Capítulo 2.12

Capítulo 12

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Cuando empecé a tomar conciencia de lo que significaba tener verdaderas responsabilidades en la casona, nuestras actividades ya incluían a dos neurobiólogos que experimentaban con moléculas producidas a partir de hongos, cactus y levaduras. Montoya y Rosebud se habían mudado tiempo antes. Iony, Lupe y los demás Nos vemos mañana habían obtenido puestos en la universidad, la administración pública o el Partido, o habían vuelto al sur, o habían dejado el país: ninguno tenía razones para permanecer con nosotros. Hasta los duendes se habían marchado. Yo era la más antigua del lugar y, como en tantas comunidades humanas desde hace milenios, ser la más antigua me daba preeminencia. Quienes llegaron después de la Resolución de Normalización Nacional de 1993, incluso quienes habían llegado uno o dos años antes, cuando las inundaciones decrecieron hasta desaparecer y se dio inicio a la reconstrucción, me veían como una adelantada: yo había caminado la ciudad vacía, había flotado en el agua misteriosa que la llenaba diariamente, había aprendido a relacionarme con la existencia de los figuritas. Era una bolsa de energía tocada por la vibración de una época mítica. 

En la casona el recambio fue progresivo. Ocurrió en sintonía con el aumento de la población de la ciudad a partir de 1991, cuando empezaron a llegar contingentes de trabajadores con permisos legales de permanencia y dejó de resultar inusual encontrarse con caras nuevas por las calles. No es raro que en ocasiones se manifestara una diferencia entre los recién llegados y quienes habíamos vivido en la ciudad en los 80. Tampoco que, tras la partida de los últimos Nos vemos mañana, ese contraste tomara la forma exacta de mi presencia. No pasó demasiado tiempo antes de que yo notara que las decisiones que no tenían mayoría clara recaían en mí de un modo casi natural. Si hubiera pruebas, presumo que podrían usarse para hacerme responsable ante la justicia de algo relacionado con la producción y el supuesto contrabando de Sueño Lúcido a Uruguay y Chile, pero no sería más que una manipulación. Y de todas maneras no hay pruebas. 

Cinco o seis meses después de la Resolución de Normalización, los espacios de la casona se repartieron con tanta comodidad que incluso quedó libre una habitación. Fue entonces que Jimena Brull y Antonio Bagnardi pidieron armar un laboratorio. Hoy en día, cualquiera que esté informado reconoce esos nombres, sabe lo que significan, pero en ese entonces no designaban más que a dos biólogos recientemente ingresados al nuevo Doctorado en Inteligencia Artificial de la UBA. Puedo dar fe de que su ofrecimiento tuvo una recepción fantástica en la casona. Íbamos a pasar del hippismo de los Nos vemos mañana a la ciencia pura y dura de un día para el otro. Yo creo que sentíamos que estábamos ayudando al desarrollo de la ciencia nacional a través del apoyo al trabajo de dos investigadores brillantes, pero además Jim y el Lerdo, como les decíamos nosotros, solían darnos muestras gratis de lo que producían. ¿Quién perdería esa posibilidad sin una muy buena razón? A nosotros no se nos ocurría ninguna. 

A mediados de 1994, cuando Nicolás y otros dos duendes, los últimos pobladores originales, salieron por la puerta de la casona cargados de valijas y cajas, el panorama se mostró más holgado que nunca. Por primera vez desde la época en que vivía en el edificio tuve un cuarto para mí sola. Es cierto que fui la única que gozó de ese privilegio, pero también es verdad que yo era la más antigua y una de las más grandes. Y, de todos modos, no fue algo que durara más de unas semanas. Antes de que pudiéramos acomodarnos, dos asuntos vinieron a complicar las cosas. Por un lado, nunca quedó claro quién o quiénes habían prometido a cinco personas diferentes recién llegadas a Buenos Aires un lugar en una habitación que solo disponía de espacio para tres camas. Por otro, todos éramos testigos de un interminable conflicto de pareja: Lucía Lajst (sí, la viceministra de Educación de la ciudad que jura que apenas me conoció) y Juan Murcia (el primer muerto de la casona, sí, pero no por una sobredosis de Sueño Lúcido como se dice) llevaban al menos dos meses a los gritos, en peleas que se habían vuelto ridículas. No podían seguir durmiendo en el mismo cuarto. 

Lo más sencillo era que los científicos entregaran la habitación que ocupaban sus instrumentos, pero Jim y el Lerdo defendieron el laboratorio a capa y espada. En medio de la discusión, Jim, que era unos centímetros más baja que yo pero vibraba con una energía severa de esas que pueden resultar cautivantes, mostró por medio de fracciones, escribiendo teatralmente con un marcador al agua en la puerta ventana de la sala, que ellos dos, que compartían cuarto, en rigor tenían acceso a una habitación cada uno, al igual que yo, que había sido favorecida por la última distribución. La diferencia estaba en que el uso que le daban a la mitad de su espacio era también laboral, excedía el provecho propio. Recuerdo que miré el ventanal con una parsimonia un poco actuada:

Jimena = ½ + ½ de habitación = 1 habitación

Lerdo = ½ + ½ de habitación = 1 habitación

Emilia = 1 habitación

La explicación continuó mostrando que los demás disponían todos de ½, ⅓ y hasta ¼ de habitación y ya no hubo duda alguna de que, tanto como Lucía, Juan y los recién llegados, yo tenía que ser parte del nuevo arreglo. Visto ahora, no podría negar que me sorprendí expuesta de ese modo, pero no estoy segura de que Jim me haya tendido una trampa. Creo que había ido hilvanando ideas como le llegaban a la mente. Tras la última estocada, se quedó mirándome fijo, entre retadora y mendicante. Yo sé que nada empieza una sola vez o en un solo momento, pero entonces ocurrió algo novedoso.

–Lucía se va a mudar conmigo –me oí dictaminar con firmeza, con un tono que solo conocía internamente–. Y los dos chicos que recién llegaron van a vivir con Juan. 

No sé bien de dónde salió mi convicción, pero apuntaló la fuerza en que vibraba, produjo un breve silencio saturado de miradas cruzadas. Yo era una bolsa de energía de la que emanaba confianza. En primer lugar, había solucionado la situación de los recién llegados y de la expareja sin afectar a Jim y al Lerdo ni nuestro acceso a las experiencias provistas por sus sustancias. En segundo lugar, había comunicado la decisión en el momento justo y sin dar espacio a discusiones. Por último, había perdido voluntariamente un privilegio, me había sacrificado por mi decisión. Parece una simpleza, pero es un acto del que me sentí orgullosa al instante. Si me lo preguntaran, diría que la renuncia es la señal fundamental que marca cualquier liderato. Al menos los que valen.

Todos permanecieron unos segundos considerando el efecto de mis palabras. Jim miraba al Lerdo sonriente. Lucía me miraba agradecida. Juan no miraba a nadie, los ojos en dirección al piso, apoyado en la pared menos iluminada de la sala. Los dos chicos nuevos no sabían a quién abrazar y se abrazaron entre ellos. No me detuve mucho más en lo que hacía el resto. Estaba imantada por lo que podía ver en la puerta ventana: el parque y la pileta de fondo, en colores vivos; el final de la reunión, en tonos apagados en el reflejo; y mi nombre atravesándolo todo, escrito en negro sobre el vidrio.