‘Al que nace barrigón, es al ñudo que lo fajen.’
Juan Carlos Vizcacha, nutricionista escéptico
Siempre fui parcial hacia las ideas esperanzadoras, particularmente con la idea esperanzadora más esperanzadora de la historia: ‘Si te proponés algo y lo vas a buscar con dedicación y esfuerzo, lo vas a conseguir.’ AY, PERO QUÉ LINDO, POR FAVOR, VOY A DEJAR TODO Y DEDICARME EXCLUSIVAMENTE A APRENDER A TOCAR EL CELLO Y VOY A PRACTICAR UN MONTÓN Y A HACER LLORAR CON MI SENSIBILIDAD Y YO YO MA VA A QUERER QUE NOS COMAMOS UNAS EMPANADAS JUNTOS Y ME VOY A CAMBIAR EL NOMBRE A PO PO PA Y VAMOS A SER SUPER MEJORES AMIGOS PARA SIEMPRE. Y es todo re lindo, hasta que mi versión cellista del bar en la playa se encuentra de frente al Gólem de escepticismo que en algún momento creé y que se dedica básicamente a arruinarme la vida con una pregunta clave: esa idea, ¿de dónde se sostiene?
Escuché la teoría de las 10.000 horas hace ya un par de años. La hizo mega popular Malcolm Gladwell, un sociólogo británico muy reconocido, en ‘Outliers’, un libro donde trataba de examinar casos de éxito extremo y de explicar cómo esas personas sobresalientes habían llegado a serlo, y la idea nuclear del libro era que básicamente cualquier mortal, con 10.000 horas de práctica deliberada sobre una actividad, podía alcanzar la excelencia.
Listo. Ya fue todo. Encontramos la respuesta a una de las preguntas más difíciles de todos los tiempos y eje de una rivalidad más grande que la de la banda del verano y la banda del invierno, los amantes de los perros y los amantes de los gatos, los que eligen entre guardar dinero dudoso en el exterior o enterrarlo: la rivalidad entre lo innato y lo adquirido.
¿Somos quienes somos y tenemos las habilidades que tenemos porque nacemos así o porque entrenamos? Obvio que el interrogante no es nuevo, pero si escarbamos un poco en la historia de atacarlo científicamente, uno de los infaltables es Sir Francis Galton, el fundador de la genética comportamental. Galton argumentaba, entre otras cosas, que el talento tenía que tener una enorme carga genética, y una de sus formas de soportar este argumento incluía el hecho de que podía rastrear múltiples casos en los que la excelencia en música, deportes, artes o investigación científica podía verse repetida en linajes familiares. A esto se le agrega un dato que en cualquier momento podría ser un Gachi Pachi, pero en este caso es al mismo tiempo anecdótico y relevante: Galton era primo de Darwin.
Para no bullyar a Gladwell sino más bien tratar de entender de dónde salía esta idea, obvio que le miré las refes, y terminé en una serie de experimentos de K. Ericsson (de 1993, pero vueltos a abordar un montón de veces desde ese año) donde se atacaba esta pregunta sobre talento natural vs. práctica estudiando a violinistas maso, buenos y excelentes, y en el que se les consultaba cuántas horas de práctica les habían dedicado a desarrollar esta habilidad. Acá es donde el meme rompe el cascarón: los maso tenían encima un promedio de 4.600 horas de práctica, los buenos algo así como 7.800 y los excelentes, 10.000. BOOM. La práctica no solamente hace al maestro sino que vamos a asumir que correlación y causalidad se fueron al río, una se ahogó y la otra volvió perfecto pero no importa porque para mí son las dos iguales. Es en esa no distinción que empieza el problema.
O sea que ahora había una idea esperanzadora pero que encima tenía atrás un paper, y los papers no se cuestionan porque son conocimiento final, perfecto y la ciencia ya lo dijo y nada de andar revisando y mejorando ideas, eh. Ni que esto fuese una construcción incremental de conocimiento que admite la idea de que algo que se publica puede ser atacable y perfectible.
Por suerte, que la idea fuese feliz (y mega popular, al punto que ese paper tiene más de 6.000 citas al día de hoy) no evitó que los curiosos profesionales la abordaran y buscaran hacerse la misma pregunta ¿cuánto de este desempeño le podemos asignar a componentes genéticos y cuánto a la práctica?
Antes de seguir, la aclaración obligada, acá no hablamos de poder o no poder hacer algo, sino de ser un experto. El entrenamiento es condición necesaria y casi casi que suficiente para ser competente en cualquier área, pero una vez que entrás a comparar entre los excelentes y ser el mejor de los mejores, necesitás un empujoncito más.
Acá empieza a ponerse incómodo. Se hizo (en 2007) un estudio parecido sobre jugadores de ajedrez extremadamente buenos, y mostró cosas interesantes, como que entre ellos había algunos que tenían algo así como 23.000 hs. de práctica, pero también otros de 3.000. Todos a correr como pollo decapitado, la ciencia no funciona más. Precisamente porque no quería ponerme fundamentalista popperiano y gritar que para muestra basta un contraejemplo es que empezar a hurgar literatura y encontrar argumentos de posturas de lo más heterogéneas, que difícilmente me iba a dar la respuesta que buscaba. Por suerte, la pregunta era tan buena, tan clara y había sido hecha tantas veces que esos seres mágicos con gran conocimiento de estadística habían hecho lo mejor que le puede pasar a cualquier persona en busca de perspectiva sobre un tema: un meta análisis. La misma pregunta atacada de diferentes maneras en diferentes dominios, en muchísimos experimentos independientes, pero ahora todos ordenaditos y analizados.
Ahora sí me encontré con la esperanza de empanada cellista compartida por el piso. Cuando se analiza la influencia de la práctica deliberada (lo que se dice culosilla para los académicos, esquivar conitos para los deportistas o areoreó wololó para los jugadores de Age of Empires), la diferencia en el desempeño explicada por esa práctica es relativamente baja.
Si sos gamer, entrenar un montón puede explicar aproximadamente la cuarta parte de tu desempeño, pero las otras ¾ las vas a tener que buscar en otro lado. Algo así como la quinta parte de la mejora se explica por práctica para los músicos y los deportistas y muchísimo menos para profesionales que se desempeñan en áreas más difíciles de categorizar (el estudio trabaja sobre programadores, pilotos de combate, árbitros de fútbol y vendedores de seguros, por ejemplo). Esta influencia diferencial parece también decirnos algo sobre las actividades. Todo indica que en las que incluyen reglas claras y situaciones más replicables (tocar el mismo tema, tirar el mismo tiro libre o completar el Super Mario 3 en el menor tiempo posible), la práctica tiene más peso que en situaciones más heterogéneas (donde componentes que NO son la práctica deliberada pesa muchísimo más que la práctica en sí).
Obvio que, llegado este punto, la pregunta no es por la práctica deliberada, sino por la otra porción de torta: la grande. ¿Qué factores se esconden en esos que no son práctica y que sí predicen nuestra capacidad de hacer algo realmente bien?
Alguna vez escuché a alguien decir ‘¿Cómo no querés que Messi ya fuese Messi a los 8 años? Si seguro a esa edad ya había pasado más tiempo con una pelota que cualquier adulto promedio’. Ericsson hubiese bancado esa idea de que eran las horas pero, ¿qué pasa si en vez de mirar las horas miramos la edad? En el mismo trabajo sobre ajedrecistas, uno de los factores que mejor explicaba la habilidad era la edad a la que habían empezado a jugar, bancando la idea de que hay momentos en nuestro desarrollo en los que podemos adquirir mejor una habilidad.
Otro factor que parece predecir muy bien la capacidad de mejorar en dominios amplios es la inteligencia general (y le voy a poner itálica porque ahondar en esto requeriría una charla muy fuerte sobre cómo definimos inteligencia), que al mismo tiempo es sustancialmente heredable y que puede predecir buen desempeño en múltiples dominios, incluídas la música, el ajedrez, el rendimiento académico y básicamente cualquier ocupación. Parece que ser inteligente te hace rendir más en hacer las cosas, Capitán Obvio. Esta sensación de que hay gente que mejora rápido en algunas cosas nos la encontramos muy de frente analizando los datos de Moravec. Cuando veíamos cómo diferentes sujetos entrenaban y mejoraban sus capacidades de cálculo mental en el tiempo, todos bajaban sus tiempo más o menos parecido, acercándose a una asíntota, a un mínimo de tiempo por operación. Todos, salvo EL MARCIANO. Uno de los sujetos no solamente mejoraba más rápido que el resto, sino que llegaba a tiempos mínimos por operaciones mejores que los de nuestro control positivo, Andrés Rieznik, un atleta mental profesional que llevaba muchos años de práctica constante. Gracias, sujeto increíble que me dio un caso del que puedo hablar en primera persona.
Así, la carga de no práctica deliberada por sobre entrenamiento encerarpulírico miyaguesco puede verse representada de varias maneras. Particularmente, me fue interesante descubrir que la capacidad en la memoria de trabajo (esa memoria en la que sostenemos cosas mientras las hacemos) puede predecir mejor la capacidad de un pianista de ejecutar una obra a primera vista que el tiempo de práctica. De nuevo, quod natura non dat, Salmantica non præstat, la versión fancy de ‘es al pedo empujar cuando la natura es corta’. ¿Renuncio entonces a mi esperanza de dúo de cuerdas? No necesariamente. Pero sí entiendo que la práctica hace mucho, pero que para ser marciano se necesita también eso: serlo.
Tendré que vivir mi personaje armado un poco por mi material genético de fábrica, otro poco por las cosas que me obsesionaban de pibito, y agregarle a eso unas horas de práctica a gusto, aunque en mi caso esta sea la triste historia en la que me encuentro incapaz al sentarme enfrente de un piano y extrañamente cómodo jugando un juego nuevo que acabo de descubrir, pero que se parece significativamente a los que me obsesionaban en ese momento de mi vida en el que Yo Yo ya sabía sonatas de memoria.