encontrar cualquier rasgo entre la oscuridad, cualquier reflejo, pero lo mismo daba si hubiera tirado los ojos a un pozo.

—Eso no te lo voy a decir. Lo que sí te puedo contar es qué dice el expediente, porque lo vi.

Jonás esperó, consciente de que no tenía ningún sentido preguntar. La información iba a salir de Helena en el momento en que ella quisiera, con las palabras que ella quisiera y lo máximo que podía hacer era concentrarse para atrapar esas palabras sin que el dolor que ahora le volvía a la mandíbula las distorsionara.

—Se acerca el verano —Helena sopló una risa por la nariz—. Hasta están pensando una canción.

El suelo empezó a vibrar de nuevo.

La puerta se abrió y un rectángulo de luz se coló en el cuarto. Era una luz fluctuante que variaba de color. Del otro lado, un televisor mudo la proyectaba. La pantalla permanecía oculta; solamente llegaba el resplandor, recortado por la silueta de Soto, que entraba arrastrando una silla, la ponía frente a los dos y cerraba la puerta. En la negrura, lo sintieron acomodarse.

—¿Dónde está? —preguntó. Tenía la voz gruesa y delicada. Jonás sintió que, de saber la respuesta, se la habría dado.

Helena no respondió.

—¿Y vos, ratoncito? ¿Tampoco sabés?

Jonás negó con la cabeza.

—Contestame.

—No sé.

—¿Dos días revolviendo todo el Ministerio y nada?

—Nada.

Soto se revolvió en la silla. Hacía un esfuerzo para serenar la respiración pero Jonás intuía que nada le hubiese traído más sosiego que aplastarles las cabezas con los puños. Los imaginaba cerrados alrededor del respaldo de la silla, los nudillos blancos.

—¿Y te tengo que creer?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque estoy secuestrado en el segundo subsuelo del Ministerio y tengo miedo de que me mates si no te lo digo.

Hasta Jonás se sorprendió de la claridad con la que podía pensar. La lógica, a Soto, sin embargo, lo ponía más nervioso. Lo oyeron pararse. Después unos pasos y por último el rectángulo de luz nuevamente, sobre el que lo vieron irse, arrastrando la silla.

Cerró la puerta con otro golpe y la oscuridad se selló otra vez.

—Necesito ir al baño.

—En la esquina está el balde. Cuatro pasos a la derecha y después seguís la pared.

Jonás siguió las instrucciones. Se puso de rodillas y procuró pegarse bien a la boca del balde para no derramar nada. El olor se hizo más intenso, pero pudo soportarlo. El primer chorro rebotó contra el plástico. Esperó a que el ruido menguara para hablarle:

—¿Vos escuchaste lo que me dijo?

—¿Qué de todo?

—“Dos días revolviendo el Ministerio”, me dijo. Me estuvo vigilando todo el tiempo. Supo todo el tiempo. La alarma de incendios... Cuando se llevó la llave lo hizo a propósito. ¡Y la empanada!

—A mí me trajo una empanada.

—Era mía… —Jonás terminó y volvió dando pasos cortos y rápidos para espantar el frío, pero pateó la cucheta y los caños hicieron un escándalo. Los dos se quedaron unos segundos esperando, no muy seguros de si las reglas del cautiverio les permitían hacer ruido. Pero nadie vino y Jonás volvió a sentarse.

—Hay algo que no entiendo. ¿Cómo te metiste vos en todo esto? —preguntó Jonás, que había creído que el secuestro de Helena era el producto de una psicosis individual, un cautiverio con fines sexuales o de la naturaleza que fuera la perversión de Soto, y quizás por eso no se había atrevido a indagar más. Pero ahora entendía que la situación era otra, que estaban todos siendo arrastrados por la misma corriente.

—Por estúpida.

—Eso no me dice nada.

Helena suspiró. Se tomó un instante para calcular la cantidad de información que estaba dispuesta a brindar y después empezó a relatar:

—Me llegó el expediente por error. Venía de la secretaria de la ministra y no sé a dónde lo estaban queriendo mandar, pero apenas lo abrí, me di cuenta de que eso no era para mí. Y me puse a leer y leí y vi fechas y anuncios oficiales y cuando entendí lo que era, entré en pánico. Porque hacía un día que estaba en mi escritorio y no iban a tardar mucho en darse cuenta. Así que lo escondí y me fui.

Jonás recordó el escritorio vacío de la secretaria de la ministra, esa ausencia evidente, los bombones dejados atrás.

—¿Y entonces?

—Caminé mucho, para el lado de mi casa. Yo suelo viajar en subte pero caminé, no sé por qué —Helena había entrado en el ritmo del relato y ahora no podía detenerse—. Quería alejarme. Y cuando paré, era tarde, había oscurecido. Quise prender un cigarrillo y me di cuenta de que me había olvidado el… Ahí fue cuando hice algo estúpido. Volví.

El relato se interrumpió en ese punto y Jonás no preguntó más. Se levantó y se puso a caminar por el lugar. Ida y vuelta, de pared a pared. Necesitaba otro tipo de información. Algo que le permitiera salir de ahí. Daba pasos regulares y murmuraba números por lo bajo.

—¿Te podés sentar, que me ponés nerviosa?

—Estoy midiendo.

—Son catorce pasos a lo largo, ocho y medio a lo ancho. No hay nada más que el balde y la cucheta. Pero ese hijo de puta vive acá, están las marcas de los muebles en las paredes.

—¿Las viste?

—La luz está de este lado

—¿Cómo de este lado?

—Está ahí la perilla, al lado tuyo. No la prendas.

Jonás tanteó desesperado.

—¡No la prendas, te digo!

Un clic y la habitación se llenó de luz. Una luz rota, cansada, pero luz al fin. Y bajo esa luz, la imagen de Helena, acurrucada en la esquina de la cucheta, no tenía nada que ver con la voz que había estado oyendo. Tampoco con el retrato del ascensor. Era la expresión más exterior del cautiverio: la ropa arrugada en todos los lugares posibles, las sombras de un maquillaje antiguo derramadas sobre los pómulos y el pelo rubio descompuesto y apelmazado. Jonás se acercó y se inclinó para mirarla de cerca. Un corte en el labio parecía no querer cicatrizar, justo ahí donde ella no podía parar de clavarse los dientes nerviosos.

—¿Sabés hace cuánto que estás acá? —preguntó Jonás.

—Ocho o nueve días. Creo. Me prende y me apaga la luz cada cierta cantidad de horas.

—Qué considerado.

—Sí. Suponiendo que me la esté prendiendo de día y apagándola de noche, y no al revés.

Jonás se quedó pensando. Después, preguntó:

—¿Te trata bien?

Helena levantó la cabeza y lo miró incrédula. Después volvió a bajarla, sin responder. Ahora Jonás veía un par de orejas prominentes que asomaban atrás del pelo y podía empezar a percibir el aliento ácido. Los ojos, sin embargo... el cartel en el ascensor decía veintitrés años, pero la Helena de la cucheta conservaba la mirada tenaz de una niña.

Entonces, recordó al grillo. Se llevó la mano al bolsillo del pantalón y lo sacó. Sostuvo el cadáver en la palma y ambos lo miraron. Estaba quebrado por la mitad y le faltaban varias patas. Una de las antenas se doblaba en un ángulo imposible. Había pelusas enredadas debajo del ala.

Un ruido en la puerta los hizo mirar. La traba primero y las bisagras después. Una mano huesuda se metió por el intersticio y apagó la luz. La puerta se cerró otra vez.

Navegaba el sueño como un hombre rana, cerca de la superficie, vagamente consciente del umbral. Por eso se despertó sin estímulo o, precisamente, por la ausencia de todo estímulo. El vacío en la cucheta al lado, el hueco de aire frío.

—¿Helena? ¡Helena!

—¡Shh!

El chistido venía de la puerta, o de donde creía recordar que estaba la puerta. Se acercó pisando con cuidado. La proximidad del cuerpo de Helena le devolvió un calor mínimo, un vaho rancio al que hubiese querido agarrarse.

—¿Qué pasa?

—Voces. Está con alguien.

Jonás pegó la oreja. La puerta estaba congelada. En efecto, del otro lado, a cierta distancia, alguien discutía.

—...decime que está bien…

—Te tengo que pedir que te vayas —esa era la voz de Soto. Hablaba claro y firme. En cambio, el otro intentaba susurrar.

—¿Vos es…? ¡Nos vas a… ilombo!

—Rajá de acá.

La otra voz tomó ímpetu o perdió el control; de este lado de la puerta ni Jonás ni Helena habrían podido asegurar cuál de las dos cosas, pero de pronto sonó también fuerte:

—Escuchame una cosa, enfermo de mierda, a mí lo que creas que te dijo la ministra me importa tres pitos. ¿Vos querés un escándalo? Porque si estás buscando un escándalo, yo lo hablo con ella, eh, lo arreglamos, eh. ¿Llamamos a los medios? Mirá que vas vos en cana, no yo. Yo les doy la nota. Les digo la verdad.

—¿Vos? ¿Qué verdad les vas a decir vos?

—¡La verdad! A mí me suena el teléfono a las cuatro de la mañana y resulta que es una mina histérica que no encuentra a su marido y quiere saber si yo sé dónde está. Me dice que llamó por teléfono pero que las líneas del Ministerio están todas caídas. Todas. ¿Será posible?, me pregunto. Y llamo yo. ¡Y resulta que están caídas! ¿Será posible?

—Las corté —dijo Soto, sin la menor emoción.

—¡Las cort…! Las cortaste. Claro que las cortaste. ¿Cómo vamos a laburar mañana? Ese es otro problema para contarle a los periodistas. Hermoso, lo convertiste en un conflicto de alcance nacional. El Ministerio parado. Estás al horno, hermano. ¿Sabés qué? Olvidate de los medios, voy a ir a hablar con la ministra. No me importa que esté de viaje. Le voy a tirar abajo la puerta si hace falta…

Jonás no necesitaba escuchar más. Empezó a golpear la puerta con los puños y a gritar:

—¡Vergara! ¡La concha de tu madre, Vergara, sacame de acá! ¿Qué le dijiste a Emilia? ¡Sacame de acá! ¡Vergara! ¡Te voy a matar! ¡Decile que nos suelte!

—¿Que nos suelte? —Vergara se atragantó— ¿Nos suelte? ¿A quién más tenés ahí?

—Andate.

—¡Jonny! Esto es un error, Jonny. ¡Este tipo se volvió loco!

—¡Sacanos de acá, Vergara! ¡Te voy a matar! ¡Sacanos ya!

—¡Abriles! Mirá que si no les abrís vos, les voy a abr… ¿Qué hacés? ¡Soltame!

Se oyó un golpe sordo. Del otro lado de la puerta, alguien se desplomó. Todas las voces callaron. El ritmo peculiar del silencio marcado por unos pasos livianos que se alejaban.

En algún momento, el tiempo se empantanó otra vez. Jonás tuvo miedo. Ninguno de los dos parecía dormir y hablar era la única forma de establecer algún tipo de causalidad. Sacó un chocolate del bolsillo y lo elevó en la oscuridad, cerca de Helena.

—¿Querés?

Ella tanteó hasta encontrar lo que le ofrecía. El papel crujió bajo sus dedos mientras intentaba averiguar qué tenía en las manos. Por fin logró abrirlo y lo masticó con fuerza, aunque estaba blando.

—¿Seguís sin confiar en mí? —Jonás aprovechó la pausa para preguntar, pero Helena se tomó su tiempo, terminó de tragar y recién después le dio algo parecido a una respuesta:

—Hasta cierto punto.

—¿O sea que no me vas a decir dónde está el expediente?

—No.

—¿Y por qué me contaste de qué se trata?

—Por si resulta que el único que logra salir de acá un día sos vos.

Jonás no supo responder. Una parte de él esperaba que aquello se acabara de un momento a otro, como si fuera demasiado absurdo para durar. Pero bastó que Helena dijera que tal vez un día él podría salir para que la esperanza se le disolviera en el vacío, como arrebatada por un viento interior.

Comió el otro chocolate que le quedaba. Después, buscó hasta encontrar el cigarrillo.

—¿Tenés fuego?

—Me lo dejé en mi escritorio.

Por un rato se estuvieron pasando el cigarrillo apagado, un par de pitadas de aire cada uno, hasta que el filtro estuvo tan húmedo que hubo que tirarlo.

—Lo que no entiendo es el subte —dijo Helena. La vibración acababa de perderse otra vez—. O sea, por un lado la hora.

—No sé qué hora es.

—Yo tampoco, pero estuvo pasando todo el tiempo, y eventualmente debería dejar de pasar, ¿no? El subte no pasa de noche. Desde que empezó el invierno, a duras penas pasa después de las siete de la tarde.

—No lo había pensado.

—Pero después está el tema de la frecuencia. No hay frecuencia. No una frecuencia identificable. Los primeros días, cuando me di cuenta de que necesitaba llevar un control del tiempo, empecé a contar los segundos entre uno y otro. Lo hice siete veces seguidas. Mil ochocientos noventa y cuatro la primera. Mil seiscientos trece la segunda. Dos mil novecientos y pico la tercera. Ahí dejé de prestarle atención a las decenas. Setecientos la cuarta. Cuatro mil quinientos la quinta. Ochocientos. Seis mil. Bueno, se entiende. No es una frecuencia. Son formaciones pasando de manera errática. A deshoras. Porque mientras este hijo de la mierda me mantiene la luz prendida, la frecuencia se vuelve más estable. Quince minutos, lo de siempre.

—¿Y qué creés que significa eso?

—Bueno, por un lado que efectivamente me prende la luz de día y la apaga de noche. Pero aparte de eso, no tengo la menor idea.

Oyeron a Soto quejándose. Gemía y suspiraba, y cada exhalación llegaba subrayada por un ruido de fricción. Pero algo más se filtraba entre los suspiros. Una letanía quebrada, como pronunciada entre toses: Soto rezaba. Arrastraba el cuerpo de Vergara por el pasillo, vaya uno a saber hacia qué sepultura. Y, mientras lo hacía, rezaba.

Jonás pegó la oreja a la puerta y contuvo la respiración. Podía imaginar el esfuerzo de arrastrar ese peso, un esfuerzo demasiado grande incluso para el físico de Soto. Con cada tirón, el arrastre y con cada arrastre el aire expulsado desde el estómago.

El trabajo se interrumpió con un ruido sordo y un insulto. Después, los pasos de Soto se perdieron. Jonás permaneció junto a la puerta, expectante. Empezaba a creer en la posibilidad de aprender algo útil a fuerza de espiar a Soto, aunque más no fuera espiarlo con el oído. Pero poco después escuchó que los pasos se acercaban y tuvo que volver a la cama de un salto.

Soto entró y encendió la luz. Helena se dio vuelta y se acurrucó en la cucheta: pretendía desentenderse y seguir durmiendo, darle la espalda, siquiera por un rato, al cautiverio, a Soto y al desayuno mínimo que dejaba en el suelo. Jonás la envidió. Si él llevara días de encierro podría entregarse a la misma actitud cansada, pero a él le tocaba todavía lidiar con un impulso de lucha.

Soto agarró el balde y se fue. Jonás le preguntó a Helena si quería comer, pero sólo recibió una protesta. Comió él. Huevos revueltos, pan y té de peperina. Si Helena lo hubiera visto, habría reconocido la diferencia. Hasta ahora sus comidas habían sido más erráticas. Sobras. Menos proteínas, excepto por aquella vez que le trajo una empanada, como si Soto no estuviera acostumbrado a alimentar a nadie. Pero este desayuno lucía diferente. Hasta tenedor había.

Apenas terminó, a Jonás le sonaron las tripas. Fue hasta la puerta y le dio dos golpes fuertes:

—¡Ey! ¡El balde!

—Flaco, andate a gritar a otro lado —protestó Helena.

Jonás sonrió.

En ese momento, se abrió la puerta y apareció Soto vestido con jean y pulóver. Le hizo un gesto para que saliera.

Jonás dio el paso, indeciso. Soto lo ayudó con un empujón y cerró detrás de él. Creyó oír la cucheta chillar.

Del lado de afuera estaban todos los muebles que Soto había sacado del cuarto. Un sillón enfrente de un televisor, que a su vez estaba apoyado sobre una mesa de luz. En la pantalla, un pastor evangelista predicaba en silencio, haciendo gestos amplios y enfatizando acá y allá como en un juego de mímica. Cada tanto la cámara hacía un paneo general sobre el público, que seguía atento las indicaciones. En esos momentos, los colores de la pantalla variaban y con ellos variaba también la luz que se proyectaba sobre el resto del ambiente: una mesa pequeña y una silla de oficina un tanto desvencijada, un anafe sobre un escritorio, un barral amurado con elementos de cocina, un armario de expedientes semiabierto con una camisa asomando.

Junto al armario, en el suelo, un bulto. Jonás lo reconoció por los zapatos negros, opacos. La cara quedaba en penumbras pero sobre el cuerpo de Vergara bailaba también la luz del televisor. Producía un efecto hipnótico y por momentos Vergara era un muerto rojo, un muerto azul, un muerto amarillo, y vuelta a empezar.

—Dale, caminá.

La orden de Soto vino subrayada por un golpe leve en la nuca y Jonás caminó. Atravesó el ambiente y dio a un pasillo estrecho. A la mitad, se abría hacia la derecha. Jonás reconoció la intersección. Tomar el desvío lo habría llevado al otro pasillo, luego a la izquierda la escalera al primer subsuelo, o bien de nuevo a la derecha y al archivo. No hicieron nada de eso. Siguieron en línea recta en dirección al baño.

Era un baño similar al de cualquier otro piso, pero Soto se lo había apropiado. Sobre la mesada, junto a la primera bacha, un desodorante, un perfume y un jabón. El resto de las bachas se veían oxidadas y secas. En esta, en cambio, sobrevivían unas gotas de agua.

Con los cubículos pasaba algo similar. El primero estaba abierto y limpio. Los otros dos se cerraban en una actitud de clausura. Clavado a la puerta del tercero, además, colgaba de una percha el uniforme de seguridad de Soto. Tenía ese aura húmeda de la ropa lavada, pero la mancha de sangre persistía.

Jonás encaró el primer cubículo.

—No —dijo Soto, y le abrió el segundo.

Jonás entró y cerró la puerta, se bajó el pantalón y se sentó sobre el polvo acumulado. El contacto con el asiento en la piel desnuda le dio un escalofrío. Apretó los puños hasta que la temperatura se estabilizó. Recién después, descargó el cuerpo sobre el agua estancada del fondo mientras se preguntaba cuánto tiempo llevaría ese inodoro sin haber sido perturbado. Tenía la extraña sensación de estar cagando entre las ruinas de una civilización antigua.

Un rollo de papel higiénico entró rodando por abajo de la puerta y lo sacó de la deriva de sus pensamientos. Trató de concentrarse: ¿a qué se debían todas estas repentinas cortesías? La explicación más plausible tenía que ver con la ministra. Vergara había intentado amenazar a Soto con denunciarlo ante ella cuando volviera de viaje. ¿Un viaje a dónde? No, eso no era lo importante. ¿Soto la conocía personalmente? ¿Vergara?

Soto dio dos golpes para apurarlo, pero hacía rato que había terminado. Se subió los pantalones y salió.

Se lavó las manos con minuciosidad, tratando de acaparar cada segundo que le era dado en ese afuera por más que, en rigor, se tratara de otro adentro, ligeramente menos profundo.

Su imagen en el espejo le resultó extraña. Lucía mucho mejor de lo que se sentía. Estaba despeinado y con ojeras, la ropa arrugada y la barba de dos días, pero fuera de eso no se veía como un cautivo. Y es que todavía tenía un largo camino de deterioro por recorrer. La idea lo abismó otra vez y se quedó mirando, con deseo, como un espejismo en el desierto, el cepillo de dientes de Soto, que descansaba junto a la bacha.

Soto lo sacó de su ensoñación y lo encaminó de nuevo afuera del baño. Jonás volvió a cruzar la sala, iluminado por el televisor, y esperó a que le abriera. No se dio cuenta de que no tuvo que girar el picaporte, que le bastó con empujar levemente la puerta. Soto sí entendió. Soto supo de inmediato que había quedado mal cerrada. Soto fue el único que no se sorprendió al ver que Helena no estaba.

Una patada bien puesta atrás de la rodilla y Jonás se convirtió en penitente. Otra en la espalda lo metió para adentro. Esta vez, la puerta se cerró bien.

Quiso pararse pero la pierna no respondió. Se arrastró hasta la cucheta, la trepó y se dejó estar de espaldas. La presión le servía para calmar el dolor. Por lo menos no le dolía la mandíbula, ahora que el cuerpo tenía otras preocupaciones.

Volvió la mente a Helena. ¿Cómo había hecho? ¿Cómo pudo trabar la puerta? Tal vez un papelito, un pedazo de sábana arrancada, hecha un bollito y colocada en el pestillo… ¿pero cuándo? ¿Cómo podía haber hecho eso si ella misma estaba hecha un bollito en el fondo de la cucheta? Más probablemen­te había sido Soto. La aparición de Vergara, el nombre de la ministra, lo habrían perturbado y finalmente había tenido que equivocarse. Un error común, cerrar mal una puerta. Y Helena lo oyó, claro. Tantos días escuchando esa puerta; supo de inmediato que no había cerrado bien. Le habrá bastado con levantarse, probarla, contener el corazón al sentir que cedía. Y entonces, mientras él cagaba feliz en el inodoro con sarro, se habría escabullido. Pero ¿hacia dónde? ¿Sabía salir, Helena? Si giraba bien, iba a encontrar el primer subsuelo, su propio escritorio, la escalera hacia la planta baja. Pero si giraba mal, se encerraba en el fondo del archivo, entre Soto y las napas oscuras y secretas del Ministerio. O, también, podía ser que diera en algún lugar con ese pasadizo que la llevara a la escalera de focos amarillos, la puerta disimulada, el hall principal, la libertad. Jonás pudo imaginarla corriendo en puntas de pie, tratando de hacer el menor ruido posible, y Soto detrás, husmeando el aire. Le deseó lo mejor.

Pasó una hora o menos, no lo sabía. El único sentido que le brindaba algún tipo de información era el oído, cada vez que pasaba el subte. Ahora que ni los latidos de Helena ni su respiración se metían en el medio, Jonás creía escuchar ecos más lejanos. Agua corriendo. Pasos en algún lugar del edificio. Jugaba a decidir cuáles eran reales y cuáles inventados, sonidos de adentro para afuera. De pronto, aquellos pasos sonaban reales, pero para corroborarlo bastaba con esperar que cesaran y entonces imaginarlos de nuevo. Si al hacer eso creía estar oyéndolos otra vez, ¿entonces había sido real la primera? ¿O eran dos alucinaciones, una voluntaria? Sus propios latidos apedreaban el juego.

De pronto, un sonido se despegó del resto. Lejano, sumamen­te lejano, pero real. Jonás se puso de pie y los tendones de la rodilla protestaron pero resistieron. Era un sonido conocido: la alarma de incendios. El edificio se prendía fuego.

Probó la puerta porque no supo qué otra cosa hacer. La alarma no cedía y ahora se sumaba otra a destiempo: probablemente el fuego habría alcanzado otro piso, lo cual sólo podía significar que Soto no había logrado controlarlo. ¿Había sido Helena? Quién, si no. Probó la puerta de nuevo. La embistió pero sólo consiguió arruinarse el hombro. No era probable que el fuego llegara hasta él, pero ¿y si los pasillos se llenaban de humo? Se tiró cuerpo a tierra y pegó la nariz a la hendija de la puerta: nada. Olía a humedad y al perfume de Soto. Las alarmas seguían sonando. ¿Y si el edificio se le venía encima? Podían pasar semanas hasta que los rescatistas llegaran a ese nivel de profundidad.

Prendió la luz. Permaneció unos segundos con la vaga esperanza de que apareciera Soto para apagarla, pero Soto no apareció. De todos modos debe ser de día, se dijo. Es domingo. Me voy a morir un domingo, pensó, perplejo, incapaz de extraer algo de sentido a partir de esa información. Me voy a morir solo, pensó después, y las últimas palabras para Emilia vinieron sin esfuerzo: “Si este es el fin, está bien.” Esa aceptación era, en definitiva, lo único valioso que podía dejarle, si hasta el departamento era alquilado. Esa aceptación y la paz de saber que no había muerto preso de un terror inútil. Eran las palabras correctas. El problema era que no había nadie para escucharlas.

La luz se apagó sola y Jonás tuvo la sensación de que lo envolvía una oscuridad nueva, infinitamente más densa. Fue hasta la puerta y tanteó hasta encontrar la perilla de luz. Presionó varias veces, pero no pasó nada. Desesperado, golpeó la perilla varias veces con el puño. La sintió crujir. Pateó la puerta, sin fuerzas, al borde del llanto.

De un momento a otro, sin más razón, la alarma dejó de sonar.

Se sacó los borcegos. Las medias estaban apelmazadas contra la piel e hicieron un ruido pegajoso, pero valió la pena. El aire frío entre los dedos se sentía bien y poco a poco recuperó la sensibilidad. Recostado en la cucheta, fantaseó con una ducha y ropa interior nueva. Con Emilia. Desodorante. Su propia cama. Un plato de comida en el sillón. Tenía tanta hambre.

Sacó el grillo y lo recorrió con las yemas de los dedos. Ya poco quedaba del cuerpo quebrado. La última ala habría quedado en algún pliegue del bolsillo, lo mismo con la pata delantera izquierda. Los ojos se sentían como gotas de plástico. Al tacto, todo él parecía una especie de manufactura, otra capa que se interponía entre su verdadera naturaleza y el presente que lo contenía: ni un grillo, ni el cadáver de un grillo, sino el muñeco del cadáver de un grillo. Reseco. Crocante. Tenía tanta hambre y el grillo no tenía gusto a nada. Tragó. La pata trasera le rozaba la garganta, se adhería con vellosidades poderosas. Una tos y la pata salió volando. Se perdió en algún lugar del piso en el momento exacto en el que se acercaban unos pasos. La puerta se abrió y Soto entró, blandiendo una linterna. El resplandor de la luz ocultaba sólo en parte su estado desastroso. Estaba cubierto de sudor, la piel ennegrecida y el pelo imprevisiblemente desordenado. Miró a Jonás, le miró los pies impúdicos al aire y, por su expresión, parecía que lo hubiera encontrado descalzo en medio de un restaurante.

—Ponete los zapatos y vení.

Después dio media vuelta y salió, dejando la puerta abierta.

Buscó con las manos sobre la cucheta pero no supo encontrar las medias. Tuvo que dejar que el cuero de los borcegos le lamiera los pies como una lengua seca. En pocos segundos, empezaron a levantar temperatura. Jonás los ignoró. Afuera tampoco había luz. Tanto la lamparita como el televisor estaban apagados y la temperatura parecía haber descendido un grado más, si eso era posible. Soto estaba agachado junto al armario, sostenía la linterna con la boca y los pies de Vergara desde los talones. Le hizo un gesto y Jonás entendió. Agarró el cuerpo de Vergara desde las axilas. Soto inició la cuenta:

—U… o…

Hicieron fuerza al mismo tiempo. Vergara debía pesar no menos de noventa o cien kilos, pero su condición de muerto lo volvía bastante poco colaborativo. Al segundo intento, el cuerpo se despegó del suelo y la cara entró en el haz de la linterna: le caía de forma oblicua y acentuaba el rasgo de sorpresa con el que había terminado su vida. Del cuello le asomaba un bulto puntiagudo ahí donde la vértebra pugnaba por salirse de la piel. Jonás sintió una náusea pero no supo exactamente por qué. Era menos la repulsión a la muerte que a la extrañeza de los rasgos, que eran y no eran Vergara. O a la idea de que eso también era Vergara, y siempre lo había sido, como el grillo, un muñeco de sí mismo que recién ahora se revelaba como tal y le recordaba, con su propio espanto, lo frágil de la situación. Y aun así, no podía dejar de mirarlo mientras seguía como un autómata las indicaciones de Soto.

Recorrieron el pasillo en dos tramos, parando para descansar. Soto avanzaba de espaldas, orientándose sin problemas, la linterna todavía en la boca y la luz cayendo una y otra vez sobre Vergara. Después doblaron y tuvieron que enfrentar la primera escalera. Los siguientes quince minutos fueron de maniobras, marchas y contramarchas, pero eventualmente llegaron a los ascensores. Ahí, las luces de emergencia estaban encendidas: eran unos focos fríos y espaciados, pero alcanzaban para ver.

Soto apagó la linterna y se la guardó en el bolsillo. Por un momento, Jonás sintió que se configuraba cierta intimidad entre ambos, como si manipular y empujar ese cuerpo, embutirlo en el ascensor y subirse con él, los hermanase de algún modo. O tal vez fuera el privilegio de estar vivos, obscenamente vivos, delante de un muerto.

Apenas soltó el peso y se incorporó, descubrió ahí también el retrato de Helena mirándolo con ojos de papel, ausente, tan ausente como Vergara, y la sensación de intimidad se rompió. Ahora eran demasiados: Soto, Helena, Vergara y él, juntos los cuatro en el mismo lugar. Soto con los ojos cerrados, recuperando el aire. Helena pegada con cinta en la pared. Vergara, muerto. ¿Y él? De pronto, le pareció que al ascensor le costaba elevarse. Subía de a poco, tensando al máximo los cables acerados y los contrapesos. Subía cargando con el cuerpo de Vergara y la sonrisa de Helena. Subía lento y pesado, como un elefante trepando por una soga.

En el piso más alto, Soto trabó la puerta y sacaron el cuerpo. Jonás se preguntó si finalmente ahora verían a la ministra, pero en lugar de abrir la puerta de la recepción, Soto lo guió hacia un costado. Empujó otra puerta, que Jonás no había visto, y dieron a una nueva escalera. Era angosta y empinada. En las paredes sobrevivía la pintura vieja, verde y amarilla, del antiguo hotel. No había pasamanos. Subir el cuerpo de Vergara por ahí requirió que cada uno lo agarrara de un brazo y tirara para arriba, escalón a escalón. A veces Jonás temía que el brazo que él agarraba hiciera un ruido y se cortara, y que el peso colapsara la articulación del otro brazo también y el cuerpo de Vergara rodara escaleras abajo, desmembrado, sin remedio. Pero Vergara resistió.

En la cima de la escalera no había descanso, sólo una puerta blanca. Y detrás, un rugido grave. Parecía como si del otro lado hubiera un motor gigante, empecinado, un viento ensordecedor que batía la puerta y la apretaba contra el marco. Soto le dijo que aguantara mientras buscaba en su manojo de llaves. Dio con una y la embocó en la cerradura. Después apretó el barral y cargó todo el peso. En la terraza del Ministerio, un ciclón descargaba su furia blanca.

Salieron. El cuero de los borcegos se contrajo bajo el frío de la nieve y los pies sin medias le empezaron a doler. La luz del sol no lograba penetrar la tormenta, pero Soto lo fue guiando entre un laberinto de tanques de agua y salidas de ventilación por donde se armaban corredores de viento. En el centro, una estructura cuadrada sostenía la base de una antena enorme. Los hierros blancos y rojos formaban una columna alta de la cual no podían ver la punta. Era una antena en desuso y su luz roja, apagada, se escondía entre las nubes bajas y la marea de nieve que caía desde lo alto, y que al caer iba borrando casi de inmediato sus huellas y el surco que dejaba el cuerpo de Vergara. Jonás tuvo la incómoda certeza de que habían hecho enojar a algún dios ahí arriba, pero siguió caminando. El frío le anestesiaba los pies y le hacía perder sensibilidad. Tropezó dos veces. Cuando hundía las manos en la nieve para volver a levantar el cuerpo, sentía un millón de alfileres atravesándole las palmas y los dedos.

—Acá —señaló Soto, junto a un bulto.

Habían alcanzado el extremo sur de la terraza. Jonás soltó el cuerpo de Vergara y se acercó. El bulto era Helena. El pelo rubio reducido a una costra negra sobre el cuero cabelludo. La piel ampollada y los ojos cerrados. Olía a humo y carne quemada. Jonás le pasó los dedos por la frente, donde creía ver una sombra, una herida abierta, cauterizada por el frío.

Con la garganta cerrada, tuvo que hacer un esfuerzo para preguntar:

—¿Qué le pasó?

Soto no respondió. Miraba en todas direcciones, tratando de entender, de orientarse en la tormenta.

—¡¿Qué pasó?! —tuvo que gritar Jonás por encima del viento ensordecedor, y esta vez Soto lo miró.

—Casi nos morimos todos.

Soto luchó unos momentos para asegurar la lona con la que intentaba tapar los dos cuerpos, pero era corta y si tiraba de un lado, dejaba el otro al descubierto. El viento insistía en doblarle las esquinas y Jonás no podía hacer más que observar lo absurdo de la tarea con una tristeza infinita. Finalmente, se decidió a ayudarlo. Lograron tapar las cabezas y los torsos, apelmazaron nieve en las esquinas y se alejaron, dejando las piernas descubiertas.

Antes de alcanzar la puerta, Jonás recordó a la madre de Helena, de rodillas en la entrada del Ministerio, juntando los papeles. Alguien debería avisarle, pensó. Alguien debería decirle que no imprima más retratos. Alguien debería descolgar los que están en los ascensores. Pensó en llorar, en hacer algo con esas ganas de llorar en el estómago y dio una vuelta completa sobre sí mismo, tratando de ver siquiera la silueta de los otros edificios, en la esperanza de que ubicar los ojos más allá del Ministerio, sobre la ciudad enorme y ajena, terminara de movilizar las lágrimas que no tenía. Pero no pudo ver nada más que blanco lloviendo sobre blanco. Y el viento frío le borraba la humedad de los ojos.

Soto cerró la puerta y le indicó que bajara la escalera. Durante todo el camino hasta el subsuelo no se dijeron palabra. Jonás entró al cuarto por su propia voluntad. Se sentó en la cucheta y se ensimismó. Los cuerpos de Helena y Vergara yacían sepultados en el cielo. Y él, que había sido ateo toda la vida, no lograba decidir si eso estaba bien o mal.