Cuando Romina me contó que iban a volver a Buenos Aires yo tenía dieciocho años y me emocioné. No es que eso me distinguiera de los miles de adolescentes que habíamos crecido escuchando historias sobre lo que había sido la Capital en su momento de gloria, pero... Aunque no paraba de repetir que no lo podía creer, en realidad sí lo creía. Me parecía fabuloso y creíble. Era 1987 y ya se hablaba de la posibilidad de habitar Buenos Aires de nuevo, lo discutían en diarios, en radios, en televisión. Todavía no había anuncios oficiales, pero se escuchaban rumores acerca de grupos ocupados en los preparativos.
Pensaban viajar Ryunosuke, Mei, Darío, Manuel y ella. Los cinco habían tenido que dejar la ciudad en 1982 con el ultimátum, la evacuación y las inundaciones que clausuraron la guerra de Malvinas. Los cinco vivían en Rosario desde entonces. Romina y yo nos habíamos hecho amigas solo un año antes, a fines de 1986, pero esos meses me habían revelado un mundo. Mi mamá y mi papá eran arquitectos, sus amigos eran arquitectos, ingenieros, funcionarios del Ministerio de Obras Públicas. Mi hermano Felipe ya estaba estudiando arquitectura y la puerta permanecía abierta también para mí, pero yo esperaba algo distinto. Lo esperaba con voracidad.
No había familia rosarina que no me resultara conocida. Me refiero a familias como la mía, que reservan siempre una pared para una biblioteca de buena madera en la que ostentar El capital, La revolución permanente, El libro rojo. Yo vibraba con esas ambiciones nobles, pero amaba la literatura, incluso la burguesa, individualista y romántica. Soñaba con las cruzadas, con los viajes de descubrimiento cuyos relatos no se conservan, con las repúblicas sin historia y las revoluciones de costumbres: creía en todos los hechizos. Y Romina podía convocarlos.
La primera vez que la vi fue en el Hospital Provincial, un día que Felipe se esguinzó un tobillo en un partido de fútbol y yo acompañé a mi papá a buscarlo. Manuel y Darío, que jugaban con él en el equipo de la facultad, lo habían llevado a la guardia. Romina llegó unos minutos después, mientras esperábamos a Felipe en una antesala. Caminaba segura como esas personas que no pierden el tiempo. Le dio un beso en la boca a Manuel, uno en la mejilla a Darío y un apretón de manos a mi papá. Se sumó a la charla sin necesidad de explicaciones, acomodándose el pelo enrulado con una mano dispersa. Desplegaba esa pompa de los que están acostumbrados a ser bien recibidos. Sentada en una esquina con un libro sobre el regazo, yo imaginé que todos debían enamorarse al conocerla y bajé la vista cuando me di cuenta de que mi papá comentaba que había venido conmigo. Ella tenía solo nueve años más que yo, pero me pareció que nos distanciaba un abismo. Me vio en el rincón y se acercó.
—A sangre fría —dijo mirando la tapa de mi libro—. Hay que venerar a Truman Capote.
O tal vez:
—Truman Capote. Hay que venerar todo lo que escribió.
Me convertí en su protegida. No sé qué vio ella, pero yo adoraba su voz, su compromiso militante, su sensibilidad para leer. En cuatro meses, contemplé cómo tomaba la batuta en un momento de caos en la primera asamblea estudiantil a la que asistí, la escuché convertirse en Alejandra Pizarnik para pregonar que también se puede tener una visión del mundo desde una alcantarilla y pasé de las primeras materias de Arquitectura a Letras, como ella.
Y ahora, de pronto, me dejaba. Se iba con Mei, su mejor amiga, que era capaz de amedrentar aspirantes a Che Guevara con cuatro palabras y tenía unos genes ucranianos que le permitían asimilar más alcohol que cualquier otro ser vivo. Se iba con Ryunosuke Itoo, el padre de Mei, un periodista que había llegado a Latinoamérica como enviado de un diario japonés a los veintiséis años y jamás usaba el cinturón de seguridad. Se iba con Manuel, su novio inflamado, que quería ser un soldado bolchevique o un jedi, y con Darío, que era capaz de recitar poesía y hablar de literatura o política hasta desmayarse. Se iba a caminar por los restos de una metrópoli célebre, a desafiar las inundaciones, a mirar de frente a los figuritas chinos. Yo la oía extasiada. Cualquiera que diga que nunca sintió que la acción es más importante que el estudio o la reflexión es un mentiroso o un miserable.
De acuerdo con lo que habían averiguado, Buenos Aires permanecía desierta. Las rutas para llegar estaban vigiladas, pero no era imposible entrar. Una vez adentro, tampoco podía ser difícil encontrar dónde dormir y conseguir algo para comer: como todas las ciudades argentinas, Buenos Aires había tenido pequeñas huertas comunitarias, al menos hasta la evacuación. Se trataba simplemente de tomar alguna vivienda y alimentarse a base de conservas hasta conseguir verdura fresca. Para mí, era como hablar de la conquista de la Luna.
Creo que ya mientras la escuchaba esa primera vez supe que yo también iba a viajar, pero no me apuré a decir nada. Contar un anhelo es como lanzar una burbuja al aire: se rompe con el mínimo contacto. Además, mi cabeza estaba llena de preceptos clásicos sobre el trabajo colectivo, suaves deformaciones de la moral que había aprendido en la escuela. Yo no quería simplemente ir, quería ser útil. Y ser útil es ser algo para los demás. El problema era que el viaje había sido idea de Ryunosuke, que planeaba escribir una nota o una serie de notas acerca del estado de la ciudad, y yo no existía para él. En rigor, casi no existía tampoco para Mei, Manuel o Darío.
Durante días me costó pensar en otra cosa. Cuanto más lo pensaba, más claro me quedaba que la llave era Felipe. Es algo que sabemos los hermanos menores: todo lo que hace el hermano mayor se vuelve inmediatamente una posibilidad, es casi un derecho. Felipe no era amigo íntimo de Manuel y Darío, pero los admiraba y a ellos les gustaba eso. Tenían veintisiete o veintiocho años y daban clases como ayudantes en una cátedra de Historia Argentina. Él tenía veinte y era un gran jugador de fútbol, lo cual combinaba a la perfección con el hecho de que estudiara Arquitectura. Al menos ante ellos.
Sé que todo esto se parece a las “maquinaciones” de las que me acusan, pero… Yo quería ayudar, no “viajar de polizón”, como publican por ahí. Mucho menos “derrocar” a Ryunosuke. De todas las barbaridades que se han escrito, lo que sí es verdad es que varias veces insistí en que necesitaban a mi hermano, o a alguien con los conocimientos de mi hermano, para tareas de las que no iban a poder ocuparse (plomería, electricidad, albañilería, carpintería). Se lo dije a Romina, pero también lo sugerí en presencia de Mei, Manuel y Darío. Hablé siempre frontalmente y sin vergüenza porque estaba segura de que era verdad.
También es cierto que, en la cena familiar en la que Felipe comunicó que lo habían invitado al viaje, lo apoyé vehemente. Pero no dije que había sido idea mía porque eso no habría ayudado ante mis padres, no porque quisiera ocultárselo a él. De hecho, más tarde se lo confesé y él me lo agradeció. Al menos al principio.
Una vez que Felipe fue incluido, no me llevó más de un par de meses convencer a Romina de que me ayudara a sumarme. Nunca la engañé, a esa altura yo creía realmente que me necesitaba. Alguien tenía que ocuparse de la comida y las dos sabíamos que nadie iba a hacerlo, que Mei solo se aseguraría de que siempre hubiera alcohol disponible, que Ryunosuke no se encargaría más que de alguna preparación especial. No es que a mí me encantara, pero cocinaba relativamente bien y podía practicar en el tiempo que quedaba. Estaba dispuesta a estudiar cualquier cosa.
Para muestra basta un botón: un mes antes del viaje, el mismo día en que Romina me invitó a mi primera reunión, conseguí los materiales para las clases de Historia Argentina que dictaban Manuel y Darío y leí un cuadernillo que reunía artículos sobre la guerra de Malvinas. Unos días después estaba en el departamento de Ryunosuke. Además de haber aprendido casi de memoria el cuadernillo, tenía conmigo todos los libros de cocina de mi mamá en una mochila. Quería hacerles ver que no era una improvisada, que entendía el modo en que el comunismo y el capitalismo se enfrentan alrededor del mundo, que sabía que la cebolla se tira en el aceite antes que el ajo picado y los garbanzos se ablandan con bicarbonato de sodio.
Nunca había visto a Ryunosuke en persona. Era severo y afectuoso y eso me tranquilizaba, aunque fuera un poco condescendiente. Pero la descomunal cantidad de libros que se apilaban en su departamento de divorciado me daba la impresión de que no podía abrir la mochila, de que sería un acto infantil, como esas nenas que le muestran a su mamá que pueden ponerle un tapadito a una muñeca mientras su mamá las viste a ellas. Dejé la mochila a un costado y sonreí mientras Romina me presentaba.
—Emilia Albornoz, la cocinera de la contracolonización —dije yo.
O:
—Comida y contracolonización con Emilia Albornoz.
No lo recuerdo bien, sé que quería sonar segura y humorística. Ahora me daría vergüenza, pero al menos Darío me miró de una manera distinta. En todo caso, si había habido algún desacuerdo respecto de mi incorporación, no quedaban huellas. Esa tarde lo importante eran otras cosas.
Primero se habló del horario en que viajaríamos e intentaríamos entrar en la ciudad. Manuel sostenía que había que salir a la madrugada y llegar al amanecer, de modo de tener todo el día para elegir dónde quedarse. Vibraba con una energía exaltada, se notaba que ya no podía esperar. Según Mei, en cambio, convenía salir a la mañana, con plena luz, para que el viaje no fuera peligroso y llegáramos descansados antes del mediodía. Hablaba rigurosa como Ryunosuke. Aun sentada se podía percibir el metro ochenta de altura que había heredado de Bohdan Kuchma, el abuelo materno. De la mezcla de sus dos familias parecía haber recibido el convencimiento de que tenía que enfrentar impasible cualquier cosa. Era impactante.
Después de una breve discusión, el propio Manuel aceptó la idea de Mei. Tal vez se había convencido, tal vez quería perder una discusión y ganar otra. Acordado el horario de salida, puso un bolso sobre la mesa, deslizó el cierre y sacó un estuche grande de cuero. Por el gesto de desencanto de Romina, me di cuenta de que ya habían discutido al respecto. Manuel abrió el estuche y mostró dos pistolas.
—Makárov PM rusa, CZ 75 checoslovaca —dijo orgulloso—. Las armas oficiales del ejército argentino.
Eran prestadas, pero podía conseguir que le entregaran una para el viaje. Argumentó que era importante que lleváramos algo para defendernos, había que decidir cuál. Darío dijo que nadie sabía nada de armas. Romina dijo que no era necesario ir armados, que no esperábamos encontrar muchos humanos o animales grandes, que las pistolas no servirían de nada frente a los figuritas. Por un momento nadie más habló, pero yo vi que Mei aguzaba los ojos interesada y que Ryunosuke aprobaba asintiendo casi imperceptible.
—Elegí vos, Manuel —dijo Mei.
Romina cerró los ojos mientras Manuel le tiraba un beso burlón. Yo quería estar del lado de ella, pero en el fondo sentía que un arma le daba realidad al viaje. Qué violenta es la fuerza del deseo. No sé si alguien se enteró después por cuál se inclinó Manuel, yo nunca pregunté nada. Me bastaba con saber que lo que íbamos a hacer era peligroso.