El sol

15min

La pausa. Capítulo 7.

María le contó el incidente del lago a Miller y Miller consideró que había que celebrar. La supervivencia de Lucio no era algo menor. Además, dijo, sumado al perro estaba la cuestión del apagón, y a todo el mundo le iba a venir bien juntarse un rato alrededor de un mismo fuego, intercambiar historias, conocer a la recién llegada. Entonces, los vecinos se pusieron a trabajar: despejaron el terraplén a la entrada de la escuela y trazaron un círculo grande. Allí armaron un fuego con madera todavía un poco húmeda, pero que se las ingeniaba para arder. Algunos autos habían sido dispuestos alrededor, las baterías conectadas a un par de postes con lamparitas blancas en lo alto. Acá y allá, algunos soles de noche ahuyentaban la oscuridad generando breves islas de luz que ampliaban el territorio un poco más, aunque el frío sólo retrocedía en presencia de la hoguera. 

Aún desde la camioneta, vio a la distancia algunas siluetas, las paredes pintadas a cal de la escuela, resplandeciendo naranjas. El cielo empezaba a abandonar el violeta para cerrarse en la negrura y la atmósfera helada se había decantado al ras del suelo. Guillermo bajó primero, taciturno. Leila fue atrás. Los borcegos apretaban y el piso rocoso parecía aún más duro bajo las suelas. 

Pasaron junto a unas hamacas. Sintió el impulso de empujar una, la más cercana, con el pie. Las cadenas crujieron pero la hamaca apenas se desplazó. Volvió despacio, sin oscilar, al punto de inicio. Unos grumos de escarcha cayeron de lo alto. Miró para arriba. Los goznes estaban envueltos en un capullo de hielo. Por un momento, el recuerdo del agua caliente y sulfurosa de las termas le pareció lejano, una memoria desdibujada de los tiempos previos al invierno. Saludó con la cabeza a dos hombres que miraban el cielo y se acercó al fuego. 

Todas las caras le resultaron desconocidas, excepto la de Cristina, que cargaba una bandeja con aire de estar ocupada. Leila no tenía ganas de hablarle, así que no se acercó, pero escrutó a las personas alrededor para ver si encontraba a Patricio. Tal vez, incluso, María y Simón estuvieran por ahí.

De la nada, un hombre pequeño se le acercó sonriendo, las pupilas grandes, con ese brillo canino que dan las llamas. 

—Vos debés ser la cazadora. —Le extendió la mano enguantada. 

Leila asintió y devolvió el saludo. La mano que le ofrecían era amplia y fuerte. Se preguntó si era posible vivir en un lugar así y no tener manos fuertes. Manos capaces de hachar madera, levantar animales muertos, ayudar a las piernas a sostenerse.

—Bienvenida. Yo soy César, soy algo así como el sacerdote y el docente acá. 

—¿Algo así?

César estiró un poco más la sonrisa.    

—No, algo así no. Soy sacerdote y ejerzo de docente. Hasta donde se puede al menos. —Miró alrededor con cierta tristeza—. Leila identificó a un nene y una nena jugando algún tipo de juego alrededor de uno de los soles de noche. 

—Son ocho, ¿no?

—Sí , te estuvo dando charla María por lo visto. 

Un hombre se acercó a los nenes y los arreó cerca del fuego, como si la oscuridad pudiera estirar el brazo y chuparlos en cualquier momento.   

Leila vio pasar a alguien con un vaso en la mano y enseguida reconstruyó la trayectoria hasta un pupitre, junto a la entrada de la escuela, con algunas botellas encima. César lo notó y se ofreció a acompañarla. 

La mayoría eran bebidas blancas: vodka, tequila, ron. Había una botella de vino pero ya estaba vacía, y una de gin que nadie había tocado. Junto a las botellas, en un extremo de la mesa, alguien había colocado una radio. Leila supo que el dial iba a estar posicionado en el medio incluso antes de mirar. Pero esta vez notó que, además, el volumen estaba colocado al máximo. La radio, sin embargo, parecía muda.

César terminó una frase y ella se dio cuenta de que le tocaba responder. 

—Lástima que no hay whisky —dijo por decir, sintiéndose culpable de dejar que el otro construyera solo una conversación que quizás no le interesaba a ninguno de los dos. Pero César estaba interesado en conversar sin importar demasiado el tema. Le contó que el whisky se había acabado en la última reunión, pero que le había encargado a Willy que trajera apenas pudiera para reponer. 

—Se sirve sólo en ocasiones especiales, pero hay que tener siempre porque uno nunca sabe cuándo va a ser la próxima ocasión especial.
Leila quiso saber cuál había sido la última.

—Año nuevo —respondió—. Todavía celebramos esas cosas. Al menos en esta época del año. Entre marzo y noviembre es imposible estar afuera de noche. Y los únicos interiores que pueden albergarnos a todos no hay cómo calefaccionarlos.    

—¿Y Navidad? 

—Con un festejo al año creo que estamos bien —dijo el sacerdote—. Por muy grande que sea la hoguera, la mayoría de las personas no están dispuestas a andar de noche al aire libre, tomando tanto frío. 

—Debe ser la primera vez que hablo con un cura que no festeja la Navidad. 

—Cura no, sacerdote. Pero te entiendo. No nos hemos olvidado de Jesucristo por acá, pero es preciso tener paciencia. Naturalmente, el sol se ha vuelto un asunto mucho más importante para la gente. El asunto de la salvación se volvió más… literal.  

—¿Cuánta gente hay en el pueblo? 

El sacerdote miró alrededor, calculando.

—Acá seremos menos de la mitad. La verdad, podríamos habernos metido a la escuela y prender las estufas. Una pena. Pensé que íbamos a ser más. Hoy se justificaba que vinieran todos. Que estemos acá hoy significa mucho. Que Lucio siga acá hoy significa mucho. Para su familia pero para mí también. Y para sus compañeros. Es un chico muy despierto. Y muy bueno. 

—Ronca un poco. 

César se rió. 

—Eso ya no lo sé. 

Leila terminó de decidirse por el vodka. Se sirvió en el vaso más pequeño que encontró y lo tomó de un golpe. El ardor se expandió de la garganta a la cabeza y al pecho, y se sintió automáticamente animada. 

Volvió a mirar a los nenes. Desde ahí podía verlos mejor: una nena de pelo rubio y un nene algo más chico, con rulos. Jugaban a pisar el borde de la luz, a entrar y salir de la zona de penumbra, a darse miedo. No pudo evitar dejarse llevar por el juego ella también: imaginó que, efectivamente, la oscuridad los chupaba. Primero a uno, después a la otra. En silencio, como un vacío que los absorbiera, mientras los demás seguían charlando. Ella tenía abrigo rojo. Él, negro. Leila pensó que el cuerpo de ella sería más fácil de encontrar.

—Creo que te estoy molestando —dijo César, e hizo gesto de alejarse. 

—Esperá. ¿Te puedo hacer una pregunta?

—Sí, por supuesto. 

—La radio. Todo el mundo la tiene en el mismo dial, pero nunca suena nada. Y ahora, acá… ¿por qué está acá?

César sonrió de nuevo.

—Esa cosa sólo funciona para dar buenas noticias —dijo, y entonces sí se alejó, con cortesía, como no queriendo incordiar con su presencia.

Leila se dio vuelta. Había más personas junto al fuego y otro grupo de niños jugando aparte. Una mujer se acercó y también los arreó más cerca de la hoguera. María conversaba con otra mujer, sin soltar el brazo de Simón. Simón miraba el fondo de su vaso con expresión absorta. 

—Ojo que el alcohol afecta la puntería. —La voz de Miller la sorprendió. Su silueta enorme le tapaba todo el fuego, dejando sólo un borde de luz a su alrededor como en un eclipse. 

—No tengo intención de empezar a los tiros esta noche —dijo, y se corrió para dejar que se sirviera un trago.  

—Ah, ¿pero si el perro ataca? ¿No hay que estar siempre listos?

—Soy una cazadora, no un boy scout. Además, sigo sin balas. 

Miller se sirvió un dedo de gin. 

—Era una broma. Me vas a tener que disculpar, no estoy acostumbrado a socializar. 

Leila intentó relajarse. Se daba cuenta ahora que la imagen de los niños succionados por la oscuridad había hecho nido en su cabeza y seguía ahí, llenando los vacíos entre pensamiento y pensamiento. 

—¿Y qué lo hizo bajar de la torre esta noche? 

—Lucio. María. Vos. 

—¿Yo?

—Vos sobre todo. Vení, acompañame. 

Miller se acercó a la hoguera. Alguien había agregado madera seca y ahora las llamas se levantaban a un metro de altura, desaparecían en el aire con alguna ráfaga de viento y volvían a emerger, empecinadas. A la luz del fuego, el ojo quemado de Miller parecía un pequeño cielo de acrílico. 

—Me dijeron que tenés un plan. 

Leila no respondió, pero buscó a Guillermo con la mirada. No estaba. 

—No seas demasiado severa. No creo que supiera que tenía que guardar el secreto. 

—No es ningún secreto. Voy a cruzar. 

—¿Nomás para buscar balas? 

—¿Qué otra cosa puedo hacer?

Miller se tomó un tiempo para responder. Apuró el vaso y cerró los ojos, expandió el pecho, disfrutando el calor. 

—Imaginate que esta hoguera es el sol —dijo después—, y que nosotros somos los planetas orbitando a su alrededor, en el espacio helado. Nos llega su calor y su luz. También su radiación, pero ese es otro tema. Ahora, si nos alejáramos, si empezáramos a caminar hacia la oscuridad, cada vez recibiríamos menos calor y menos luz. Eventualmente, saldríamos por completo de su zona de influencia y nos moriríamos congelados, ¿verdad?

Leila asintió. 

—Bien. En física, esa frontera donde una fuerza, una energía, pierde su influencia, es lo que se conoce como pausa. No es una suspensión, como solemos pensarla en términos temporales. En sentido coloquial, una pausa es como un paréntesis, una interrupción condenada a reanudarse eventualmente. Esto es otra cosa. Si empezáramos a alejarnos de la hoguera hasta llegar al momento en que su calor es tan débil que se vuelve irrelevante, estaríamos cruzando una pausa diferente. Una sin final. 

—Entiendo a lo que vas. —Sentía de pronto la necesidad de rellenar su vaso, pero ahora estaban lejos de las botellas y cualquier paso rompería la analogía que Miller tan cuidadosamente estaba construyendo para ella.

—No, no entendés. —Miller hablaba con paciencia pedagógica, pero no cedía terreno—. Dejame que te lo explique de otra manera: hay personas que consideran que no estamos orbitando alrededor de una estrella, sino que estamos dentro de la estrella. Es decir, que una estrella es tan grande como su área de influencia. O sea que, para salir del Sol, tendrías que abandonar la heliosfera, que es una especie de bola cuyo centro es el centro del sol y cuyo borde llega mucho pero mucho más allá del sistema solar. Fuera de ese borde, es mar abierto. Una extensión de espacio-tiempo tan grande hasta el próximo evento que sólo resulta concebible en términos matemáticos y por la luz que nos llega a los telescopios. Luz que está tan lejos que llega desde el pasado. 

Hizo silencio para dejar que el concepto decantara. Después, retomó:

—La pausa que vos querés cruzar es mucho más pequeña, mucho más irregular, y mucho más relevante. Al menos en términos inmediatos. La influencia que se pierde detrás de esas montañas es la de la vida. Quedarán microbios y bacterias, seguro. Hongos tal vez. No descarto algún arbusto en animación suspendida. Pero para el resto de los seres vivos, este pueblo, al menos en esta parte del mundo, es el límite. Más allá no hay nada. Más allá sólo hay muerte. La frontera de la que te hablo tiene un sentido, un propósito. Y no tenés mi permiso para cruzarla. 

Las llamas se inclinaron, alejándose un momento, y Leila sintió el viento frío en la espalda. Todo su cuerpo, toda su mente, se inclinaban por obedecer la autoridad de Miller. Era el origen de esa autoridad lo que la perturbaba. El modo de hablar, el tamaño de su cuerpo, el hecho de que todos lo respetaran, su rol como administrador, su entendimiento de lo que sucedía allá arriba con el Sol, todo aquello constituía los pilares de su poder. 

Por otro lado, había llegado tan lejos ya…

Abrió la boca para protestar, pero entonces la radio sonó. Un chisporroteo, una interferencia. Duró dos segundos, lo suficiente para que todos hicieran silencio de golpe. Después un chisporroteo más. Fuerte y claro. Y volvió a enmudecer. 

Entonces, un grito colectivo explotó en el aire. Un grito de euforia, sostenido sobre tres docenas de vasos elevados como lanzas de guerra. Una alegría salvaje que subió como un hongo nuclear y se desarmó luego en varias conversaciones animadas y abrazos. 

Leila se tuvo que mover cuando una chica, acaso la primera adolescente que veía, pasó corriendo y cruzó la hoguera de un salto. Otras dos la siguieron y por último uno más. Después se acercaron a las botellas y se fueron con un tequila entero a sentarse alrededor de un sol de noche. 

—¿Qué acaba de pasar?

Miller sonreía, feliz. 

—Música —dijo.

—¿Música? 

—A veces, las llamas siguen patrones caprichosos —respondió, como si solamente le interesara reanudar la conversación anterior—. Van y vienen, se moldean a sí mismas y, cuando uno menos se lo espera, alguna se escapa y escupe fuego y chispas para afuera. El sol hace lo mismo. O lo hacía, hasta que llegó el invierno. Tenía momentos de mayor y menor actividad, pero lo normal era que cada tanto ocurriera una llamarada solar. Un vómito de plasma arrojado al espacio a muchísima velocidad. El famoso viento solar. Cuando ese viento llega hasta la Tierra, si la Tierra tiene la suerte de quedar justo en su camino, claro, empuja la atmósfera. La comprime. Pero nuestro propio campo magnético funciona como un escudo y desvía las partículas solares hacia los polos. Eso es lo que forma las auroras boreales. ¿Escuchaste hablar de las auroras boreales? Hace años que nadie ve una. Ni siquiera donde se supone que deberían verse seguido. Esperame.

Miller fue hasta el pupitre y llenó dos vasos. Mientras lo esperaba, Leila se acercó un poco más al fuego. El calor le penetraba la ropa de abrigo y quedaba atrapado adentro, haciéndola sudar, pero no se movió hasta que Miller estuvo de vuelta. 

Recibió el vaso que le ofrecía y abrió la boca para hacer un comentario. Quería decir algo acerca de cómo el alcohol no calentaba el cuerpo, sino que contraía los vasos sanguíneos, quería ella también hablar en nombre de la ciencia, demostrar que sabía algo. Pero en la analogía de Miller, él era Júpiter y ella, Plutón. Por un momento, sintió que estaba de nuevo en su escritorio del Ministerio. Pequeña, reemplazable. Se sintió humillada y pensó que, tal vez, lo mejor era irse a dormir. Pero Miller no notó nada de todo esto, y siguió hablando:

—Cuando el viento solar es lo suficientemente fuerte, puede generar una tormenta geomagnética. Básicamente, aplanar el campo magnético de la Tierra. Penetrarlo y generar interferencias, sobre todo en las señales de radio. Eso es lo que acabás de escuchar. En pequeñísima escala, claro. 

Leila miró la radio, incrédula. 

—¿Son peligrosas esas tormentas?

—A los seres vivos no nos hace nada. A las cosas que funcionan con electricidad, sí. Pero como verás, cada vez tenemos menos de esas cosas. Y además, el sol hace años que anda perezoso... Al parecer lo único que nos sirve es un universo extremadamente amable, ni muy frío, ni muy caliente, ni muy activo, ni muy dormido. Somos seres frágiles. 

Leila tomó otro trago. El alcohol acumulado empezaba a hacerle efecto y la sometía a un sopor leve. Se dejó mecer por las ideas de Miller, por sus sustantivos gigantes, sus magnitudes cósmicas. 

—¿Y si una tormenta fuera lo suficientemente grande? —preguntó—. ¿Cómo sería una tormenta geotérmica gigante?

—Geomagnética —corrigió Miller—. Hubo una. Hace un par de siglos. Hizo estallar telégrafos y encendió el cielo. Se vieron auroras boreales en todas las latitudes y la gente pensó que se había hecho de día en plena noche. Una verdadera tormenta solar, una realmente grande, podría barrer nuestra atmósfera y dejarnos desnudos en el espacio, una roca pelada, sin aire, cocinándose bajo la radiación del sol. A la intemperie. —Hizo un gesto corto con tres dedos, como abarcando la tierra dura y la nieve barrida, la gente que empezaba a sentarse en el suelo, cansada y ebria, la escuela, la noche.

—Somos seres frágiles —repitió. 

Miller, que se había ido deslizando, sin querer, hacia un lugar oscuro, procuró animarse. Se envaró, como si le quedara resto para ser aún más grande. Le puso una mano en el hombro y levantó el vaso en un brindis consigo mismo. 

—Te estás perdiendo el punto importante. El sol se está despertando. De a poco todavía, pero se está despertando. Quizás, en unos años, todo vuelva a la normalidad. Es una buena noticia. Esa interferencia que oíste para nosotros es música. Más hermosa que la música. Es el sonido del universo. Es la esperanza de un mundo nuevo: sin pausa, sin perros salvajes, sin frío ni escasez de alimentos. Sin Ministerio, por lo que a mí respecta. 

—Gracias —dijo Leila—. No estoy acostumbrada a hablar con gente que me dé esperanzas. 

—Alguien tiene que tenerlas —dijo Miller, y se fue. Lo vio dejar su vaso en el pupitre y salir caminando, sin saludar a nadie. Dos hombres se le acercaron y se le pusieron a cada lado, como una escolta. A Leila le pareció reconocer en uno de ellos a Patricio, que era casi tan grande como Miller. Pero la imagen duró unos pocos segundos. La noche se los tragó y por un rato no quedó nada para ver. Leila se quedó absorta en sus pensamientos, pendiente de la oscuridad hasta que vio los faros de un auto que se encendían primero, y después se alejaban. Caminó un poco al azar entre las personas que quedaban. Se sumó en silencio a conversaciones empezadas y volvió a retirarse. Se sentía muerta entre los vivos, y al mismo tiempo, cuando se paraba en un círculo animado, sentía que se volvía pesada, doblemente presente, y necesitaba irse otra vez. 

María y Simón seguían hablando, pero ahora sólo con Cristina. Parecía que no se habían movido de ese lugar en toda la noche. 

Lucio no estaba con ellos. Buscó alrededor. Los niños que habían estado jugando tampoco estaban; probablemente se habían ido con sus padres. Pero Lucio, ¿por qué no estaba Lucio? Al fin y al cabo, esta era su fiesta. 

Dio una vuelta más y al final decidió entrar a la escuela.

Adentro, el aire estaba helado y sólo llegaba un residuo de luz de la hoguera. Olía a tierra y papel. 

Lo encontró sentado solo, en un pupitre. 

—Ey —dijo Leila—. ¿Qué hacés acá?

Lucio no respondió. Había sacado sólo un dedo de adentro del guante de lana y lo deslizaba sobre la superficie del pupitre siguiendo líneas previamente dibujadas. 

—Es tu fiesta. ¿No querés salir a jugar? Hay nenes jugando afuera.

Lucio negó con la cabeza, despacio. Leila se sentó a una distancia prudente. 

—Está congelado acá adentro. Voy a quedar como una estalactita. ¿Sabés lo que es una estalactita? 

Lucio sacudió la cabeza de nuevo.

—Es una cosa que se forma en las cavernas. Como un piquito duro, una… bueno, no lo sé explicar bien. Soy malísima para esto. A Miller tendrías que preguntarle, él explica muy bien. Hoy me enseñó unas cosas muy locas sobre el Sol. ¿Escuchaste la radio? ¿El ruido que hizo? 

Lucio seguía dibujando con el dedo. La mirada fija. Consideró la posibilidad de dejarlo en paz, pero valía la pena un último intento.

—¿Qué estabas buscando en el lago?

Lucio dejó de dibujar. Levantó la cabeza. Llegaba de afuera su nombre en la voz de María. Todavía un llamado, no un grito, pero con una nota de alarma incipiente. Se levantó y salió.

Leila se acercó a mirar lo que había estado dibujando. Le costó poco verlo, a pesar de la penumbra: una S enmarcada, como la que había visto en los tirantes de la cama, el símbolo de un pasado mejor.

Salió detrás de Lucio, temiendo que Simón y María se fueran y la dejaran ahí, sin saber muy bien cómo encontrar la casa. Los estaba alcanzando, cuando apareció de nuevo Guillermo. 

—¿Seguís decidida a ir?

—Sos un bocón —respondió, sin dejar de caminar. María, Lucio y Simón ya se estaban subiendo al auto.

—Voy a ir con vos. 

—No. 

—Sola es una locura. Además con la camioneta te ahorro los primeros kilómetros y parte de la subida.

—No. 

—No tenés la menor idea de por dónde es el paso, no seas terca. 

Leila se paró y lo enfrentó. 

—¿Qué pasa acá? ¿Miller te dijo que me acompañaras?

—Miller te prohibió ir. 

—¿Y a vos no? 

—Si se entera que voy me mata. 

—Quedate entonces. 

—Vos sabés que te está cuidando, ¿no?

Leila puso los ojos en blanco y volvió a caminar. Simón ya luchaba para poner el auto en marcha, pero el frío hacía toser el motor. Lucio, sentado atrás, esperaba.

—Te paso a buscar temprano —escuchó que le gritaba. 

Estuvo a punto de responderle, una vez más, que no. Que ni se le ocurriera. Pero se calló a último momento. Se subió y cerró la puerta. Odiaba admitirlo, pero Guillermo tenía razón en algo: ella no sabía por dónde cruzar. 

Además, le gustaba la idea de viajar otra vez juntos.