"Probablemente los hongos hayan estado manipulando las mentes de los animales durante buena parte del tiempo que ha habido mentes para manipular."
Merlin Sheldrake - La red oculta de la vida



En México dicen que “no puedes buscar al Cordyceps, el Cordyceps te encuentra a ti”. Florencia soñaba con ese momento. No sólo como una manera de decir, sino que literalmente tenía sueños en los que ella caminaba por la selva, atenta, y de pronto, lo veía naranja y triunfante surgiendo entre los restos de la larva de algún lepidóptero.
Lepidoptera es un orden de insectos que incluye a las mariposas diurnas, pero la mayoría de las especies son nocturnas. Su ciclo de vida comienza con un huevo, que luego eclosiona, la oruga se alimenta vorazmente de hojas, hasta que se forma la crisálida. Luego de la metamorfosis sale el individuo adulto. Algunas especies de Cordyceps atacan especialmente a las larvas y pupas. Las esporas entran en el cuerpo de la oruga mientras esta se encuentra en el suelo, y el hongo se desarrolla dentro del insecto, consumiendo sus tejidos internos. Cuando la larva muere, el hongo sigue creciendo y finalmente emerge del cadáver en forma de pequeños tentáculos naranjas que parecen diminutas llamaradas, fueguitos fatuos que crecen de la muerte —como los fuegos fatuos de verdad—, y que a su vez liberarán nuevas esporas para infectar más insectos.
La primera vez que el Cordyceps encontró a Florencia fue en el cerro del Tepozteco, en el municipio de Tepoztlán. Ella lloraba y la gente pasaba sin comprender.

Florencia me recibe en su PH en Villa Adelina. Al fondo está lo que solía ser su casa y ahora es “la casa de los hongos”. Se tuvo que mudar al departamento de adelante e intercambiar lugares con su hermana porque los hongos fueron ganando cada vez más espacio y lo que comenzó como un hobby se ha convertido en su principal ocupación. Al entrar, me sorprenden sus esculturas fúngicas: ramificaciones de distintos tamaños adornan el espacio que funciona como living y que se extiende hasta la cocina a través de una barra con banquetas. Además de las obras de arte, llama la atención una carpa de cultivo —un invernadero de dos metros de largo— con temperatura y humedad controladas.
En una habitación aparte está el laboratorio, equipado con un microscopio, autoclave, mezcladores, placas de Petri, medios de cultivo sólidos y líquidos, y un equipo de flujo laminar que permite filtrar los microorganismos que puedan colonizar los frascos y competir con aquello que Florencia quiera hacer crecer. La habitación no tiene nada que envidiarle a ningún laboratorio académico. Hasta tiene el mismo olor característico: una mezcla de alcohol isopropílico y caldo que, en este caso, es el alimento de los hongos.
—A ellos les gusta lo mismo que a nosotros —dice orgullosa.
Florencia me invita a un café con reishi. Me explica que el Cordyceps sinensis crece solamente en el Himalaya, es muy requerido por sus propiedades medicinales y es imposible de cultivar. El micelio infecta a la larva de una polilla, se alimenta de la oruga hasta que la mata y la momifica, y luego el cuerpo fructífero —una especie de tallo marrón oscuro— emerge de la cabeza del cadáver. En China se lo conoce como dong chong xia cao: “gusano de invierno, hierba de verano”. El valor del gramo es más alto que el del oro y representa el ingreso de muchas familias que lo buscan desesperadamente a 5000 metros por sobre el nivel del mar. En cambio, la especie que sí puede cultivarse en el laboratorio es Cordyceps militaris, que tiene propiedades medicinales similares.
—La cordicepina oxigena mucho las células —me explica y le brillan los ojos.
Sentí que nos conocíamos. Es curioso cuando pasa eso. El aire frío contrastaba con el sol de la tarde que ya se iba, pero que iluminaba desde el oeste, anaranjando todos los colores, incluso aún más, el pelo cobrizo de Florencia. Es que Florencia lleva con ella los colores del otoño. Todos sus rasgos son otoñales: sus pestañas, su piel, su tono de voz. Pienso que no es casual que dedique su vida a cultivar hongos: es en esa estación cuando la mayoría fructifica y alcanza su máximo esplendor. En lo personal, incluso antes de adentrarme al mundo fungi, ya era mi estación favorita. Siempre la asocié con lo que está por empezar. El olor del otoño me remite a cajas de lápices nuevas, a un block de hojas que está listo para ser usado. También me invade una sensación de que todo es posible, de que los proyectos que imagine se van a concretar, como si los días del año estuvieran todos en blanco, por estrenar.

Una de las primeras cosas que me contó es que sus abuelos vinieron de Italia y se instalaron en Villa Adelina.
—Mis nonos cultivaban flores, ahora con mis hermanas mantenemos el terreno, tenemos un invernadero, árboles frutales, pomelos, huertas, frutillas… pero la ciudad creció. Antes era todo campo. La ciudad nos fue rodeando.
La imagino de chica, jugando entre las flores que sus abuelos cuidaban y llevaban al Mercado Central para vender. La imagino corriendo entre las plantas coloridas llenas de flores ornamentales, abejas revoloteando y posándose aquí y allá, y a su abuela, llamándola para que vaya a comer: “Florencia, ¡a mangiare!”.
Después trabajó un tiempo en el negocio familiar, hizo cerámica, se dedicó a la fotografía y siempre quiso entender la mente, cómo funcionamos, quiénes somos. Sin embargo, ella misma no necesariamente sabe quién es, o cómo funciona. Me dice:
—Muchas veces no sé que estoy haciendo y lo hago igual.
Como aquella vez que decidió viajar a la selva de Misiones para celebrar su cumpleaños. Sus amigos micólogos le sugirieron llevar una linterna ultravioleta. La primera noche, salió de la cabaña sin saber qué encontraría en la húmeda selva misionera. Los ruidos de insectos y ranas eran ensordecedores, y la oscuridad, total. Encendió su linterna y descubrió una fiesta: líquenes amarillos brillantes, hongos azules que resplandecían y opiliones moviéndose lento, con sus patas verdes fluorescentes haciéndole cosquillas al aire.
De vuelta en su sala de cultivo en Villa Adelina, Florencia experimentó con sus propios hongos y descubrió que el Ganoderma también fluorescía en tonos fucsia, amarillo y violeta, mientras que el shiitake se volvía azul. La explicación evolutiva de esta fluorescencia en hongos aún es un misterio.

De aquella exploración, y de dejarse llevar por sus instintos, nació Fluorescer, una instalación donde se pueden observar los colores y texturas de Ganoderma multipileum bajo luz ultravioleta. La obra invita a descubrir realidades de otro modo invisibles debido a las limitaciones de nuestros sentidos. Los colores que percibimos son reconstrucciones cerebrales basadas en tres sensores que tenemos en las retinas. Las combinaciones de estos sensores crean toda la gama de colores que vemos. Algunos animales, como las aves, tienen también sensores para la luz ultravioleta. ¿Qué hay más allá del espectro visible? Todas las combinaciones posibles de aquel cuarto sensor con los otros tres, toda una dimensión más del espacio de colores. ¿De qué manera si no es a través del arte podríamos representar aquello que nos cuesta imaginar?
Fungicultora y artista. Más adelante en la charla me va a contar cómo llegó a sentirse cómoda con esa etiqueta. Siempre es complejo el proceso por el cual nos definimos a nosotros mismos, pienso. A veces las etiquetas limitan, definen, y encorsetan lo que somos o queremos ser. A veces no nos animamos a nombrarnos con tal o cuál título por el omnipresente síndrome del impostor. Yo misma entro en esos dilemas recursivamente: ¿soy científica si no investigo? ¿Periodista, si no comunico?
La explicación que Florencia me da me parece muy acertada:
Un día la llamaron de un canal de televisión para hacerle una nota sobre los hongos. Iban a ir las cámaras. Iba a tener que abrir su casa, su mundo, mostrar la manera en que cultiva, mostrar su esculturas fúngicas fluorescentes. Hasta ese momento —la aparición de las cámaras, la aparición de un ojo externo— no había tenido necesidad de etiquetas. Pero entonces le preguntaron cómo debían presentarla. Y tuvo que elegir una palabra.
—La definición de artista vino más para tranquilizarme. El arte me hace sentir mucha libertad, porque puedo hacer y porque no tiene respuesta.
Porque Florencia muchas veces no sabe exactamente lo que está haciendo y lo hace igual, como una pulsión de vida, como un micelio que explora a su alrededor y cuando encuentra alimento refuerza esas conexiones y poda los vínculos que no conducen a ninguna parte, sin necesidad de un cerebro ni de una conciencia de sí mismo. El micelio de alguna manera tampoco sabe lo que hace y lo hace igual.

Ella misma se sorprende de cómo pasó a convertirse en una experta en Cordyceps. Es cierto, fueron horas y horas sentada en el laboratorio, eligiendo y separando esporas. “Es tan difícil encontrarlo en el bosque como en el microscopio”, comenta. Fue cambiando las variables del medio de cultivo hasta encontrar una fórmula que funcionara, que al Cordyceps le encantara, que devorara. ¿Arroz, proteína de arveja, escarabajos picados? Azúcares, le encanta el azúcar. Y las proteínas. Entró en una espiral de aprendizaje. “No soy autodidacta, soy interdidacta, soy muy interdependiente”, aclara. “Uno puede seguir una receta, pero eso no es entender lo que pasa. Aprender es más parecido a piezas que se van sumando a ese rompecabezas; implica saber que no sabemos”.
El Cordyceps parece haber encontrado en Florencia un nuevo tipo de huésped. Uno que, sin darse cuenta, lo cuida, lo cultiva y lo reproduce, siguiendo un impulso que no puede explicar del todo. Según Merlin Sheldrake en La red oculta de la vida, Cordyceps 1 A partir de estudios genéticos para entender los parentescos entre especies se redefinió la clasificación: algunas especies permanecieron Cordyceps y otras, Ophiocordyceps. es el género más manipulador del comportamiento animal, prolífico e imaginativo. Otra especie pariente y muy famosa es Ophiocordyceps unilateralis, que infecta a las hormigas carpinteras, las secuestra y las utiliza para dispersar sus esporas y completar su ciclo vital.
El mecanismo exacto de cómo los hongos zombi controlan las mentes de sus huéspedes aún desconcierta a los investigadores. Se sospecha que el hongo secreta sustancias químicas que actúan en los músculos y el sistema nervioso central de las hormigas sin estar presente físicamente en sus cerebros, manipulando sus movimientos y comportamientos con una precisión exquisita. Suprime su aversión a las alturas y la obliga, como a una marioneta, a subir a las partes altas de las plantas. En el momento adecuado, la hormiga se ancla a la planta con sus mandíbulas en un “apretón mortal”. El micelio del hongo se extiende desde las patas de la hormiga, devorándola, y finalmente brota el cuerpo fructífero desde su cabeza, dispersando esporas que al caer infectarán a otras hormigas, en un ciclo que vuelve a empezar.

Quizás Florencia actúa como si una fuerza invisible la guiara, del mismo modo que el Cordyceps manipula a sus hospedadores. Cada mañana, se levanta, se hace un café y va a ver cómo están sus hongos. Entra en el cuarto de cultivo, revisa la temperatura en el termostato. Dentro del invernadero que ocupa un rincón de su living, los cuerpos fructíferos de Cordyceps militaris crecen en sus frascos. Algunos son finos y delicados; otros, más carnosos, dependiendo de su genética. Parecen cabelleras de Medusa, el mismo color que el pelo de Florencia. En otro frasco, el micelio de un espécimen que encontró en Salta sigue expandiéndose. Aún no sabe de qué especie se trata. ¿Quizás mañana lo descubra? Se levantará, hará un café. Revisará la humedad. Ajustará la temperatura del termostato.