Capítulo 3

Un mal padre para las ideas (Geastrum)

14min

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"Los pensamientos oníricos con que nos topamos a raíz de la interpretación tienen que permanecer sin clausura alguna y desbordar en todas las direcciones dentro de la enmarañada red de nuestro mundo de pensamientos. Y desde un lugar más espeso de ese tejido se eleva luego el deseo del sueño como el hongo de su micelio."

Sigmund Freud - La interpretación de los sueños

Es difícil elegir una sola historia entre las muchas anécdotas de la vida de Francisco Kuhar. 

Podría contarse aquella vez en Llavallol, cuando ahuyentó con un palo a una jauría de perros salvajes mientras un micólogo español, ignorando por completo la recomendación de trepar a un árbol, se empeñaba en recolectar una extraña estrella de tierra al grito de: “¡Yo a este hongo no me lo voy a perder!”. Todo para descubrir que se trataba de una especie hasta entonces desconocida y que, gracias a aquella aventura y a modo de agradecimiento por haberle salvado la vida, ahora lleva el nombre de Geastrum kuharii.

O podría contarse su obsesión en los bosques patagónicos por encontrar a Tomentella, un género de hongos que forma asociaciones simbióticas con las raíces de los árboles. Francisco, una vez más, se había olvidado de sus acompañantes y se sumergía en el suelo, como olfateando. En esa ocasión, había encontrado ADN de Tomentella en todas las raíces de los árboles, pero no lograba dar con el cuerpo fructífero, apenas una pequeña manchita. Todo indicaba que se trataba de una nueva especie, pero necesitaba encontrar algo más que el material genético. Finalmente, después de escarbar en la nieve y rastrear como un perro buscador de trufas, encontró no una, sino tres especies nuevas. Quizás el momento de mayor satisfacción fue cuando pudo observar las esporas al microscopio electrónico: estructuras esféricas puntiagudas de 10 micrones de diámetro, bellas y perfectas en su imperfección.

También está la historia de cómo colaboró con un grupo de micólogas para redescubrir el hongo Gran Puma, una especie que, contrariamente a lo que indica su nombre, mide apenas 5 centímetros. De color marrón grisáceo, había sido vista por única vez en 1982 en Chile. El único ejemplar conocido se encontraba en el Palacio de Nymphenburg, en el herbario de la ciudad de Múnich. 

Gracias a las pistas morfológicas que Francisco pudo interpretar a partir de las anotaciones en alemán, el hongo fue finalmente redescubierto en los bosques templados de la cordillera de Nahuelbuta, y su ADN pudo ser cotejado: 100 % de coincidencia.

Y ni hablar de que Kuhar, junto con Giuliana Furci y otros micólogos, fueron responsables de impulsar el término funga para referirse a los hongos de un tiempo o de un lugar. Estaban envalentonados luego de unos piscos durante el Congreso de Micología en Lima e indignados por el hecho de que la flora y la fauna sean las protagonistas de las leyes de conservación y del financiamiento de la investigación —además de que siempre los hongos quedan afuera de las currículas escolares—. Conscientes de que lo que no se nombra no existe, escogieron un término que tuviera pregnancia en diferentes idiomas y que funcionara como una unidad junto a flora y fauna: de a poco gracias a ellos —y cada vez más—, se habla de “flora”, “fauna” y “funga”.

Sin embargo, es una injusticia tener que elegir cualquiera de sus historias, porque justamente en su diversidad está su riqueza. Francisco es muy consciente de ello. Una de las primeras frases que me confiesa es: “No quiero ser un especialista”. 

Nació en Bahía Blanca, fue a una escuela agrotécnica y estudió Letras, además de Biología. Le interesa la lingüística, la psicología, la mitología y demasiadas cosas como para elegir una. Podría haberse dedicado a casi cualquier tema, pero fue en el Laboratorio 8 de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires, cuando vio fructificar a Ganoderma a partir del micelio, que recordó aquel fragmento del libro de Freud que había leído años atrás —y que encabeza este capítulo—, y se dijo: “esto es lo que quiero hacer con mi vida, lo encontré, mi verdadero deseo”.

Trabajó en todos los campos de la micología: biorremediación, micorrizas, aplicación biotecnológica de enzimas fúngicas, evolución, y actualmente es el director científico de Innomy, una empresa radicada en Bilbao que utiliza el potencial de los hongos para crear fuentes de proteínas sostenibles. Allí, además de contribuir a la búsqueda de un sustituto de la carne, tiene la libertad de perseguir sus diversos intereses. En el otoño se adentra en los bosques antiguos del País Vasco, donde la montaña se encuentra con el mar y el clima parece un terrario, bien húmedo y frondoso. En la oscuridad y al resguardo de los castaños, fresnos, alisos, y abedules, Francisco busca nuevas cepas de hongos para su colección. Ya tiene más de 150 cultivos activos con distintas propiedades: algunos hongos, duros como la madera, otros, gelatinosos.  

Francisco genera ideas y las dispersa como esporas llevadas por el viento, esparciéndose a lugares distantes. Las comparte sin problema, para quien quiera tomarlas. Cuando le digo que es generoso con su conocimiento, me corrige:

—Soy un mal padre con las ideas. No me voy a hacer responsable, no las voy a seguir: que las cuiden otros. Hay que largar las ideas y ver qué pasa. Quizás cuando te morís, alguien las recupera.

Justamente, una de las hipótesis más interesantes de Francisco sobre la evolución de los hongos se basa en un trabajo de Alan Turing, famoso por descifrar los códigos nazis durante la Segunda Guerra Mundial y por sentar las bases de las que crecería luego la inteligencia artificial. En 1952, Turing publicó un artículo titulado “The Chemical Basis of Morphogenesis”, donde explicaba cómo los patrones en la naturaleza, como las rayas de las cebras, los lunares de los leopardos, o las manchas de las vacas, se generaban a partir de la difusión y la interacción química. Pequeñas variaciones en las concentraciones de algunas moléculas pueden producir patrones muy distintos. Patrones complejos pueden surgir de un estado uniforme y homogéneo. Una idea-espora más en el aire flotando por el espacio y por el tiempo. El artículo lo impactó: tenía el potencial de explicar un problema sobre la morfología y el parentesco de los hongos que los micólogos no han podido resolver. 

Veamos:

Durante muchos años, antes de que existieran herramientas moleculares para leer el ADN y determinar las relaciones de parentesco entre especies, los micólogos se basaban en aquello que se podía ver a simple vista. En particular, le prestaban mucha atención a la parte inferior del sombrero de los hongos que forman setas, la superficie fértil donde se producen las esporas. Esta estructura reproductiva llamada himenóforo se ha utilizado históricamente para clasificar a los hongos ya que presenta diversas configuraciones: puede ser lisa, tener laminillas, poros, dientes o laberintos.

A lo largo de gran parte de la historia de la micología, las especies se agruparon según el tipo de superficie del himenóforo. Los que tenían laminillas con los que tenían laminillas, los que tenían poros con los que tenían poros, y así sucesivamente. Sin embargo, en los últimos años, gracias a técnicas moleculares y otras fuentes de evidencia filogenética, los investigadores han descubierto que hongos con distinta topología pueden estar emparentados entre sí, o lo que es lo mismo pero al revés, hongos relacionados pueden presentar cualquiera de las cinco configuraciones topológicas. 

Esto significa que hay una convergencia morfológica, un fenómeno donde especies no relacionadas desarrollan características físicas similares. Un ejemplo de esto son las alas de los pájaros y los murciélagos, que se parecen a pesar de no estar estrechamente relacionados (los pájaros son aves y los murciélagos, mamíferos). Esta convergencia suele ocurrir debido a adaptaciones a condiciones ambientales o funciones similares, aunque en los hongos, este no parecería ser el caso.

¿Cómo se explica que hongos emparentados tengan estructuras tan distintas? ¿Qué mecanismo evolutivo subyace a la similitud morfológica de hongos que no tienen nada que ver entre sí? En general uno tiende a buscar los genes que subyacen a los fenotipos, pero en ese caso, no había ni una pista para empezar. 

—El hongo de sombrero surge muchas veces en la naturaleza. Y entonces, empecé a pensar, si caen siempre en lo mismo, si probablemente no pueden hacer otra cosa, es porque no hay muchas otras cosas que hacer —me explica con entusiasmo y como si acaso no fuera evidente—. Otro aspecto a considerar es la velocidad a la que ocurren estos cambios. Dentro de un mismo género de hongos, podés tener trufas, hongos de sombrero, hongos de repisa u hongos tipo corticioides (que son esos que se adhieren como una corteza sobre la madera). De hecho, pueden adquirir casi cualquier forma, y esto sucede muy rápidamente. Este fenómeno ya lo habían notado algunos micólogos, quienes señalaron que aquí no hay espacio para la presión de selección. Así se me reforzó la idea de que los hongos están haciendo algo que se asemeja a lo que ocurre en el mundo químico con los cristales. Los cristales de una determinada sustancia adoptan cierta forma sin necesidad de ADN, como los copos de nieve, que también tienen una forma específica y tampoco tienen ADN, o como las nubes, que se organizan en cúmulos, nimbos, estratos, cirros, sin la necesidad del ADN. ¿Por qué adoptan estas formas? Debe haber una explicación en la física que imponga esas limitaciones. Los hongos tienen muy pocos tipos celulares, no son como los animales, por lo que podría pensarse que sus células se comportan como cristales, apilándose —metafóricamente hablando— y haciendo lo que la física les permite hacer.

Durante la pandemia, recluido en un pequeño departamento en la ciudad de Córdoba y sin poder acceder al laboratorio, Francisco se encontró con los patrones de Turing y notó que tenían una notable similitud con las estructuras fértiles de los hongos. Fascinado por esta posible explicación, contactó a un investigador especializado en matemática aplicada, quien estudia, entre otras cosas, la forma del cerebro y sus circunvoluciones. Este matemático le proporcionó un simulador de patrones de Turing —resolver las ecuaciones manualmente sería demasiado complicado—, lo que le permitió explorar un amplio rango de posibilidades, ajustando parámetros como la velocidad de difusión o la viscosidad para generar diversos resultados. En una semana, Francisco llegó a crear cerca de 4000 patrones. Cambiaba un parámetro y se formaban laberintos; otro cambio, y aparecían poros; un ajuste más, y zaz, laminillas. Decidió clasificar estos patrones y buscar al menos un hongo que coincidiera con cada uno de ellos. Se sumergió en internet, buscando y descargando imágenes de distintas especies. Para cada patrón de Turing, se propuso encontrar un hongo correspondiente. Pasó semanas en esta tarea, hasta que finalmente se dispuso a comenzar a escribir el artículo para dispersar su idea al mundo.

Sin embargo, todavía quedaba otra cuestión importante: había que explicar el mecanismo. Los hongos no tienen verdaderos tejidos; no existe un sistema demostrado, ni siquiera sugerido, de sustancias que se difundan entre las células. Las hifas de los hongos se comunican entre sí, pero esa comunicación es limitada y es difícil hablar de difusión en ausencia de tejidos verdaderos. La pregunta ya no era “¿por qué se forman patrones diferentes?”, sino “¿cómo lo hacen?”.

—Entonces, me puse a investigar y descargué todos los artículos de Turing que pude encontrar, incluidos algunos sobre física de materiales. Descubrí que, en ciertos materiales como dos chapas de metal o en algunos plásticos, se habían observado patrones de Turing al deformarse. Cuando dos láminas se comportan de manera anisotrópica, es decir, cuando se dilatan o crecen a velocidades diferentes, se crea una inestabilidad, un arrugamiento, que genera patrones similares a los de Turing. 

Quizás el ejemplo más fascinante sea el de las estrellas de tierra, como se conoce a esos extraños hongos del género Geastrum. Cuando son jóvenes tienen el aspecto de una esfera o huevo, pero a medida que maduran, la parte superior se despliega hacia afuera, como si fueran pétalos carnosos o gajos que se abren exponiendo la parte central, donde se encuentra el saco que contiene las esporas. La pisada de un animal, el viento o incluso la lluvia pueden perturbar lo suficiente a la estructura como para lograr que las esporas salgan por el pequeño orificio central y se dispersen. La “cáscara” del hongo o exoperidio tiene distintas capas que, al secarse, se encogen a velocidades diferentes, haciendo que se abran y adopten una forma estrellada. Al observar esto, Francisco pensó: “Acá hay capas que hacen cosas”.

Fascinada por las ideas de Fran Kuhar, yo también veo patrones de Turing por todas partes. Incluso ahora, al mirar mis manos, observo las huellas dactilares, esos dibujos únicos que se forman antes del nacimiento. Durante mucho tiempo, no se conocían bien los mecanismos que crean las crestas de las huellas, pero ahora hay evidencia de que podrían formarse mediante un sistema de reacción-difusión de Turing. En este proceso, las señales moleculares organizan el crecimiento de la piel, y las crestas se formarían como ondas que se propagan desde distintos puntos, guiadas por las características del dedo. La forma en que estas ondas se propagan y se encuentran explicaría la diversidad casi infinita de patrones de huellas dactilares humanas.

Francisco empezó a notar muchas situaciones en las que ocurría lo mismo: por ejemplo, una lámina de micelio con otra que prolifera por encima. Ese análisis le sirvió para proponer el mecanismo y explicar la coincidencia entre el morfoespacio de los hongos y los patrones de Turing. 

—Ya estaba bastante conforme, pero pasó algo más… Un día, un amigo de Uruguay, Alejandro Sequeira, que es fotógrafo, micólogo, diseñador y un genio, me envió una foto de una Amanita. La imagen mostraba un hongo con su sombrero habitual, pero con otro sombrero dado vuelta pegado encima, algo que a veces sucede con los hongos. Amanita es un hongo con laminillas, pero cuando observé la foto, noté que el sombrero superior no tenía laminillas, sino poros. Ahí me di cuenta: era un ejemplo de cómo, al estirarse de manera diferente debido a la velocidad de crecimiento del sombrero inferior, y simplemente por estar invertido, en lugar de desarrollar laminillas, formó poros. En este caso, no se puede hablar de adaptación, sino de una malformación. El hecho de que una malformación genere exactamente lo que produce otro grupo de hongos es una señal de que es algo muy fácil de lograr; no es que se formó una estructura sin forma, sino que reprodujo lo que otros hongos hacen normalmente. En ese momento, me sentí satisfecho. Puse todas las ecuaciones en orden, discutí sobre termodinámica y redacté todo el texto. 

Ahora esta idea-espora está flotando en el espacio y en el tiempo, en forma de artículo científico, quién sabe dónde pueda caer, en qué mente pueda prosperar y crecer. Porque Francisco es muchas cosas, pero, de nuevo, y según sus propias palabras, es un mal padre para las ideas. 

A veces, todavía se escuchan discusiones sobre la falsa dicotomía entre ciencia básica y aplicada. No es que el debate sobre qué líneas científicas deben priorizarse me parezca inútil, para nada. Por supuesto que la ciencia debe estar al servicio de las personas, pero eso no implica desconocer la naturaleza misma de los procesos del descubrimiento. Hablar de biotecnología sin conocer la biodiversidad que nos rodea no tiene sentido, ya que ambas se nutren mutuamente. Por eso, la existencia de Francisco y sus múltiples facetas me alivia, me da un respiro. En una sola persona conviven el biotecnólogo que busca soluciones a los desafíos más urgentes de la humanidad (como el desarrollo de alimentos alternativos a la carne —cuya producción tanto daño hace— o la biorremediación con enzimas fúngicas para resolver la contaminación) y el hombre renacentista, impulsado por una genuina curiosidad de entender el mundo. Podría existir uno sin el otro, y también estaría bien, pero que ambas facetas converjan en una sola me parece maravilloso: Francisco echa luz donde hay oscuridad, descubre nuevas especies de hongos con propiedades desconocidas y se plantea preguntas que desvelan a matemáticos, biólogos evolutivos y micólogos experimentales, de manera entrelazada y superpuesta, porque de alguna manera, en definitiva, el mundo es uno solo. Así es cómo el conocimiento, al igual que el deseo por descubrir un reino oculto, emerge de los sueños, como el hongo de su micelio.