"Una sola ojeada sobre el paisaje me bastó para saber que iba a ver allí cosas distintas de las que había visto hasta entonces."
Charles Darwin - Diario del viaje alrededor del mundo a bordo del Beagle 1831-1836



En el bosque de hayas, según las palabras de Darwin al referirse a Tierra del Fuego, los árboles se encuentran en un estado de enfermedad evidente. En las rugosidades de sus ramas y troncos se despliega un fenómeno fascinante: numerosas bolas amarillas crecen como gemas en un tapiz verde. “Tienen el color de la yema de un huevo”, describe Darwin en sus notas, detallando la riqueza cromática que adorna el bosque. Estas esferas varían en tamaño, van “desde el de una bala hasta el de una pequeña manzana”.
Es la primera vez que Darwin, quien todavía es joven y está en su segundo viaje alrededor del mundo, observa el fenómeno. Como buen naturalista, documenta el hecho: indudablemente, se trata de un hongo extraño creciendo en las ramas y troncos de algunos —sólo algunos— árboles. Con apariencia de pelota de golf, o de coral, estas esferas repletas de pequeños opérculos brotan de los árboles y van formando callos con el paso del tiempo. Darwin envía sus notas, junto con algunas muestras de los hongos recolectados, al Reverendo Miles Berkeley, un destacado botánico y micólogo inglés, hoy en día reconocido como “el padre de la botánica británica”.
La primera vez que yo vi las protuberancias en los árboles fue durante un viaje familiar a Bariloche. Debía tener 5 o 6 años. La memoria es un poco difusa, pero recuerdo sí claramente la frialdad de los troncos de los arrayanes, los monolitos de madera pintados de colores que indicaban el sendero de la Isla Victoria —verde, amarillo o rojo según su grado de dificultad— y sobre todo recuerdo lo que más resiste al paso del tiempo: el olor dulce y persistente de la rosa mosqueta: el olor de las vacaciones familiares. Mi madre me debe haber señalado las pelotas con formas extrañas que crecían en los troncos de ciertos árboles, y me debe haber dicho “es un hongo, se llama llao-llao”, o yo debo haber preguntado “¿qué es eso?”. Ese día, un día de otoño de… ¿1991?, aprendí entonces que en el mundo existía un hongo que se llamaba llao-llao. No sabía nada sobre el hongo. Pero tampoco sabía que no sabía. Apenas había llegado a agregar una etiqueta más a un mundo incipiente lleno de fenómenos por nombrar y curiosear. Como dice Richard Feynman, saber el nombre de algo no quiere decir que lo entiendas:
“¿Ves ese pájaro? Es un zorzal de garganta marrón, pero en Alemania se llama Halzenfugel, y en chino lo llaman Chung Ling e incluso si conoces todos esos nombres, todavía no sabes nada sobre el pájaro. Sólo sabes algo sobre las personas: cómo llaman al pájaro.”
Pasarían muchos años más hasta que realmente supiera algo sobre el hongo, algo más que su nombre.

Hoy en día puedo afirmar, casi con seguridad, que el hongo que vio Darwin y el que vi yo no eran exactamente de la misma especie, sino más bien parientes. Si no me equivoco, los dos especímenes pertenecen al mismo género de hongos parásitos: Cyttaria.
Probablemente, lo que estaba observando Darwin en la bahía Buen Suceso, enfrente a la Isla de los Estados, se tratara de la especie que ahora lleva su nombre: Cyttaria darwinii. Detalle que puede ser un poco injusto porque, antes de la llegada del naturalista, los habitantes de la Patagonia ya conocían muy bien todos los hongos del lugar y de hecho los consumían. No es casual que el nombre coloquial con el que se lo conoce sea “pan de indio”.
En cambio, lo que estaba observando yo con mi familia en los bosques patagónicos de los alrededores de Bariloche era un callo producido por el hongo Cyttaria harioti, el llao-llao, uno de los hongos más comunes del género. Ahora sé, pero en aquel momento no, que llao significa “sabroso” en lengua mapuche, 1 “Sabroso-Sabroso”. Se repite para enfatizar. y que se puede comer fresco, aunque tiene una textura un poco gomosa, y que también se usa para hacer una bebida fermentada parecida a la chicha.
Los hongos de este género tienen una forma globular y una textura pegajosa, y no pueden subsistir de ninguna otra forma que no sea adheridos a un árbol. La palabra adheridos se queda corta, ya que en realidad, el hongo infecta al árbol y se instala en su interior, alimentándose de las soluciones azucaradas de la planta y afectando los conductos por donde circula la savia.
Lo que vemos, lo que Darwin observó, las esferas amarillas como bolas de golf agrupadas en las ramas, son simplemente los cuerpos fructíferos, la parte reproductiva del hongo. Reducir el hongo a las esferas amarillas sería como reducir una planta solamente a su flor. El resto del hongo reside dentro de su hospedador, donde despliega su red de filamentos encargada de absorber los nutrientes del árbol, una suerte de intestino exterior que conquista la madera. Para evitar que el hongo bloquee los canales por los que circula su alimento, el árbol forma un callo en su tronco. Quizás producto de los millones de años de relación que llevan —porque la naturaleza no es sabia porque sí y de repente, sino a fuerza de prueba y error—, Cyttaria nunca mata al árbol. El hongo debilita, sí, pero jamás llega a matar a su resignado hospedador. Y una vez por año, emergen las esferas amarillas y operculadas, donde se producen y se liberan las esporas, que viajan hasta tal vez, si tienen suerte, alcanzar otro árbol.

En otro fragmento de su diario, Darwin describe que el hongo pertenece a un género “nuevo y curioso”. Además del que encontró en Tierra del Fuego, hizo otro hallazgo de un ejemplar con características similares, pero con algunas diferencias, creciendo en un haya en Chile, y su amigo, el botánico Joseph Dalton Hooker, que también andaba dando vueltas alrededor del mundo, le informó de una tercera especie que crecía en un árbol en la Tierra de Van Diemen, actualmente la isla de Tasmania. ¡Ya son tres especies emparentadas! Darwin anota: “¡Qué singular es esta relación entre los hongos parásitos y los árboles en los que crecen en partes distantes del mundo!”.
En tiempos geológicos de antaño, estas regiones estaban conectadas en el supercontinente Gondwana. La presencia de especies similares en ambas ubicaciones es un recordatorio tangible de un pasado compartido. Como piezas de un rompecabezas evolutivo, la relación que comenzó hace unos 150 millones de años tejió una red ancestral entre los árboles y los hongos. A medida que Gondwana se fue fragmentando, 2 Entre 45 y 29 millones de años atrás. el flujo de genes se hizo más difícil, y cada hongo tomó su propio camino. Una danza geológica que dio forma a la vida en la Tierra.
No dejan de sorprenderme los hilos curiosos con los que la naturaleza trabaja. Puedo imaginarme a Darwin entreviendo y comenzando a intuir estas conexiones mientras recorría los gélidos bosques de Tierra del Fuego. Los hongos de este género no son sólo adornos fugaces en el bosque, sino protagonistas de una trama que se entrelaza con la historia evolutiva de la Tierra. Mientras Darwin los registraba, de a poco y tal vez sin saberlo aún, estaba desentrañando un hilo invisible que conecta a los seres vivos. Los cuerpos fructíferos de estos hongos, en su simplicidad aparente, son nodos de una red que se extiende más allá de lo que el ojo humano puede ver. Son testigos silenciosos de la interconexión de la vida en el bosque de hayas, donde cada elemento, desde la hoja hasta la espora, está entrelazado.

Encontré al hongo de ñire, o Cyttaria hookeri (sí, Hooker también tiene su especie) gracias a mis amigas, en una caminata por el Chaltén, en Santa Cruz. Yo ya estaba un poco obsesionada con los hongos de este género y quería encontrar alguno a toda costa. Mis amigas sin dudarlo recogieron la consigna como propia y se tomaron la obsesión con seriedad, como corresponde. Ya habían sido ellas las primeras en encontrar pan de indio: en un bosque frente al glaciar Spegazzini 3 Gran botánico y micólogo ítalo-argentino.. descubrieron una protuberancia en un árbol, con una esfera ya un poco seca porque era verano, y como bien explica Darwin, “cuando es joven, es elástico y turgente, con una superficie lisa; pero cuando madura, se encoge, se vuelve más resistente y toda su superficie está profundamente agujereada en forma de panal de abeja”. Días más tarde, en otra caminata, al volver de una cascada, me retrasé un poco. Cuando estaba alcanzando a mis amigas las vi detenidas frente a un ñire, sonriendo, triunfantes: habían encontrado la figurita difícil. Era bastante distinto al llao-llao, más naranja y más alargado, con forma de huso. No es comestible como sus parientes. La alegría de haberlo encontrado, o mejor dicho, de que mis amigas lo hubieran encontrado, me hizo pensar que la amistad es eso: una amplificación de los sentidos que nos permite ver más allá, la verdadera realidad aumentada.
Ahora sé, además de un par de nombres, que Cyttaria está compuesto por más de 12 especies que crecen dentro de los tejidos de algunos árboles particulares en América del Sur, Australia y Nueva Zelanda. Ya conozco a C. darwinii, C. hookeri, y C. harioti. Me pregunto si algún día voy a poder ver a sus parientes lejanos, tan distantes de los bosques patagónicos. También sé que únicamente infectan árboles del género Nothofagus, como lengas, coihues y ñires. Ñire significa “zorro” en lengua mapuche; aparentemente los zorros suelen hacer sus madrigueras debajo de estos árboles. Y Nothofagus proviene del latín nothus (“falso”) y fagus (“haya”), o sea, los coihues, ñires y lengas del sur son “falsas hayas”, ya que las “verdaderas” serían las de Europa, del género Fagus. Como dice Feynman, a veces los nombres nos hablan más de las personas que de las cosas.