El domingo los vio llegar.
A medida que el alumbrado de la calle se fue apagando y el cielo empezó a iluminarse, le resultó imposible dormirse y mucho menos pensar en otra cosa. Se sentó sobre el escritorio y vigiló por la ventana. Se puso dos pastillas sobre la lengua y tragó en seco. Ese día descubrió que los muertos no eran una cosa que se materializaba, no caían sobre su calle como rayos infernales de carne incinerada ni brotaban de la tierra como en una película de zombis. Llegaban a pie.
Eran las 6:38 cuando apareció el primero. Supo que era uno de ellos no sólo porque los domingos a la mañana no solía pasar nadie por General Mansilla y que hubiera alguien ahí ya era de por sí extraño, sino también por cierta forma de andar. Pía había caminado bajo el sol varias veces en su vida y no era una sensación que uno quisiera prolongar. Los pasos se apuraban solos y los miembros se enrarecían, como si en la espalda se sintiera la punta filosa de un dedo. Era correr contra el tiempo señalado. Era tener el ritmo marcado, el miedo que no podía ser digerido y se manifestaba entre las articulaciones de las rodillas y los tobillos.
Pero el octavo se detenía. Ponía un pie tras otro como si buscara la posición correcta, lo premeditaba, sostenía la pierna en el aire unos segundos antes de bajarla, asentarla y avanzar. El visor de su casco apuntaba hacia abajo. Parecía concentrado o meditabundo; quizás no muy convencido. Pía se preguntó qué expresión tendría detrás, qué cara podía poner alguien que iba a morir; no exactamente antes de hacerlo, sino durante ese largo momento previo, cuando uno va y camina y se dirige a la muerte por su propia voluntad, cuando hace las cosas que tiene que hacer para llegar al destino, ¿qué le pasaba al rostro? ¿Qué cambiaba en la mirada?
Trató de imaginárselo, pero tras el visor negro del octavo no se podía figurar nada, no podía sentir nada, como si no existiera nadie ahí atrás, ahí adentro. Pía se preguntó si por eso lo hacían, si ellos ya se habían ido y todo lo que quedaba en el interior del traje era una decisión y nada más.
La novena y la décima llegaron juntas. Ellas no venían desde Pavón; habían doblado en la esquina de Mariano Acosta. Cuando vieron al octavo, lo reconocieron. Pía notó la unión que se produjo entre ellos. Una identificación muda. Una aceptación tácita, algo en la manera en que él se movió hasta casi el final de la cuadra, como haciéndoles lugar, respondiendo a una conexión elíptica que sólo podía producirse bajo aquel cometido común. La misma pulsión los había atraído, era algo que compartían y que podían reconocer en el otro como un rostro a través del visor, ese semblante al que Pía no podía llegar.
El sol salió por un horizonte de casas irregulares. El vidrio polarizado de la ventana de Pía tiñó los rayos de tinta azul. Una luz celeste fue dibujando los bordes de los techos más altos, las hojas de los árboles crecidos. El albor llegaba trozado, en partes, desde algún sitio impreciso. Pía los vio buscar el sol con la mirada y en cuanto encontraron la gran luz, en cuanto subió en el cielo el círculo de muerte luminosa y alumbró en partes iguales la calle y los cuerpos, Pía supo, por la forma en la que miraron, por la forma en la que se voltearon a verlo, por la manera en la que se abandonaron a la contemplación, que nada de lo que ella pudiera hacer los haría moverse de ahí. Estaban plantados. No llegó a ver el sol desde donde estaba, pero lo vio reflejarse en los visores como una estrella blanca en los espacios negros, tres estrellas blancas en tres rectángulos negros que lo admiraban.
De pronto sintió sus dos pies muy pesados; reparó en toda su posición espectatorial, en aquello de lo que estaba a punto de ser testigo, que parecía imposible. Una cosa era saber de los suicidas una vez condenados, una vez derretidos, pero verlos llegar, verlos venir desde algún sitio significaba que pertenecían a un lugar del que se estaban yendo y ese vínculo era súbito e imborrable, insoportable.
Todavía no se habían sacado los trajes. Pía se apartó de la ventana antes de que lo hicieran, antes de poder ver los rostros de los muertos, antes de que se desabrocharan los cascos y mostraran ese semblante del que ya no quería saber nada.
Salió de la habitación preguntándose qué estarían esperando, si se estarían poniendo de acuerdo entre los tres, si una estaría esperando a la otra, si se agarrarían de las manos, si dirían unas palabras antes de entregarse, a qué clase de llamado estarían contestando. Fue descalza, en silencio, hasta el cuarto de la tía Loba, para sentarse junto a Tura antes de que empezara; así, al llegar los gritos, ella estaría a su lado cuando despertara. Era una forma de pedirle perdón, de hacerse cargo por pedirle quedarse.
Pero cuando Pía entró, los ojos de Tura estaban bien abiertos. La miró, acostada. Tenía el saco marrón puesto. Las pupilas le brillaron en la oscuridad.