Antes de dormir, había que decirle al cuerpo que había que dormir. Hasta ahora, sólo las pastillas sabían cómo.
Pía tragó en seco el comprimido cronobiológico, un botoncito naranja con sabor metálico, a lana, a edredón de invierno. Algunas pastillas las vendían saborizadas, pero esas eran las peores; el tiempo les contaminaba los gustos y, las de miel, por ejemplo, terminaban sabiendo a quemado; las de chocolate, a bombilla quemada; y las de frutilla, las peores, a remedio. Era mejor comprar las que tenían gusto a lo que eran.
Dejó el frasco sobre la mesita de luz, junto al otro frasco, el de las diacepinas. Tenían el mismo envase traslúcido. Pía tenía terminantemente prohibido mezclarlas. Sólo una letra muy chiquita en la parte baja indicaba cuál era cuál. Eso, y la posición sobre la mesita. Las diacepinas más lejos, más cerca del borde; las crono más a la mano. Hasta ahora nunca se había confundido.
Se acostó en la cama confiando en los efectos. Apagó el velador. Se colocó de un lado. Luego del otro. Era el momento más molesto porque podía sentir la pastilla tratando de cerrarle los ojos como un sombrero muy apretado que no le entraba. Cuando la calidez de la píldora le llegaba a la base de la garganta, solía expandirse con mayor facilidad; entonces todo era cuesta abajo.
Pero esa noche, esas noches, eran diferentes. Sentía el desbalance incubándose igual que huevos de polilla: como si nadie lo notara.
Tura, por ejemplo, que dormía en el piso de arriba, en el cuarto de Loba. Una presencia torciendo los resortes viejos del colchón, abultando las sábanas tiesas. Finalmente no pudo arreglar el estéreo. Estuvo un buen rato sentada en el piso, dándole vueltas a la caja negra, desmontando plástico y cable. Ningún disco se escuchó. Ahora más que antes la casa tenía un sonido que no sonaba.
Su propio cabello también la ponía nerviosa. No el que tenía, sino el perdido. A Tura se le había ido la mano con las tijeras.
⎯Mejor más que menos ⎯le dijo, mirándola en el espejo, y se refería a más corte, no a más pelo.
A Pía le quedó la cabeza ligera. El peso que antes la sujetaba a la almohada ya no estaba.
Había que dormir, decirle al cuerpo que había que dormir. Dejar que la pastilla se encargara del reloj interno y ayudar con pequeños gestos desde afuera. Bostezar, acurrucarse, taparse, destaparse, acunar las manos bajo la cara, esconder los ojos en la sábana para que no se abrieran, ignorar los saltos de los órganos aún despiertos, esos que querían sacarla de la cama con un objetivo no muy claro.
¿Qué iba a pasar si se levantaba? ¿A dónde la llevarían instintivamente los pies?
Amaneció y llegaron. Esta vez fueron dos. Temprano el primero, el segundo más cerca de las cinco de la tarde. Al menos, esos fueron los que llegó a contar. Cuando uno gritaba, nada podía asegurarle que detrás o en medio de ese alarido no había otro, otro más. Dormir se volvió más difícil de lo que era. Casi imposible.
Y por encima de todo, eso se oía. Eso: no era ni la piel quemándose ni el cuerpo cayendo ni la efervescencia de la pastilla ni el pedido del hombre muerto que exigía algo que se podía presentir; ninguna de esas cosas, sino eso: la uña de Tura intentando levantarse, una y otra vez, la cascarita de la rodilla.
Eso, desde el cuarto de arriba, bajando por la escalera, por encima de todo.
Algo en la escena hizo comprender a Pía la importancia espectral de su posición y la dejó muda. Eso era: el desvelo, el velo que se corría, la piel que se apartaba, una cortina abriéndose, las sombras abriéndose, una cascarita levantándose.