/ Los figuritas
Capítulo 1.3

Capítulo 3

Imagen de portada

Parece mentira que hayan pasado diez años. Yo era otra persona, había sentido un llamado. No soy capaz de explicar bien qué decía, pero tampoco veo cómo podría haber ocurrido algo diferente. No había manera de adivinar que cuando dejara Buenos Aires no sería para volver a Rosario, como no habría podido saber en el 82 que los efectos de una disputa por un territorio a 2000 kilómetros iban a alcanzarme seis años después. 

Fantasear con un viaje es hermoso, pero los últimos momentos pueden angustiar incluso a la bolsa de energía más estable. Hasta el día anterior a nuestra salida, yo me había mostrado resuelta. La última noche fue otra cosa. Mi papá se había ido a dormir ofuscado después de intentar convencerme de que no viajara y fracasar por última vez. Mi mamá y yo nos habíamos quedado en la cocina. A través de la ventana, el viento cálido de Rosario me producía una especie de nostalgia anticipada. Mi mamá casi no había participado de la discusión y yo sentía que de algún modo estaba orgullosa. Por primera vez me atreví a mostrar miedo.

—En realidad, no sé qué voy a hacer ahí —dije. 

Me miró con una sonrisa malévola.

—Vas a cocinar.

—Sí, cocinar —dije yo monocorde, con la vista fija en el cielo oscuro al que se abría la ventana.

Ella notó mi desazón y cambió el tono.

—No. Mirame —dijo—. Vas a cocinar.

Mi mamá es una arquitecta talentosa, más que mi papá. Él aprendió a diseñar y levantar casas como un castor, como un perro aprende a buscar una pelota. Ella en cambio investiga en los materiales como un inventor del siglo XIX. Es reconocida, el Partido le ha hecho más de un encargo especial. Lo que no permite que todos sepan es que además es una gran cocinera. Yo creo que sería capaz de cocinar mal a propósito si pensara que su habilidad dará excusa para algún razonamiento estúpido y machista, pero a mí no me permitiría nunca desdeñar la cocina. Podría haber utilizado ese momento para intentar convencerme de abandonar el viaje pero, en lugar del ataque que yo esperaba y tal vez deseaba, preguntó:

—¿Estás llevando condimentos? ¿Estás llevando libros de recetas?

Asentí como una nena a la que le preguntan si sabe su edad.

—Pero no estás llevando nada especial...

Negué con la cabeza.

Entonces se puso de pie, colocó un banquito bajo la alacena, subió para llegar al estante superior y descendió con un paquete cerrado al vacío de ras el hanout. Era una de las joyas de su colección de condimentos, un regalo que un alto funcionario le había traído de Marruecos. Si nunca lo había abierto, era porque esperaba una ocasión que lo ameritara. Y ahora me lo estaba entregando. 

Recuerdo verla estirar los brazos para alcanzarme el paquete y sentirme como una amazona a la que Hipólita le otorga un arma mágica. Lo apreté contra mi pecho. A veces todo lo que se necesita es una clave propia.

En mi cuarto, vi mi bolso y mi mochila y pensé que no podía guardar el ras el hanout en ninguno de ellos. No quería mostrarlo. Nadie revisaría mis cosas, pero por absurdo que parezca me preocupaba la posibilidad de que se enteraran por azar. En mi cama estaba Vladimir, el único muñeco de peluche del que no me había deshecho en la adolescencia, y supe que era una misión para él. Mi hermano se burlaría, pero los demás no iban a decir nada si yo llevaba mi koala de la suerte. Así que lo abrí por la costura del cuello, saqué un poco de relleno, guardé el paquete adentro y volví a coser con toda la firmeza que pude. 

El resto de la noche no dormí. Soñé despierta con inundaciones y tesoros, con corridas, con accidentes. La primera luz de la mañana me encontró lista, sobrenaturalmente sobria. Cuando nos pasaron a buscar, el cielo despejado emitía una vibración celeste que lo inundaba todo. El 17 de febrero de 1988 había llegado.

Viajamos en dos Lada Nova 1.5. Es imposible que lo olvide, en mi auto Darío y Felipe hablaron mucho sobre sus características. Darío iba al volante y giraba la cabeza cada tanto para mirar lo que Felipe señalaba en alguna página del manual que manipulaba con fruición. Analizaban cuánto durarían los autos, qué posibilidades teníamos de encontrar combustible, qué podríamos arreglar nosotros. Sentada en el asiento trasero junto a Gómez, el perro tullido de Manuel, yo no participaba demasiado. Miraba adelante, a través del parabrisas, el otro Lada, en el que viajaban Ryunosuke, Mei, Manuel y Romina. No podía saber de qué hablaban, pero imaginaba algo significativo, mucho más que lo que me tocaba oír a mí. Su auto irradiaba una energía poderosa. 

Yo no estaba feliz, era algo mejor que eso: estaba exultante. Era partícipe de una verdadera misión. La menos importante, apenas tenía mayor rango que el perro, pero era una pieza del instrumental asombroso que estudiaría a los figuritas, un pequeño hálito del viento redentor que se llevaría las inundaciones para siempre, un fragmento de la lanza intrépida que apuntaba al corazón del Imperio. Me gustaba pensar nuestros nombres como en los créditos de una película:

PRODUCTOR EJECUTIVO…………………….Ryunosuke Itoo

PRODUCTORA………………………………………Mei Itoo Kuchma

DIRECTORES…………………………………….Romina Tosone y Manuel Buya

GUION…………………………………...........Darío Steimberg

ASISTENTES DE PRODUCCIÓN…………….Felipe y Emilia Albornoz

Al mediodía llegamos a una casilla más allá de la cual solo podía estar Buenos Aires, la ciudad vedada. Nos detuvimos frente a una barrera defendida por dos guardias. Uno empuñaba una ametralladora. Si alguna vez alguien escribe mi biografía, este sería un buen comienzo. Yo contuve la respiración, pero lo que siguió no podía estar más lejos de mis fantasías. Nunca me había sentido tan ingenua, tan lejos de la imagen que tenía de mí misma, tan consciente de mi propia situación como Gómez, el perro descalabrado que me miraba babeante. 

Ryunosuke bajó del auto con una carpeta de cartón en las manos, caminó hasta la casilla y saludó con deferencia. Los soldados lo miraron con desconfianza, apenas devolvieron el saludo con un leve movimiento de cabeza. Ryunosuke extrajo unos papeles de la carpeta. El soldado que no empuñaba el arma los tomó y leyó lentamente. Me pareció que movía los labios al compás de los ojos, como si necesitara acompañarse con la voz para asegurarse de su veracidad.

—¿Qué está pasando? –pregunté yo.

–Ryunosuke les está mostrando el permiso de Martínez Aldana –respondió Darío.

–¡¿El qué?! 

–No grites, Emilia –dijo seco Felipe, mientras le acariciaba la cabeza a Gómez para que mi exabrupto no lo alterara.

–El permiso de Martínez Aldana –repitió Darío.

–¿Y es de verdad? –pregunté yo.

Mi cerebro buscaba salvar mis expectativas. Me mostraba a Manuel y Mei falsificando documentos y firmas con información conseguida por Ryunosuke. Lo vi todo en un segundo y casi me tranquilicé. Hasta que Darío habló.

–Por supuesto que es de verdad. 

Quedé muda. ¿Podía ser tan estúpida? Miré a Felipe, que me devolvió la mirada con la sonrisita cruel que sacó de mamá. Él sabía. ¿Sabía que yo no sabía? ¿Cómo no me había enterado? ¡Romina no me había dicho nada! ¿O sí? Nuestro viaje tenía una autorización oficial. El propio Martínez Aldana había firmado el permiso para que entráramos a Buenos Aires. El mismísimo presidente. 

Los soldados revisaron el auto en que estaban Manuel, Romina y Mei. Luego comenzaron a caminar en dirección a nosotros. Ryunosuke los seguía dos pasos atrás.

–Ahora quedate callada –dijo Darío.

Su tono me descolocó. El soldado que tenía los papeles en las manos se acercó a nuestro auto y miró a través de las ventanillas. Sus ojos iban y venían del interior del vehículo a los papeles. Cuando Gómez y yo quedamos en su ángulo de mira, estiré los labios en la sonrisa más falsa que debo haber ofrecido en mi vida. El guardia volvió a enfocarse en lo que leía. Algo parecía no estar del todo en orden. 

–Señor Itoo –empezó a decir señalando el texto–, acá no figura…

–Sí figura, amigo –lo interrumpió Ryunosuke, y señaló un lugar preciso con el índice–. Aquí.

Supuse que la cuestión era Gómez. ¿Para qué querríamos un perro lisiado? Ryunosuke y el soldado continuaron su diálogo, la discusión pasó a un problema de interpretación. La frase en debate era la siguiente: “Debe permitirse el acceso del Sr. Ryunosuke, su equipo y todo lo necesario para la tarea que se encomienda”. ¿Cómo podíamos justificar la necesidad de llevar a Gómez sabiendo que en la ciudad estaban los figuritas? Yo seguía sonriendo, casi con dolor. Solo abandoné mi mueca cuando escuché la voz de Ryunosuke:

–Es una joven de diecinueve años, oficial, sedienta de participar en la causa de su país, que es la de todos nosotros.

El soldado se quedó mirándolo perplejo. No estoy segura de que yo haya sido la razón, más bien me parece que su gesto era la respuesta a esa voz un poco graciosa, un poco cortada, que salía de la boca de un japonés y le hablaba de la causa de nuestro país. Ryunosuke sonrió y ladeó la cabeza. Todavía me parece increíble: fue demoledor. Creo que el soldado le habría entregado el arma, si se la hubiera pedido. Hizo un chasquido con la lengua y se rindió. 

Mi fantasía era entrar de incógnito y en realidad teníamos aval del Partido… Para peor, en la siguiente hora quedó claro que las historias de violencia que había oído sobre algunos intentos de ingreso a Buenos Aires tenían que ser falsas, al menos la mayoría. Tal vez correspondían al primer año después de la evacuación, tal vez eran relatos gubernamentales que buscaban producir miedo. Lo cierto es que la vigilancia era precaria. Incluso pasamos una casilla sin guardia en la que Mei tuvo que levantar la barrera manualmente. Abrazada a Vladimir, palpando el paquete de ras el hanout dentro de su pecho, yo no me movía, casi no pestañeaba. Visto en el espejo retrovisor, mi gesto debía parecer un pedido desesperado de información, y Darío no iba a perder la oportunidad.

De acuerdo con su relato, después de meses de burocracia, Ryunosuke había conseguido con ayuda de Manuel un permiso para entrar en Buenos Aires a documentar el estado de la ciudad. El permiso se extendía a un equipo de asistentes y tenía una duración de una semana. La idea era simple: después de esa fecha, Ryunosuke volvería a Rosario a presentar los resultados y los que quisiéramos nos quedaríamos. Yo no intervenía en la explicación, Darío no necesitaba que nadie le preguntara nada. Hablaba y hablaba. De todos modos, mi sensación era que faltaba la información más importante, que él tampoco tenía claro para qué se había organizado el viaje. Después fue evidente que nadie excepto Ryunosuke lo sabía.

Por primera vez desde nuestra salida de Rosario el silencio abarcó el espacio entero. Entonces Darío recitó un poema de Álvaro Mondragón, el poeta comunista que más tarde murió a causa de los figuritas.

Masticamos como si una vida nos fuera en ello

                       como si una mira nos abarcara con su lente

                                  si una multitud nos mirara amenazante

                                      una justificación de todo fuera este bocado

Callamos que cualquiera nos deprime con nada

    que cualquiera nos hunde con poco

            cualquiera nos oscurece sin energía

                  nos ahuyenta sin palabras

Recordar ya haber descansado en este punto

es 

       casi 

                  lo único que duele

no es ahora

no dice nada de cada uno de nosotros 

La figura que se recorta en la ventana enfrente

mueve las manos

parece estar haciendo algo maravilloso.

Darío y Felipe empezaron de nuevo su charla. Alternaban observaciones sobre el auto, comentarios de fútbol y polémicas sobre historia argentina. Al menos es lo que percibí en los momentos en que presté atención, que no fueron muchos. Yo estaba atascada en mi propia conversación interior. Pensaba en nuestro viaje y en Martínez Aldana, en los guardias que nos dejaban pasar y en el Partido Proletario Revolucionario Argentino, en lo que unía a los demás y en mi lugar en el grupo. Se me ocurrió que todos creían que mi presencia respondía solo a un capricho de Romina. Y que ese capricho era paralelo al capricho de Manuel de traer a Gómez. El perro.

Antes de vivir con Manuel y Romina, Gómez fue un perro herido. Antes de estar herido, fue un perro que se metió en problemas con otros perros. Antes de meterse en problemas con otros perros, fue un perro abandonado. No hay datos sobre sus primeros años de vida. 

Cuando apareció tirado en una construcción abandonada, con una mordida en el cuello y una pata inmóvil, un hilo de saliva iba desde la comisura de sus labios hasta el piso. Respiraba haciendo una especie de ruido gris. Romina caminaba por la vereda y el sonido la atrajo como un moribundo a un cuervo o a un ángel. No me contó cómo hizo, pero lo llevó hasta una asociación por los derechos de los animales donde trabajaba Beta, una amiga de la facultad. Si tuviera que inventar, diría que lo trasladó en brazos, susurrándole palabras tranquilizadoras. No era pequeño, de modo que tiene que haber sido un esfuerzo grande, incluso para alguien como Romina, que se vigoriza cuando siente que es protagonista en la aventura de ayudar a una bolsa de energía en problemas.

Gómez no estuvo en la asociación más de dos semanas. Lo curaron hasta donde era posible. La pata trasera derecha no volvió a ser como las otras y, aunque todavía no se sabía, no se recuperaría de unos dolores terribles que obligaban a inyectarle regularmente no sé qué sustancia. Aun así, o tal vez justamente por eso, Manuel dijo que quería adoptarlo. Romina debe haberlo amado con furia.

En el trayecto a Buenos Aires, Gómez ladró poco. Se dejaba acariciar gozoso por Felipe, con quien estableció un vínculo casi inmediato. Parecía percibir que estábamos haciendo un viaje valioso, que no había que importunar al grupo. Una de las pocas veces que ladró sentí incluso que lo hacía para reprenderme por alguna intervención inadecuada y lo odié por estar del lado de ellos. Pero el odio no me duró demasiado, pobre Gómez. Después del episodio con los guardias me mimeticé con él. Durante la última parte del viaje fuimos una sola vibración: dos bolsas absorbiendo energía por la ventana, inquietas porque ignoran si podrán conectar con lo que viene. Darío, en cambio, seguía hablando siempre tan orondo. Y Felipe, tan esforzado en estar a la altura. Y en el otro auto (no lo vi, pero puedo imaginarlo), Manuel, tan entusiasta. Y Romina, tan inteligente. Y Mei, tan ella. Y todos sin saber que Ryunosuke iba a morir pronto.

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Sobre el autor:

Darío G. Steimberg nació en Buenos Aires en 1978. Doctor en Letras (UBA), dicta cursos y talleres de escritura, narrativa, ensayo y análisis de discurso en la Universidad Nacional de las Artes y en la Universidad Nacional Arturo Jauretche. Es editor de la sección de Teoría y Ensayo en la revista Otra Parte.

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Darío G. Steimberg nació en Buenos Aires en 1978. Doctor en Letras (UBA), dicta cursos y talleres de escritura, narrativa, ensayo y análisis de discurso en la Universidad Nacional de las Artes y en la Universidad Nacional Arturo Jauretche. Es editor de la sección de Teoría y Ensayo en la revista Otra Parte.

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