Última carta

6min

La pausa. Capítulo 12.

El único que no le habló del tema de la aurora fue Simón. Todo el viaje en silencio hasta la estación de servicio que estaba pasando el cementerio, después de los corralones. Desde ahí se tenía que volver para ayudar a preparar el entierro. Usó esa palabra, entierro, por más que el destino del cuerpo fuera el agua. 

Nomás Leila puso los pies en el suelo aceitoso de la estación, la saludó muy brevemente y pegó la vuelta. 

En la estación de servicio sí le hablaron de la aurora. También le habló de eso la mujer que la alcanzó hasta el centro, el empleado que la recibió en el Ministerio e incluso Tamara, que le tomó el trámite de baja. Los cazadores podían darse de baja en cualquier oficina del país. Sólo tenían que iniciar un expediente en la sede local y entregar la munición sobrante. En el caso de Leila, la bala que sobraba era suya. En el sistema no había ningún registro de que el Ministerio le hubiera entregado ni arma ni munición. 

—Finalizado tu servicio, el saldo es cero —le dijo Tamara. 

Leila estuvo de acuerdo.

Tamara completó los datos restantes en el expediente y ahí fue cuando le preguntó si había visto la luz. Sí, la había visto. Le preguntó si le había dado miedo. No, miedo no. 

Recibió una copia del remito a modo de comprobante de baja. Se quedó esperando un momento a que Tamara le hiciera alguna pregunta sobre Guillermo, pero Tamara no preguntó. En su lugar, le indicó el piso donde tenía que acercarse a retirar el pago. Aunque el saldo diera cero, la disposición indicaba el pago de una plata, el mínimo, dado que no tenía ninguna prima por perro cazado. Pero fuera lo que fuera, era dinero que iba a necesitar hasta que encontrara algo.

Se fue sin saludar. El hombre gordo seguía durmiendo en la hilera de asientos. 

El interior del micro olía a tierra y desinfectante. La calefacción no funcionaba o no daba abasto, así que todos viajaban con las camperas puestas, encastrados en sus butacas, con bastante poco margen de movimiento. El chico que viajaba al lado de ella tendría doce o trece años. Su madre iba atrás. Lo sabía porque le habían preguntado si aceptaba cambiar de asiento para que pudieran viajar juntos, pero ella se negó. Quería su ventanilla. Necesitaba su ventanilla para mirar hacia afuera y no volverse loca. 

Después de cuatro o cinco horas, el paisaje se había achatado. Un campo de nieve liso cubría toda la distancia hasta el horizonte, cortado acá o allá por árboles pelados o también cubiertos de blanco. La nieve lucía delgada. Un alambrado viejo seguía la línea de la ruta, trazando un límite definido entre la nada y la nada. Todavía faltaban varias horas para llegar.

El chico se había dormido y roncaba regularmente. Leila no podía dormir. Su mochila viajaba en la bodega, junto a la carabina que le habían obligado a despachar también, previo retiro de la bala que estaba en la recámara. La bala sí viajaba con ella, en el bolsillo de la campera. En otro de los bolsillos, los documentos, el pasaje cortado y los billetes que le habían dado en el Ministerio, cuidadosamente enrollados. En un tercer bolsillo llevaba las llaves del departamento. Las había sacado con antelación de la mochila para no tener que buscarlas cuando llegara. 

En el cuarto bolsillo tenía el mazo. Se contorsionó para alcanzarlo y después de un par de intentos lo logró. 

Era un objeto extraño ahora que lo pensaba. Un único objeto compuesto de una multiplicidad de otros objetos más pequeños, iguales y distintos a la vez. Cada carta era más grande que un naipe común, y a la vez más rígida. Se sentían lisas en la yema de los dedos y no era fácil barajarlas, al menos no si quería hacerlo rápido, como un croupier. Había que mezclarlas de a poco, sin abusar, sin permitir que su poder se licuara en el azar. Se sentía como cocinar, una actividad a mitad de camino entre arte y ciencia. 

Por primera vez en su vida, puso el mazo boca arriba y empezó a examinar las cartas una por una. Había algo profanatorio en lo que estaba haciendo: después de tantos meses de absoluta reverencia hacia las cartas, mirarlas así, de a una, en detalle, le parecía que estaba mal. Y sin embargo, no encontraba nada nuevo. Nada que no hubiese visto ya en las múltiples tiradas que había hecho. Arcanos mayores y menores. Palos, números, símbolos. Un corazón atravesado por tres espadas. Una emperatriz con corona de estrellas. Un carro tirado por esfinges. Cinco hombres peleando con palos largos. Un ángel trasvasando agua de una copa a otra. Un artesano tallando siete monedas de oro. Un lisiado y una mendiga envueltos en una nevada espantosa, la imagen viva de un invierno cruel. 

Apareció una carta que no había visto nunca: no tenía imagen alguna, sólo el delgado borde negro que la enmarcaba y unas palabras grabadas con un mensaje claro, despojado de toda cifra:

Garantía

Este Tarot ha sido producido con el mayor cuidado en nuestra fábrica. En caso de presentar algún defecto, envíenos las cartas defectuosas junto con los arcanos mayores. Repondremos gratuitamente cada juego de cartas que no muestre señales de haber sido muy usado. 

Debajo, un isologo y las iniciales de la marca. Luego, la dirección de la fábrica. Un nombre extraño, cargado de consonantes, que evocaba un país lejano detrás del mar. 

Se quedó un rato mirando la carta. ¿Cómo era posible que nunca antes la hubiera visto? En todas las tiradas, jamás había salido. Todas las veces que había visto de perfil alguna carta mientras barajaba, esa en particular había permanecido escondida. En las noches de angustia, sola en la cama, cuando le hacía una y otra vez las mismas preguntas al mazo y obtenía siempre respuestas diferentes, esa carta se había logrado mezclar entre las otras, inadvertida. El mazo la había callado. Todas las veces. Cada vez.

—Es imposible —dijo, en voz baja pero audible. El chico del asiento de al lado giró la cabeza y siguió durmiendo para el otro lado. 

No, imposible no. Sólo era extremadamente improbable. Pero cómo no pensar que el mazo había callado esa carta a propósito. Cómo no creer. 

Quiso cerrar los ojos, pero cada vez que lo hacía, contra el fondo negro de los párpados se dibujaba el cuerpo colgante de Miller. La piel morada. La mandíbula apretada por la soga.

Se resignó a dejarlos abiertos.    

Detrás de la ventanilla, el campo blanco transcurría inmutable. Los postes del alambrado marcaban el compás de una partitura vacía y muda.