Capítulo 3.28

Solsticio

10min

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En algún momento se le ocurrió. Fue un deslizamiento lógico, más bien, una conclusión natural y hasta metódica.

Salió cuando todavía era de noche, con el traje puesto. Pisó las baldosas rotas, las piedritas sueltas. En el ruido que hicieron escuchó las pisadas de aquel hombre, el que había intentado rescatar, el que la había golpeado, el que había salido por la puerta de su casa con una especie de fervor doloroso, de necesidad temblorosa y agitada. Se preguntó si estaría ahí, bajo sus pies; más bien, si quedaría algún pedazo suyo entre las grietas que demostrara que alguna vez había estado y si, de ser así, podía considerarse eso una tumba; si el polvo que lo cubría podía cumplir la función de la tierra; si un cuerpo, o las partes que quedaran de él, podía ser sepultado por el ritual de la intemperie y el tiempo. 

Como si siguiera un rastro, bajó de la vereda y pasó por encima de donde había estado el colgado; su cuerpo ya no estaba, pero Pía elevó el pie como si tuviera que esquivarlo. Atravesó la calle hasta el lugar señalado por la sombra del viscote. Se paró sobre las formas oscuras que el farol blanco creaba entre las hojas, donde había muerto Marina González Carrá. Pensó en esa mujer, la que venía, buscaba a la hija, no la encontraba y se iba. O quizás sí la encontraba, en el polvo. Capaz que algo veía. Capaz que veía las radiografías, el espinograma, la biopsia. Capaz que vislumbraba, entre lo sucio, entre las manchas de aceite y el sellador oscuro que intentaba rellenar las fisuras del asfalto, quizás entreveía los huesos flacos, el raquitismo diagnosticado a los seis, los suplementos de vitaminas, las jeringas con sangre extraída para los estudios; por ahí descubría, en las sombras que el árbol dejaba por el piso, las líneas irregulares de los electrocardiogramas, las manchas de los pulmones estampadas por la bronquitis o los eccemas de la piel. Ella sí la encontraba, y por eso volvía. Y por eso una noche no había vuelto más.

Siguió el recorrido invisible. Rodeó el lugar donde había reposado la derretida y fue a contemplar la porción de calle donde la tercera había caído, silenciosa, con la cabeza metida en los gritos; imaginó un casco lleno de alaridos a punto de estallar. Miró bajo el auto donde el quinto había intentado arrepentirse y vio, en la oscuridad, los ojos brillantes y atentos del gato. Él le devolvió la mirada con un sutil aleteo de los bigotes. Algo de lo que olió no le gustó y se fue. Pía entendió que no la esperaba a ella, sino a Tura. 

Mientras buscaba a los muertos, empezó a hacerse de día. Algunos, todavía vivos, llegaron caminando. Dos o tres. Se plantaron con sus cascos redondos esperando el amanecer. La respetaron como si fuera una más, le dieron espacio; nadie se dio cuenta de que no era uno de ellos. 

Iba a meterse a la casa antes de que sucediera, pero se inhibió. Con tanto silencio la habían saludado, con tanta confianza le dieron la espalda, tal era la aceptación que habían demostrado, la franqueza que de ella habían asumido, que de pronto sintió que, si se iba, de alguna forma los estaría traicionando. Vulneraría ese pacto omiso y abiertamente equilibrado. ¿Podía hacer eso? ¿Podía ella hacerles eso?

Fuera por aquella intimidad de los extraños que súbitamente la cohibió o por la rigidez que empezaba a tomarle los miembros, Pía no se movió. En silencio, desde el lugar que le otorgaron, desde el espacio que le cedieron y que respetaron, observó con ellos la salida del sol.

Lo vio escalar por detrás de las casas y edificios bajos, que no parecían menos vacíos que la estación de tren que tenían a sus espaldas, y trepar hasta subirse a los techos y las terrazas. El visor le mostraba una bola de luz blanca, un aura celeste. Pía siempre había creído que el sol salía más rápido; recordaba la sensación de correr contra el tiempo, de ser perseguida por algo veloz e inevitable, como se lo había contado Manuel. Pero lo cierto era que el amanecer era un proceso sorprendentemente lento; no había voracidad en aquel movimiento que casi no era movimiento: parecía inmóvil, y sin embargo Pía miró donde había estado segundos antes, a la altura de aquella ventana negra, y ya no estaba ahí, así que algo cambiaba, algo estaba pasando frente a sus ojos, algo que se no se movía con las leyes de su tiempo. Cuando el sol ya sólo apoyaba su borde inferior sobre la punta cuadrada de un edificio, sólo ahí se hizo perceptible el deslizamiento vacuo: se desprendió de la orilla oscura de cemento y se abrió una línea muy fina entre ambos. A partir de ahí la brecha no hizo más que agrandarse, la separación entre astro y Tierra.

Todos respetaron los momentos. Más tarde no recordaría cuál había sido el primero en moverse, en despegarse de la contemplación y pasar al acto. Lo que sí registró hondo en su cuerpo fue el terror blanco, la pálida toma de conciencia de lo que estaba a punto de pasar y la interrupción. El bloqueo. Fue como inspirar hondo y contener la respiración, pero en lugar de oxígeno, lo que aguantaba era la conciencia; la apretó contra el pecho, la asfixió hasta dormirla y cuando despertó, cuando pudo soltarla y respirar, ella era la única que quedaba en pie.

Así que al día siguiente en lugar de cinco pastillas tomó seis, para combatir la resistencia del cuerpo, para evitar caer en el encierro catatónico y cayendo, a la vez y sin advertirlo, en otro menos perceptible. Esa mañana tampoco pudo moverse; la diferencia fue que, cuando la única mujer que había empezó a sacarse el traje, Pía no perdió el conocimiento. Estuvo bien presente. Era la primera vez que veía a alguien morirse tan cerca, tan abiertamente enfrente suyo; el pudor del cuerpo se evaporó al sol. Pía intentó mirar hacia otro lado pero no había otra cosa que mirar; todo evento posible se condensó en un estallido de sangre.

Así que al día siguiente, en lugar de seis pastillas tomó ocho, para combatir la resistencia del cuerpo, para evitar caer en el encierro catatónico y cayendo, a la vez, en uno peor. Ya no eran los episodios los que clavaban sus pies al piso, era otro tipo de sopor; una somnolencia medicinal que le hacía el traje muy pesado, la respiración solidificada, la circulación lenta. Y sin embargo seguía saliendo porque no podía esperar algo que no iba a llegar y al menos los muertos llegaban.

Así que al día siguiente, se tomó diez, y al siguiente, once. Para combatir la resistencia del cuerpo. Para evitar caer, cayendo.

El 12 de septiembre, Pía se despertó con la primera alarma barrial. Había dormido toda la noche. Miró su mesa de luz. En la superficie blanca había un único frasco de pastillas vacío. Lo agarró. Tenía los dedos entumecidos; apretó el pote en la mano para sentirlo, pero era como si no estuviera ahí. Se lo acercó al ojo para ver el fondo. La visión se le estiró en un tubo de plástico.

Se levantó de la cama. Pisó vidrios rotos. Se le había caído el velador. Trató de sacarse las esquirlas de la planta de los pies. Varias se quedaron ahí, no las sentía. Fue hasta el baño y abrió el primer cajón. Encontró, entre una pasta dental sin abrir, un peine viejo y el paquete de curitas de Star Wars, el segundo frasco de diacepinas del mes. Estaba lleno. Para tomarlas todas, tuvo que hacerlo por tandas. Primero unas diez, agua, luego otras diez, más agua; las últimas diez las masticó.

El amanecer era frío. Había lloviznado. Febo estaba cubierta por una fina capa de agua que la oscurecía. Pía observó desde el umbral de su casa, con el visor empañado, la llegada.

Ese día fueron muchos. Quizás ocho o nueve. Fue a pararse con ellos, a contemplar, creyendo que cerraba la puerta a sus espaldas pero, en realidad, la dejó abierta. Fue ahí, en medio, contenida en aquella red de extraños que la alojaban, mirando el cielo, que sintió el instante exacto en el que se le paraba el corazón.

La llovizna había parado y caía su resto desde los árboles, las gotas eran delgadas y tardaban mucho en bajar. Las vio viajando por el aire en contraste con el cielo violeta. Creyó que se trataba de algo de eso; de su cuerpo respondiendo a la intemperie, su sangre imitando el vuelo ligero del agua. Una detención flotante que empezaba en el pecho y llegaba a tocarle todos los bordes de la piel. En ese frío ingrávido y sudoroso, mientras se le abrían huecos en las venas, se abrieron, también, huecos en las nubes grises.

El sol la sorprendió: había estado ahí todo el tiempo, oculto tras gruesas manchas en el cielo. Bajo aquel filtro celeste del visor, que tornaba las cosas medio oscuras, medio azules, comprendió que la suspensión de sus latidos, la falta de respiración, sólo podía deberse a lo que le estaba pasando en el pecho: me está creciendo el corazón. Me crece el corazón, se agranda, se hincha, y me duele, como cuando Nelli dijo que a la tía Loba la mataron, ¡qué dolor!, un dolor que se extiende, que palpa, una mano en el bolsillo buscando las llaves, dos cascabeles rojos que no suenan, los dedos que se cierran sobre el vacío, la comprensión. La tía Loba encerrada en la calle, atrapada afuera, nadie abriéndole una puerta, el tiempo tarde, el sol que sube. ¿Así murió la tía? No sé, así imagino, me gustaría que imaginar sea como saber, ese conocimiento me expande, me amplía esto en el centro.

Los suicidas empezaron a sacarse los trajes. Pía escuchó a su alrededor: un cierre, un broche, una hebilla, sonidos que abrían, entregaban, despojaban. Bajó la vista hasta la calle y vio, o creyó ver, o buscó, y encontró, el largo pelo de tiras rubias, ondeando como banderas rotas, saliendo de un casco, soltándose y sacudiéndose de derecha a izquierda, de acá para allá, entrando y saliendo de la masa, enredarse en un hombro, hacerle cosquillas a la espalda, enroscarse en un brazo y librarse de un tirón. Eso la descolocó, sintió la sacudida de urgencia en el cuerpo blando. ¿Es? ¿Puede ser? ¿Será? ¿Podría? ¿Ella, podría ella hacer eso? ¿Estar acá? ¿Venir a gritar su nombre? El visor aplanaba los colores, lo aplastaba todo con la misma tinta azul. Dudó. ¿Era ese pelo rubio su rubio? No tenía forma de hablar, ni mucho menos de moverse; su cuerpo caía, parado, caía, pesado, sin inclinarse, bajaba, descendía.

Sacarse el casco fue un deslizamiento lógico, una conclusión natural. Tenía que ver el color, tenía que estar segura. Lo que encontró al otro lado del visor, sin embargo, fue el brillo: una luz que le sacó el frío de los huesos. Un resplandor que le hizo preguntarse si alguna vez en su vida había estado despierta. Las nubes, blancas.

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