Manuel sigue diciendo que esto no es una cárcel y que no hay formalmente cargos presentados contra mí. Asegura que, de hecho, esta es la única manera de no llevarme a juicio. La Asociación de Víctimas del Sueño Lúcido me responsabiliza por todo lo que sus miembros y los parientes de sus miembros han sufrido a causa de cualquier cosa que alguien haya dicho que fue producida en la casona. Es decir, me responsabilizan prácticamente por todo. Tienen poder de lobby (me causó gracia escucharle pronunciar esa palabra), aun dentro del Partido. Mis padres, mi hermano, Romina, Darío, todos recomiendan que haga caso. Sus cartas son importantes, pero la verdad es que estoy un poco harta de que opinen sobre lo que yo debería hacer. Prefiero los momentos en que me cuentan cosas de sus vidas.
La última noche que pasé en el edificio fue también la última vez que los vi a todos juntos en el departamento comunitario. Cuando entré, estaban sentados a la mesa, Manuel incluido. Se me ocurrió que habían pasado el día entero ahí. No sé si habían tenido una conversación grupal con temas definidos de antemano, de esas que a Manuel le gustaba llamar “asambleas”, pero no hay dudas de que habían hablado de todo. Yo estaba contenta de verlos, pero a ellos se los veía tensos. Las energías vibraban tan rápido que el aire parecía sólido.
Romina se puso de pie y me abrazó.
‒¿Dónde estuviste? ¿Cómo estás?
‒Más o menos… Bien ‒dije yo‒. Paseé en bici, vi un figurita solo, estuve en la casona… Me di cuenta de que quiero irme a vivir con ellos.
Lo solté así, todo de golpe.
‒¿En la casona?
‒¿Un figurita?
‒¿Irte?
Mei, Manuel y Darío preguntaron en ese orden, cada cual estimulado por una vibración diferente. Romina los miró extrañada, como si ellos también estuvieran actuando de un modo inesperado.
‒¿Y Felipe? ‒preguntó entonces Romina.
‒Felipe se fue en bici. Dijo que iba a hacer dedo.
‒Ya lo sé, Emilia. Nos lo contó primero a nosotros. ¿Pero vos cómo estás con eso?
Yo sentí que debía mostrarme compungida, pero en realidad me aliviaba que Felipe hubiera decidido algo por su cuenta. Sin pensar en mí, sin pensar en lo que podía pensar Darío, sin seguir atentamente las resoluciones de Manuel. Además, por su tono, me di cuenta de que Romina se debatía entre su tendencia a protegerme y la sensación culposa de que todo iba a ser más fácil si yo vivía en otra parte. Creo que los cuatro sospechaban que yo había matado a Gómez y me dio la impresión de que Mei por primera vez me consideraba valiente. Su manera de mirarme había cambiado. Su interés por la casona, por otro lado, me hacía pensar en la intuición de Ailén. Me asaltaron unas ganas arrebatadas de preguntarle si estaba embarazada, si el posible padre lo sabía, si era alguien de la casona. Pero Mei y yo no teníamos esa confianza, así que me salió algo distinto. Miré a Romina y pregunté:
‒¿Cómo está Mei?
Romina abrió los ojos como platos. Miró a Mei y volvió hacia mí.
‒Bueno… Se siente mejor. ¿No, Mei?
Mei me miró con respeto. Asintió en silencio. Manuel por supuesto no entendió nada e interrumpió como un caballo.
‒¿Cómo es eso de que viste un figurita solo?
Sonreí por dentro. Por primera vez tenía algo que a Manuel le importaba. A mí no me parecía trascendental, pero no hacía falta que empatizara con su interés. Manuel es una bolsa de energía de esas que se encienden cuando sienten que van a recibir algo nuevo. No soy quién para juzgarlo, no me considero tan distinta.
‒Sabía que te ibas a entusiasmar ‒dije complacida.
‒¿Dónde?
‒Era como una islita… La verdad es que no sé en qué calles, nunca miro. Pero sé llegar. No creo que pueda irse. Si querés, puedo llevarte.
Hablé sin tener claro si era sincera, tal vez hubo algo de mala fe en el hecho de que no tratara de recordar las calles. No estoy segura de si sabía los nombres, pero no quería saberlos. Quería conocer el camino sin poder indicarlo con palabras. Quería ser necesaria.
Al recordar la escena, me parece increíble que no hayamos hablado de Gómez. La mirada de Manuel me acusaba dirigida por una emoción violenta, pero su boca seguía las directivas de un razonamiento menos personal. Tal vez no quería acusarme en presencia de los demás y temía ponerse demasiado agresivo, tal vez no podía contener sus ganas de aprender todo lo posible sobre los figuritas.
En cualquier caso, esa última charla fue discontinua y entretenida. Saltábamos de cómo sería vivir en la casona, tema al que volvía Mei cada vez con menos sutileza, a cómo podía ser que un figurita estuviera solo, cuestión que intrigaba a Manuel de un modo casi infantil; de preguntarnos qué le había sucedido a Felipe la noche de la fiesta y por qué había decidido volver a Rosario, temas que por supuesto le interesaban a Romina, a si la escena del figurita solitario se estaría repitiendo en otros puntos de la ciudad, porque Manuel no podía dejar de hablar de eso. Participamos todos de forma pareja, excepto Darío. Lo suyo era otra cosa, al borde de la incoherencia. Permanecía en silencio, como buscando razones, y cada vez que podía volvía a la cuestión de por qué quería yo vivir en la casona. La segunda vez que lo preguntó se hizo evidente que no quería que me fuera. Él también debió darse cuenta recién entonces y su energía entró en una espiral desbocada. En cualquier pausa, aunque fuera mínima, intercalaba algo sobre mi futura partida. Recuerdo su gesto contrariado y otra vez siento que lo quiero. Darío perdido en sus reflexiones sin quicio era como un animalito siguiendo impulsos naturales: un gato acercándose por curiosidad, un toro corcoveando eléctrico. Pero yo tampoco estaba preparada para aceptar o darme cuenta de que Darío me gustaba un poco. Y aunque lo hubiera estado, mi deseo de cambiar de ámbito era mucho más fuerte que la atracción que podía producirme cualquier bolsa de energía humana.
La conversación duró lo que tuvo que durar y cuando entré en mi habitación ya clareaba. Recuerdo que cerré la persiana. No porque estuviera planeando dormir sino porque antes de que terminara la noche quería leer el libro del que me había hablado Nicolás, quería despertarme distinta. Durante el viaje de regreso, caminando por la ciudad y flotando sobre la tabla de surf, luego de llegar, mientras charlaba sobre la casona, el figurita solitario y Felipe, incluso cuando Darío luchaba por encontrar razones para que yo no dejara el edificio, todo el tiempo había estado especulando acerca de por qué Nicolás me había preguntado por el libro justo en el momento en que yo le contaba mi situación, cuando le revelaba mis deseos de vivir en la casona.
–Tenés que leer el capítulo sobre López Orduña ‒había insistido durante nuestra caminata por el parque.
Así que, apenas entré a mi cuarto, bajé la persiana, prendí el velador y me senté en la cama. Leí poseída, como si fuera la única bolsa activa de la ciudad y todas las frecuencias en kilómetros a la redonda estuvieran alimentando mi energía.
El texto giraba en torno de la figura de Jesús David López Orduña, un líder comunista que había desaparecido misteriosamente tras la creación de los dos Estados colombianos y muchos años después había sido encontrado en la Colombia capitalista viviendo con su hermana. Para mí, la cuestión central era el poblado en que había nacido su leyenda: Marquetalia, una especie de El Dorado comunista. En rigor, yo sabía poco y nada de Colombia, pero lo que podía entender a través del libro me hacía imaginar Marquetalia como un lugar precioso, edénico: en medio de las montañas, una comunidad dando origen a una verdadera Revolución. López Orduña me parecía diferente a Martínez Aldana y quería creer que Montoya bien podía no ser incomparable.
A la distancia, no sé si lo que leí me produjo algo novedoso, creo que seguía las palabras buscando razones para ratificar una decisión que ya estaba tomada. En el edificio no volví a pasar otros momentos que los que dediqué a encontrarme con Romina. Excepto cuando se trató de amar o dejarme amar por Darío.