El sol ya se había puesto hacía rato cuando el tren la dejó en la estación. Se sacó el casco. Pía olió los restos de un calor abrasador aún impregnando a las baldosas de cemento, abandonando de a poco la estructura de metal.
Podría haberse colgado el casco en el arnés de la cintura, pero eligió caminar sosteniéndolo entre las manos. Se sentía mejor así, no llegando a la casa de sus padres con las manos vacías. Hacía dos meses que no los veía, el mes anterior se había olvidado de visitarlos. Ellos tampoco le habían reprochado nada.
De lejos y por fuera, le pareció que la entrada de su casa tenía detalles nuevos. ¿Las plantas del jardincito delantero siempre habían estado tan lindas? ¿Los ladrillos blancos que rodeaban la puerta habían estado alguna vez así de limpios? En sus recuerdos, Pía veía una casa arrumbada, que se metía para adentro, como si las esquinas fueran de cartón mojado y se arrugaran, se vencieran hacia el medio. Una estructura cansada, marrón y con olor a encierro incluso en los alrededores. Pero esta casa estaba bien mantenida, toda ella en pie.
Tocó la puerta. El timbre solía estar desconectado. Aguardó largos minutos, el casco como un peluche contra la panza. Todo ese tiempo imaginó a su papá poniéndose una remera, buscando las pantuflas, limpiándose los lentes, juntando voluntad para salir de su cuarto, respondiendo al ¿quién es? de su madre con un yo qué sé, bajando las pequeñas escaleras hasta el pasillo de la entrada, acercándose en silencio a la puerta (caminando sin arrastrar los pies por primera vez en mucho tiempo), poniéndose en puntas de pie para alcanzar la mirilla y espiándola. Pía se preguntó si le costaría reconocerla con el pelo corto; las puntas del cabello eran púas abiertas que sobresalían por debajo del mentón y evitaban sus orejas como furiosos trazos de lápiz.
Después se le ocurrió que, quizá, su papá ya estaba esperándola y que todo ese tiempo demorado se lo pasó, simplemente, mirándola por el agujero. Haciéndola esperar.
Su papá abrió la puerta y entrecerró los ojos, como si aún estuviera el sol brillando en el cielo.
⎯Hola, nena, qué sorpresa ⎯dijo él. Se corrió para dejarla pasar⎯. ¿Cómo estás?
⎯Le avisé a mamá que venía.
⎯Ah, no me dijo nada.
⎯Le mandé un mensaje.
⎯Ah, capaz que ni lo vio. Viste cómo es.
⎯¿Quién es, Rubén?
La voz de su mamá llegó desde el interior oscuro de una de las habitaciones. A Pía le pareció notar una luz azul tenue, quizá de la computadora. Pero ningún sonido. Ningún sonido a nada.
Su papá cerró la puerta y de pronto Pía estuvo en su casa. La de verdad, la de adentro.
Los Cuerno habían tapiado todas las ventanas con ladrillos; ahora eran paredes compactas cubiertas por pintura de un tono ligeramente distinto al resto del muro. Los barrales de las cortinas, sin cortinas, seguían ahí clavados, con el nacimiento de sus dos brazos salpicados de pintura. Una única luz prendida, la del extractor de la cocina, sumía a la casa en un aislamiento cósmico, como si fuera un rectángulo flotante que se dirigía, imperceptiblemente, hacia atrás, hundiendo la malla espacial del tiempo con el peso de sus muebles hinchados, vitrinas con juegos de té, copas de champagne llenas de vidrio vacío y cajones cerrados con llave.
Nadie había imaginado qué había arriba o debajo de esa casa. Sólo existía afuera y adentro.
⎯Sacate eso ⎯dijo su papá, aunque Pía ya se estaba deslizando el traje por los pies⎯. ¿Desayunaste? ¿Querés que te haga un té? ⎯Caminó hacia la cocina. No prendió ninguna luz en el camino.
⎯Bueno.
⎯Rubén, ¿quién es? ⎯insistió su madre desde la habitación, quizás pensando que cambiar el orden de las palabras le garantizaría una respuesta.
⎯Es la nena, gorda, ¿quién va a ser?
⎯¡Ah! Pensé que era el sodero. ⎯Se escucharon ruidos de resortes.
⎯¿Al sodero le voy a ofrecer un té?
⎯Pensé que era el sodero, como hoy es miércoles.
⎯Esta mujer está perdida ⎯masculló su padre al interior de la pava, antes de cerrarla y ponerla en el fuego⎯. ¡Hoy es martes!
La puerta del baño se cerró de un portazo y la única contestación fue el sonido de la ducha.
⎯Si hubiera dicho el chico de los mandados, al menos ⎯siguió despotricando Rubén en voz baja, que con certeza lo hubiera hecho tanto si Pía estaba ahí como si no⎯, tendría un poco de sentido, porque tiene que venir hoy. Pero ¿el sodero?
⎯Siempre fue despistada ⎯dijo Pía.
⎯Sí, pero desde que te mudaste todos sus despistes me los banco yo.
Pía sonrió. Su padre también; dos mejillas gruesas y cubiertas de barba canosa que hicieron un gran esfuerzo para romper la pendiente natural de sus labios hacia abajo. Los lentes se le hundieron en la cara.
⎯¿Cómo estás, hija? ¿Seguís trabajando en el coso de atención ese?
⎯Sí, en la Línea ⎯dijo Pía. Ambos sabían que su diálogo funcionaba así, contestando a la segunda pregunta que descartaba la necesidad de responder a la primera⎯. Aunque no sé si me está yendo muy bien.
⎯¿Por qué no?
⎯Últimamente no sé qué decirles a las personas. A la gente que llama, a las preguntas que hacen.
⎯¿Cómo que no? ¿Pero no tienen un manual para esas cosas?
Pía creyó que su padre había dicho un Manuel para esas cosas. ¿Qué tenía que ver su compañero de trabajo, Manuel? Tardó unos segundos en corresponder lo que había oído con lo que debía haber sido.
⎯Sí ⎯miró el centro de mesa: una panera llena de paquetes de galletitas abiertos⎯, pero a veces el manual no alcanza.
⎯Ah, ese es problema de la empresa, entonces.
Su padre zanjó el asunto poniendo la taza de té en la mesa, frente a Pía.
⎯Te vas a quedar a comer, ¿no?
⎯Sí.
⎯¿Querés azúcar?
⎯No.
⎯Estás muy pálida. ¿Segura que estás bien? ¿Seguro no querés azúcar?
Pía desafió la lógica del diálogo:
⎯Estoy cansada, no duermo mucho.
⎯¿Te están volviendo los ataques? ¿Por qué no dormís?
⎯Pa… ⎯Pía echó un vistazo al pasillo. Su madre seguía bañándose⎯, ¿te puedo preguntar algo?
Rubén, que recién se había sentado, dejó las manos agarradas a los brazos de la silla como si quisiera volver a pararse. Se quedó inmóvil, medio inclinado, con los cordones de los anteojos balanceándose en el aire.
⎯¿Qué pasó?
Si le contaba lo que había sucedido en Mansilla, lo que estaba empezando a suceder, ¿su padre finalmente se sentaría o se levantaría?
⎯¿De qué murió la tía Loba?
Rubén sopesó la pregunta. Decidió que después de todo quería sentarse.
⎯Tu tía tenía problemas del corazón. Tenía problemas de todo, en realidad. De los nervios, de la memoria. Le pasó a todo el mundo. Cuando no pudimos salir más, la gente se empezó a enfermar. Y a ella le agarró eso. A mí me agarró la diabetes.
La distancia de las palabras la molestó de manera incomprensible. A ella le agarró eso: una frase que podía usarse para decir algo sobre cualquiera.
⎯Tu mamá viste que está bastante bien, supuestamente ⎯agregó Rubén⎯. Los médicos no dicen nada, pero para mí está demente.
⎯¿Y murió en la casa?
⎯¿Quién? ¿Loba?
⎯Sí. Tu hermana ⎯Pía sintió la necesidad de puntualizar.
Rubén dejó pasar unos segundos. Podía estar tratando de acordarse, o considerando qué decir y qué no.
⎯Sí, mi hermana murió en la casa. ⎯Las mejillas de su padre ahora apuntaban irremediablemente hacia abajo, como dos flechas. Los ojos se le perdieron un momento. Luego volvió⎯. ¿Por qué preguntás? ¿No te deja dormir el fantasma?
⎯No le digas a mamá que pregunté.
⎯Y vos no le digas que dije que está demente.
Pía sonrió y se le llenaron los ojos de lágrimas.
⎯Duermo muy mal, pa.
Las manos de su papá, que eran el único recuerdo que Pía retenía de muchos episodios ⎯las manos de su papá frotándole los brazos endurecidos, las piernas rígidas, la cara congestionada⎯, agarraban muy fuerte los brazos de la silla cuando le respondió:
⎯Yo también.