Capítulo 8

El mundo

20min

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La pausa. Capítulo 8.

Otro día limpio, otro cielo despejado. Lucio dormía debajo de una pila de frazadas, pero Leila no podía pegar un ojo desde la madrugada. Se había quedado mirando los agujeros de la persiana a medida que ganaban claridad y se volvían brillantes, puntos de luz en la noche de la habitación, como estrellas alineadas o como esos satélites en hilera que había visto de chica, en el campo. Mal que mal, el sol brillaba.

Se vistió pensando en la pausa. Del otro lado, el sol brillaba menos. Eso le había contado Patricio el día anterior, mientras preparaban la práctica de tiro. Había dicho que ahí las nubes quedaban atrapadas, se enfriaban y bajaban, y no podían saltar las montañas. Entonces, del otro lado, siempre estaba nublado y hacía frío. Más frío. 

Fue al baño y abrió la canilla. El agua corría débil, pero corría. Se mojó las manos y fue como si un tigre con dientes de hielo se las mordiera. Después se llevó la mordedura a la cara. El tigre le clavó las zarpas en la nuca y las bajó a lo largo de la columna. Después se desvaneció en el aire, dejándole sólo la sensación de alerta, similar a cuando se frotaba nieve en las mejillas. La misma hiperconciencia. Se preguntó cómo sería vivir en aquel lugar cuando terminara el verano. 

Simón y María desayunaban en silencio. En la punta de la mesa había un paquete envuelto en una bolsa de tela anudada sobre sí misma. 

María la señaló:

—Para el viaje. 

 Leila se acercó. Olía a pan. 

—Gracias —dijo, y se sentó a la mesa. 

María fue a buscar una taza y le sirvió té. Simón masticaba una galleta dura y miraba un punto intermedio entre la mesa y el infinito.   

María le puso azúcar en el té sin consultarle, pero Leila no dejó de ver que le había puesto la cantidad correcta. Las mismas tres cucharaditas que ella le había puesto la mañana anterior. 

La radio seguía con el dial en el centro, pero muda. Recordó la noche anterior, el griterío, la celebración. Hizo un gesto con la cabeza hacia la radio y le dijo a Simón:

—¿Y? ¿Cómo viene el partido? 

Simón se rió. Pero enseguida aprovechó el pie para soltar lo que tenía en el pecho:

—No tenés que ir.

—Es peligroso —agregó María. 

—Si vos querés, agarramos el auto y vamos a la terminal. Te volvés al norte y listo, acá nadie tiene que saber. Nena… todo el mundo prefiere no saber. ¿Para qué te vas a meter en esto?    

Leila no respondió. Por un momento contempló seriamente el camino que le ofrecían. Un camino de regreso a casa. ¿Pero qué había en casa? ¿Qué era casa, además de una respuesta sensata? 

—Disculpame un momento —dijo, y se levantó. Subió corriendo las escaleras y buscó en la mochila hasta encontrar el mazo. Lo mezcló rápidamente, de pie, y sacó una carta. Una sola, que le señalara el camino. Era el as de bastos, al derecho. El significado le llegó con la contundencia del palo: la fuerza de voluntad, la determinación, la iluminación. Incluso la virilidad. Pero sobre todas las cosas, el sur. 

Guardó el mazo de nuevo en la mesa de luz. Cuando se incorporó, Lucio la estaba mirando. Le guiñó un ojo y bajó de nuevo, con el corazón tranquilo. 

Simón y María seguían sentados a la mesa. Leila pasó junto al paquete, lo tocó y dijo, sonriendo: 

—No se puede guardar un secreto.   

—Pueblo chico —respondió María. 

—¿Miller sabe?

Simón y María se miraron. Era evidente que habían estado hablando del tema. Fue Simón el que respondió:

—Willy nos lo comentó. Miller no sabe nada. Y si alguna vez pregunta, nosotros tampoco sabemos. Se fueron de picnic, sin decir a dónde.  

Alguien llamó a la puerta. Tres golpes rítmicos. Leila apuró el fondo del té. 

—Llegó mi carruaje. 

Salió a la puerta y respiró el aire helado. La camioneta vibraba con fuerza bajo la lenga. Algo de esa vibración alcanzó la copa y la perturbó; una hoja naranja cayó sobre el capot, sin vaivén, sin resistencia del aire, como una piedra liviana. Incluso hizo un sonido perceptible.       

—Podrías lavar esta cosa de vez en cuando —dijo, sacando la hoja al pasar.  

Guillermo se rió con ganas. 

—La llego a mojar y la tengo que meter una semana en el horno para sacarle el hielo. Dale, subite que se nos va el sol. 

—Son las ocho de la mañana.

—Sí, pero eso dura una hora. Después ya son las nueve.

Puso el cambio y salieron haciendo crujir las piedras con las cubiertas. 

Siguieron el camino hasta la calle principal y de ahí tomaron hacia la salida del pueblo. Era el mismo recorrido que habían hecho el día anterior y, por un momento, pensó que Guillermo iba a tomar la ruta hacia la izquierda, que la iba a llevar de nuevo a las termas. Tenía el paquete de María en la mochila. Podían, si quisieran, irse realmente de picnic. Tomarse el día y fingir que lo habían intentado. Volverían sanos y salvos y nadie tenía por qué enterarse. Era una buena idea. Tan buena que si ahora Guillermo tomaba hacia la izquierda, no iba a saber cómo protestar. 

Guillermo tomó a la derecha. La ruta se extendió delante de ellos, directo hacia los cerros, allá donde el mundo se terminaba. La camioneta ganó velocidad. Noventa. Cien. Ciento diez. El corazón de Leila se puso a latir rápido, como un pichón apretado dentro de un puño.  

Veinte kilómetros después, el terreno empezó a inclinarse. Las montañas estaban más cerca y ganaban altura. 

—¿Hasta dónde creés que vamos a llegar con la camioneta?

—No mucho más. Hay un derrumbe adelante que nadie se molestó en despejar. Al contrario, yo creo que lo dejaron a propósito. Ahí vamos a tener que dejar la camioneta y seguir a pie. 

—¿Y el perro?

—Estamos muy lejos de todo. No anda por acá, no tiene para comer acá. 

Adelante ya se veía el derrumbe. Una pared de tierra y roca se había desprendido sobre la ruta. Un manto blanco de nieve le daba continuidad e insinuaba que el derrumbe era viejo. Detrás, el filo del cerro humeaba. No era el humo volcánico de las termas. Era un vapor suave, la cresta de las nubes atrapadas detrás. Patricio tenía razón. 

Guillermo dio la vuelta en dos maniobras y dejó la camioneta apuntando de nuevo hacia donde venían, con el freno de mano para que no se fuera pendiente abajo. Después agarraron cada cual su mochila y se bajaron.  

Leila se puso la capucha de la campera y la cerró con el cordón hasta dejar solamente un agujero mínimo por donde asomar ojos, nariz y boca. Aun así, la parte de piel expuesta parecía sometida a una red de infinitas agujas que pinchaban sin romper. Guillermo tenía un pasamontañas sin desenrollar, a modo de gorro, encasquetado hasta las orejas. Llevaba una campera grande, demasiado grande para su cuerpo. Algo del cuello le quedaba a la intemperie, pero parecía no molestarle. 

—Linda campera —dijo Leila—, ¿no había de tu talle?

—Ah, sí. —Abrió los brazos y se miró como si recién ahora descubriera que la llevaba puesta—. Es de mi viejo. ¿Está buena, no? La mía se me enganchó el otro día y se le hizo un tajo. Vení, vamos a ver si encontramos el paso. 

La subida era empinada y les convenía avanzar en silencio para no perder aliento. Oían soplar un viento que todavía no les llegaba, pero que estaba cerca. Cada tanto, Leila subía la mirada y trataba de calcular cuánto tiempo les llevaría llegar al filo. Después se imaginaba que eran pequeñas hormigas escalando una enorme cicatriz en el planeta y se maravillaba, pero no decía nada porque enseguida tenía que hacer pie en un pozo de nieve, cuidarse de no caer o vigilar que Guillermo no se le adelantara demasiado, ensimismado también en sus propios pensamientos. 

Ya casi dominaban el filo cuando Leila sintió un escalofrío. El esfuerzo de la subida la había hecho transpirar y ahora el sudor se le enfriaba contra la piel. El cambio brusco de temperatura la hizo estornudar. Guillermo la miró, atento, pero no dijo nada. 

Él fue el primero en pararse en el borde. Ella venía unos metros más atrás, pero alcanzó a ver cómo el viento en la cima casi lo tiraba al suelo, de nuevo barranca abajo. Guillermo hizo equilibrio, se inclinó para cortar el viento con el cuerpo y volvió a bajar dos pasos hacia ella.

—Es acá —dijo. 

—¿La pausa? ¿Llegamos a la pausa? 

—Vení, mirá. 

Le dio la mano y la ayudó a trepar el último tramo. Subieron cuerpo a tierra y asomaron la cabeza. Era, en efecto, la pausa. Pero no se hubiera enterado si no se lo decían. Lucía apenas como un manto de nubes grises, con crestas que el viento arrastraba y hacía chocar contra la ladera del cerro, sin lograr mover las nubes completas, estacionadas. Más allá, el manto se cortaba casi de golpe y se alcanzaba a ver una franja de territorio blanco. Allá no había pájaros, ni perros, ni personas. Allá adelante no había nada. Sólo frío. Y a lo lejos, muy a lo lejos, apenas distinguible, una cruz enclavada en lo alto de un campanario de iglesia. 

Decidieron comer algo más antes de cruzar, por las dudas de que después no tuvieran oportunidad. Buscaron un reparo entre las rocas y abrieron el paquete de María. El pan conservaba un resto de tibieza en el centro, apenas un aliento que el viento arrancaba apenas cortado. Descubrieron también un frasco chico de ciervo ahumado y dos huevos. Comieron todo por separado, llevándose la comida rápido a la boca y escondiendo la mano sin guante debajo de la axila hasta el momento del siguiente bocado. Comieron sin hablar. Después guardaron el poco de pan que había sobrado y dejaron el frasco vacío en el suelo.

Antes de levantarse, Guillermo abrió su mochila y sacó dos pares de correas con dientes metálicos adosados. Leila lo miró, interesada. 

—Crampones —dijo—. Para caminar en el hielo. 

Le alcanzó un par y le enseñó cómo sujetárselos a los pies. Leila se jactó en voz alta de haberlos puesto bien al primer intento y Guillermo tuvo que hacerle ver que, si no fuera por él, ni siquiera se habría dado cuenta de que necesitaba traerlos.

—No hay caso —lo ignoró ella, mientras probaba el agarre dando pataditas en el suelo—, soy muy buena con esto. 

Treparon hasta el filo otra vez. El viento seguía pasando como una hoja de sierra, amenazando con tirarlos, envolviéndolos en jirones de nubes como tentáculos fantasmales que los atravesaban sin tocarlos. Pero tan pronto empezaron a penetrar el manto de nubes, el viento se calmó. La pendiente bajaba y bajaba, constante, y una quietud intensa los envolvió. Aquel lugar no vibraba como se había imaginado. De hecho, no vibraba en absoluto. Parecía que cada partícula hubiese encontrado un lugar donde decantar para siempre. Sólo se oía el sonido de los pasos y las piedras pequeñas que se desprendían y rodaban. 

Guillermo iba al frente. Una silueta amarilla, cilíndrica, con el pasamontañas en la punta, un poco ladeado. 

—Parecés un merengue —dijo Leila. Su voz se derramó por el valle, sin obstáculos, sin rebote, sin que pudiera mensurar hasta dónde había llegado antes de perder fuerza. 

Guillermo se giró. 

—¿Qué? 

—Que de atrás parecés un merengue. Así, medio amarillito y con un piquito quemado en la punta. Un merenguito —simuló una punta con la mano—. Ya sabés, los merengues…    

—El merengue es blanco. 

—Pero cuando se queman, digo. Dejá, no importa. 

El descenso era rápido y la visibilidad, poca. Ahora el aire era húmedo y se le pegaba a las fosas nasales, la ahogaba, y aunque el camino bajaba bastante recto, la silueta de Guillermo se había hecho más tenue. 

—Esperá —pidió Leila.

—Hay que ir más rápido —le respondió él. Hablaba más fuerte, para que su voz se proyectara también hacia atrás—. Pensá que después tenemos que volver a subir esto. No se nos puede hacer de noche. 

—Esperá que no te veo. 

Guillermo entonces esperó hasta que ella estuvo cerca. 

—No te atrases, por favor. No nos podemos perder. 

—¿Me estás cargando? Es exactamente lo que te estoy diciendo. 

Retomaron la bajada, pero más despacio. El terreno ahora pegaba caídas abruptas y había que torcer el rumbo acá o allá para buscar pendientes más amables. 

Leila pisó mal y cayó al suelo con un grito ahogado. 

—¿Estás bien?

—Sí, sí —dijo mientras se levantaba.

—¿Te doblaste el pie?

—No, grité porque me asusté. Estoy bien. Está cada vez más espeso esto.

Avanzaron un poco en silencio. Cada tanto, Leila levantaba la vista del suelo para mirarlo sin ser vista. Para espiarlo, se decía, sorprendida por ese pequeño placer, entre clandestino y pudoroso. 

—Contame algo —dijo de pronto Guillermo y la sobresaltó. 

Leila pensó un rato. Después empezó un relato inconexo sobre el verano en el norte. Habló de los paraísos y los sauces del campo de su abuelo, junto a ese río enorme por donde a veces veía pasar los barcos cargueros, remontando la corriente despacio. Habló del calor. De los sábados cuando salían a cazar. Los pastos altos. Los mosquitos. Nada de eso se articulaba en una historia, pero lanzada a enumerar, no podía detenerse. Habló de cuando bajaban al río a poner el trasmallo y se hundían en el barro de la orilla. Con cada paso liberaban burbujas de bosta fermentada, bosta de las vacas que había quedado ahí, inundada de barro, y la nariz se les llenaba de un olor fétido, el peor olor que había sentido en su vida. Eso le daba muchísima risa y la risa contagiaba al abuelo, que le hacía chistes y le decía yo no fui, seguro fuiste vos. Habló también de una flor azul que crecía por todas partes pero que nunca supo cómo se llamaba, y que ahora no sabría cómo buscarla. 

—No volví a ir para allá desde que vino el invierno. Y antes de eso, la última vez que fui fue cuando murió el viejo. No debe haber más de esas flores. El frío las mató a todas seguro.  

Y después de decir eso, como si se hubiera vaciado de todo lo que tenía dentro, se calló. 

—Son lindos recuerdos. Yo apenas me acuerdo del verano. 

—Me dijiste que tenías veinte. 

Leila empezó a ponerse colorada. ¿Se había desnudado delante de un menor?

Guillermo se rió. 

—Tengo dieciocho. Tenía once cuando empezó el invierno. Me acuerdo del verano. Igual acá siempre hizo bastante frío, algunos recuerdos se me confunden. 

Empezaban a abandonar la zona de neblina y la pendiente se había vuelto más suave. El suelo también parecía más duro, una capa de permafrost en la que no hacían mella. Pero los crampones funcionaban bien. No había señal de vida en ninguna dirección, ni pensaban encontrarla. Pero igual avanzaban. Pendiente abajo. Desde ahí, la capa de nubes que habían atravesado era absolutamente lisa: una lámina de acero cubriendo el cielo, sin flujos ni densidades. 

—Contame algo de cuando eras chico —pidió Leila. 

—¿Te conté cuando quedamos atrapados en las termas y me quebré y me querían comer la pierna?  

—Sos tan joven que es la única historia que tenés. Igual nunca me dijiste cómo zafaste. 

—Me salvó Miller.

—¿En serio?

—Nunca lo admitió. Y yo no le ando sacando el tema de conversación. Pero sí. 

—¿Se conocen hace mucho?

El pasamontañas se le estiró visiblemente a medida que la risa de Guillermo crecía. 

—Digamos que sí… Miller es mi papá. 

Leila le dio una trompada en el brazo, pero la campera gruesa absorbió todo el golpe.

—¿Vos me estás cargando? ¿A nadie se le ocurrió decirme eso? 

—No preguntaste.

—¿Por qué lo llamás por el apellido? ¿Y tu mamá?

—Lo del apellido es una vieja costumbre, la verdad ni sé cuándo empezó. Mi mamá murió cuando yo era muy chico.    

De a poco, el campanario se acercaba. Ahora era una forma definida, con sus ventanas en arco y la cruz un poco torcida bajo el cielo gris. Las siluetas blancas de las casas también empezaban a tomar forma. Tenían por delante un par de kilómetros de tierra helada y llana, donde no se podía hacer nada más que poner un pie delante del otro. Y escuchar.

—Allá ustedes lo vivieron de otra manera, como un verano frío. Para nosotros fue un invierno que nunca terminaba de irse. Habíamos hecho planes: cuando suba la temperatura tal cosa, cuando llegue el verano tal otra, para las fiestas… Miller canceló todos los planes. Estábamos a mediados de diciembre y de lo único que se hablaba era del frío. Y del sol. El tema lo tenía obsesionado. Todo el primer año lo único que hizo fue estudiar el asunto. Me despertaba a cualquier hora y lo encontraba rumiando, dando vueltas, ajustando el telescopio. Todo el primer año así. Para el segundo año, no se la bancó más. Reservó en el hotel de las termas, que está en un punto elevado y lejos de las luces de la ciudad. Me hizo hacer las valijas a mí, él guardó el telescopio.

»Apenas llegamos, me soltó. Me dijo que hiciera lo que quisiera y se fue con el telescopio lo más lejos que pudo, y empezó con las observaciones. Observaba de día, anotaba, dormía de noche y vuelta a empezar. Yo mientras me iba a leer un libro o a mirar a los otros huéspedes en la pileta. Después de tres días, ya me había hecho amigo de dos señoras y una pareja joven. Me acuerdo cuando en la radio dijeron que se había creado el Ministerio. Lo escuchamos con Miller, recién levantados. La expresión en su cara, no me la olvido más. Yo no entendía mucho, a los trece la palabra Ministerio no te dice nada, viste. Pero lo poco que entendía era que la cosa estaba seria. Los perros, los derrumbes, las comunicaciones, los vuelos, todo estaba patas para arriba. Y sin embargo, bajamos a desayunar y era como si no hubiera pasado nada. A nadie le importaba. Ni a la pareja, ni a las señoras. El mundo había cambiado, oficialmente, y era lo mismo que nada. Cada quien en su mundo particular. 

»Ese día me quedé en la pileta con ellas mientras Miller se iba a observar de nuevo. Es loco porque los nombres de las señoras no me los acuerdo. El de la chica tampoco. Me acuerdo el de Pietro, el novio de la chica. Se la pasaba tomando de una petaca y me daba poca bola. Yo jugaba con las señoras. Me pedían que les cuente lo que estaba leyendo. Jugábamos a las cartas. Nos turnábamos para pedir comida a la habitación y después nos la traíamos en paquetitos de contrabando hasta la pileta porque ahí no estaba permitido comer. Adentro del agua todo tenía gusto a azufre, pero yo me divertía.

Hizo una pausa y se agachó. Leila se inclinó para ver qué le había llamado la atención, pero Guillermo rascó el piso con la uña dos veces y volvió a caminar. 

—Pensé que era un pastito. Pero no. 

—No crece nada acá. 

—Nada. Te decía: un día Miller se había ido no sé, cien, doscientos metros del hotel. Yo estaba boludeando con las viejas al lado de la pileta y de golpe lo vimos. Bah, el que lo vio fue Pietro. ¡Se está cayendo, se está cayendo!, dijo, mientras señalaba el cielo. —Guillermo imitó el gesto y Leila no pudo evitar seguir el dedo, pero en el cielo de ellos dos no había nada—. Nos dimos vuelta y lo vimos: un avión que había entrado en pérdida bajaba en un ángulo imposible. Fueron dos segundos, porque enseguida se estrelló contra el volcán. Una explosión como la de las películas. Primero muda. Unos segundos después, un trueno largo. Y después, otro trueno, más largo, que no entendíamos de dónde venía si la explosión había sido una sola. Pero entonces, en la confusión, paf, me patiné. 

»Decí que estaban las viejas, que me sacaron del fondo en un segundo, pero con el dolor y el susto tragué una cantidad de agua impresionante. Creo que me desmayé. Se me puso todo oscuro. Me enteré más tarde de que no se me había puesto todo oscuro a mí solamente, se le oscureció el día a todos porque el segundo trueno que habíamos escuchado era una avalancha. En la vida hubo una avalancha ahí, pero ahora la ladera de la montaña estaba sobrecargada de nieve y la explosión había hecho vibrar todo. Iba a ceder tarde o temprano. No me preguntes por qué nadie se dio cuenta de que eso iba a pasar; ahora, en retrospectiva, era medio obvio. La cuestión es que me quebré la tibia, por la mitad. —Se palmeó la pierna sin dejar de caminar—. No volví a sentir un dolor así nunca en la vida, te juro. Y cuando pregunté por qué estaba todo oscuro y me dijeron, pensé en Miller. Solo, ahí afuera, con el telescopio. Pensé que se había muerto. Que me había quedado solo. 

Habían alcanzado las primeras casas. Parecían muebles gigantes tapados por sábanas blancas y quebradizas. Esculturas a medio terminar, directamente talladas en hielo como quien talla jabón, formas macizas emergidas del suelo, sin solución de continuidad. 

La atmósfera parecía aun más quieta entre esas moles. Dejaron de hablar: el aire se había vuelto filoso en la garganta y en los pulmones. A Leila le dolían los labios, se le cristalizaban los ojos y, aunque no hubiera viento, los entrecerraba, más no sea para abrigarlos con los párpados.

El sol había pasado el cenit pero todavía estaba alto, o lo que se podía considerar alto en esa latitud. Brillaba indolente, desinteresado. 

Llegaron a una calle un poco más amplia. A la derecha, desembocaba en una plaza cuadrada, sin árboles. En el centro, un monolito de hielo sugería la presencia de un prócer debajo, pero a esa distancia y con esa cantidad de escarcha era imposible adivinar de quién se trataba. 

Guillermo señaló hacia la izquierda:

—Vení, la comisaría está por acá. 

Le llamó la atención que él dijera está en lugar de estaba. Después pensó que eso era lo que pasaba con el frío. Si el pueblo se hubiera incendiado, habría dicho estaba. Pero el pueblo se había congelado. Las cosas seguían existiendo por debajo. Sólo que no había nada ni nadie que las habitara. 

—Abrí los ojos y lo vi inclinado arriba mío. Tenía restos de nieve en la cabeza, en la ropa, pero la atención fija en mí. Me miraba como un problema a resolver, viste, capaz le conocés ya esa mirada. Cuestión que me levantó y me llevó hasta la habitación. Me acuerdo de lo fría que estaba su ropa. Yo, imaginate, en malla, envuelto en un toallón y gracias. Me estaba congelando hasta el culo. Y cuando me vi la pierna… era una pelota violeta. No sé cómo estoy caminando ahora.    

—¿Y Miller qué hizo? 

—Lo que hace mejor: empezó a organizar a la gente. Consiguió que la recepcionista trajera el botiquín de primeros auxilios, mandó a las viejas a que me buscaran ropa y le pidió a Pietro que le prestara la petaca. No había compartido ni medio minuto en la pileta, lo máximo que lo había visto era durante el desayuno, el único momento en que Pietro no andaba con la petaca a la vista. Pero viste que al viejo no se le escapa una. Se la mangueó, nomás. Yo no lo podía creer cuando me dijo que tomara. Trece años tenía yo. Pero qué iba a hacer. ¿Qué le iba a decir? Le di un trago. Casi me ahogo. No pude volver a probar el whisky nunca más de la aversión que le tomé. Pero estaba todavía tratando de recuperar el aire cuando sentí un crack, y se me puso todo negro de nuevo. Era Miller que había aprovechado para acomodarme el hueso.   

Leila hizo un gesto de escalofrío. Un falso escalofrío que, en medio de esa páramo congelado, le pareció absurdo. 

Habían entrado por completo al pueblo. Las casas se sucedían una tras otra, interrumpidas por locales, postes de luz y terrenos baldíos. En algunas zonas el hielo era menos grueso y se adivinaba el color de las cosas que estaban debajo. Una pared verde, un auto rojo. Pinceladas desvaídas que enseguida quedaban tapadas por una ventana que vomitaba hielo o el arte involuntario de la escarcha que crecía como una enredadera muda en todas las superficies. 

Guillermo se bajó el pasamontañas. Ahora parecía un ladrón de película, un clásico malviviente dispuesto a hacer un atraco. Leila, sin embargo, lo seguía pensando desnudo, nadando en una pileta de aguas termales, al mismo tiempo niño y adulto, desamparado y fuerte. 

Los crampones decidieron no clavarse en determinado paso y Leila se fue de culo al piso. Guillermo la ayudó a levantarse sin parar de reír, como si una caída fuese lo más gracioso que había visto en su vida.  

—Sos un nene —dijo, resentida. 

—Un poco, sí. 

—No es gracioso porque me puse en bolas delante de un nene, voy a ir presa. 

—¿Viste un muerto alguna vez? 

—¿A qué viene esa pregunta?

—Dicen que la infancia se termina cuando conocés la muerte. ¿Viste una persona muerta alguna vez?

Leila cerró los ojos y los vio: dos cuerpos mal tapados, una manta corta, los pies congelados al descubierto. Dos cuerpos en la terraza de un edificio, envueltos en una tormenta. Dos cuerpos que tuvo que retirar la policía. Dos cuerpos en una foto, en un expediente, sobre la mesa del abogado. Dos cuerpos que se le aparecían en sueños una y otra vez. 

—No —dijo.   

—Yo sí. Yo vi un muerto pocos días después de quebrarme la pierna. 

Habían llegado al final del recorrido. Leila levantó la vista que venía arrastrando por el suelo para no resbalarse de nuevo y vio una casa grande, envuelta en hielo. Por la forma, parecía un chalet, pero completamente blanco. En la punta tenía un mástil con una bandera dura, congelada en reposo. 

—¿Es acá? 

—Es acá. 

—¿Hay balas ahí adentro? 

—Tiene que haber. 

—¿Y cómo vamos a entrar? 

—Es una buena pregunta.