Capítulo 2.7

La sigilosa, la cuarta, el demorado

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La quemada había sido la primera, de eso no había dudas. El inicio errático y azaroso. En su lista, Pía contaba a la madre de la quemada como la segunda.

La tercera fue sorprendentemente fácil de ignorar. Nadie la escuchó. La mujer se desabrochó el traje primero, del cuello para abajo. No llegó a sacarse el casco; seguramente el sol se la empezó a comer tan rápido que las manos dejaron de funcionarle, el casco de ese modelo era difícil de abrir. Era un Zasuchi. Como el de Pía. Sus gritos quedaron atrapados adentro, con su cabeza.

También le fue fácil de ignorar porque se enteró de pasada. Había salido a trabajar la noche del martes. Caminó para la izquierda, para la avenida Pavón. Nelli, su vecina, estaba parada en la puerta de su casa, con un pie afuera y un pie adentro. Nelli nunca salía. Por eso a Pía le llamó la atención, lo suficiente como para levantar la cabeza en busca de una respuesta rápida.

Nelli apretó los labios con un gesto duro de complicidad y señaló, con la barbilla, para el otro lado de la calle, hacia el final de la cuadra.

 ⎯Otra más ⎯le dijo, con un tono de espanto que no dejaba de guardar cierta resignación.

Con esa sentencia se metió a la casa. Todo lo que hizo Pía fue echar un vistazo a las cintas policiales, ajustarse el corazón y seguir caminando.

La cuarta y el quinto no fueron tan sigilosos.

El jueves Pía se quedó hasta altas horas de la mañana estudiando para la facultad. Leía sobre la generación de bioclimas artificiales para ciudades subterráneas. No usaba resaltadores; el mismo trazo azul marcaba las cosas importantes y las secundarias, los datos vitales y los esporádicos. Con las líneas de su lapicera desjerarquizaba las palabras y las aplastaba bajo el mismo criterio unificador. Las rayas eran igual de profundas en todos sus puntos, no revelaban una diferencia de presión que pudiera significar algún interés especial, algún énfasis o un asombro.

Pero Pía sí se asombraba. Se dejaba impresionar por la desenvoltura y la naturalidad con la que los humanos, como avestruces, o como hormigas, o como un poco ambos, habían sabido meter la cabeza en el polvo, el cuello y las manos en la tierra, y abrir los brazos, y expandirse, y bifurcarse, y retorcerse. Habían conseguido generar burbujas sustentables de vida funcional en lugares donde antes sólo habitaban capas dormidas de corteza, huesos y minerales inertes. La sorprendía con qué insistencia habían clavado sus palos en el suelo, metido las vigas, los techos, las luces y el aire, empujado las paredes inferiores del mundo para crearse espacios y meter sus cosas, sus casas, sus cuerpos y sus hijos bajo tierra. La estremecía pensar que donde ella se sentaba, en ese punto exacto, quizás alguien pasaba por un camino subterráneo y una cabeza raspaba la punta de los pelos contra la planta de sus pies.

Esa impresión no la reflejaban sus desinteresados trazos de tinta azul, ni el rostro que, serio, de labios apretados, de ceño aburrido pero asentado, miraba las fotocopias que acaparaban la mesa. Esa conmoción que sentía no tenía nada que ver con los sonidos de jungla que sonaban por sus auriculares, ruido blanco de naturaleza que poco, aunque a la vez mucho, tenía que ver con esa carrera voraz hacia el centro del planeta. Si le hubieran preguntado si le gustaba lo que estudiaba, habría quedado desconcertada; era como preguntarle si le gustaba saber la forma en la que vivían, si le gustaba vivir, y esa era una pregunta que requería una reflexión doble.

Los gritos, sin embargo, atravesaron esas capas de sonido y pensamiento como la punta filosa de una aguja. Se le inyectaron en el tímpano, se esparcieron como líquido frío por los nervios del oído y la agarraron.

Se levantó. Los auriculares cayeron descolgados, la mesa se desplumó, las hojas volaron. Pía lanzó el cuerpo sobre el escritorio y trató de ver algo por la ventana. Y vio algo, dos algos que se retorcían, que se chamuscaban; el sol los apretaba y les sacaba los lamentos. Con la bilis nerviosa subiendo por el pecho, se dio la vuelta y corrió al armario como en un sueño repetido.

Ahí, junto al traje, colgando de la misma percha, sus dedos se encontraron con algo que antes no estaba.

Una idea.

Más que una idea fue una mera sugerencia, una postulación; tenía un dejo de la voz de Tura, aunque era un poco, también, como en los sueños, cuando una cosa empezaba siendo una y si miraba para otro lado y volvía era otra, que siempre había sido la misma, en verdad, era ambas, pero era también y por sobre todo la otra, y es que era ella, su propia voz, la que habló, ahí colgada.

¿No pensaste que capaz no te corresponde?

Pía se detuvo sin entender. Se sacudió de encima la pregunta con una agitación incómoda y descolgó el traje, limpiando, enjuagando la idea, sacándola como roña; bajó el cierre del Zasuchi, metió los pies torpes, las piernas fatigosas, los miembros desarticulados, salidos del tiempo; estaba tardando mucho y los gritos se lo hacían saber, la reclamaban, le exigían puntualidad.

Dio tropezones hasta la puerta del cuarto y cuando se subió el traje hasta la cintura tuvo que atajarse de nuevo porque encontró otra cosa. Trabando el cierre a la altura del torso, enroscada, la reconoció. Ahí estaba, otra vez, la idea. Pegajosa.

No tenés por qué hacerte cargo.

Esta vez palpó la sugerencia. Se permitió tantearla, la manoseó. Descubrió que era como un papel doblado muchas veces y mientras más se detenía, mientras los pasos se le hacían más lentos, mientras el cuerpo se le iba endureciendo, más se desdoblaba y más leía: a la otra tampoco la salvé se me hizo pedazos y si no pude con una cómo voy a hacer con dos a quién agarro primero a quién elijo porque al otro lo mato si lo dejo ahí lo asesino yo.

Llegar a esa conclusión la hizo detenerse del todo. Quedó apoyada con una mano sobre la baranda de la escalera, inclinada hacia esa boca negra que bajaba, sólo bajaba. Los gritos se escuchaban de lejos, uno ya languidecía, o era ella, quizás, la que caía, era su cuerpo el que se vencía.

Mirá si te quedás ahí clavada.

Sintió la parálisis en la cabeza, el estupor. Creyó que estaba teniendo un episodio pero no, no, ojalá, ojalá, porque si los episodios tenían una ventaja era la anulación total de los sentidos: la percepción y la capacidad motora entraban en coma, entumecidos por la catatonia, y nada atravesaba esa capa de protección.

Mirá si te quedás ahí clavada, en el sol.

Se acurrucó en el pasillo de la escalera y ahí se quedó. No llegó el episodio; se quedó en el umbral, en el aura, esperándolo, pero no llegó. Fue una inmovilidad angustiosa y desconocida. Sus sentidos permanecieron despiertos durante el resto del día. Uno de los gritos se extinguió. El otro, por alguna razón, permaneció. Pía lo escuchó durante horas, subir y bajar de tono, ir y venir por las escaleras, partirse y volverse a unir, desmoronarse en llanto y en agonía. Lo siguió escuchando incluso cuando paró.

Más tarde, cuando la alarma de su celular le recordó que tenía que ir al trabajo, se levantó. Salió de su casa sin saber muy bien qué hacía. Supo por Nelli que una, la primera en morir, había caído ahí, en medio de la calle, pero el otro, al parecer, arrepentido de su decisión, había intentado protegerse del sol escondiéndose bajo el auto quemado. Ese tardó cuatro horas.

⎯Yo no lo puedo entender ⎯dijo Nelli, agarrándose el rosario que tenía sobre el camisón⎯. Yo no juzgo porque no sé qué les habrá pasado para que no soporten la vida ⎯por primera vez, bajó los dos pies a la calle y se acercó a la cara de Pía⎯, pero escuchame… si te querés matar, pegate un tiro. Y dejate de joder. Qué necesidad de venir a hacerle esto a la gente. Mamita…

Nelli volvió a subir los pies al escalón de la entrada de su casa.

⎯Ya está, están en el cielo ahora. Si era eso lo que querían ⎯murmuró, antes de desaparecer en la oscuridad.

Pía no quiso mirar. No había cintas policiales, ya ni siquiera se molestaban en ponerlas; pero le había parecido ver, así de refilón, una mancha oscura en medio de la calle.

Caminó rápido, sintiendo que no se alejaba, y se preguntó si verdaderamente los quemados estarían en el cielo, como había dicho Nelli, porque nadie podía garantizarle que las almas no se quemaban también. A Pía le pareció que, si iban a algún lado, tenía que ser bajo tierra. Era más lógico. 

Recordó sus fotocopias sobre infraestructura subterránea. Si la humanidad seguía excavando así, iban a terminar viviendo con todos los muertos.

¿Qué te pareció?