La insinuación de que la muerte de Gómez fue parte de un plan que yo había calculado hasta el detalle es espantosa. Se me llenan los ojos de lágrimas cada vez que la repiten o la veo publicada. No puedo defenderme de haber sido quien apretó el gatillo, pero… Tampoco es cierto que jamás me haya arrepentido de nada. Sin embargo, sí me parece que es más fácil lamentar un acto que una intención.
Darío o Felipe encontraron a Gómez, no sé quién fue el primero en verlo. Yo dejé mi habitación solo cuando los gritos de Manuel rebotaban por todas las paredes del edificio. En el pasillo me crucé con Mei, que caminaba atraída por los alaridos.
—¡Hijo de puta! —le gritaba Manuel a Darío cuando atravesamos la puerta del departamento comunitario—. ¡Sos un hijo de puta!
Darío estaba mojado y ensangrentado, su ropa era un enchastre. Al ver entrar a Mei, la miró con un gesto de furia, pero los insultos de Manuel continuaban y la expresión de Darío variaba mezclando incomprensión, cansancio, tristeza, indignación. Tenía la boca abierta pero no decía nada. No había manera de distinguir su sangre de la de Gómez. Romina estaba parada delante de Manuel, trataba de calmarlo. Mi hermano limpiaba la sangre del piso con los ojos cargados de lágrimas. Yo agarré un trapo y me puse a ayudarlo.
—No fui yo —dijo Darío en un intervalo en que Manuel respiraba hipando—. Yo estaba afuera enfrentándome solo —miraba a Mei enajenado— con unos figuritas.
—Yo sabía que no te iba a pasar nada —dijo Mei.
—¡¿Te parece que no me pasó nada?! —Darío mostraba las manos y las piernas lastimadas.
—¡¿Quién fue?! —interrumpió Manuel con la voz ronca.
Nos miraba con un gesto totalmente desencajado. Uno por uno. Primero a Mei, después a Felipe, después a mí. Mei, Felipe, yo.
—¿Fuiste vos, fuiste vos, fuiste vos? —decía amenazante.
—Ni en pedo —dijo Mei.
—No —dijo Felipe.
Yo lo miré apesadumbrada. Pensé en explicar lo que había pasado, pero en realidad no sabía cómo explicarlo. Y la cara de Manuel era aterradora. Nunca lo había visto así, estaba irreconocible, parecía dispuesto a cualquier cosa. Negué con la cabeza.
—Tenés que calmarte un poco, mi amor —dijo Romina.
—Estaba hecho mierda Gómez —dijo Darío.
Manuel volvió a enfrentarlo.
—¡¿Y por eso había que matarlo?! ¿Por eso lo mataste?
—¡¿Vos estás loco?! ¡Cómo lo iba a matar! No puedo ni agarrar un vaso.
—¡Pero te habría gustado!
—No seas boludo —dijo Darío con tristeza.
Manuel no tenía freno:
—¡Son unos hijos de puta! ¡Hijo de puta! ¡Hija de puta!
Romina intentaba abrazarlo, pero Manuel se la sacaba de encima a los empujones. En un momento, se quedó mirándola seco como si hubiera tenido una revelación.
—¿Fuiste vos? ¿“Sacrificaste” a Gómez?
Romina se tomó unos segundos para responder. El sarcasmo la había herido, se veía en su gesto, pero sabía manejar su energía. Lo miró a los ojos.
—No, Manuel, claro que no fui yo.
Manuel se quedó en silencio. Miraba a Gómez y apartaba la vista con brusquedad. Nos miraba a los demás y volvía a mirar a Romina. Era un circuito que parecía calmarlo, ablandar sus músculos, pero de golpe sus ojos se encendieron de nuevo. Giró y salió de la habitación como un búfalo.
—Envuélvanlo con algo, no lo dejen así —dijo Romina, y salió atrás de Manuel.
Los demás nos quedamos quietos como maniquíes. Estábamos ahí pero no estábamos. Mirábamos el bulto que había sido Gómez y esperábamos quién sabe qué.
—¿Cómo eran los figuritas? —preguntó Mei.
—Andate a la mierda —respondió Darío—. Me voy a bañar.
Felipe y yo terminamos de limpiar el suelo lo mejor que pudimos, el color rojo no era fácil de quitar. Mei trajo una sábana y algunas bolsas para cubrir el cuerpo.
—¿No habría que hacerle un funeral? —pregunté yo mientras lo envolvíamos.
Nadie dijo nada.
—¿Alguien sabe tomar huellas digitales? ¿Ustedes saben? —pregunté después.
Sentí vergüenza, pero estaba asustada. Felipe me miró con el mentón bajo. Me pareció que se había dado cuenta de todo.
—No digas pavadas —respondió.
—Llevémoslo a otro cuarto —dijo Mei.
Pero solo Felipe y yo nos agachamos para levantar el cuerpo y trasladarlo al dormitorio en desuso del departamento. Mei caminó hasta la alacena, agarró una botella de vino y se fue.
Apenas colocamos el cuerpo de Gómez en el piso, Felipe dijo que se iba a tirar un rato en la cama. Yo quise hablar con él, pero solo llegué a pronunciar su nombre. Él me miró con tristeza, como preguntando “¿ahora qué?”. Y yo dije:
—Nada.
Veinte o treinta minutos después, Romina entró en mi departamento preocupada. No había podido encontrar a Manuel, tenía la impresión de que había dejado el edificio. Me preguntó si lo había visto y al oír mi negativa salió de nuevo. La seguí.
Romina caminaba con una cara terrible, siempre hermosa como era ella, pero terrible. Yo quería contarle lo que había pasado, pero no podía siquiera empezar una conversación coherente. Le decía:
–¿Viste cómo tiene las manos Darío? Qué tarado, por un tocadiscos...
O:
–La otra noche me cagué toda cuando falló el generador y se cortó la luz.
Pero Romina no me escuchaba. Hablaba todo el tiempo de Manuel.
–¿Por qué se tuvo que ir así? —decía sin darse vuelta para mirarme.
Yo contestaba:
—No te preocupes, ya va a volver.
O:
—Porque necesita estar un poco solo. Algunos varones son así.
Íbamos y veníamos por los pasillos como hámsters trastornados. Romina se asomaba a los departamentos vacíos imantada por algo que no se veía y no estaba claro que existiera. Después de unas vueltas, tocó la puerta del departamento de Darío y entró sin esperar. Le preguntó si Manuel había pasado por ahí.
—No, Romi, no lo vi.
Romina se quedó quieta mirando la pared.
—Se habrá ido a pensar, a hacer el duelo —siguió Darío—. Manuel hace esas cosas, vos lo conocés.
Romina se mordía los labios.
—El perro se estaba muriendo —dijo Darío—. No te digo que me alegra, pero el que lo haya hecho nos hizo un favor… y al perro también.
Me tranquilizó escucharlo. Quise hablar, pero Romina se me adelantó.
—¿Quién fue? —preguntó con un gesto parecido al de Manuel.
Romina es una de esas bolsas que pueden conectar fácilmente con la frecuencia de otros. En general, es algo bello. En ese momento, la vibración virulenta de Manuel la había invadido.
—No sé, Romi, no quiero ni pensarlo —dijo Darío—. Fue cualquiera. Fuimos todos. Fue Fuenteovejuna, ¿qué querés que te diga? Yo estaba con la pelotuda de Mei tratando de convencerla de que el arte es importante, de que la música vale la pena, de que había que traer el puto tocadiscos…
—¿Quién fue? —volvió a preguntar Romina.
—Mirá, esto es lo que sé: yo estaba afuera tratando de salvar un tocadiscos y mientras tanto mataron al perro. Tal vez fue Felipe, es el único con corazón acá. Manuel lo querría mucho a Gómez, pero Felipe era el que se ocupaba. Tal vez no pudo verlo más así. Estaban ahí jugando, el perro siempre saltando en las tres patas sanas, y se apiadó. Entendió que no tenía sentido seguir inyectándole esa porquería que le metían y le pegó un tiro.
Romina terminó de escuchar las palabras de Darío y salió sin responder. A través de los pasillos, yo caminaba detrás de ella balbuceando, buscando un modo de explicarme. Romina no me percibía y no paraba de moverse, parecía Mei. Mei, en cambio, cuando entramos en su departamento sin siquiera golpear, se veía lenta. Estaba terminando la botella de vino.
—¿Qué pasó allá? ¿Vos viste a Darío con los figuritas? —preguntó Romina.
Mei la miró con los párpados flojos.
—Darío no puede haber matado a Gómez, Romi.
Después levantó la botella ofreciéndole un trago. Romina no aceptó. Entonces Mei me vio, era la primera persona que me veía en varios minutos.
—¿Vos, Emilia? Es bueno.
Yo miré a Romina como buscando permiso, pero ella no me prestaba atención.
—¿Seguro? —le preguntó a Mei.
—Che, ¿pero qué te pasa? —dijo Mei vaciando lo que quedaba de vino en un vaso—. ¿Ahora sos vos la que se va a poner con eso? El perro estaba muy mal, si hasta vos propusiste sacrificarlo…
—¿Quién fue? —preguntó Romina.
—¿Me estás preguntando en serio? Para mí es obvio. ¿No es obvio? Manuel no fue. Darío y yo no fuimos. Emilia no fue. Quedan vos y Felipe. ¿Fuiste vos?
Romina la miraba grave.
—Entonces ya está. Felipe es un buen tipo, Romi. Si lo hizo, lo hizo por una buena razón y ahora carga con la culpa solo.
—Okey —dijo Romina.
Tuve que apartarme para que saliera sin que chocáramos, era como si yo fuera transparente. La seguí sin hablar. En el departamento de mi hermano, las persianas estaban bajas, parecía una bóveda. Atravesamos el living y llegamos al cuarto. Felipe estaba acostado. Al vernos, se enderezó y se sentó en la cama.
—¿Qué hacías? —dijo Romina.
—Nada, ¿qué querés que esté haciendo?
—¿Podemos hablar?
—¿De qué querés hablar?
—No encuentro a Manuel. ¿Lo viste?
—No, qué sé yo dónde está Manuel. Si no sabés vos…
—¿Por qué estás agresivo?
Felipe la miró extrañado.
—No estoy agresivo, Romi, estoy… Se murió Gómez. ¿Cómo querés que esté?
—No murió —dijo Romina, otra vez con la frecuencia de Manuel—, lo mataron.
—Peor —dijo Felipe casi en un susurro.
—¿Qué estabas haciendo vos cuando lo mataron?
Felipe se prendió fuego. Se paró de un saltó.
—¡¿Qué?! ¿Qué estaba haciendo yo? ¿Vos me estás diciendo que lo maté yo? ¡¿Pero por qué no te vas bien a la reputa madre que te parió?!
—Bueno, calmate —dijo Romina cambiando el tono.
—¡Calmarme qué, pelotuda! —gritó Felipe.
—Todos dicen que fuiste vos —dijo Romina casi llorosa.
—¿Que todos dicen qué? ¿Todos quiénes? ¿Yo? ¡¿Yo?!
Felipe avanzó levantando un brazo. Me pareció que iba a pegarle.
—Felipe, ¿qué hacés? —grité.
Felipe se detuvo y bajó la mano, pero no me miró. Era como si mi voz hubiera venido del espacio. Romina tampoco me miraba. Por un momento, yo misma dudé de si estaba ahí. Ellos tenían los ojos fijos en las pupilas del otro como dos gatos a punto de combatir a muerte. Después de unos segundos, Romina giró y se fue. Felipe se recostó en la cama mirando hacia la pared, dándome la espalda. Yo no me quedé mucho en esa penumbra horrible.
En mi departamento, me puse a fumar con la puerta abierta. Incluso sentada en el piso del living podía ver el pasillo interno del edificio, las puertas de todos. Alternaba entre ese rectángulo oscuro y las nubes que se movían blancas por la ventana. Daba a un paredón gris, no era una vista hermosa, pero tenía mucho cielo. Yo extinguía un cigarrillo tras otro, lidiaba con la energía como podía. Apenas había empezado a fumar unos meses atrás, pero ya me comportaba como una adicta comprometida con la causa.
La quietud en el pasillo era demasiado y después de cinco o seis cigarrillos me paré de nuevo. Volví al departamento de Felipe. Al menos ya no estaba tirado, apaciguaba su energía doliente haciendo rebotar la pelota roja de Gómez una y otra vez contra la pared. Ni siquiera se movió para saber quién había entrado. Yo lo vi y supuse que esa actividad mecánica le permitía abstraerse de todo y de todos, pero eso no le importó a Darío, que vivía en el departamento contiguo. Tras no sé cuántos rebotes, apareció en la puerta, aguerrido como solo una energía desquiciada podría hacerlo, para exigirle a Felipe que detuviera esa tortura infernal. Esas fueron sus palabras exactas:
—¿Podés parar con esa tortura infernal?
Felipe apenas lo miró por el rabillo del ojo. Darío tenía una expresión dramática, le latía un párpado y respiraba bufando, pero también ofrecía una imagen endeble, especialmente con las manos y las piernas vendadas. Supongo que el hecho de que Felipe lo admirara también lo colocaba en la posición de alguien contra quien rebelarse.
Felipe lanzó la pelota una vez más contra la pared. El silencio espeso exageró el sonido del rebote. Darío no se movía pero temblaba como a punto de entrar en erupción. Felipe dejó que pasaran unos segundos y le lanzó la pelota con suavidad, como ejecutando un pase. Darío intentó atajar la pelota, pero la dejó caer con dolor. Felipe se puso de pie y salió de la habitación sin decir una palabra.
Mirando la pelota de Gómez entre sus pies, era claro que Darío no encontraba manera de encauzar su energía. Felipe había detenido la tortura infernal sin darle el gusto de discutir un poco. Darío dio tres pasos en el cuarto y se paró frente a la pared que compartía con su departamento. Giró la cabeza y miró la pelota con pena. Me sonrió triste y recitó “Campo arrasado”, el soneto que cierra Ni el gusto del cinismo, el más famoso de los libros de Álvaro Mondragón.
Te quedás sin palabras, sin humor,
sin pecado ni ganas ni erotismo,
ni tropiezos ni océano ni abismo,
ni mareos ni frío ni calor.
No te excitan el cielo ni el horror,
no hay fetiches que amar, ni voyeurismo,
no te queda ni el gusto del cinismo,
ni el placer de reírte del honor.
Un cohete espacial sin trayectoria
en un puerto fatal de pescadores,
un momento sin luz tras bastidores
en un punto perdido de la historia,
con la sangre aún hirviendo en los motores
frente a un campo arrasado en la victoria.
Después volvió a sonreírme melancólico, se miró las manos y me dejó sola. Yo conté hasta diez y caminé hasta el departamento de Romina y Manuel, del otro lado del pasillo. La puerta estaba entreabierta.
Tirada en un gran sillón de cuero que habíamos subido con dificultad, Romina miraba hacia la puerta. Supongo que esperaba que Manuel apareciera y la abrazara desolado. Entonces lo apoyaría en su pecho y le acariciaría la sien, que hacía poco había empezado a mostrar canas. No bebía ni fumaba ni jugaba con una pelota, soñaba despierta y ajena. Al verme entrar, abrió los brazos en una invitación muda a sentarme con ella. Yo avancé hasta el sillón, me dejé abrazar y me quedé dormida.