Cuando recuerdo nuestra llegada a la ciudad me cuesta no pensar en mi llegada a este sitio. Me trajeron cordialmente, pero no me pareció que hubiera espacio para ningún “no”. Fue hace ocho o nueve meses. Me regalaron un mapa y me mostraron dónde estaba. Lo señalaron con el dedo. Un hombre. Sonreía. Nadie iba a hacerme daño. Dos días después vino Manuel. Me tranquilizó verlo, yo sé que no dejaría que me pasara algo horrible. No porque crea que me adora, pero lo conozco. También me dio miedo, un temor abstracto. Me dijo que Martínez Aldana no me consideraba una criminal pero la situación era compleja. Me entregó una carta de Romina. Era confusa, estaba claro que la había escrito a las apuradas. Tenía alguna crítica, pero en líneas generales decía que me quería, que me extrañaba, que al comienzo todo esto le había parecido absurdo, exagerado, pero luego había entendido que por ahora no se podía hacer otra cosa. Yo estuve tres días escribiendo una carta larguísima en la que trataba de explicarle lo que había pasado, pero Romina y Manuel hace un par de años que no son pareja y me parecía difícil que la carta le llegara sin que él la abriera. Además, pensé que no tenía ninguna información que ella no pudiera conseguir si quería enterarse, así que la tiré. Escribí otra carta contándole cómo es mi vida en este lugar. Desde entonces no cambió demasiado.
Estrictamente, no tengo pruebas de que estoy donde me dicen que estoy. ¿Cómo podría confirmarlo? No tengo pruebas de que nací el día que me contaron mis padres, por caso. Pero es un lugar hermoso, hay que reconocerlo. Me dijeron que estoy en Córdoba, en el Valle de Calamuchita. Mi cabaña es pequeña y bastante sencilla, pero tiene todo lo imprescindible. Hay un río cerca y un camino por el que puedo llegar a la orilla y bañarme si es verano. Puedo pasear un poco por la sierra. Con cuidado, por las serpientes. No hay más riesgos. Hacia el otro lado, el camino llega a una casilla que tiene guardia las veinticuatro horas. Más allá hay un poblado. No debo dejar que me vean.
Nuestra llegada a Buenos Aires tampoco tuvo testigos. Al menos no con ojos humanos. Los Lada recorrían la ciudad sin más obligación que la de esquivar los sectores anegados, que eran menos de los que esperábamos, pero solo porque habíamos llegado temprano, poco después del mediodía, bastante antes de que la maquinaria estadounidense de inundación se pusiera en funcionamiento.
Nos detuvimos para almorzar en una plaza barrosa. En el centro sobresalía una fuente apagada que sin embargo estaba colmada hasta el borde. No lo sabíamos todavía, pero las crecidas diarias la mantenían llena. No era la única cosa a la que le ocurría algo semejante. Si se piensa un poco, la ciudad de Buenos Aires entera era una fuente, un gran juego de agua que se encendía cada atardecer.
Yo tenía a mi cargo una canasta con sándwiches y me recosté en el borde de la fuente. A nuestro alrededor, decenas de edificios vacíos hacían palpable la ausencia de energías humanas. Eran altos y en sus balcones muchas plantas habían muerto y otras se habían reproducido. El aire era pesado y húmedo. Entré en una somnolencia blanda. Me sentía como dentro de la naturaleza, en un bosque o una selva. No sé si estaba feliz, pero podía percibirme animal junto a los pocos animalitos que atravesaban el cielo o corrían furtivamente por los rincones. No muchos habían sobrevivido al desembarco de los figuritas.
Los demás venían cada tanto a buscar un sándwich y se alejaban a charlar más allá, bajo algún árbol. Desplegaban mapas y discutían nuestros próximos pasos. Gómez no estaba tranquilo, se movía renqueante sin apartarse mucho. Jugaba con Felipe y ladraba a media voz, como si sospechara que no convenía avivar el peligro. Yo me pregunté si los figuritas podían oírnos e imaginé que Gómez se preguntaba algo parecido sobre un adversario que no alcanzaba a vislumbrar. ¿Oían, veían, olían? ¿Podían sentir miedo? ¿Lucharían por su vida si fuera necesario? Las explicaciones gubernamentales eran vagas y estaban acompañadas con imágenes difusas. En las fotos no se veían más que pequeñas siluetas negras, figuras parecidas a insectos o a diminutos roedores sin cola. Nosotros teníamos expresas recomendaciones de evitarlos, al menos hasta saber un poco más de ellos. No es que no supiéramos nada, pero lo poco que nos había llegado era desalentador.
Su nombre científico era Homogenerata organicophaga, aunque solo a Darío le importaba recordarlo. A él y a Julián de Almeida, un biólogo que salía con Beta, la amiga de Romina que trabajaba en el hogar de animales. Antes del viaje nos habíamos reunido con él porque no sabíamos de nadie que hubiera visto un figurita en vivo y de Almeida era lo más cercano que teníamos a un especialista. Se suponía que había leído mucho al respecto.
Lo que íbamos a encontrar era el resultado de la investigación con que China había inaugurado su fama de Potencia Biotecnológica Mundial. En rigor, los científicos que habían trabajado en el proyecto provenían de todo el mundo, pero el financiamiento era principalmente chino y eso había permitido que la dirección quedara en manos de Keung Zhongjian, un biólogo especializado en modelos complejos y redes neuronales. A diferencia de las potencias occidentales, que apoyaban investigaciones similares para las que imaginaban finalidades bélicas, a los chinos se les había ocurrido que tenían entre manos una herramienta de mantenimiento urbano. Lo demás era obvio: las inundaciones de Buenos Aires habían ofrecido el escenario ideal para exhibir su eficacia y el gobierno argentino había aceptado rápidamente la propuesta.
Desde 1984, los figuritas se encargaban de mantener “limpia” la ciudad, impidiendo que los desechos orgánicos y la fauna se reprodujeran hasta tomarla por completo. El problema era que, desde su perspectiva, los humanos somos encantadores desechos orgánicos, así que no había manera de establecer una relación muy amistosa con ellos. Según había leído de Almeida, aunque eran pequeños, de unos pocos centímetros, trabajaban en grupos muy eficientes. Salían de sus matrices, algo así como sus hormigueros o panales, y volvían con material para hacer más figuritas y reparar o extender las matrices. Sus hábitos podían programarse, como si fuera algo genético. En el caso particular de los que habían sido enviados a Buenos Aires, se los había preparado para que salieran un rato antes del atardecer, de modo de evitar que la crecida del agua diseminara la basura, y se habían hecho ajustes para que obviaran cualquier material orgánico con alta concentración de clorofila: favorecían el cemento, las construcciones durables y la vegetación que pudiera sobrevivir sin ayuda humana. Aunque la cuestión de si tenían lenguaje era discutible, sí se comunicaban para organizar mejor sus tareas. El modelo que se había utilizado como base era el de las abejas, cuyo código estaba muy estudiado. Transmitían y recibían información de acuerdo a los desarrollos del momento en comunicación inalámbrica. De Almeida decía que había que pensarlos como robotitos de materia orgánica. La conclusión básica era que no convenía acercarse. Como todos, yo deseaba conocerlos, pero me producían un temor resistente, infantil.
Una o dos horas después de recostarme en la fuente me despertaron y volvimos a los autos para hacer una recorrida. Manuel y Darío conducían con cuidado, atentos a los peligros que pudieran amenazar los neumáticos, para los que apenas teníamos recambio. Sabíamos que había unas pocas zonas a las que no llegaba el agua y teníamos que elegir alguna donde establecernos. Aunque Buenos Aires hubiera sido construida sobre un plano casi horizontal a la altura del río, algunas partes, alejadas de la costa y un poco más altas, estarían siempre secas. Era importante que aprendiéramos a reconocer los desniveles. Se suponía que las áreas de hasta diecisiete o dieciocho metros de altura no eran seguras para habitar, pero incluso las otras podían inundarse cuando a la crecida diaria se sumaba alguna de las lluvias furiosas de Buenos Aires. Me acuerdo bien de que entre los mapas que teníamos había uno topográfico, que estaba plastificado y Manuel cuidaba como oro.
Desde el asiento trasero de nuestro auto, Gómez y yo mirábamos abstraídos lo que pasaba a través de la ventana. Se veían vidrios rotos y chapas oxidadas, casas y edificios derrumbados, pero en general la ciudad estaba en pie, con pasto y yuyos crecidos por todos lados, a veces en lugares insólitos, alentados por las rajaduras en los edificios, en lo que quedaba de asfalto, en las baldosas. Ahora me parece recordar también un cierto asombro por el tamaño y la vivacidad de algunos grafitis que nos cruzábamos, pero no sé si es un truco de la memoria, porque lo cierto es que todavía no sabíamos nada de los Nos vemos mañana.
Felipe sostenía un walkie talkie en el aire para que todos pudiéramos escuchar lo que, desde el otro auto, iba diciendo Ryunosuke. Hablaba de los lugares históricos y del modo en que las inundaciones habían afectado la infraestructura. Contaba que, si era difícil que encontráramos autos, era porque se habían utilizado casi en su totalidad los días de la evacuación, pero también porque la mayoría de los que fueron abandonados en zonas inundables habían sido arrastrados por el agua hacia donde baja el terreno, Puerto Madero, el Riachuelo o la Costanera, si es que no estaban ya hundidos en el lecho del río. Lo mismo pasaba con la suciedad, que casi no existía, aunque hubiera barro por todos lados. Yo sospeché por primera vez del modo en que Ryunosuke había conseguido la información que manejaba. Se me ocurrió, y todavía lo creo, que había estado junto a Martínez Aldana en alguno de los helicópteros que sobrevolaron la ciudad el día de la primera inundación.
Después de unas vueltas, el calor húmedo del verano nos empujó fuera de los autos y nos detuvimos en otra plaza. Parados en círculo bajo la copa de un ombú gigante, los planes de cada quien signaron la conversación respecto del edificio en el que viviríamos. Era cada vez más evidente que mis fantasías de aventura y carpe diem eran solamente mías. Y acaso de Gómez. Los demás habían viajado hasta Buenos Aires para hacer algo, para realizarse de algún modo específico, y lo repetían como argumento. Manuel exigía que no nos quedáramos en un lugar demasiado alejado de los corredores de agua, porque iba a preparar un informe sobre las crecidas y las zonas inundadas y semiinundadas. Mei planeaba salir a recolectar restos, así que no se podía elegir un lugar distante de los sectores que habían estado más densamente poblados y hacían prever mejores tesoros. Darío quería un lugar alto y a buen resguardo desde donde mirar la ciudad y escribir sin el temor a perder el fruto de su trabajo. Mi hermano recordaba cosas que nadie podía discutir: había que quedarse en un edificio con un generador eléctrico propio y una bomba de agua en la que se pudiera colocar el filtro que teníamos; además, las garrafas de gas que habíamos llevado tenían que poder conectarse al menos en una cocina y un par de calefones. Ryunosuke hacía comentarios con aprobación, aunque a veces se parecían mucho al sarcasmo. Yo habría querido decir que teníamos que elegir un lugar con buenos aparatos de cocina, pero casi no participé. Como Gómez, miraba y oía, y eventualmente soltaba un poco de energía en forma de ladrido o algo parecido.
Finalmente, Romina hizo que se llegara a un acuerdo. El edificio estaba en la más pequeña de una de las de por sí pequeñas zonas siempre secas, pero no muy lejos de las marcas que indicaban hasta dónde llegaba la inundación cada día. Tenía seis pisos y todas las ventanas intactas. Estaba cubierto por una capa de polvo, pero en buen estado. Felipe se puso enseguida a trabajar en la puesta en marcha del generador y la bomba de agua. El resto no nos tomamos demasiado tiempo para acomodar lo que habíamos llevado. Subimos las cosas por las escaleras, votamos cuál sería el departamento comunitario, elegimos un poco al azar departamentos para cada cual, dejamos todo en el suelo y salimos a recorrer la zona a pie. No teníamos verdadero apuro, pero queríamos ver cómo ocurría la misteriosa crecida. Todavía no habíamos sido testigos de la transformación que sufría cada atardecer la ciudad y no podíamos esperar ni un minuto más.
Pero ese día no llegamos a verla de cerca. Caminamos por el barrio hasta que advertimos un movimiento sospechoso a una o dos cuadras. Gómez ladró y temimos que fueran figuritas. Tuvimos que conformarnos con lo poco que podía verse desde la terraza de nuestro edificio, rodeados como estábamos por otros edificios mayores o iguales. Desde la costa y hacia el continente, el delta de Buenos Aires se empezaba a formar como lo había hecho durante casi seis años, pero nosotros apenas podíamos ver unos pocos reflejos del agua en alguna esquina.