Primera parte

60min

Mala suerte

A fines de 2016 mi rutina se convirtió en una única actividad: permanecer indefinidamente en pijama dedicada a twittear, googlear y leer blogs. Buscaba testimonios reales y papers con datos. Hasta entonces, ninguna de las estadísticas que había recopilado se me había cumplido. Ni la que decía que iba a costarme quedar embarazada, ni la que decía que después de las ocho semanas baja el riesgo de abortar, ni las que indican un 80 % de chances de éxito en el embarazo siguiente. Ninguna. Tenía 37 años, me había doctorado y estaba recién casada: nunca antes en mi vida había intentado tener un hijo y con Pato, mi marido, decidimos no evitarlo y ver qué pasaba. Quedé embarazada enseguida, dos veces, con seis meses de diferencia. Ambos los perdí entre las semanas 8 y 9, así que mi ginecóloga me indicó hacer algunos estudios. No encontró nada que explicara qué había sucedido más que la mala suerte. Era mi primera tragedia íntima y me parecía absurda, gratuita e injusta.

Poco antes de dejar de cuidarnos, había abandonado terapia de forma intempestiva: de un día para el otro desaparecí de la vida de mi analista luego de dieciséis años ininterrumpidos de tratarme con ella, justo cuando todo parecía encaminado a hablar de la (mi) maternidad. En ese momento, yo estaba anclada a mi presente y no tenía ningún apuro. Ella pareció no escuchar que mi plan era precisamente no tener un plan, dejarlo al azar y que el deseo, en todo caso, fuera apareciendo sobre la marcha. Insistió varias veces en hablarlo, incluso mencionó algo de prepararse y yo sentí el impulso de huir, lo cual no me costó nada. Falté a una sesión sin avisar, no respondí sus llamados y no volví más.

El mismo día en que me enteré que mi segundo embarazo era un embrión sin latidos cardíacos, decidí retomar con una psicoanalista nueva, Daniela. En uno de los primeros encuentros le dije que, ahora, me sentía del lado de los falladitos, de esas parejas que tienen problemitas

—¿Por qué sos tan despectiva? —me devolvió. 

No sabía por qué, pero las parejas con problemas para tener hijos me generaban fastidio. No había situación que subestimara más. No podía entender esa desesperación, esa obsesión por un bebé, y toda la retórica de la lucha y de cumplir el sueño me resultaba lo menos conmovedor del mundo. Mi amigo Gera había pasado por eso durante mucho tiempo y nuestras cervezas de pronto se poblaron de palabras como transferencia, ovocito o blastos, lo que automáticamente me llevaba a las clases de Biología del viejo Scarsi en algún año de la secundaria. Yo trataba de mil amores de ser empática con él, pero hacía un esfuerzo enorme para no preguntarle, directamente, por qué había decidido vivir sometiéndose a tratamientos que fracasaban una y otra vez si, además, ya tenía una hija. Creo que alguna vez se lo insinué y decidió, con muy buen tino, ignorar mi comentario. Por entonces, pensaba que quienes de verdad querían ser padres con todo lo que eso implica podían adoptar y que, si rechazaban esa opción, en realidad no querían ser padres, querían otra cosa. 

A mí, en cambio, lo único que me importaba era saber por qué yo había perdido dos embarazos que ni siquiera había buscado demasiado y qué había en mi cuerpo que había causado eso. 

Escalera hacia abajo

En esos días, además de empezar con Daniela, tuve que hacerme una ecografía para ver si mi segundo aborto espontáneo había sido completo (es decir, si ya no quedaban restos de la gestación) y podía dar por finalizado el episodio. 

Bajé para irme de la clínica y en el descanso de la escalera me crucé a una chica con una bebita. Hacía muchos años que no veía a un recién nacido y me detuve a mirarla. Le pregunté cuánto tiempo tenía (cinco días) y cómo se llamaba (Camila). No llegaba a los tres kilos. Era muy blandita y tenía unos pantaloncitos rosa con zoquetes haciendo juego que le quedaban grandes. Movía los deditos diminutos mientras se tocaba la cara, abría un solo ojo y sacaba la lengua. También reparé en las ojeras de la chica, que redondeaban una expresión de luna de miel, en la panza tipo globo desinflado y en la camisa color pastel que apenas cubría la cintura de un jean que le quedaba chico.

En esos días nació, al fin, el bebé de mi amigo Gera, en el séptimo u octavo intento de fertilización in vitro.

Le dije a Daniela que había visto una bebita en la escalera de la Suizo y que me había parecido hermosa. Fue la primera vez que lloré en terapia.

Evidencias

Alguien me recomendó a Laura, especialista en temas de aborto espontáneo. Saqué turno, fui a su consultorio y encontré que quedaba dentro de una clínica de fertilidad. “¿Por qué estoy acá —pensé—, si no soy infértil?” Mi problema era otro. Le llevé estudios, míos y de Pato. Me preguntó de qué trabajaba y cuánto tiempo había buscado embarazo, le dije que era investigadora del CONICET pero en el área de Sociología y que casi no había buscado, que se dio enseguida. Le mencioné que había dejado de fumar el año anterior. Mientras miraba mis estudios, anotó la cantidad de años que había fumado y mi edad, 38 años. Me preguntó si podía hacerme una ecografía en ese momento, en su consultorio, y le dije que sí. 

—Tenés una buena reserva ovárica. —Me tranquilizó escucharla porque no entendía demasiado qué indicador era ese, pero me sonó a elogio.

Pensé que Laura me iba a hablar de hacer otros estudios, más en profundidad, o de repetir mi estudio de trombofilias (que me había dado negativo), porque ahí podía estar la clave. Pero me habló de mi edad. Me habló de genética y de cromosomas. En un papel hizo unos dibujos con círculos y palitos, y me habló de otras estadísticas: 

—Más de la mitad de las pérdidas de embarazo en el primer trimestre se deben a anomalías cromosómicas que se producen cuando se forma el embrión, en el momento de la división celular. Son errores genéticos al azar. Y el riesgo de que se produzcan esas anomalías aumenta muchísimo con la edad de la madre.

Le insistí con la pregunta acerca de si podía ser trombofilia.

—Las trombofilias como causa de abortos de primer trimestre no son tan habituales como se cree… se discute bastante todavía, en realidad tiene más que ver con las pérdidas más avanzadas. Y bueno, fijate también que además a vos te dio todo negativo. 

Le dije que para mí, tener hijos después de los 37 era algo normal porque así era en mi familia, que mi mamá me había tenido a los 40, que mi abuela tuvo a mi tío a los 42 y que mi tía, a su último hijo, a los 47. 

—La verdad es que hoy en día casos como el de tu tía o como los de algunas famosas parecen habituales, pero siguen siendo minoritarios. Muchos de los embarazos de las mujeres que tienen mucho más de 40 son por ovodonación. 

Le pregunté si, entonces, yo ya estaba jugada y me dijo que no, que se trataba de riesgos aumentados, no de imposibilidades. Me explicó que el único tratamiento con efectividad probada para mi caso se llamaba diagnóstico genético preimplantatorio (PGT), y consistía en analizar los cromosomas del embrión antes de que llegara al útero para, de esa manera, evitar un embarazo de un embrión anormal que pudiera generar un nuevo aborto. Para hacerlo, sin embargo, había que hacer sí o sí una fertilización in vitro (FIV) porque, obviamente, esa es la única manera de generar embriones que puedan ser analizados antes de que se implanten en el útero. 

También enfatizó la idea de que seguir intentando de modo natural, es decir, sin tratamiento, era una opción para mí porque sí podía quedarme embarazada. Aún tenía altas chances de lograr un embarazo exitoso (aproximadamente un 70 %), pero también —me aclaró— de un nuevo aborto espontáneo: el riesgo estaba aumentado en comparación con las mujeres de mi edad que nunca habían perdido un embarazo. Si en las mujeres de mi edad la tasa de aborto espontáneo era de 20 %, cuando había abortos previos ascendía a 30 %. Laura me dijo: 

—Es lo que muestra la estadística. Te doy toda la información para que vos decidas. 

Salí del consultorio aturdida y decepcionada: había ido a ver a una especialista en pérdidas de embarazo y aunque entendí toda la información que me dio, en mi cabeza no terminaba de cuajar la idea de que una mujer que se quedaba embarazada tuviera que hacer, como primera opción de tratamiento, una FIV. Había entendido también cuáles causas de mis pérdidas estaban descartadas, pero me costaba aceptar que lo más aproximado a una causa posible fuera algo tan impreciso y subjetivo como la edad.

Volví a casa y lo hablé con Pato. A pesar de que es médico, no sabía que existía ese procedimiento tan específico. Me dijo que tenía todo el sentido, al menos desde el plano biológico. Había una solución —el PGT— y había evidencia científica: los números decían que, en caso de lograr un embarazo por este medio, la posibilidad de que el resultado fuera un nacimiento sano era bastante alta y nosotros sólo queríamos evitar un nuevo aborto. 

Me dispuse a averiguar y encontré que si bien las obras sociales y prepagas cubrían tratamientos de fertilidad, no cubrían el PGT. Con el transcurso de los días, fui buscando más y más información hasta que esta se empezó a repetir y yo me convertí en una verdadera experta. Las alternativas que Laura me proponía parecían ser las correctas, pero mi nueva experticia en el tema no garantizaba que yo aceptara con convicción lo de la FIV

Cuando aprendemos probabilidad, el primer ejemplo que suelen darnos es el de la bolsita con las bolas blancas y las bolas negras. La cantidad proporcional de bolas negras y blancas determina la posibilidad de sacar una u otra cada vez que alguien mete la mano en la bolsa y elige a ciegas. Por mi edad y mis antecedentes, en la bolsa tenía 70 bolas blancas y 30 bolas negras. ¿Cómo podía ser que sacara siempre negras? Pocos meses después de mi propio nacimiento, en 1978, nació también Louise Brown, el primer bebé logrado por fertilización in vitro en el mundo. Louise y yo tenemos la misma edad. Después de tantos años de investigación y desarrollo, ¿esto tenía la ciencia para decirme a mí sobre mis pérdidas? ¿La bola negra? ¿Eso era todo?

Armar la vida

Aunque es cada vez más frecuente, para la mayoría de quienes no tuvieron una experiencia propia, de un amigo o un familiar, una in vitro suena a algo muy sofisticado y medio secreto que hacen quienes no pueden tener hijos, y que es algo para manejar con discreción. Otros lo asocian directamente con tener mellizos o trillizos. Se dice que es un tratamiento muy de moda entre famosos o algo que hacen mujeres grandes o personas solas. Para algunos, un embarazo logrado por FIV es un poco de menor categoría: una amiga quedó embarazada espontáneamente en sus 40 y me contaba, indignada, que en el gimnasio todos le preguntaban si había hecho tratamiento

Para quienes sí tuvieron una experiencia propia o cercana, hacer una FIV implica entrar en un universo en el que se habla un lenguaje tanto biológico como quimérico y en el que la perplejidad se transforma en una constante, para bien y para mal. 

Un procedimiento de fertilización in vitro (FIV), en sí, intenta reproducir —y optimizar— en un laboratorio aquello que sucede en el cuerpo humano —o más precisamente, en el cuerpo de los mamíferos— en el momento de la concepción: el encuentro de la gameta femenina (ovocito) y la masculina (espermatozoide), la fecundación, la división celular, la formación de un embrión con una genética propia. Digo mamíferos porque también se utiliza en animales, por ejemplo, en vacas, y con el fin de crear o mejorar razas para aumentar la productividad. Para las personas, el nombre correcto es tratamientos de reproducción humana asistida (TRHA), y quienes tienen que recurrir a ello lo viven como algo enorme. En el campo de las intervenciones en salud, se trata de una experiencia muy particular porque es compleja, muy intervencionista y demanda cierta entrega. Un tratamiento de reproducción asistida que no termina bien o que no cumple sus objetivos no implica que los pacientes pierdan la vida o la salud, pero lo que se juega es otra cosa: un deseo que, en general, es inconmensurable.  

El primer paso de una FIV es obtener las gametas y el escenario es, antes que el laboratorio, la casa de la pareja o la mujer —en ocasiones, una donante de óvulos— que busca un embarazo. Durante diez días, aproximadamente, se realiza una estimulación hormonal mediante microinyecciones diarias. El objetivo es que los ovarios produzcan la mayor cantidad de folículos posible. Esto permite tener más chances ya que, en la naturaleza, en cada ciclo menstrual se produce un solo ovocito, a lo sumo, dos. Ese proceso se monitorea con ecografías, y una vez que los folículos llegan a determinado tamaño, los médicos realizan, en un quirófano, su extracción a través de una punción. Si quien busca el embarazo es una pareja heterosexual, en ese mismo momento, hay que entregar una muestra de semen al laboratorio. Acá no hay microinyecciones ni mucha tecnología sofisticada: el procedimiento es masturbarse en la propia clínica o en la casa y, en este último caso, salir corriendo porque la muestra tiene que ser procesada por el laboratorio de modo casi inmediato. Si se trata de varones que no tienen espermatozoides debido a alguna patología o porque tienen hecha una vasectomía, se obtienen los espermatozoides directamente del testículo a través de una biopsia, un procedimiento quirúrgico mucho más complejo. A veces el problema de fertilidad del varón es muy severo y se debe utilizar semen donado, y sucede lo mismo en el caso en que no haya pareja masculina. Se utiliza, casi siempre, semen de banco. Una vez que los embriólogos tienen las gametas, existen dos técnicas para unirlas: la fecundación in vitro propiamente dicha, o común, en la que los ovocitos son colocados junto con el semen para que eventualmente se produzca la fecundación tal como sucedería en la trompa de falopio, o la inyección intracitoplasmática de espermatozoides (ICSI, por sus siglas en inglés), una técnica mucho más compleja en la que se selecciona un solo espermatozoide, generalmente de acuerdo a su buena morfología, y se lo introduce, con una microaguja, en un ovocito. La ICSI es realmente increíble: aunque se usa cada vez más, fue desarrollada inicialmente para los casos de infertilidad masculina muy severa, es decir, para aprovechar muestras de semen que tienen poquísimos espermatozoides. En la naturaleza se necesitan millones de espermatozoides para fertilizar un óvulo, en la FIV convencional, cientos de miles. En la ICSI, apenas unos pocos. 

Durante los días siguientes, los embriólogos van siguiendo el desarrollo embrionario: cuántos ovocitos logran ser fertilizados, cuántos embriones siguen dividiendo sus células y evolucionando, cuántos logran llegar al tercer día y cuántos, al día cinco, alcanzan lo que se conoce como estadío de blastocisto. El estadío de blastocisto es la última etapa del desarrollo de un embrión en un laboratorio de fertilización asistida, no se lo puede llevar más lejos y esto tiene toda la lógica: es el mismo momento en que, en la naturaleza, el embrión, luego de viajar cinco o seis días por las trompas de falopio, se implanta en el endometrio. El blasto es lo que quieren todas las pacientes: la estadística muestra que tiene mayores chances de implantación que los embriones de tres días, por ejemplo. Esto es así por un proceso de selección natural: la mayoría de los embriones detiene su desarrollo antes, debido a anomalías que se producen en las primeras divisiones celulares. 

Estas gametas y luego embriones que se mezclan, analizan y seleccionan en el laboratorio son de personas que están esperando del otro lado, con más o menos esperanza, angustia y ansiedad. Los pacientes de FIV reconocen que los días que pasan entre la fecundación y el desarrollo embrionario son difíciles: los embriólogos o médicos suelen informar a los pacientes diariamente cómo van evolucionando sus embriones, cuántos siguen en carrera. No es tan frecuente, pero puede pasar que todos los embriones se detengan y ese ciclo termine sin una oportunidad para intentar un embarazo. 

Cuando sí hay embriones, se transfiere uno (o a veces dos) en la cavidad uterina a través de un catéter. Por distintos motivos, puede suceder que este paso deba diferirse; en ese caso, los embriones se vitrifican y transfieren en otro ciclo.  

Desde el momento en que embrión y endometrio entran en contacto, resta esperar unos 10 a 14 días para ver si el embrión logra implantarse, es decir, adherirse al endometrio, y por ende, si hay embarazo. La inmensa mayoría de los pacientes define este período como el más estresante de todo el tratamiento, una auténtica coctelera emocional en la que se mezclan a toda velocidad la ansiedad, la esperanza y el pesimismo. Es también una etapa cargada de rituales y supersticiones que suelen circular por foros y redes sociales. Por ejemplo, el ananá es el símbolo de los pacientes de FIV a nivel global: se dice que contiene una sustancia, la bromelina, que favorece la implantación. Una paciente de FIV que está muy informada come ananá durante todos los días de la betaespera. Hay otra leyenda sin ningún tipo de asidero, pero muy divertida, que manda comer papas fritas de McDonald’s a la salida de la clínica luego de la transferencia embrionaria. Se dice que esas papas (y no otras) contienen un químico especial en la sal que también ayudaría en la implantación. En los foros de pacientes también se aconseja no bañarse los primeros días y tener los pies calientes para que toda la sangre fluya hacia el útero. Los médicos sólo recomiendan no tener relaciones sexuales los primeros días luego de la transferencia, evitar el alcohol y ciertos medicamentos, y hacer vida normal. 

 Una implantación exitosa da lugar al comienzo del embarazo: ni bien sucede esto, el embrión comienza a segregar la hormona gonadotrofina coriónica humana, aquella que detecta cualquier test de embarazo 14 días más tarde, sea en sangre o en orina. Un test de embarazo negativo luego de una FIV suele representar una desilusión tan grande como la complejidad del procedimiento que llevó a los pacientes hasta allí. 

Si hay embarazo, no mostrará ninguna diferencia con uno logrado a través de la vía convencional y su evolución estará abierta a las mismas posibilidades. Los primeros días y semanas tras la implantación son claves: lo más frecuente es que el embarazo evolucione bien, pero si el embrión no tiene la genética adecuada o sufre algún otro problema en su desarrollo o en el proceso mismo de implantación, su crecimiento se detiene. Esto da lugar a un aborto más o menos temprano, puede ser en los primeros días tras la noticia del embarazo o algunas semanas más tarde. Técnicamente, un aborto espontáneo —también llamado pérdida gestacional temprana— sucede entre el inicio de la gestación y antes de la semana 20, aunque la gran mayoría de los embarazos que se detienen lo hacen antes de la semana 12, por eso es una tradición dar la noticia luego de este período de tiempo, cuando todo marcha más seguro.

Una mujer se entera de que su embarazo se detuvo de diversas maneras, todas igualmente descorazonadoras. A veces es de modo espontáneo, a través de un sangrado inesperado y muy intenso, generalmente acompañado de dolor. Entre todos los tejidos que se expulsan, a veces se ve el saco gestacional y el embrión. Otras, la pérdida se descubre en la primera o segunda ecografía, que en general conllevan mucha ilusión, ilusión que se rompe al escuchar que lo siento, no hay latidos o no hay embrión: es un saco gestacional vacío. En promedio, el 15 % de todos los embarazos confirmados se detienen en el primer trimestre. El aborto temprano es estadísticamente algo muy común y el 25 % de las mujeres experimentarán al menos uno a lo largo de su vida reproductiva. Que este hecho se repita más de dos veces (lo que se conoce como aborto recurrente o aborto de repetición) es raro y le ocurre a menos del 1 % de las parejas más jóvenes, pero este porcentaje aumenta a medida que aumenta la edad de la mujer. 

La pérdida de un embarazo temprano es de las cosas que menos se cuentan y menos se preguntan. También es enorme la distancia entre cómo suele aconsejarse que se lo viva (como algo frecuente, posible y solucionable) y cómo realmente suele ser atravesado: con dolor, con culpa, con desconcierto y frustración. 

La gran advertencia 

Hay muchos motivos por los cuales las personas tienen que recurrir a un procedimiento de fertilización in vitro. En las parejas heterosexuales (cis o trans), puede tratarse de diversos problemas para concebir derivados de la cantidad o calidad de los óvulos o espermatozoides, alguna anomalía u obstrucciones en las trompas de falopio que impiden la fecundación, o la anticoncepción quirúrgica previa de alguno de los dos miembros de la pareja. En cualquier caso, siempre se busca primero hacer varios estudios y, si es posible, tratamientos de baja complejidad.

Pero también hay otras causas que no tienen que ver con algún obstáculo en la biología de la reproducción propiamente dicha. Las parejas que tienen el mismo sexo biológico deben recurrir obligatoriamente a la fertilización asistida: a un donante de esperma si son mujeres o a una donante de óvulos y un útero subrogado si se trata de dos varones. También lo hacen las parejas hetero-cis que no quieren o no pueden tener relaciones sexuales y que sí desean tener hijos biológicos. Pero la evidencia más abrumadora, el más amplio consenso científico en relación con los problemas de fertilidad en la contemporaneidad, la Gran Advertencia, con cartel rojo y con mayúscula, siempre tiene que ver con el retraso de la edad reproductiva de la mujer. 

En las páginas web de las clínicas de fertilidad o de los servicios de ginecología, en las notas periodísticas de divulgación o en las redes sociales ocupadas del tema, el dato de la edad en que las mujeres están eligiendo tener hijos y sus riesgos asociados aparece acompañado por una serie de aclaraciones con guiños feministas que aluden al nuevo rol de la mujer que busca su desarrollo personal y profesional antes de encarar la maternidad, entre otros lugares comunes. Uno podría pensar dos cosas. En realidad, en las clases medias no son sólo las mujeres quienes retrasan la formación de un hogar propio: las mujeres no tienen hijos con el aire. Pero también hay otro sesgo: la imagen de una mujer llena de proyectos, la figura de la ejecutiva a quien se le atrasa el reloj o la chica independiente que ama viajar y aún no piensa en tener hijos. Ambas son algo así como el epítome de quien retrasa la maternidad. En realidad, la disminución de las tasas de fecundidad a edades más tempranas —como le gusta expresar a los demógrafos— no puede ser pensada sin tener en cuenta un proceso más amplio y global de precarización de condiciones de vida de la juventud, lo cual obviamente arrastra y condiciona el proyecto de tener hijos a partir de muchas variables más complejas que la elección.

Es innegable que para las mujeres esta decisión, deseo o circunstancia tiene un enorme impacto biológico. Los ovocitos no se renuevan: cada mujer nace con la cantidad que tendrá toda su vida, proceso que suele agotarse alrededor de los 40 años, unos años más tarde o más temprano. Pero lo más importante es la pérdida de su calidad, y esta tiene que ver exclusivamente con la capacidad del ovocito para realizar —al momento de la fecundación— una división celular correcta y dar lugar a un embrión con la genética adecuada y por ende, evolutivo. Si bien en este proceso intervienen también los espermatozoides, y un espermatozoide dañado puede dar lugar a un embrión cromosómicamente defectuoso, los estudios sobre biología de la reproducción muestran que el rol del ovocito es mucho más importante que el del espermatozoide en cuanto a la genética del embrión, porque el ovocito es más propenso que el espermatozoide a producir modificaciones cromosómicas incorrectas. En este hecho está todo el secreto que explica por qué a mayor edad de la mujer, más difícil es quedar embarazada, más frecuente la pérdida del embarazo o hay más riesgos de tener un bebé con un síndrome genético. La tasa de aborto en las mujeres de más de 40 años es aproximadamente de un 30 % y pasados los 45 años, llega a más del 50 % entre quienes logran el embarazo a esa edad de modo natural, que de por sí son muy pocas. 

La mejor edad reproductiva en términos estrictamente biológicos, para las mujeres, es el período que va entre los 18 y los 30 años. A partir de los 37, comienza un descenso de la fertilidad que a la literatura médica le encanta explicar con la expresión caída en picada. Una vez escuché a una médica argentina bastante reconocida en el mundo de la fertilidad decir “el peor flagelo de la fertilidad, lo peor a lo que nos tenemos que enfrentar como médicos, es la edad de la mujer”. Yo, si fuera médica y trabajara en fertilización asistida, sería más cuidadosa en llamar flagelo a aquello que por su existencia misma tiende a ser cada vez más el motor de la medicina reproductiva, la multiplicación de sus tecnologías y profesionales y de la investigación en la biología de la reproducción humana, pero démosle una chance a la doctora enfática: la edad promedio de quienes tuvieron su primer hijo en la Ciudad de Buenos Aires fue de 31,3 años en 2021, mientras que pocos años antes, en 2009, era de 26,4 años. Inversamente, aumentaron los partos en las madres mayores de 35. La tasa global de nacimientos de la Ciudad de Buenos para la franja de edad de 40 a 44 años fue de 9,4 % en 2021. Este mismo número era un 5,2 % en 2010. Es decir, del total de nacimientos, crece la cantidad de aquellos que corresponden a madres de esta edad. Estos datos no corresponden sólo a la ciudad, la tendencia es a nivel país y es similar en los países del primer mundo, quizás algo más marcada. 

Podría parecer paradójico el hecho de que los datos muestran que la fertilidad disminuye con la edad al tiempo que las mujeres más grandes aumentan su fecundidad. Pero estos números no significan que exista una mejora de los parámetros biológicos de la reproducción: los médicos advierten que las técnicas de reproducción asistida no son eficaces para revertir la pérdida de la fertilidad natural producida por la edad. Más allá de los 42 años, una parte significativa de los embarazos que registran las estadísticas son por reproducción asistida y, dentro de ellos, una cantidad no menor de tratamientos son de ovodonación, es decir, la donación de un óvulo por parte de una mujer más joven. La idea hiperextendida hoy en día las mujeres tienen hijos más grandes, casi a los 50, no es como era antes tiene que ver, exclusivamente, con el desconocimiento de este hecho. Evgeniya Borisova, en su tesis sobre el impacto demográfico de la reproducción asistida en España, demuestra que casi el 70 % de quienes tienen un bebé más allá de los 44 años lo logran a partir de un tratamiento de fertilidad.

Si miramos a los varones, hay una distancia enorme entre lo que se difunde y los datos de fertilidad real. Parece que no hubiera problemas, incluso la edad fértil se extiende un poco más, pero sí los hay. Existe una caída también en picada de la fertilidad masculina a nivel mundial. Uno de los estudios con mayor base empírica, un metaanálisis que analiza los resultados de muestras de 57.000 hombres de distintos continentes y 53 países, demostró que entre 1973 y 2021 la fertilidad masculina, medida en la concentración de espermatozoides por mililitro de semen, se redujo en un 50 %, pasando de un promedio de 101 millones por mililitro a 49 millones en 2021. Es muchísimo. Lo más interesante es que estos investigadores también encontraron que, en paralelo, existe una disminución en los promedios de los dosajes de testosterona. La Organización Mundial de la Salud establece un mínimo de 39 millones de espermatozoides por mililitro para considerar que una muestra de semen tiene un potencial de fertilidad aceptable. Al tiempo que las mujeres retrasan la maternidad, los hombres se volvieron menos fértiles. 

Una FIV no es solamente para solucionar obstáculos para concebir. También puede servir para cosas aun más asombrosas, impensables hace algunas décadas atrás. En primer lugar, es posible detectar anomalías en los embriones creados en el laboratorio antes de que se transfieran al útero. Y si bien ese diagnóstico no cambia la genética de un embrión, lo que sí permite es seleccionar aquellos que tienen la cantidad de cromosomas correctos y evitar, así, un aborto por causas genéticas, es decir, evitar un embarazo destinado a perderse. Justamente por eso, es uno de los posibles tratamientos para algunos tipos de pérdida recurrente del embarazo, el problema que tenía yo.

Pero además, el diagnóstico genético permite que una pareja que es portadora de determinado gen y ya sabe que puede transmitir una enfermedad a sus hijos (por ejemplo, varios tipos de distrofias musculares, algunos tipos de cáncer, hemofilia u otras enfermedades con base genética) acceda a la posibilidad de tener hijos sanos, mediante una técnica que se llama diagnóstico genético preimplantatorio para enfermedades monogénicas (PGT-M). Son cientos de enfermedades; muchas de ellas no son incompatibles con la vida, pero implican altos riesgos, discapacidades y sufrimientos muy graves, y una esperanza de vida notablemente reducida. Al igual que en todos los otros casos, el procedimiento es el mismo: se generan los embriones mediante FIV, se los analiza y se seleccionan aquellos que no tienen el gen de la enfermedad que se busca evitar. Luego se transfieren al útero y —como en cualquier otro caso— dan la posibilidad de intentar un embarazo. Para una pareja cuyos hijos fallecieron a causa de una enfermedad hereditaria y saben que deben enfrentar ese riesgo si quieren tener hijos, las posibilidades que habilita la genética en la medicina reproductiva son conmovedoras y no se me ocurren muchas más cosas para celebrar que nos haya tocado tener bebés en el siglo XXI. 

La existencia de posibilidades de selección embrionaria genera también otros problemas que todavía no están saldados. Los resquemores de sectores conservadores no son los únicos, también los hay de sectores progresistas y de comunidades y activismos específicos, y tienen que ver con las posibilidades eugenésicas que la técnica brinda de hecho, aunque en la realidad no se hagan muchas cosas que potencialmente podrían hacerse, como elegir sexo, color de ojos o color de pelo. El activismo disca también tiene mucho para decir al respecto y, de hecho, lo dicen: “¿Qué sentirías si sabés que está permitido hacer que gente como vos no nazca? ¿Es una manera de decir que mi vida es menos valiosa que la de cualquiera?”.

Una de cada cuatro, quince por ciento, cincuenta por ciento, ochenta por ciento, tres por ciento. Renunciar a la herencia genética y aceptar un donante. Elegir embriones y decidir que algunos no van a tener chance de evolucionar por tener determinado gen. Nadie sabe de qué lado va a caer ni qué dilemas va a tener que enfrentar hasta que no intenta reproducirse. 

Un nombre de varón

Tres meses después de mi primera visita a la clínica, tras algunos otros análisis y con toda la información sobre la mesa, usamos parte de nuestros ahorros para hacer el tratamiento que Laura sugería. A pesar de mi buena reserva ovárica, no fue tan fácil como imaginé. Si bien las inyecciones no me costaron nada y la punción —que también fue mi primera vez en un quirófano— me resultó bastante llevadera, mis expectativas eran demasiado altas: se formaron sólo dos blastocistos. Laura me dijo que estaba muy bien. Los analizaron y uno de los dos era cromosómicamente sano. 46XY, decía el informe del laboratorio de genética: un varón. Me resultaba increíble saber qué sexo tenía ese embrión, unas 500 células congeladas en un laboratorio, que, si tenía éxito en implantarse en el útero, formaría a mi hijo que ya existía pero a la vez no. Le puse un nombre. 

Llegó el día de la transferencia embrionaria y le sugerí a Pato pasar luego por McDonald’s para buscar las papas fritas de la buena fortuna: me dijo que le parecía una pelotudez, que de ninguna manera esa porquería podía ser saludable para ayudar a lograr un embarazo, pero que si yo quería, íbamos. Acepté su razonamiento que, la verdad, me pareció impecable.  

Catorce días más tarde, cuando abrí el PDF en el que el laboratorio de análisis clínicos me informaba que el valor de la beta, la hormona que mide el embarazo, era 0,7 (o sea, negativo), lloré a gritos abrazada a la bañera. Pensé en el nombre de varón y en 5000 dólares que se disolvían en el aire. 

No podía creerlo. Ahora no sólo tenía un problema, perder mis embarazos, sino que yo misma me había generado uno nuevo: había entrado en el submundo infernal de los tratamientos de fertilidad. Todo me parecía una gran estafa. Si yo podía quedar embarazada, ¿por qué me había sometido a esa carnicería emocional? 

Luego del negativo, tuvimos otra charla con Laura. Fue muy clara: los tratamientos no garantizan 100 % de eficacia (o sea, un recién nacido), sino chances, las mejores para cada caso. En un papel anotó nuestras posibilidades de cara al futuro. Teniendo en cuenta que yo ya había cumplido 39 años, podíamos: 1) repetir el mismo tratamiento. El hecho de haber obtenido un embrión genéticamente sano era de un muy buen pronóstico para futuros intentos porque no siempre aparece y eso hablaba de cómo estaban nuestras gametas; o 2) continuar buscando naturalmente y apostar a que un nuevo embarazo resultara viable, de hecho la mayoría de las parejas con abortos previos en nuestra situación lo conseguía en algún intento. Lo mismo que me había dicho en la primera consulta. Cuando le pregunté por qué el embrión no había implantado me dijo que era imposible saberlo en este caso particular: me habló de cuestiones metabólicas del embrión, de factores que hacen a la implantación que aún no se conocen y me recordó que se trataba de chances, no de absolutos. Si hubiera logrado el embarazo, ese embarazo tenía muy pocas chances de generar un aborto, que era lo que a mí me pasaba en la naturaleza. Por supuesto que lo entendía. Así funcionaba el mundo, la ciencia y la genética, pero yo sólo podía pensar que la única vez que no me embaracé fue cuando lo intenté con un tratamiento hecho con la máxima complejidad posible y que estaba metida en un juego de suma cero. 

Al salir, Pato me miró y me dijo: 

—No puedo creer lo que hicimos y que no tenemos nada. 

Tomamos un café en el bar de la esquina y analizamos nuestras opciones: resolvimos seguir intentando de manera natural, al menos parecía más lindo y más barato, y teníamos buenos porcentajes a nuestro favor. Las estadísticas indicaban un 70 % de posibilidades de lograr un embarazo viable si volvía a quedarme embarazada, y en algún momento teníamos que dejar de caer en el 30 % que sale mal. Si tirábamos la moneda diez veces, en siete se tendría que dar. Eso decía la bibliografía, también decía que hay muchas causas de aborto de repetición que aún no se conocen y por eso tantos consejos estaban orientados al intento. Pato me dijo “vamos a poder” y yo le creí. En secreto, me prometí no pisar nunca más la clínica ni ningún otro lugar similar relacionado con tratamientos. Pero antes de dar por finalizada esa etapa, por las dudas y porque uno nunca sabe, congelé óvulos y ahí se fueron otros cuantos dólares. Me tuve que pinchar de nuevo y entré al quirófano por segunda vez. Salieron más óvulos que la vez anterior. En el procedimiento, y por los efectos de la anestesia, le dije cosas muy graciosas aunque un poco groseras a Laura y a todo el personal del quirófano: me las contaron y me divertí. Hice todo ese proceso muy feliz y llena de esperanza: lo que yo quería, mi gran aspiración, era nunca tener que usar esos óvulos y que ese fuera el gasto más innecesario, el dinero más tirado a la basura de toda mi vida. 

Guía para impacientes

En el nuevo plan de intentar a conciencia una búsqueda natural, recordé un libro que me había recomendado una colega: The Impatient Woman’s Guide to Getting Pregnant (La guía de la mujer impaciente para quedar embarazada), de Jean Twenge, una psicóloga californiana. Lo compré por Amazon y, haciendo honor a su título, lo leí en dos horas. Me encantó cómo estaba escrito y me ilusionó bastante: yo me había embarazado sin saber bien cómo, lo que necesitaba era encontrar un método para buscar un embarazo, que no era lo mismo que no cuidarse. Y el libro lo ofrecía.

La propuesta de Jean era muy científica y a la vez era un llamado a la acción y a no preocuparse por demás. En primer lugar, tenía un estado del arte: tomaba todos los papers y datos sobre edad y fertilidad, desmenuzaba cómo estos datos se habían construido (ya me encantaba) y concluía: es cierto, hay una disminución de la fertilidad en función de la edad, sobre todo después de los 40 años. Pero eso no significa una anulación. “Así que si tienes entre 35 y 42 años, ¡manos a la obra! Pues todavía tienes muy buenas chances”, traducía mi cerebro del inglés al español neutro. Lo que había que hacer era lo más racional y obvio del mundo: conocer a la perfección los momentos y signos de mayor fertilidad del ciclo y focalizar en ellos para tener sexo. Para reconocer sin error estos momentos había herramientas: los test de ovulación, algunos monitores y aparatos para dar mejor en la tecla que se conseguían sólo en Estados Unidos, tomarse la temperatura a diario y llevar prolijamente el registro (dado que al momento de ovular hay un leve aumento de la temperatura corporal), y tratar de pasarla bien y divertirse. Igual, Jean advertía: el estrés no genera que uno no se embarace —citaba varios artículos científicos que avalaban esa idea— y pedía a sus lectoras, que, por favor, abandonaran todas esas frases hechas que, paradójicamente, generaban más estrés, como relajate, no te obsesiones, el estrés puede retrasar tu embarazo y otras parecidas. Lo importante era tratar de disfrutar un momento de la vida en el que iba a haber bastante sexo y aprovecharlo para divertirse un poco, porque luego con los niños todo eso se termina. Jean sugería usar su método durante seis meses, y si no pasaba nada, consultar al médico. 

Mi valoración general sobre la guía para mujeres impacientes fue excelente y consideré que era lo que yo necesitaba: nada me describía mejor. De todos modos, me propuse no volverme loca y adaptar el método a mis circunstancias, así que decidí usar sólo los test de ovulación que indicaban los días fértiles con una carita sonriente tipo emoji que se conseguían fácil en la farmacia. No había nada del otro mundo: sólo prestar mucha atención a qué días tener sexo sin dejar pasar oportunidad. Y listo: el que busca, encuentra.

Credo

Fui a un colegio de curas, y, a decir verdad, era muy divertido. Íbamos los chicos de clase media de lo que por entonces era más un pueblo que una ciudad del conurbano, la mayoría algo malcriados y apañados por nuestros padres. Éramos realmente muy quilomberos y la escuela hacía lo que podía con nosotros. A la vez, había una muy buena formación religiosa, se organizaban retiros en los que teníamos experiencias espirituales bastante intensas y en las clases de catequesis no se recitaban mandamientos ni virtudes teologales, más bien se hablaba de teología y discutíamos problemas interesantes. Yo no tenía el perfil de devota ni de chica de iglesia, pero estaba enganchada con todo eso así que iba a misa, me compraba libros de Ediciones Paulinas y leía a Mamerto Menapace, un cura bastante progre que escribía para jóvenes. Mis padres eran católicos, pero tenían un apego mínimo a lo religioso y bastantes resquemores con la iglesia y con los curas, pero me dejaban ser. Al igual que mi hermano y mis primas, fui con mis amigos caminando a Luján dos veces y llegué. En la escuela también se le daba importancia a ayudar a los otros, la solidaridad era parte de la formación, así que cuando llegó la hora del viaje de egresados a Bariloche y había compañeros que no podían pagar, nadie discutió: o viajábamos todos o no viajaba nadie. Organizamos rifas y comidas, juntamos la plata, y lo que sobró lo donamos a un comedor del barrio más pobre de Escobar, La Chechela. Nadie nos decía que teníamos que hacerlo así, surgía solo. Pero mi problema con el catolicismo era la oración, el ritual, los momentos en que uno habla con Dios y Dios también te habla si lo sabes escuchar. En las canciones, frases y reflexiones referidas a la vida del buen cristiano, Dios, María y Jesús estaban ahí con vos: “Dios está aquí, tan cierto como el aire que respiro, tan cierto como la mañana se levanta, tan cierto como que este canto lo puedes oír”, decía el cancionero joven. 

Pasé los años del secundario haciendo un gran esfuerzo pero yo, a Dios, no lo escuchaba. Quizás se trataba de eso: sostener una fe aun con todas las dudas y, en ese hiato, estaría la voz de Dios, que tenía el sonido de una prueba. Esa era mi hipótesis ad hoc, una de las cosas que me inventaba para darle sentido a ese mundo hecho de oxímoron: imágenes invisibles, escuchar el silencio y sentir presencias imperceptibles. “Levanta una piedra y ahí estaré”, decía el Evangelio. Era hermoso, pero yo no encontraba nada y vivía haciendo de cuenta que sí.

Cuando comencé la universidad, lo primero que aprendí fueron las reglas del método científico, el relativismo cultural, que lo importante son los hechos y que, además, todo eso transformaba el mundo. Por ejemplo, había prolongado la expectativa de vida de las personas desde los 30 hasta los 80 años. Mis creencias religiosas y en todo tipo de fenómenos sobrenaturales se evaporaron tan rápido que apenas me di cuenta. Intentar oír la voz de Dios dejó de ser —al fín— un esfuerzo, ya no tenía que mentirme a mí misma. Y además, nadie me lo recomendaba, al contrario. Al poco tiempo ya asumía en público no creer en Dios y acepté que, simplemente, era algo que me había pasado, como un amor que se termina y la vida sigue. Para mí, la religión nunca fue el opio de los pueblos, sino formas en que los grupos humanos dan sentido a aquello que los preocupa y los construye como comunidad, como nos enseñaba Durkheim a los estudiantes noveles de Sociología en Las formas elementales de la vida religiosa, uno de los libros más hermosos del mundo. Más tarde empecé a entender la productividad de las ideas religiosas, mágicas o espirituales, no sólo porque conforman instituciones y sistemas de acciones que modifican materialmente el mundo, sino porque ejercen un poder inmenso sobre la subjetividad de las personas, más explícito o más sutil, aquello que Michel Foucault llamaba tecnologías del yo

Tuve momentos muy difíciles en los que hubiera deseado volver a creer. De hecho lo intenté, y no pude. Yo me sostenía y creía en otras cosas que me parecían trascendentes e importantes para la vida: el amor, el poder transformador del método científico o la política, el psicoanálisis y no mucho más. 

Era diciembre de 2010, comenzaban mis treintas y alguien armó un grupo de Facebook con quienes esperábamos los resultados de la convocatoria de ese año a la beca doctoral del CONICET. La publicación de las listas con los seleccionados se había atrasado varios días. Uno de los fundadores del grupo cada día escribía el episodio de una historieta muy graciosa sobre lo que nos estaba pasando, la vida académica y lo que imaginábamos pasaría en caso de ganar. En los intercambios nos hacíamos compañía, conspirábamos sobre los motivos de la demora y nos sosteníamos en la incertidumbre. Esperar una beca de CONICET implicaba, por entonces, mucho deseo y ansiedad porque sabíamos que no era sólo empezar el doctorado, era una oportunidad que nos cambiaba la vida. Como la convocatoria era anual, si el resultado era negativo, quedaba esperar otro año más para volver a intentar. Los resultados se atrasaron aún más y llegaron el 28 de diciembre. La última entrega de esa historieta mostraba a Papá Noel llegando con su bolsa de regalos cargada de becas: unos brindaban y otros estaban con la cara triste por no haber ganado, pero con la convicción firme de intentarlo al año siguiente.  

El compañero que hacía las historietas, Mariano, ganó la beca en el área de Letras, al igual que yo en Sociología y Demografía. En esa última entrega nos escribió una especie de carta a quienes llamó la comunidad de la espera. Ahí decía que la grieta que nos dividía a quienes lo habíamos logrado de los que no era sólo un episodio más en la vida académica y en la vida en general. También contaba que la beca para él significaba poder renunciar a un trabajo de muchos años que ya casi no le permitía estudiar y que, en esos días de espera, lo había ayudado mucho su religión. Era budista, y la visita al templo y los ejercicios de meditación y respiración habían sido de vital importancia para el manejo de la ansiedad. Nos deseaba suerte en nuestros caminos y nos recomendaba que, a pesar de ser científicos, no dejáramos de lado lo espiritual, que creía lo íbamos a necesitar. Ese era su humilde consejo. Fue la primera vez en mucho tiempo que un mensaje sobre lo espiritual logró conmoverme. La relación con lo trascendente no aparecía marcada por el binomio pedirle a Dios lo que necesito / aceptar lo que Dios me manda. Mariano parecía no haber pedido nada, sino encontrar calma. 

Autocrítica

La guía de la mujer impaciente me interpelaba de otra manera. Hacía aquello en lo que yo sí creía sin peros: analizaba datos y hechos. Mostraba que aquellas cifras que existían como certeza y verdades indiscutibles, esas estadísticas que escuchamos todas las mujeres del mundo en consultorios médicos y ginecológicos, en las notas periodísticas, o incluso en textos académicos o de política pública —“1 de cada 3 mujeres de entre 35 y 39 años no quedará embarazada al cabo de un año de intentarlo” o “hacia los 40 años la posibilidad de concebir es menor al 5 % por ciclo”— no eran tan precisas, de hecho eran bastante cuestionables. La historia de ese libro tenía que ver directamente con la conmoción que le causó a su autora encontrarse con esos números a sus 34 años, cuando intentó buscar un embarazo por primera vez. Aunque no era médica, sino doctora en Psicología, decidió tomar el método científico en sus manos e ir a fondo para revisar cómo se había construido esa certeza. Lo que descubrió fue sorprendente: uno de los datos lapidarios pero más difundidos sobre la relación entre edad y fertilidad —por ejemplo, que después de los 35 años 1 de cada 3 mujeres tiene enormes chances de ser infértil— se había hecho sobre proyecciones estadísticas basadas, a su vez, en registros de nacimientos ocurridos entre 1670 y 1830, en comunidades rurales francesas. Jean no podía creer que muchos consejos médicos en el siglo XX y más allá se basaran en datos anacrónicos e incluso hechos sobre un universo cuestionable, porque estudiaba poblaciones que no intentaban explícitamente concebir. Yo tampoco lo pude creer, así que fui yo misma a buscar y releer aquel estudio (y de paso, leí otros) que citaba Jean. Efectivamente, el artículo “Can assisted reproduction technology compensate for the natural decline in fertility with age? A model assessment”, de Henri Leridon, lo confirmaba. En cambio, si se analizaban estudios recientes sobre la fertilidad natural de parejas que sí estaban intentando concebir en la contemporaneidad, los datos eran bastantes distintos: el 78 % de las parejas de 35 a 39 años logran concebir al cabo de un año. 

Me agarré de esos datos como de un salvavidas. En primer lugar, porque parecían sólidos —y lo eran—, y yo necesitaba un espaldarazo para mis próximos pasos, una fórmula que me dijera podés hacer muchas cosas para tener un hijo, la edad no es tan determinante, estás a tiempo, vas a poder. Y también porque me confirmaba que había otros datos y otras formas de hacer las cosas dando vueltas, más allá de la medicina reproductiva. 

La realidad era que tenía el corazón roto porque el tratamiento no había funcionado y mi desilusión con el resultado y con mi proceso era inconmensurable. Había encarado de frente y sin dilaciones lo que me pasaba, había comprendido toda la información relativa a por qué mis embarazos se habían detenido. Leí libros, busqué información por mi cuenta, hablé con mujeres que pasaron por lo mismo. Fui honesta y lo compartí con mis seres queridos. Entendí por qué ese tratamiento era lo más lógico del mundo para mi caso, y aunque recibí expectativas realistas y nadie me dijo que la efectividad fuera del 100 %, a mí se me configuró como la solución a mi verdadero problema: no lograr un embrión que diera lugar a un embarazo viable. Cuando ese embrión sano que apareció en el laboratorio de FIV no se implantó en mi útero —paradójicamente, aquello que mi cuerpo sí había hecho antes sin problemas: anidar embriones y embarazarse— pude comprenderlo racionalmente pero no lo pude aceptar. Se me rompieron, también, las categorías y esquemas con los que le había dado sentido a lo que le pasaba a mi cuerpo, a las cosas que me decía a mí misma y a los demás. En mi cabeza, el tratamiento sí era 100 % efectivo: yo estaba segura de que la implantación no era mi problema y que, justamente por eso, iba a funcionar.

Estaba enojada con la ciencia y también conmigo. La bronca se alimentaba de la sensación de haberme apresurado, de haber exagerado y atacado un mosquito con un lanzallamas, de no confiar en mi cuerpo, de haber asumido un rol pasivo en el que quizás me habían vendido el tratamiento como una solución y yo lo había comprado acríticamente. Tenía 39 años, tenía óvulos, me embarazaba, tenía un montón de posibilidades. ¿Por qué había hecho un tratamiento carísimo si podía intentar naturalmente, incluso si Laura me lo había dicho? ¿Había ido corriendo a buscar una solución externa porque eso era más fácil que atravesar el duelo por mis embarazos perdidos y enfrentar el miedo a un nuevo embarazo, a un nuevo intento? Esas preguntas volvían una y otra vez: la medicina reproductiva trabaja sobre nuestras falencias, su mirada está puesta en lo que no funciona y no en las posibilidades, en mis posibilidades. Por lo tanto, yo misma había empezado a pensarme desde la falencia. Ahora quería hacer otra cosa con eso. La edad era sólo una probabilidad, un condicionante, no una condena, y había un montón de evidencia, también científica, que parecía desmentir su rol determinante. Además, aunque era casuística, había conocido varias chicas que habían perdido embarazos como yo y, aún así, habían podido tener a sus bebés sin hacer ningún tratamiento. 

La autocrítica me llevó, de nuevo, al plano de la acción. Armé una verdadera peregrinación por segundas opiniones médicas y comenzamos a pasear y contar nuestro caso por distintos consultorios para buscar otras respuestas, otros posibles tratamientos que yo creía que existían pero no eran tan mainstream. No existían: lo que encontramos fueron genetistas que me invitaban a seguir intentándolo naturalmente porque tenía buenas chances estadísticas (otra manera de expresar lo que aparecía en el libro de Jean) o inmunólogos que trabajaban en algunos test y medicaciones aún experimentales, pero que tuve la intuición de no explorar. El round de segundas opiniones me llevó, casualmente, a refrendar lo que yo quería hacer: volver a intentarlo desde mi cama, sin tratamientos de reproducción asistida. 

Cuerpo y alma

Pero no se trataba sólo del punto de vista médico. Volver a apostar por un intento natural me enfrentó con otra información y otros temas que venía esquivando: la relación más íntima y profunda con mi propio cuerpo. En mi mundo, el cuerpo era el soporte de cosas más importantes: el pensamiento, los afectos, quizás la belleza. Me relacionaba con mi cuerpo de una manera bastante básica y despojada de toda trascendencia. Mis preocupaciones y dolencias tenían que ver con mi alta miopía y mi lumbalgia crónica, mientras que el placer pasaba por el sexo, comer, que una prenda me quedara bien, alguna sesión de masajes, nadar. La alimentación en casa tendía a ser saludable porque Pato es celíaco y eso dejaba fuera muchos alimentos industrializados. A ambos nos gustaban las frutas y las verduras, aunque yo consumía bastantes golosinas y, por eso, a veces los análisis de sangre me daban una glucemia un poco alta y el colesterol al límite. No tomábamos alcohol y no consumía ningún tipo de droga. Había momentos en que todo este tema de lo saludable me importaba más y otros, menos pero, en general, me ocupaba bastante poco. En ese combo, la actividad física era mi espada de Damocles: sabía que la necesitaba, pero estaba metida en un loop imposible que consistía en intentar engancharme, abandonar, sentir culpa por no poder hacerlo y por no disfrutarlo. 

Pocos años antes, dejar de fumar había sido el gran pacto que hice con mi cuerpo, la empresa más vital, sacrificada y justa en la que me metí. Yo no era una fumadora del montón, era una completa adicta a la nicotina y sabía que me iba a costar. Mi padre (fumador) había muerto de cáncer de pulmón al igual que mi abuelo (también fumador), así que tenía muy claro que seguir fumando no era compatible en absoluto con vivir mucho más allá de los 60 ni con tener un hijo. Viví varios años con esa culpa y ese miedo constante, hasta que di el paso, y el paso fue saber que en algún momento me iba a interesar embarazarme.

 Dejar de fumar fue para mí a todo o nada, y le puse todo. Mi mamá había dejado de fumar cuando yo era niña con los recursos que había disponibles en Escobar en los 80, y esto era unas reuniones y un plan de doce pasos que ofrecían los adventistas. Mi hermano dejó solo, a lo bestia. Yo apliqué el más estricto esquema racional medio-fines. Hice un tratamiento farmacológico con un psiquiatra y, aún así, fue un esfuerzo físico y mental de dimensiones que no imaginaba. En mis peores momentos de angustia y abstinencia, también me aferré a la estadística: “después de diez años de haber dejado el cigarrillo, el riesgo de cáncer se reduce a la mitad”; “dejar de fumar antes de los 40 años reduce un  90 % el riesgo de morir por una enfermedad relacionada con el tabaco” eran mis mantras provistos por la American Cancer Society. Mi último cigarrillo fue, efectivamente, el último. Consumí toneladas de chupetines y recurrí a otro mantra muy frecuente entre la tribu de los que dejan de fumar: “nada de lo que hagas para dejar de fumar será peor que seguir fumando”. 

Embarazarme dos veces, empezar a desear un bebé y el recorrido de gestar, perder, sangrar, expulsar, inyectarme hormonas, entrar a un quirófano para finalmente no embarazarme me devolvieron otra conciencia de mi corporalidad, esta vez como una cachetada: así funcionan tus células, trabajan, te posibilitan, no funcionan, se detienen, te sorprenden. Este es el cuerpo con su materialidad y allá está tu deseo. Acá, tu fisiología, el resultado de tu genética, de lo que le das y le quitás, de las decisiones que tomaste, de la temporalidad, del azar biológico, de los estímulos que recibe de tu cabeza y de procesos que no se ven, que nadie puede saber ni modificar con certeza; allá, lo que vos querés que pase. Tener un hijo me enfrentó a otros planos del cuerpo, no se parecía a dejar de fumar o bajar o subir de peso: la voluntad y el esfuerzo no bastaban, tampoco la aplicación de una técnica de alta tecnología, una droga o una guía para impacientes.

Empecé a admitir que algo se me escurría. Todo me llevaba a explorar terrenos que tenía pendientes a pesar de que me resultaran ajenos e inconexos. La idea de otras formas de vincularse con el cuerpo me llegaba desde múltiples lugares y empezaba a ser imposible desoír: ¿y si respirar y meditar sirven para conocer aspectos que aún no conozco sobre mí? ¿Y si un cambio de alimentación tiene un impacto positivo en la renovación de mis células? ¿Y si realmente hay algo más espiritual detrás de la fisiología? ¿Y si detrás de las terapias holísticas hay una sabiduría que yo desprecio pero desconozco? ¿Y si me hace bien?¿Y si me sirve para embarazarme de nuevo y que esta vez sí, por fin, funcione?

Me di cuenta de que el consejo de Mariano, el becario budista, no era algo aislado ni raro: una gran parte de la gente que me rodeaba, de una u otra manera, practicaba alguna disciplina alternativa relacionada con lo espiritual, incluso lo hacían muchísimos de mis colegas, y aun quienes estudiaban estas mismas prácticas en términos sociológicos o antropológicos, tomándolas como objeto de conocimiento. Ayurveda, rituales andinos, alimentación vegana, medicina basada en plantas, reiki, medicina tradicional china, meditación, mindfulness, ginecología natural, y, entre mis amigos, encabezaban la lista la astrología y el yoga.

Agostina Chiodi, una politóloga y astróloga, militante feminista, escribió hace unos años en la revista Anfibia una nota hermosa defendiendo la astrología de la mirada burlona que ofrecía la ciencia. Su argumento central era que se trataba de una disciplina que buscaba entender el universo y a cada individuo como una unidad que es parte de ese universo y analizar las relaciones entre lo que sucede en el cielo y en la Tierra: “Nuestra mirada cultural convencional nos muestra separados, y la astrología intenta desarrollar una percepción en la que estamos profundamente unidos (…) Desde el punto de vista de la astrología somos estructuras energéticas que se entraman con otras estructuras y nuestros elementos más densos responden a vibraciones más sutiles”. Agostina explicaba que la astrología no permitía dar con hechos verdaderos, con causas eficientes y unívocas —como la ciencia— pero servía para gestionar la vida, y esa era su utilidad. 

Yo no creía en la astrología ni en las conexiones entre el cielo y la Tierra, no había manera de que encontrara factible una relación causal en eso y tampoco me interesaba ir por ahí. Nunca había ido a una clase de yoga y lo sutil se me escapaba, pero lo que sí creía era que había algún tipo de sensibilidad que me estaba perdiendo y que quienes sí estaban conectados con ella estaban viviendo mejor que yo. Las personas que practicaban algunas de estas disciplinas decían que les hacía bien, que sumaba, que les permitía pensar cuestiones significativas de sus vidas o que mejoraban su cuerpo o algunas dolencias. En definitiva, tenían otro abanico de posibilidades para gestionar la vida

Por otro lado, veía estas cosas cada vez más presentes en los ámbitos y actividades sobre el embarazo, el parto y la crianza. Sahumerios, aguayos y aceites esenciales ya eran parte del paisaje —casi sin excepción— de los espacios dedicados a la maternidad, a los que yo apenas me había asomado y me había tenido que ir rápido.

A pesar de todas mis dudas y prejuicios, pasé de la indiferencia y la ajenidad  a la curiosidad, y empecé a forjar algo así como una esperanza. Quizás se trate de potenciar, de mirarme de otra manera, de usar mi cuerpo desde otras categorías que no sean las ideas convencionales de logro/éxito, función/disfunción, medio/fines. También podía, a lo mejor, hacer otras cosas con mi tristeza y mi frustración además de llevarlas al diván de Daniela —que tenía sus tiempos— y seguir acumulando enojo con el mundo. Bajar el umbral de soberbia y entregarme a lo que no conocía, asumir que quizás mi vida ahora tenía otros desafíos que requerían coordenadas distintas, conocer otras personas y otras formas de pensar, salir de mi burbuja. Probar. Si mucha gente encontraba experiencias valiosas y resultados por fuera de los sistemas racionales, ¿por qué yo no? ¿Quien me creía que era? Buenos Aires estaba lleno de espacios que ofrecían estos recorridos fuera del negocio de la medicina. Me puse a buscar si había algo más orientado a mi caso.