El grito le salió del intestino. Lo sintió vibrar en el cuerpo, pero sobre todo en el intestino. Fue una sorpresa cuando abrió los ojos y descubrió que venía de afuera.
Venía de afuera.
Saltó de la cama y dio tropezones temblorosos. Se llevó puestas unas zapatillas, la silla del escritorio. Se inclinó hacia la ventana, los bordes de la mesa clavados en las costillas.
A través de los vidrios polarizados vio a la chica. Se retorcía como una lombriz parada sobre dos piernas. Estaba sola, en medio de la calle, gritando, sacudiéndose. Pía tardó en entender, y esos segundos fueron fatales: la chica tenía el traje bajado hasta los pies.
Se apartó de la ventana, horrorizada. Corrió hasta el armario a través de la habitación oscura. En el medio se tropezó con otra cosa. Palpó a tientas entre los abrigos colgados hasta que encontró el traje. Se lo puso, temblando, agitada, sin aire, con los pelos de punta, con el corazón en la boca, con la espalda fría. Una vez que pasó las piernas, se tiró casi de cabeza por las escaleras, mientras se abrochaba el abdomen, el pecho, el cuello. La garganta era lo más difícil, el cierre se trababa, le agarraba el pelo mientras bajaba.
Atravesó el pasillo, agarró las llaves, las arrancó del llavero, que se sacudió y se cayó al piso. Esquivó al gato, saltó la alfombra para no resbalarse, se cubrió el rostro con el casco del traje, se lo abrochó tras la nuca (tardó un segundo de más, porque no tenía sangre en los dedos, no sentía sangre en los dedos, no los controlaba). Falló un par de veces hasta poner la llave en la cerradura, escuchó su propia respiración, giró y abrió.
El aire caliente transportaba el brillo, como si la luz del día cobrara forma, color y consistencia en el vacío, y flotara sobre el asfalto, y cubriera la vereda. Pía levantó un brazo y se protegió el rostro porque sentía el vaho a través del traje como una fuerza terminante que se desprendía de la tierra, calentaba el suelo, y entre las grietas de las baldosas sucias y secas se acumulaba, salía con la potencia de una erupción y la empujaba, repeliéndola, la metía de nuevo hacia la oscuridad de su casa. Pero Pía clavó fuerte los pies en el piso. Avanzó contra la luz del sol.
Le costaba ver, pero escuchaba: el grito, ya entrecortado, ronco, partido, desollado, estaba más adelante, más a la izquierda, y con eso se guió a través del día, con la piel caliente, que se sabía bajo amenaza, que era consciente de que lo que el traje detenía, lo que el traje evitaba, era la presencia omnisciente de la muerte sobre todos sus pliegues.
El grito la orientó hasta que se le acostumbró la vista y la encontró, a través del plástico polarizado del visor de su casco pudo ver a la chica que agonizaba. Caía ya de rodillas al piso, con las piernas consumidas al rojo vivo; su traje, abierto y desarmado como una cáscara, sólo le envolvía los tobillos y los pies.
Pía no quiso mirar mucho, porque si no, no lo iba a hacer; se tiró de cabeza a la chica y trató de subirle el traje; la cubrió todo lo que pudo, le evitó tantas quemaduras como le fue posible, le tapó la cara con el casco, de cualquier forma, sin cerrarlo, no había tiempo, tratando de ignorar eso que parecían ser las cuencas de unos ojos estallados. Se podía salvar, pensó Pía, se podía salvar, si la llevaba hasta la casa, hasta la puerta. Le pasó un brazo detrás de las rodillas y otro bajo los hombros; juntó fuerza para alzarla y cuando la levantó todo se le vino encima: el olor a chamuscado, a carne asada, a sangre caliente, ampollas reventadas; el grito, que ya no era uno, sino muchos, varios gritos que se le escapaban a la quemada por los agujeros abiertos en su cuello como tela desgarrada. Se puede salvar, se puede salvar si la llevo.
El primer paso fue el más difícil, el más pesado. Creyó que se le vencía la rodilla bajo la carga, sintió que sucumbía a la gravedad que la aplastaba contra el piso: la quemada era pesada, casi de su misma estatura, y el sol que la reclamaba endureció los rayos. No quiere que me la lleve, se la quiere comer, pensó. El segundo paso fue más corto, casi imposible, y al tercero ya se caía; llegó a dar el cuarto antes de sucumbir al peso y Pía no entendía, mientras ambas se desplomaban en medio de la calle, no entendía cómo la chica se moría en sus brazos y ella no la podía ayudar, estando tan cerca, a pocos metros, de la casa. Trató de levantarla de nuevo pero fue imposible, era un cuerpo inerte que ya ni se retorcía. La rodeó, le agarró los brazos y la arrastró por la vereda, con la sangre a punto de estallarle las venas de la cabeza, del cuello, el corazón bombeando con fuerza desde el pecho. Logró deslizarla por las baldosas. Después de subirla por el escalón de la entrada, cuando a ambas las cubrió la sombra, cerró la puerta.
Necesitó cinco segundos para moverse de nuevo. Al principio, mirando una esquina, ahí donde las paredes se encontraban con el techo, se olvidó. Le pareció rarísimo estar acostada en el hall de la entrada de su casa con el traje puesto. No reconocía ese peso en aquel espacio. Nunca había sentido el piso de la casa contra la espalda. Con la vista recortada en un rectángulo por el visor del casco, todas las cosas oscuras las vio medio azules.
Llevó las manos a la nuca para desabrocharse el casco. Se lo sacó. El olor lo invadió todo y sin quererlo, pero sin pensarlo, giró la cabeza y miró a la chica.
Pasaron tres cosas incompatibles al mismo tiempo: Pía se tapó la boca con las manos, gritó y vomitó. No supo ni qué ni dónde. Dejó de mirarla pero la siguió viendo; sobre todo la olió, porque tenía partes de ella encima.
Cuando llegaron los vecinos la encontraron llorando, mirando la pared, con los guantes y los brazos del traje cubiertos de lo que parecían ser largas tiras de piel.