Hay gente que viaja con casi nada. Tres mudas de ropa interior, un abrigo y la frente en alto. Los admiro, pero también me parece mentira. Me cuesta no pensar que deben llevar algo más, una piedra, un collar, un cuchillo sin el cual estarían verdaderamente desnudos. Vladimir o algún otro muñeco ocuparon ese lugar para mí desde que era chica, pero recién lo entendí con el ras el hanout. A partir de entonces siempre me creí consciente de qué llevaba por necesidad y qué cosas me hablaban de otra manera. Pero hace un par de meses abrí el Libro del desasosiego, que Romina me dio antes de que me fuera del edificio, y encontré un artículo de Ryunosuke traducido a mano por Mei. El original fue publicado en un diario japonés en 1983, a un año del fin de la guerra de Malvinas, pero la versión en castellano es de cuando ya estábamos en Buenos Aires. No sé si Mei abrigaba la idea de armar un libro con cosas de su padre, tal vez traducirlo haya sido solo un modo de estar con él de nuevo. Supongo que se lo pasó a Romina para que lo mirara y Romina lo guardó entre las páginas del libro de Pessoa. Yo lo dejo siempre cerca y vuelvo a leerlo. Siento que llevo un siglo leyéndolo, acaso desde los catorce años, cuando se publicó en el otro lado del mundo. No sé qué espero. Tal vez sea mi propio modo de estar otra vez en presencia de Ryunosuke.
Siete días estuvo Ryunosuke con nosotros en la ciudad evacuada. Se parecieron poco a lo que esperábamos, aunque a mí esa sensación ya empezaba a resultarme familiar. Sabíamos que iba a quedarse solo una semana, no que esa semana tal vez no tuviera después. Nos enteramos el segundo día. Yo, última, por supuesto.
Después del desayuno Ryunosuke y Mei salieron a caminar juntos. A mí no me lo contó ella, sino Romina, pero Ryunosuke no debe haber dado muchas vueltas antes de hablar. Le habían diagnosticado un cáncer muy avanzado y tenía que operarse pronto. No sé si Mei se enojó o si pronunció alguna frase insondable, no creo que haya llorado. Tampoco creo que hayan conversado en detalle de la enfermedad ni de la operación, es difícil que un Itoo se rebaje al sentimentalismo o al miedo. Deben haber caminado unos minutos en el silencio húmedo de las calles cuarteadas. Ella, altísima, mirando hacia delante, esperando que la información llegara sin reclamarla. Él, a un costado, tomándose el tiempo para usar palabras precisas, que en japonés debía manejar con arte. Le contó que iba a viajar a Japón a visitar a su familia, que la operación iba a ser en Argentina, en Rosario, veinte días después, pero antes iba a pasar una semana en Okinawa. Le confesó que los médicos no estaban muy de acuerdo con que hiciera tantos viajes pero que le importaba poco.
Cuando se enteró, Romina estaba furiosa. Dijo que era un psicópata.
—¡Lo del artículo sobre la ciudad es un invento!
O:
—¡Todo el viaje es un invento! ¡Todo él es un invento!
Manuel lo defendía. Sostenía que Ryunosuke era un hombre que no podía decirle a su hija cuánto la quería, cuánto le importaba estar con ella, y había decidido que sus últimos días juntos fueran especiales.
Yo no sabía qué decir y la primera vez que lo vi después de enterarme lo abracé. Él no se lo esperaba y tardó en acomodarse a mi cuerpo, pero cuando lo hizo dijo “gracias” y yo respondí estrechándolo más fuerte. Ahora pienso que debería haber abrazado también a Mei, pero entonces no me hubiera atrevido. Ella caminaba taciturna por el edificio o salía a recolectar cosas acompañada por Darío. En algunos momentos estaba a solas con Ryunosuke o charlaba con Romina. A mí me prestaba la misma atención que a Gómez, y yo ni siquiera provocaba la piedad que produce un animal estropeado.
Fueron días extraños, incluso tomando en cuenta dónde estábamos. Era como si las inundaciones y los figuritas hubieran desaparecido. Los usábamos como excusa para hablar de algo, pero en realidad no importaban. No había artículo, no había objetivos, no había nada. Estoy segura de que todos pensaban volver con Ryunosuke, acompañarlo, estar con Mei. Sin embargo, al quinto día, en una recorrida Manuel se encontró con los Nos vemos mañana.
Vivían en una casona fabulosa con una pileta gigante, lejos de las zonas más inundables y de los figuritas. Eran una veintena y ninguno tenía más de treinta años, excepto Montoya, su líder o director, su Ryunosuke, que debía tener alrededor de sesenta. Montoya había sido profesor de pintura en Buenos Aires en la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón y con la evacuación se había mudado al sur. Después de errar unos meses por la Patagonia, se había establecido en el Bolsón, interesado en la medicina alternativa y la recolección de hongos. Había abierto un taller de pintura, que se llenó de hijos de hippies de la zona. Con ellos había organizado este viaje. Todos eran sus alumnos y, a diferencia de nosotros, sabían a qué habían venido.
—Arte callejero —contó Manuel que le había dicho Montoya—. Una intervención urbana en forma de grafiti.
En resumen, dibujaban, pintaban todas las paredes de la ciudad que podían y acompañaban la obra con la frase “Nos vemos mañana”. Los estilos y procedimientos variaban sin regla, pero la frase se repetía siempre. Serían hippies, pero eran metódicos. Para cuando el gobierno promovió el regreso a Buenos Aires, años después, casi no había sectores que no hubieran sido intervenidos. El único conteo oficial arrojó 14.362 “Nos vemos mañana”.
En el edificio, el encuentro con otro grupo de bolsas de energía humana introdujo una vibración nueva. Ya nadie pensó en volver a Rosario. Ni siquiera Mei volvió, aunque sé por Romina que dudó hasta último momento. Los textos que sostienen que yo convencí al resto de abandonar a Ryunosuke a su suerte no saben de lo que hablan. No solo porque yo en esa época no tenía voz ni voto, sino porque Ryunosuke influyó de manera explícita en la decisión de que nos quedáramos. Creía o quería creer que el viaje era una especie de legado. Antes de subir a uno de los Lada y partir, parado junto a la puerta, nos miró y dijo:
—Buenos Aires es de ustedes.
O:
—La ciudad es de quien la vive.
Y durante unos días intentamos honrar esa idea. Analizábamos las inundaciones, recolectábamos cosas, empezamos una pequeña huerta. No se hablaba de Ryunosuke. El tema más recurrente eran Montoya y compañía.
La casona era una especie de petit hotel con gran parque. Supongo que tenía muchas virtudes, pero cualquiera que no estuviera haciendo cálculos complejos pensaría que la razón principal para elegirla era la pileta. Estaba suspendida sobre nueve pilares a dos metros y medio de altura y era transparente, de algún material especial, como un acrílico grueso. Tiene que haber sido obra de algún artista ingeniero o algo similar. Los pilares y los caños que transportaban el agua estaban pintados del color del parque y se camuflaban. Desde algunos ángulos, la pileta parecía levitar o estar sostenida de un solo lado por su escalera blanca. Era una mole cimbreante, miles de litros de agua que mantenían una forma geométrica en el aire. Alguien se arrojaba en ella y las paredes traslúcidas, en conjunto con el agua, funcionaban como una lupa irregular, un prisma inmenso que descomponía los rayos de luz y los lanzaba en todas direcciones. Se podía estar mucho tiempo bajo el efecto hipnótico que producía. Como se mira la energía del fuego.
La primera vez que yo los visité fue verla y quedarme inmóvil. Por supuesto, los demás ya la conocían y actuaban con naturalidad. Yo debo haber estado parada dos minutos como idiota, porque de pronto se oyó la voz de Darío imitando la locución de un documental antiguo:
–Presten atención, damas y caballeros. Ese es el gesto ritual con el que los habitantes de Bobolandia reciben cualquiera de los objetos construidos por los pueblos que han logrado desarrollar su cerebro hasta el punto de pensar en algo. Esperen. Ahora observamos que la dulce bobolandense percibe la presencia de nuestras cámaras. Parece acercarse para atacar a nuestro equipo. Oh, fue una falsa alarma, señoras y señores, nuestra protagonista ha cambiado de parecer y pasa de largo sin prestarnos atención. Observen. El dueño de casa le indica la ubicación de un cuarto donde, podemos imaginar, la salvaje bobolandense planea colocarse algo similar a una malla con el objetivo de participar del noble acto de la natación.
Adentro de la casona, las dos paredes más grandes de la sala principal estaban siempre ocupadas por alguna exposición, como si fuera una galería de arte. Cada mes, uno de los discípulos de Montoya presentaba un conjunto de trabajos propios. Una muestra muy recordada es la colección de retratos caracterizados del propio Montoya que tomó Guadalupe Mendiburu, Lupe, una pelirroja áspera y orgullosa con la que Darío siempre estuvo encandilado. Montoya en pose magistral con vestimenta de emperador; Montoya con lencería erótica años 40 y lánguido gesto ingenuo; Montoya con herramientas rurales y expresión franca; Montoya con exquisito pañuelo al cuello y sonrisa de pasado agitado; Montoya con túnica antigua y mirada penetrante; Montoya con miriñaque inmenso y mohín infantil. Yo tengo entendido que Lupe no era especialmente talentosa y sé que abandonó la fotografía hace un tiempo, pero sus fotos conforman la principal fuente de imágenes de las actividades que se hacían en la casona en esa época. Casi todas las que circulan hoy en día salieron de su cámara.
Aparte de los Nos vemos mañana, no había con quién hablar ni teníamos modo sencillo de contactar gente fuera de Buenos Aires. No fue algo en lo que yo hubiera pensado demasiado antes del viaje. Íbamos a llevar un antiguo radiotransmisor con el que, en condiciones favorables, podríamos comunicarnos con Rosario y decir que estábamos bien. Parecía suficiente. Nuestro contacto era una amiga histórica de la madre de Manuel que trabajaba en la Jefatura Logística de las Fuerzas Armadas. Manuel hablaba de ella como de una tía. Yo en un comienzo creía que para él era una inspiración, cuando supe que nuestro viaje era oficial me di cuenta de que también era una puerta.
El día en que Ryunosuke iba a ser operado, Mei estuvo desde temprano junto al aparato, que ocupaba una mesita con ruedas en un rincón del comedor del departamento comunitario. Un vaso y una botella de vino mantenían un equilibrio precario en el borde. No se esperaba que la cirugía fuera breve, pero la amiga de la madre de Manuel estaba en funciones solo hasta las cinco o seis de la tarde y Mei quería tener el canal abierto para enterarse de cualquier eventualidad. Sin embargo, durante el día no hubo comunicación. A la noche, mientras cenábamos, Felipe comentó que nuestro radiotransmisor también podía captar algunas frecuencias AM relativamente lejanas. Mei se levantó de la mesa en el acto, se acomodó de nuevo junto al aparato y empezó a mover las perillas. Los demás guardábamos silencio.
El ruido blanco que salía del parlante era interrumpido cada tanto por música o por la voz de algún locutor engolado o de alguna locutora sugerente. Presentaban canciones o comentaban temas de interés general. Era claro que Mei buscaba una radio de noticias con la esperanza o el temor de que informaran algo sobre el gran periodista Ryunosuke Itoo, pero también era evidente que no iba a suceder. Y de hecho no sucedió. ¿Qué podíamos decir? ¿Que la muerte natural de un corresponsal extranjero no sería noticia? ¿Que a lo sumo habría algún recuadro en un diario al día siguiente?
—Ese es uruguayo —dijo Darío en relación con una voz que Mei había dejado unos segundos porque ofrecía un resumen de noticias.
Fue como uno de esos arbustos resecos que ruedan por el desierto. Darío había esbozado una sonrisa, pero no hubo respuesta y ni siquiera llegó a formarla completa. Mei continuó moviendo las perillas uno o dos minutos, se puso de pie, tomó otra botella de vino de la alacena que hacía las veces de bodega y se fue.
—¿No tenías un poema de Mondragón que recitar también? —dijo Romina irritada.
—Pero… —empezó Darío, y se quedó en silencio.
Yo me fui a dormir con esa sensación acre que produce lo que tiene que terminar y no termina. O lo que tiene que empezar y no empieza.
Al despertar, una cadena de mensajes nos unió en una ola que cada cual agitó desde su propio sitio. Empezó a la madrugada en el sanatorio en el que Catalina Kuchma, la mamá de Mei, debe haber pasado la noche pensando en los senderos de una historia amorosa que ahora estaba cerrada para siempre, creció y se saturó de sentimientos, se volvió ondas de radio que volaron trescientos kilómetros hasta el ser más afectado del mundo por la novedad sin sorpresa que cargaban y, desde ahí, empezó a decrecer hasta llegar a mí en la forma de dos palabras pronunciadas por mi hermano:
—Falleció Ryunosuke.
Yo imaginé la muerte de mi papá y pensé que me habría desmoronado la tristeza. Fui directo al departamento de Mei y le dije que lo lamentaba en el alma. Abrazada por Romina, ella apenas me miró, pero no sentí que me rechazara. Más bien percibí que era una bolsa agujereada, que no podía mantener su forma, que todo roce con el exterior le hacía perder energía. Manuel tenía la mirada extraviada y Darío pronunciaba frases pertinentes e innecesarias. Tal vez sentían que habían perdido una brújula, un faro que iluminaba un territorio que no se podía alcanzar sin ayuda. Yo no estaba segura de que Ryunosuke no hubiera actuado como un psicópata, pero no quería juzgarlo. ¿Mei había perdido algo más que a su padre? ¿Qué más podía perder? ¿Habría sido mejor si no hubiéramos hecho el viaje? Hay que ser mala persona para sostener que la muerte de Ryunosuke me produjo satisfacción. Yo estaba triste, pero en lo que me tocaba le estaba agradecida. Miraba por la ventana y veía una ciudad vacía y llena.