Cuando adoptamos determinadas posturas o tomamos decisiones, no siempre lo hacemos motivados por seguir la verdad. No es que los hechos no importen: a veces importan, a veces más o menos, y a veces no, y mucho depende de cuán dispuestos estemos a permitir que nos importen, o cuánto logremos tenerlos en cuenta.
Como ejemplo, veremos tres situaciones extremas en las que, aun contando con evidencias de gran calidad y un consenso entre expertos muy grande, se sostienen posturas que van en contra de la evidencia: la creencia en teorías conspirativas, el negacionismo y el relativismo posmoderno. Pueden nutrirse entre ellas, aunque también funcionan por sí mismas. En estos tres casos, estamos dentro del mundo de la posverdad: la verdad es hecha a un lado y se prioriza la percepción propia acerca del mundo. Tienen en común una influencia de los aspectos irracionales y emocionales que opaca la posibilidad de tener en cuenta los hechos conocidos, y permite así la aparición de posverdad. También, son similares en su posición absolutamente refractaria a las evidencias disponibles. No hay incertezas en estas posturas, solo certezas. Por supuesto, las personas que sostienen esas opiniones se ven a sí mismas como racionales, como personas que logran ver lo que otros no ven, iluminados en medio de una masa de gente que vive engañada.
TEORÍAS CONSPIRATIVAS
Comencemos por las teorías conspirativas, que se sostienen en la idea de que hubo y hay grupos poderosos (gobiernos, empresas, etc.) que usan su poder para ocultar verdades e imponer mentiras. Lo hacen en secreto, sin que nadie nunca lo sepa, salvo algunas personas que, por algún motivo, son capaces de ver lo que otros no ven, o de acceder a información que los demás no tienen.
Por supuesto, hubo, hay y habrá conspiraciones reales. A veces, pasa mucho tiempo hasta que salen a la luz. En esos casos, es a través de evidencias convincentes que se puede considerar que hubo una conspiración. Pero el término teoría conspirativa es diferente de conspiración, porque implica que se trata de algo que no se sabe si es cierto o no, o se sabe que no lo es porque contradice todo lo que se sabe.
Algunas de estas teorías conspirativas son casi inocentes, y muy divertidas. Quizás, algunos crean realmente en ellas, pero posiblemente otros las siguen difundiendo más como entretenimiento que por convicción. Por ejemplo, existe la idea de que Paul McCartney en realidad murió en 1966 y fue reemplazado por un doble que sigue vivo hasta la fecha. Pensar que Paul murió implica asumir que tanto sus familiares como sus conocidos, su representante, sus abogados, todos están manteniendo el secreto. Implica suponer que el doble no fue detectado por nadie más que por estas pocas personas iluminadas que saben que Paul murió. Y se debe suponer, también, que hay grupos de poder que influyen en que este secreto se conserve, ¡y que lo logran!
El mundo es muy complejo y muy confuso. En medio de todo esto, aunque vayan en contra de las evidencias, es entendible que algunas personas comiencen a creer en estas teorías conspirativas. Esto se alimenta de nuestra necesidad humana de suponer que las cosas ocurren por una razón y no por una combinación incontrolable de complejidad y casualidad. Si algo fue casual, es posible que aparezcan explicaciones conspirativas, aunque más no sea para atribuir el hecho a algún agente. Así como percibimos (exageradamente) que nuestros actos son el resultado de nuestra voluntad, en cuanto vemos actos en el mundo, suponemos que provienen de otra voluntad. Y si no vemos al supuesto agente decisor, al titiritero, entonces lo creamos, como creamos las formas de las constelaciones en el cielo estrellado. Es una manera de defendernos: nos devuelve la sensación de control y racionalidad en este mundo que a veces nos hace sentir como si nuestra influencia sobre él fuera nula. No es ridículo que alguien crea en una teoría conspirativa. Lo que necesitamos es evaluar si hacerlo trae consigo un daño o no.
Volviendo a nuestros ejemplos anteriores, algunos de los que creen en la Tierra plana creen que la NASA está ocultando esa información. La NASA, todos los pilotos de avión, las personas que dieron la vuelta al globo, etc. Creen que los viajes al espacio son mentira, así como cada una de las fotos del planeta tomadas desde el espacio. Como las teorías conspirativas se sostienen en el secreto, estamos hablando de que debería haber miles y miles de personas involucradas en esta posible conspiración, que debería llevar décadas. Igualmente, ni si Paul está vivo o no, ni si la Tierra es plana o no son cosas que vayan a afectar demasiado la vida de las personas (salvo que tengamos en cuenta el efecto dañino que produce el hecho de creer con total convicción en algo equivocado).
Esto, como antes, puede valer para el individuo, pero no para un Estado o una institución educativa.
Volvamos a las vacunas. El grupo que mencionamos antes, el de los que dudan, no es un grupo que crea en teorías conspirativas. Aun cuando esa duda alcance para que no vacunen, si podemos escucharlos y entender sus miedos, es posible que podamos ayudarlos. Pero hay otras personas, activistas en contra de la vacunación, totalmente refractarias a las evidencias: los verdaderos “antivacunas”.
Estas personas sostienen ideas como que si Bill Gates dona vacunas a África es porque en realidad busca intoxicar africanos para que mueran y así despoblar el planeta. El hecho de que las poblaciones que reciben las vacunas tengan mayor sobrevida, en vez de menor, no afecta la creencia. Otros están convencidos de que las vacunas generan cáncer, y siguen creyendo eso aunque se les muestre que no hay diferencias en la cantidad de casos de cáncer entre personas vacunadas y no vacunadas. Es más, hoy hay dos vacunas que pueden prevenir el cáncer: la vacuna contra la hepatitis B y la vacuna contra el VPH, el virus del papiloma humano, y vemos que, desde que se vacuna masivamente, la incidencia de esos tipos de cáncer disminuyó abruptamente. Pero nada de eso los hace cambiar de postura.
Lo que hacen también a veces es tomar evidencias reales e interpretarlas mal. Por ejemplo, un argumento típico entre quienes sostienen esta idea es que cada vez hay más casos de cáncer. De ahí concluyen que, “claramente”, son las vacunas las que causan cáncer. Es cierto que cada vez hay más casos de cáncer, pero la explicación correcta es esta: las personas cada vez vivimos más, gracias a las mejoras médicas y tecnológicas de los últimos tiempos (¡incluidas las vacunas!), y el cáncer es más probable en personas mayores. Pero si uno cree con certeza total algo que va en contra de todo lo que sabemos, no va a lograr incorporar la información correcta. Lo más probable es que cada evidencia nueva sea reinterpretada para ajustarse a esa creencia previa.
Por eso planteé las Guías de Supervivencia de Bolsillo. Si las evidencias más confiables apuntan a algo distinto de lo que creo, si el consenso es contrario a lo que creo, si lo que considero evidencia es de poca calidad, si invoco la existencia de cosas que nadie logra encontrar y doy explicaciones ad hoc del estilo “es que todas las evidencias de lo que digo están siendo silenciadas por los grupos de poder”, debería, como mínimo, observar mi postura. Como mínimo, siempre y cuando considere que lo que me motiva es la búsqueda de la verdad y no vivir en un engaño que no viene de grupos de poder, sino de mí misma.
Hay fundamentalistas antivacunas que creen que las vacunas insertan un microchip (curiosamente tan indetectable como el unicornio del que hablábamos en la primera sección de este libro), y que este es un plan del Gobierno para controlar a la población (tener que suponer que los Gobiernos sucesivos, aunque no logren ponerse de acuerdo en prácticamente nada más, sí van a concordar en la imperiosa necesidad de seguir manteniendo ese secreto tampoco modifica la creencia).
Estos extremistas en contra de la vacunación son muy pocos, pero son muy “ruidosos”, y su mensaje, lamentablemente, puede influir en otras personas y generarles la duda suficiente para que decidan no vacunarse.
Aprovecho para aclarar algo con total honestidad. La posverdad en la vacunación es un tema que considero sumamente importante y peligroso. Creo que el grupo de las personas que dudan de las vacunas no suele ser bien tratado, ni escuchado, ni tenido en cuenta. Son personas que suelen vivir su duda con mucha angustia y nadie les da respuesta. Si lo que queremos es conectar con ellos, deberíamos ser capaces de dialogar con mejor tono y con empatía, escuchando mucho, respetándolos. Algo totalmente diferente es, creo yo, el caso de los antivacunas fanáticos (y digo “creo yo” también como una manera de explicitar mi postura personal frente al tema, que acá no se basa en evidencias, sino en creencias irracionales mías). Son personas que no dudan, sino que están convencidas y, al difundir un mensaje equivocado, hacen que otras personas no se vacunen. Que lo hagan por convicción no me parece relevante en esto. Creo que son un peligro para la salud pública, y no deberíamos dejarlos avanzar ni ayudarlos a propagar sus mensajes.
¿Cómo reconocer una teoría conspirativa? En líneas generales, va en contra del consenso, no se sostiene en evidencias, o dice hacerlo pero, hilando fino, se ve que estas evidencias son de mala calidad o que sus interpretaciones no siguen el principio de parsimonia. Cuando los demás no toman en serio esas evidencias porque son de mala calidad, eso fortalece en ellos la idea de la conspiración, del ocultamiento. No hay evidencia que las destruya, y se alimentan de explicaciones ad hoc. Apelan a emociones negativas, se alimentan de miedos, odios, la inseguridad que da el sentirse sin control. Consideran que los expertos del tema no son realmente expertos, o bien están comprados por los grupos de interés, todo siempre en secreto, por supuesto. Por último, no tienen en cuenta la cantidad de personas que tendrían que estar manteniendo el secreto, y haciéndolo efectivamente. En este mundo en el que sabemos todo sobre las vidas privadas de los presidentes y las personas más poderosas del planeta, esto es difícil de aceptar. Las teorías conspirativas son ideas “zombie”: aunque tratemos de matarlas, sencillamente no se mueren.
Está muy bien que se desafíen los conocimientos, pero este desafío debe estar basado también en evidencias. En estos tiempos de posverdad, lo que tenemos es un caldo de cultivo que propicia la aparición y difusión de creencias irracionales extremas como las teorías conspirativas. Quizá, tendríamos que intentar identificarlas y bloquearlas, no solo porque se trata de ideas que no son ciertas, sino también porque permitirles expandirse puede ayudar a que se instale un clima de duda que favorece la aparición de posverdad casual en otros temas. El problema de convivir con las teorías conspirativas de otras personas es que, en mayor o menor medida, van permeando hacia los demás. Esa generación de duda nutre la posverdad. Cuando son ideas que provocan daño, como las de quienes se oponen a la vacunación, esto es un real peligro para tener en cuenta. Pero, más allá de eso, darles cabida a las teorías conspirativas lleva a la sensación de que “todo es lo mismo”. El todoeslomismismo es peligroso per se porque propaga desconfianza y dudas a otros temas, sin cuidado y sin distinción, y nos hace olvidar que la desconfianza y la duda son herramientas esenciales en el pensamiento crítico, siempre y cuando las ajustemos a criterios de calidad que consideren las evidencias.
Las teorías conspirativas existieron siempre, pero hoy se nutren fácilmente de la polarización extrema que se observa en la sociedad y de la selección de la información que permitimos que llegue a nosotros.
NEGACIONISMO
Hay otra versión extrema, a veces muy dañina, de creencias irracionales que hacen a un lado todo lo que se sabe: el negacionismo. En este caso, hay directamente una negación total de algo real. Algunos negacionistas se apalancan en teorías conspirativas y otros no tanto. Pero algo tienen en común: en ciertos temas que se conocen muy pero muy bien, un negacionista estará absolutamente seguro de algo que va totalmente en contra de lo que se sabe. Esto es posverdad culposa en estado puro. Esa persona no puede evitar creer lo que cree, y es muy difícil que alguna vez logre salir de esa creencia equivocada. Si alguien niega que el hombre llegó a la Luna o que las especies evolucionamos por selección natural, a lo sumo vivirá equivocado, pero eso no tendrá mayores consecuencias. Distinto es el caso de quienes niegan que haya ocurrido el Holocausto en el que millones de judíos fueron asesinados sistemáticamente por el régimen nazi en la Segunda Guerra Mundial. O de quienes niegan que el virus VIH sea el causante del sida.
El negacionismo del VIH/sida tuvo, hace no tanto tiempo, consecuencias espantosas. Cuando ya no había dudas de la relación causal entre el VIH y el sida, el médico Peter Duesberg, ignorando las innumerables y poderosas evidencias disponibles al respecto, se convirtió en un activo militante de la negación de que el VIH causa sida, con bastante éxito. Logró llevar su mensaje a muchas personas, incluido Thabo Mbeki, que fue presidente de Sudáfrica entre 1999 y 2008, luego de la presidencia de Nelson Mandela. Como muchos otros países africanos, Sudáfrica está muy afectado por la epidemia de sida. A pesar del gran consenso científico al respecto, Mbeki escuchó a Duesberg y, en 1999, en pleno pico de la epidemia, negó que el VIH fuera el causante de la enfermedad. Según él, era causada por la pobreza, la desnutrición y problemas del sistema inmunitario. Pero eso no fue todo. Aunque se disponía de medicamentos antirretrovirales para combatir el sida, otorgados por ayuda internacional, Mbeki bloqueó activamente su entrega a quienes los necesitaban. Como alternativa, y sin ninguna evidencia que lo respaldara, su Gobierno sostenía que el sida podía ser vencido utilizando vitaminas, ajo, jugo de limón y remolacha.
Esta decisión tuvo efectos muy claros y concretos. Entre los años 2000 y 2005, murieron en Sudáfrica unos 2 millones de personas por sida. Se estima que, de estas muertes, al menos unas 330.000, una de cada seis, podrían haberse evitado de haberse implementado una política de salud adecuada respecto del VIH/sida. El negacionismo puede matar. Pero como a veces nos cuesta ver las relaciones entre actos y consecuencias, y como nos cuesta entender del mismo modo las acciones y las inacciones, ni Mbeki ni Duesberg fueron o serán acusados por genocidio en el tribunal internacional de La Haya.
RELATIVISMO EXTREMO
Llegamos a la tercera postura totalmente refractaria a las evidencias. Una postura muy extrema –quizá la más extrema de las que discutimos– pero, a la vez, muy habitual, y ante la cual debemos estar alertas. Hay quienes consideran que, directamente, no hay una verdad, que no hay una realidad compartida por todos nosotros, que no hay hechos, sino solo interpretaciones. Esta postura es un tipo de relativismo, y en ella, no aplican las reglas que discutimos en la sección 1 de este libro. La realidad se considera una construcción social, y la verdad es la verdad que cada uno arma en base a su percepción del mundo, de lo que siente. Se niega la posibilidad de saber a través de las evidencias, se niega la capacidad de la ciencia de obtener respuestas. En vez de eso, se sostiene que hay tantas maneras de saber como realidades subjetivas, y que todas son igualmente válidas. Si está tu verdad y está mi verdad, si todo es subjetivo y no existe lo objetivo –sea alcanzable o no–, ¿qué pueden decir las evidencias acerca de eso? Nada. No se trata de pensar que, a veces, puede no haber acuerdos acerca de cuál es la verdad, algo que claramente es posible, o que puede haber diferentes posturas ideológicas o valores. Para que algo sea verdadero, alcanza con que alguien lo crea verdadero, y esta es la marca del relativismo.
Este tipo de relativismo está muy influenciado por la corriente cultural posmoderna que surgió durante el siglo XX como reacción a los valores ilustrados de la Modernidad, la cual –con optimismo y confianza– consideraba que la capacidad humana para el arte y las ciencias nos daría conocimiento totalmente objetivo. Así, se pasó de la idea de la objetividad total a la de la subjetividad total. Hoy, entendemos que la ciencia no puede ser nunca totalmente objetiva, pero sí logra ser, en términos prácticos, mejor que las alternativas.
El relativismo posmoderno sigue siendo frecuente, aunque esté apoyado en una concepción completamente errada acerca de lo que la ciencia es.
Muchas veces, ante una corriente cultural que propone algo extremo, surge pronto la reacción extrema, pero en el otro sentido. Hoy, tenemos claro que la ciencia no nos podrá dar respuestas totalmente objetivas, ni podremos alcanzar un conocimiento absoluto. Nuestra postura fue, justamente, presentar la ciencia como una herramienta que, para ciertos fines, funciona mejor que las alternativas, en el sentido de que permite obtener respuestas que se corresponden mejor con la realidad. Es aceptando sus limitaciones que podemos valorarla. El problema de usar un destornillador para clavar un clavo no se resuelve con el enunciado de que todas las herramientas son igualmente erróneas, sino encontrando el martillo.
De algún modo, en ciertos círculos comenzó a volverse aceptable, y hasta a considerarse una muestra de intelectualidad, dudar de la existencia de una realidad práctica compartida, como si creer en los hechos fuera una manera de autoengañarse, de someterse a reglas arbitrarias de otros, y lo que se considera válido es la percepción que cada uno tiene del mundo.
Las personas que creen esto suelen ser personas educadas, consideradas intelectuales e incluso progresistas. Pero esta corriente de progresismo anticientífico es, en la práctica, antiprogreso, porque en vez de criticar la autoridad de los científicos –algo que siempre es necesario–, critica la autoridad de la ciencia. Sin embargo, esa crítica no es metodológica. No propone reemplazar un modo de evaluar la evidencia por otro, sino que enfrenta las nociones de evidencia y de existencia objetiva del mundo. En el fondo, es una técnica de autoprotección: si nada es verdadero, entonces todo es igualmente verdadero, y así las ideas están resguardadas de cualquier crítica. Es un negacionismo como los que discutimos antes, pero no de un tema particular, sino directamente de la ciencia toda.
Dentro del relativismo posmoderno, se desdibuja el papel de las evidencias y del análisis fáctico de las situaciones. Entonces, así como tenemos la medicina basada en evidencias, se considera como una posibilidad, y hasta una posibilidad mejor, que existan otros tipos de medicina con otras “reglas”. Esas reglas no ponen a prueba las afirmaciones, sino que el argumento se sostiene en ideas vagas como que hay “otras maneras de saber”, “hay medicinas ancestrales”, “las civilizaciones antiguas ya sabían cómo curar enfermedades”, etc. Así, se puede hablar de una ciencia o medicina “occidental” que contraponen a una “ancestral”, que de algún modo, no especificado ni puesto a prueba, sería más “respetuosa de la individualidad”.
Sé que en lo anterior estoy permitiendo que permee mi postura respecto del relativismo posmoderno. Como no logro evitarlo, lo pongo sobre la mesa, en un intento de hacerlo explícito. Creo que pasa algo muy dañino con esta creencia extrema. Alguien la sostiene, y quienes la escuchan muchas veces callan, como si disentir respecto de si hay o no una realidad fuera una cuestión de posturas que puede hacerse a un lado y continuar, como si fuera de mala educación discutir algo así en público. Y este callar también hace daño, porque facilita que se difunda ese mensaje sin cuestionamientos.
Podemos equivocarnos en cuál es la verdad, y en ese caso debemos reconocer nuestro error, pero ¿directamente negar que existe y, por lo tanto, que tenemos maneras, aunque sean imperfectas, de acceder a ella? Personalmente, veo esta postura difundida en ambientes que se consideran muy intelectuales, pero me parece exactamente la negación de lo que la actividad intelectual debería ser.
No es un ejercicio mental discutir la existencia de la realidad. Es una postura que va horadando la piedra y generando desconfianzas donde no debería haberlas, con el agravante de que, entonces, dirige su atención “escéptica” a eso y no a donde podría ser dirigida, que es a revisar, dentro del marco de la ciencia, si las cosas se están haciendo bien o no.
El relativismo posmoderno es seductor. Maneja una narrativa de grandes ideales, de emociones. Es una postura que, al no estar sometida a “reglas externas”, habilita que todas las “verdades” valgan lo mismo y deban ser respetadas. Y esto, por supuesto, reconforta, más si se tiene en cuenta que la alternativa es someterse a un mundo que tiene reglas desconocidas, complejas y muchas veces inaccesibles, un mundo que luce frío y distante y al cual no le importa si cada uno de nosotros está o no, si contribuye o no, un mundo en el que no somos tan importantes como sentimos que deberíamos ser.
Puedo empatizar, desde la emoción, con quien es relati- vista. No puedo concordar en que sea una postura válida, porque desconoce el papel de las evidencias. En temas fácticos, hay una verdad, y lo demás es falso. Podemos no conocer esa verdad e igual considerar que existe.
Yo creo que mucho de la satisfacción emocional que atrae de esa postura puede encontrarse en otras actividades, intelectuales o no. La curiosidad, el desafío de ir más allá, esa es la narrativa que a mí me reconforta y me da el sostén emocional que quizá otros encuentran en el relativismo.
El relativismo posmoderno es uno de los soportes de la posverdad: cuando cualquier cosa parece posible, aparecen los problemas. No solo la verdad pasa a un segundo plano, sino que la “verdad” empieza a ser la de quien grita más fuerte, o una “subverdad” de cada grupo aislado que, entonces, ya no puede habitar la misma realidad que los demás. Perdemos no solo la verdad en el camino, sino también el vínculo humano.
Como el relativismo no acepta el mecanismo de la ciencia, tampoco acepta ninguna de las respuestas obtenidas a través de él. Y esto es clave: cualquier conocimiento obtenido por la ciencia es plenamente criticable.
Aun con sus sus limitaciones –que son intrínsecas, porque una ciencia perfecta no sería ciencia–, no hay hoy mejor manera de conseguir respuestas confiables a preguntas fácticas. Adjetivar sus resultados –independientemente del adjetivo utilizado, porque hay círculos en los que se habla de ciencia occidental, feminista, patriarcal, hegemónica– no es una manera de resolver sus problemas, sino un intento descarado de derrumbarla, no a favor de otras formas de conocimiento más democráticas, más igualitarias, o mejores. Es un intento de reemplazarla por formas tribales, seguras en su aislamiento y en su pobreza. Es volver al pensamiento mágico.
Podemos no saber un tema, podemos saberlo a medias. Pero no hay tantas maneras alternativas de saber. Si no nos ponemos de acuerdo en esto, no podemos avanzar. No hay conocimientos alternativos. El conjunto de herramientas es el mismo para todos. Si lo hacemos a un lado, no estamos jugando el mismo juego, y podríamos estar engañándonos a nosotros mismos y a los demás.
Como dice Marcel Kuntz, “el peligro de un enfoque posmoderno de la ciencia, que busca incluir todos los puntos de vista como igualmente válidos, es que enlentece o impide la investigación científica que se necesita, incluso negando que la ciencia tenga un papel en esas decisiones”.
Y, además, mientras actúan con buenas intenciones e inocencia, convencidos de su postura, muchos relativistas dejan el suelo fértil para los extremistas que usan los mismos argumentos para negar la validez de los hechos bien demostrados.
ELOGIO DE LA INCERTEZA
Hay dos grandes dificultades cuando entramos en el terreno de las creencias irracionales vinculadas con temas fácticos: la incomodidad que nos genera la falta de certeza total (la ciencia, ya lo dijimos, no nos puede proveer eso) y el hecho de que la obtención de evidencias es muchas veces un proceso lento y complejo. Lo que se sabe se sabe siempre de manera incompleta. Nos movemos en un degradé de certeza en el que cada nueva evidencia suma o resta apoyo a lo que creemos. Siempre podríamos esperar una nueva evidencia, hacer más observaciones o experimentos, abordar el problema desde otro punto de vista. Siempre podría pasar que lo que ya sabemos, o creemos que sabemos, se demuestre equivocado. Esa falta de certeza absoluta de la ciencia, que muchos consideran una debilidad, es su mayor fortaleza, ya que permite poner a prueba todo el tiempo lo que ya se sabe para intentar acercarnos mejor a la verdad. Claro que, si esperamos una certeza absoluta sobre el mundo, la ciencia y sus resultados nos van a provocar mucha angustia.
En el mejor de los casos, lo que la actividad científica puede hacer es disminuir la incerteza hasta un mínimo muy mínimo, de casi cero. Pero muchas veces no logra ni eso, y esto es profundamente incómodo para todos nosotros. No existen la objetividad absoluta, la imparcialidad absoluta que buscaba la Ilustración, ni la subjetividad absoluta del posmodernismo. Lo que existe es una objetividad parcial, accesible mediante los mecanismos de la ciencia, sostenida en evidencias que, aun siendo cuidadas, pueden tener sesgos, limitaciones y errores. Aunque entendamos que el análisis de la realidad a través de las evidencias trae aparejada una incerteza, queremos certezas. Y si hay algo en este mundo incierto que nos da certezas, son nuestras creencias irracionales. Las creencias logran disminuir esta angustia, y la ciencia no. Pero la ciencia logra entender la realidad mejor que las creencias. Todo esto hace que, si nos sentimos confundidos o perdidos, si nos sentimos insignificantes en medio de este mundo complejo, muchas veces nos reconforte depositar nuestra confianza en las creencias o en las personas que nos ofrecen un alivio para esta incomodidad. Si la incerteza de la ciencia nos resulta intolerable porque no da respuestas claras y contundentes, o porque las da pero no las entendemos, entonces es esperable que busquemos refugio en los pilares firmes que nos pueden dar la tradición, los valores, las ideologías o las religiones.
El segundo punto es que la ciencia es difícil, lenta, compleja y ni siquiera garantiza resultados. Implica dudar siempre de estar avanzando en el camino correcto, mientras no deja de preguntarse si el camino recorrido hasta entonces fue el correcto. Pero es así como logra llegar a respuestas que, aun si son pequeñas, son genuinas. Una vez que tenemos las evidencias, y las leemos bien, igual debemos movernos con cuidado, sin dejar de estar atentos, con una actitud de sano escepticismo en la que, provisoriamente, confiamos o no en las afirmaciones en la medida en que cuentan con evidencias de calidad que las respalden. Un proceso cansador y que requiere constante esfuerzo.
Es algo personal, pero a mí no me parece positivo cuando un científico o un comunicador de ciencia la presenta como algo sencillo, claro, firme, inmaculado (incluso glamoroso o divertido); cuando oculta sus fallas y omite contar el tortuoso proceso que llevó a la validación de una afirmación. Me parece un problema temerle a lo complejo y esconder este aspecto del relato de la ciencia porque no la refleja con justicia y, además, creo que a veces se hace a causa de cierto menosprecio por las capacidades intelectuales de la sociedad.
En ciertas ocasiones, el negacionismo puede confundirse con una actitud de sano escepticismo. Pero son dos situaciones bien distintas, y necesitamos distinguirlas, porque así como el negacionismo es un camino posible hacia la posverdad, el sano escepticismo es una de nuestras mejores armas contra ella.
El escepticismo implica sopesar la evidencia y, a partir de ella, llegar a una conclusión; es dudar de algo si no tiene evidencias sólidas y confiar o no en una afirmación teniendo en cuenta dónde se encuentra el peso de la evidencia. Por eso también, llegar a conclusiones es un proceso lento y complejo, como decíamos antes.
A diferencia del escepticismo, en el negacionismo se parte de la conclusión que se desea y, a partir de ella, se rechaza la evidencia que la contradice. La prueba para distinguir escepticismo de negacionismo es que, si aparecen evidencias que nos contradicen, el primero nos permite corregir nuestra postura, y el segundo, no.
Pero es fácil confundirse, porque algunos negacionistas se llaman a sí mismos escépticos, como quienes niegan la existencia de un cambio climático, que se consideran “escépticos del cambio climático”. Pero oponerse a algo que tiene un consenso científico de tal magnitud no es ser escéptico, sino crédulo. Crédulo en una creencia irracional que implica no solo no creer en el consenso científico, sino sí creer en que entonces debe haber una conspiración y miles de personas están coordinadas entre sí para mantener el secreto.
La clave está en mantener un estado de duda razonable. Si seguimos dudando de algo a pesar de contar con muchas evidencias de que es cierto, no estamos siendo escépticos, sino que estamos envueltos en una creencia irracional. Y si hacemos esto, a la vez que exigimos más evidencias, lo que estamos haciendo es descartar lo que ya se sabe y preferir la ignorancia. Esperar que la ciencia se expida definitivamente sobre algo –donde ese “definitivamente” se asocia a certeza absoluta– es esperar algo que no va a ocurrir. Y mientras esperamos de ese modo, quizá no estamos reconociendo que la ciencia ya se expidió definitivamente sobre el tema, en donde definitivamente es ahora una certeza bastante alta y sostenida por evidencias.
Esto, que puede ser algo inocente e involuntario, es también una de las estrategias que usan algunas posturas desacreditadas, como la que niega la existencia del cambio climático o la que sostiene que las vacunas son peligrosas: se piden nuevas evidencias mientras que no se tiene en cuenta ninguna de las que ya existen, que son increíblemente poderosas y generan un consenso científico fuerte. Esta misma estrategia se usa también en temas “no científicos” y ya más relacionados con la posverdad en la política y en otros ámbitos. Describirla e identificarla en temas científicos podría ayudarnos a describirla e identificarla en otros. Es particularmente difícil de ver porque las personas que la llevan adelante lucen como escépticas y respetuosas de la evidencia, y no como negacionistas. Tenemos que poder distinguir cuándo las críticas son razonables y ayudan a que una afirmación pueda ser adecuadamente puesta a prueba de cuándo esas críticas generan, a propósito o no, que se arme un manto de duda sobre algo que ya en la práctica podría considerarse una certeza.
Sostener una idea que va en contra de las evidencias no es equivalente a cuando Galileo se enfrentó a la Iglesia por sostener que la Tierra gira alrededor del Sol. No podemos aplicar a cualquier situación el hecho de que algunas cosas que hoy son validadas por la ciencia alguna vez fueron una idea rechazada por el establishment, o que se consideró sostenida por alguien que estaba loco. Rechazar ideas que contradicen las evidencias no es ser “de mente cerrada”: es usar la ciencia.
Sin embargo, en otras situaciones tenemos una dificultad. A veces, no hay realmente evidencias poderosas, pero las circunstancias nos presionan para tomar una decisión. Esta es una de las grandes dificultades de decidir teniendo en cuenta evidencias en este mundo real y no ideal. Acá, tenemos una duda razonable, pero igualmente necesitamos tomar una decisión. ¿Qué hacer? La medicina basada en evidencias nos ofrece una regla de oro posible: decidir teniendo en cuenta las mejores evidencias disponibles. En estas situaciones, dudar demasiado nos puede paralizar. Y no tomar una decisión también es decidir. Tenemos que confiar y dudar a la vez, en una actitud de sano escepticismo. Dudar de todo es tan dañino como confiar ciegamente en todo.
Para concluir, comentaremos brevemente una creencia irracional que logra disimularse particularmente: la creencia irracional en la ciencia. Esta es otra manera de provocar involuntariamente una situación de posverdad. Acá, no se trata de generar dudas sobre algo que se sabe, sino de generar certeza sobre algo que no. Esto, que puede ocurrir sin darnos cuenta, es también una manera en la que se puede generar fácilmente una posverdad intencional.
Una cosa es tener que tomar una decisión urgente sin contar todavía con demasiadas evidencias. En ese caso, sin certezas se hace lo que se cree mejor, considerando la mejor evidencia disponible. Pero otra cosa muy distinta es considerar algo como verdadero solo porque alguna evidencia aislada parece apoyar esa posibilidad. Quizá, desde afuera, ambas situaciones lucen iguales, pero en la primera hay un sano escepticismo que puede permitir corregir el rumbo si aparecen nuevas evidencias que sugieren que era un rumbo equivocado, mientras que en la segunda hay una creencia irracional, una seguridad que posiblemente rechace nuevas evidencias que la contradigan.
El mundo es complejo, difícil, y no tiene ningún interés en que lo entendamos mejor. Hacemos lo mejor que podemos. Aun así, muchas veces nuestras emociones y creencias van a interponerse entre nosotros y la verdad, complicando todavía más el acceso a ella. Pero tenemos herramientas a nuestro alcance que nos pueden proteger.
TENDIENDO PUENTES
El cómico estadounidense Stephen Colbert dice que están “los que piensan con la cabeza” y “los que saben con el corazón”. De un lado, los que siguen la realidad. Del otro, los que siguen las fantasías. Sin embargo, no deberíamos caer en una falsa dicotomía entre un “lado científico”, basado en evidencias, y un lado irracional, que incluiría emociones, valores y creencias varias no sostenidas en evidencias. Esta dicotomía es útil para hablar del tema, pero es falsa, porque cada uno de nosotros convive permanentemente con ambos lados y, en la práctica, es imposible separarlos. Salvo situaciones muy extremas, generalmente nuestras posturas están formadas por evidencias cuya lectura es influenciada por nuestros valores y emociones. En todo caso, cada uno de nosotros está pensando con la cabeza y sabiendo con el corazón a la vez.
A veces esto es positivo, porque permite que contextualicemos la verdad de la ciencia en determinadas situaciones humanas particulares. Muchos problemas complejos que tenemos hoy por delante necesitan ser analizados desde las evidencias, pero estas deben estar enmarcadas en valores, tradiciones o emociones. Otras veces es negativo, como cuando nuestras creencias irracionales opacan las evidencias y nos impiden reconocer y aceptar la verdad. En la lucha contra la posverdad, identificar y poner en la balanza nuestras creencias irracionales y nuestras emociones puede hacer la diferencia entre la vida y la muerte.
Hay una realidad ahí afuera, y la compartimos, nos guste o no. Parte de esa realidad es el hecho de que no podremos nunca librarnos totalmente de lo irracional. Tampoco deberíamos, por nuestro bienestar y el de los demás, seguir ciegamente nuestras percepciones personales, aun en contra de lo que el mundo nos está diciendo sobre sí mismo.
Esto en cuanto a cómo nosotros nos paramos frente a nuestras propias creencias irracionales. Pero ¿qué hacemos ante las de los demás? Así como no podemos catalogarnos a nosotros mismos como puramente “racionales” o “irracionales”, lo mismo ocurre respecto de los demás. Puede parecernos que la creencia que tiene una persona es ridícula o estúpida, pero pensar eso sin mirarnos a nosotros mismos para identificar cuáles de nuestras creencias dan esa impresión ante los demás es, por lo menos, incompleto. Si hay hechos y los demás, o nosotros, los estamos haciendo a un lado para seguir una creencia irracional, no deberíamos pensar que eso ocurre por ignorancia, estupidez o mala intención. Los mecanismos que hacen que pensemos así son más complejos, y los tenemos todos. A todos se nos pueden mezclar argumentos basados en evidencias con argumentos basados en valores u otros aspectos similares. Comprender y aceptar esto nos puede ayudar a entendernos y corregirnos. Además, hay una trampa permanente de nuestro pensamiento: todos nos vemos a nosotros mismos como seres racionales y con acceso, en mayor o menor medida, a lo que es verdad.
Y cuando digo “todos”, lo recalco. Esos “otros” de los que a veces nos sentimos tan distintos también están pensando lo mismo.
Los demás tampoco son ni totalmente racionales ni totalmente irracionales. Pensar que es así es, además de falso, perdernos todos los matices que hay en el medio.
Teniendo esto en cuenta, algo que podemos hacer es no solo intentar identificar nuestras propias creencias irracionales para nosotros mismos, sino también exponerlas ante los demás. Si decimos algo, explicitar si lo hacemos desde la evidencia –y, en ese caso, incluirla–, desde nuestras creencias o desde una combinación de ambos factores.
Intenté hacer algo así a lo largo del capítulo. Por eso, aparecieron los “creo que”, para marcar mis creencias y que los demás puedan decidir si acuerdan o no con ellas. Puede parecer un lenguaje “débil”, como si no estuviera segura de lo que digo. Es exactamente lo contrario: es una fortaleza, y no una debilidad, identificar cuándo la falta de seguridad sobre lo que digo se debe a que sencillamente no podemos estar totalmente seguros de algo porque las evidencias no nos proveen de certeza absoluta, o si es porque nuestras opiniones no son una verdad incuestionable. Del mismo modo, no me parece apropiado que alguien me diga su opinión como si fuera un hecho, o hable con certeza absoluta cuando no tiene cómo respaldar esa certeza desde las evidencias.
Necesitamos reconocer que, aunque queramos que nos guíe la razón, quizá nos guía la emoción. Siempre está presente también el tema del respeto y la empatía. Para eso, puede ser útil distinguir a la persona de sus ideas: una persona merece nuestro respeto y que la tratemos con empatía.
Pero así como las personas merecen respeto, las ideas no: deberíamos poder ponerlas a prueba sin que eso amenace a la persona. Vale para que los demás pongan a prueba nuestras ideas, y para que nos permitan a nosotros poner a prueba las suyas. Si hay emociones y creencias irracionales que pueden estar entorpeciendo el acceso a la verdad, necesitamos señalarlas e intentar hacerlas a un lado, o terminaremos colaborando con la generación de posverdad culposa.
Este capítulo, el primero de los cinco que componen la segunda sección de este libro, discute la influencia de nuestras creencias irracionales y de la emoción en la generación involuntaria de posverdad. Necesitamos reconocer en qué medida nos están afectando nuestras emociones, nuestras creencias, y a partir de eso, modular nuestras posturas si es necesario. Si nos están bloqueando o dificultando el acceso a la verdad, estamos permitiendo que generen posverdad casual.
Proponemos acá la cuarta Guía de Supervivencia de Bolsillo, con nuevas preguntas que funcionan como herramientas para ayudarnos a encontrar nuestras creencias irracionales, evaluar si es importante encontrarlas, y ver cómo seguir a partir de eso. Estas preguntas se afianzan en nuestra introspección, sin la cual no podremos avanzar.
Así como recién vimos aspectos irracionales que pueden dificultarnos el acceso a la verdad, ahora iremos a cuestiones, si se quiere, más racionales: el modo en el que razonamos puede –y suele– hacer que nos equivoquemos. Cometemos errores en el pensamiento que no logramos identificar fácilmente. También, necesitaremos de la introspección para encontrarlos y vencerlos. Vamos a eso. Nos llevamos la cuarta Guía de Supervivencia de Bolsillo, con estas nuevas herramientas en la caja, y avanzamos.