Capítulo 3.23

La historia de la familia

11min

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Por Esther Steimberg

Yo, Esther Steimberg, de 77 años de edad, casada con Jaime Rojlin, hija de Rafael Steimberg y de Sara Luisa Rosenbaum, me propongo con este manuscripto anotar todos los acontecimientos de nuestra familia, para que las futuras generaciones, los nietos, bisnietos, tataranietos, etc., sepan quiénes fueron sus antepasados, el motivo por el que vinieron a la Argentina, cómo han luchado, trabajado, sufrido y gozado en este hermoso país, que es nuestra patria tan querida. Creo que todo lo que yo escriba tendrá interés para los descendientes de mis padres, vuestros abuelos, bisabuelos, etc. Ustedes no son tantos como éramos nosotros. 

Los abuelos de mi padre vinieron al país en el año 1891 de Besarabia. Muchas generaciones vivieron en ese lugar donde se dedicaban al cultivo del tabaco, pero inesperadamente salió una ley que prohibía cultivar la tierra a los que profesaban la religión judía. El abuelo Zalmen no sabía hacer otra cosa. ¿Qué le quedaba por hacer? Emigrar. Ya que tengo que dejar el país, nos iremos a Tierra Santa, dijo él, y así lo hizo con toda la familia, todos los hijos menores de edad.

Con ellos vivía la madre de la abuela, que era viuda y había criado a los nietos, siendo el alma de la casa. Dada su avanzada edad, lógico, no era posible llevarla a lo desconocido. Se llamaba Sima. Claro, en castellano no es el mismo nombre, por esa razón en casa de todos los nietos hay una Sima. Cuando toda la familia subió al coche que los llevaría a la estación para tomar el tren, la abuelita corrió detrás del coche hasta perderlo de vista. Mi abuela no se pudo olvidar de esto y lloró toda su vida al recordarlo.

Tierra Santa, entonces no se llamaba Israel como ahora, estaba bajo el mandato de Turquía. No se podía vivir, no había trabajo, la malaria imperaba en todo el territorio. El abuelo la pescó enseguida y fue internado en grave estado en un hospital. Para visitarlo, la abuela y papá caminaban varios kilómetros en el barro y los chicos quedaban al cuidado de las nenas mayores.

Papá consiguió trabajo en un campo para hacer pozos. Tenía trece años y después de trabajar todo un día le daban unos centavos, que se llamaban rupias, creo, y no le daban nada de comer. La gente no era nada buena.

La situación era desesperante. El dinero que habían traído se iba terminando. Se enteraron de que se había fundado la “Jewish Colonization Association” (ICA). Su fundador fue el Barón Mauricio Hirsch, un filántropo y persona muy acaudalada, que había sufrido una gran desgracia. Él y su esposa Clara Buschov habían perdido a su único hijo Lucien. Estaban desesperados y querían hacer un bien con la enorme fortuna que poseían. Pensaron que lo único que aliviaría sus penas sería hacer el bien a sus hermanos, los judíos perseguidos por el zarismo, trasladarlos a países libres. Compraron tierras en varios países, inclusive en la Argentina, país que les abrió los brazos.

Una vez mejorado, el abuelo se inscribió para colonizar nuestro país. Hubo que esperar un tiempo. Por fin llegó el día tan esperado. Había gente de varias partes y juntos emprendieron el viaje a nuestras costas en un vapor fletado también por la fundación. Se llamaba “Pampa” y hasta ahora, después de tantos años, se recuerda este acontecimiento. Somos hijos, nietos y bisnietos de los pampistas. El viaje fue muy penoso. Más de una vez creyeron que el barco se hundiría. Hubo enormes tormentas, pero a Dios gracias llegaron con vida. Eran nueve hijos, mi papá Rafael era el segundo y los dos menores han nacido argentinos.

Las autoridades y empleados de la fundación los recibieron en el puerto y los llevaron al Hotel de Inmigrantes. Les habían asegurado que las tierras ya estaban compradas y construidas las casas, pero pasaron unas semanas y les dijeron que se habían presentado unos inconvenientes. Entonces las autoridades decidieron llevarlos por un tiempo a Mar del Sur, que queda a quince kilómetros de Miramar. Creo que el camino sigue sin asfaltar, como era entonces. Una persona que poseía una inmensa fortuna hizo levantar un hermoso hotel cerca de la playa, pensando que la gente empezaría a veranear allí, pero se equivocó. La gente no veraneaba como en Europa y estaba vacío. Lo alquilaron para el contingente hasta que las tierras en Entre Ríos fueran adquiridas. El Hotel todavía existe y lo hemos visitado hace algunos años. Lo pasaron muy bien, descansaron y se compusieron de todo lo que habían sufrido. Se dio comida, se relacionaron entre ellos y aprendieron un poco el idioma. Contaban los días que faltaban para ir a cultivar las tierras que les iban adjudicar para pagar a largos plazos. Pero no todo fueron flores. Vino una peste y murieron muchos niños pequeños, entre ellos una criatura de mi abuela. Seguramente no había médicos. Se los enterró a todos juntos en Mar del Sur, pero no hay ningún indicio de dónde están.

Ahora empezaré con los hombres de nuestra familia. Papá Rafael Steimberg, hijo de Salomón Steimberg y Amalia Rempel, que tuvieron nueve hijos. Mamá Sara Luisa Rosenbaum, hija de Isaac Rosenbaum y Esther Farber, que también tuvieron nueve hijos. Nosotros vuestros tíos también éramos nueve: Julia, Gregorio, Esther, Cecilia, Alberto, Isaac, Julio, Emma y Jorge.

Por fin, que las tierras en Entre Ríos por suerte fueron compradas. El contingente fue traído de nuevo a Buenos Aires y embarcado luego a Concepción del Uruguay. Y de ahí a Basavilbaso, una estación donde otra vez tuvieron un compás de espera. Se los ubicó en las colonias que todavía no existían, pero gracias a la tenacidad de los inmigrantes en poco tiempo floreció. La familia Steimberg fue ubicada en una colonia que se llamó “Rosch Pina”, nombre que le impuso papá, cerca de la estación Domínguez, departamento Villaguay. No había nada, se viajaba en trineo tirado por bueyes sobre los pastizales. Las casas no existían. Solamente había chapas bajo las cuales se guarecían. Preparaban adobe, que es tierra amasada con paja o yuyos, no estoy muy segura. Se puede decir que vivieron a la intemperie, pero con muchas esperanzas y deseos de trabajar la tierra con todo fervor. No se desanimaban. Los gauchos fueron sus amigos. Me acuerdo de Don Juan, que estuvo casi todos los años en lo de la abuela. Era una persona mayor con una hermosa estampa, con su barba patriarcal. Formaba parte de la familia. Los chicos lo queríamos mucho y él a nosotros.

Los nuevos colonos usaban arados tirados por bueyes. Se sembraba principalmente trigo, avena y lino. En invierno, maíz. Con los años se agregaron distintos sembrados. La primera cosecha se festejó con gran alegría. Y, claro, se concertaron muchos noviazgos. La administración, además de proporcionarles semillas, bueyes, vacas e implementos de trabajo, otorgaba al principio carne y galleta, y abonaba una cantidad mínima para cada miembro de la familia en efectivo (entonces los cinco centavos venían en papel), todo eso pagadero en larguísimo plazos, creo que en veinte años.

Pronto estuvieron hechas las casas, que con el tiempo fueron mejorando y embelleciendo. Se hicieron jardines, se plantaron árboles, corrales y gallineros. La colonia tomó el aspecto de una aldea próspera. Se componía de dos hileras de casas, en el medio un tajamar, un arroyo digamos, donde aprendió a nadar toda la familia. Además, bebía el ganado y también se lavaba la ropa. No faltó la sinagoga donde se oficiaba los viernes a la noche, los sábados y los días de fiesta.

Al abuelo le temían los gauchos ladrones que venían de noche a robar. Al sentir ruido salía con una única arma, un poste. Al verlo se escapaban. Es bravo el viejo Steimberg, decían. La que hacía milagros era la abuela, que en Europa había sido una dama de sombrero. Cultivaba una huerta que tenía de todo y regaba con una regadera. Era una gran ayuda para el hogar. Lo que le sobraba regalaba a los vecinos. Además criaba pollo que vendía al hospital a quince centavos. Tenía una vaca, que ordeñaba después de tomar el mate muy temprano. Preparaba café con leche para el desayuno, hacía crema. Inventó un aparato para hacer manteca, con una lata y un palito. Rallaba rábanos que preparaba con crema. Era una delicia. Además, la llamaban para las mujeres que estaban en trance de dar a luz. No había parteras y nunca se negaba a cualquier hora de la noche. También cultivaba un hermoso jardín con rosales color rojo de los cuales hacía un dulce perfumado. Las mujeres pioneras merecen todas las alabanzas del mundo por la vida sacrificada que han hecho y por el buen humor que tenían.

Una vez más o menos instalados, hubo muchos jóvenes que querían estudiar. No había más que escuelas primarias. Además, no se daban nuevas tierras a hijos de colonos y era imposible vivir con numerosas familias de la misma tierra. Era la mala política de la ICA. Más bien de los empleados que gobernaban por cuenta propia. Siempre estaba por venir el Barón Hirsch a inspeccionar, pero no alcanzó a hacerlo, falleció antes. Muchos buscaron nuevos rumbos.

Papá vuestro abuelo era una persona muy instruida, autodidacta, filósofo y siempre de buen humor. Mamá era muy bella y hacendosa. No sé cómo se las arreglaba con tantos hijos. Emma y Julio eran mellizos. Se puede decir que Julia crió a Emma, aunque nosotras pequeñas hermanitas cooperamos bastante.

Pasaron los años y todos nuestros familiares, papá, Julia, Gregorio, todos nuestros tíos, tíos políticos y primos estuvieron en diferentes puntos de la provincia combatiendo el analfabetismo. Los primeros en recibirse en la Escuela Normal Rural Alberdi creo que son de nuestra familia.

Además, papá creó la primera biblioteca en las colonias. Hizo estantes en una habitación de nuestra casa, compró libros en cantidad y calidad. Por veinte centavos por mes leían los hijos de los colonos los mejores libros. Venían de noche, después de trabajar todo el día, aseados y cambiados. Entonces los libros se componían de muchos tomos. Yo era chica todavía, no sabía leer. Toda nuestra familia es muy afecta a la lectura. Papá al fallecer nos dejó escrito: no les dejo una fortuna, pero sí un gran amor a la lectura. No sé si ustedes tendrán la misma inclinación.

Papá, vuestro abuelo Rafael, fue maestro en muchas partes. A saber: Espíndola, Sandoval, a veinte kilómetros de la estación Clara, Jurado y La Capilla. En Clara ni siquiera había médicos, pero sí una especie de enfermero que ejercía la medicina. Curaba todas las enfermedades de la misma manera. Pero la gente estaba sana y hubo pocas muertes. A lo mejor porque eran jóvenes y también por la vida sencilla que llevaban, mayormente al aire libre. El abuelo Rafael escribió una serie de máximas que fueron publicadas por una revista agraria de Entre Ríos. Tengo la colección de las revistas en mi escritorio, a lo mejor serán publicadas algún día.

No sé si extenderme y relatar los acontecimientos de toda la familia, es decir de los tíos y primos, pero serían interminables. Somos muchos gracias a Dios. Todos son personas de Bien y muchos se han destacado.

Ahora llegó el turno de escribir algo sobre mis hermanos, vuestros tíos o tíos abuelos, etc. La mayor, Julia, fue ayudanta de Jurado y Sagastume. Era linda y muy guapa. Se casó con Pablo Zentner siendo muy joven. Tuvo cuatro hijos, a saber: Olga Esther, Abraham, Isidoro y Juan Carlos. Falleció a los cuarenta y nueve años. Olga se casó con Simón Efrón, quien también falleció joven. Sus hijos: Daniel y Ana Lía. Abraham se casó con Marta Hefes. Sus hijos: Julia, Claudio y Sebastián. Isidoro se casó con Lilian Lina Paz. Sus hijos: Horacio, Diego y Ariel Ricardo. Juan Carlos (fallecido) se casó con Clara Kovalsky. Sus hijos: Javier Enrique y Gerardo Rafael. El segundo de los hermanos, Gregorio, era un muchacho muy inteligente. Tenía una linda voz y una gran afición al dibujo. Fue el primero en ausentarse de casa, pues estudió en la escuela Alberdi, donde se recibió de maestro con las mejores notas. Pese a las promesas de los superiores fue nombrado como Director de una escuela en Sauce Sud, un lugar muy lejano y atrasado donde estuvo varios años. Tenía diecisiete años, era un poeta. Publicó un libro de versos a esa edad. Se preocupaba por todos. Más tarde fue trasladado a una escuela de La Pampa en Intendente Alvear, que ya era otra cosa. Tuvo muchos amigos y fue apreciado por todos. Luego fue trasladado a la Capital, donde se dedicó al periodismo y estudió Humanidades e Historia en la Facultad de La Plata. Se casó con Luisa Imas. Falleció a los cuarenta y un años. Dejó dos hijos, Alicia y Oscar Alfredo. Alicia se casó con Abraham Sokolowicz y más tarde con Tito Svidler. Sus hijos: Estela, Víctor y Martín. Oscar se casó con Olga Hernández, después con Graciela Feinsilber y más tarde con Marita Soto. Sus hijos: Julieta, Alejo Gabriel y Darío Gregorio.