Una lluviosa noche de invierno descendió sobre mí el profundo estado psicodélico que acompaña la ingesta de ayahuasca.1Mi experiencia con ayahuasca tuvo lugar dentro de los confines seguros y regulados de un culto religioso, bajo la supervisión de personas con conocimientos profundos sobre el tema y décadas de experiencia. Entendí entonces que la conciencia es como un guante que se va estirando o un músculo que se hace más fuerte con cada uso. Más precisamente, la conciencia está limitada por un borde invisible que demarca las fronteras de nuestra percepción y nuestro discernimiento. Atravesando ese borde, encontré un mundo desconocido, aparentemente nuevo, “tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”.2Como dice Gabriel García Márquez en el primer capítulo de Cien años de soledad. Mucho de lo que creí nuevo en realidad era nombrable, y por lo tanto, también era conocido: náuseas, colores, figuras geométricas y paisajes orgánicos que se movían junto con mi respiración. Lo nuevo, en cambio, era innombrable, y por lo tanto, inexistente hasta ser rescatado del olvido por una palabra perfecta pronunciada en el momento justo.
“¿Sentiste la fuerza?”, me preguntaban mis compañeros esa noche, sin preocuparse por definir exactamente qué es lo que tendría que haber sentido. Al principio respondí que sí, pensando que “la fuerza” era un nombre alternativo para designar al estado psicodélico, o quizás alguna de sus múltiples dimensiones. Pero ante la insistencia, empecé a sospechar que “la fuerza” no hacía referencia a algo de este lado del borde. No hablaban de una fuerza muscular, la clase de fuerza que se mide en newtons, sino más bien de una parte integral de la experiencia, una parte a la que yo todavía no había prestado suficiente atención.
Finalmente tuve mi explicación: “la fuerza” es una sensación corporal que aparece temprano y de repente en el viaje de ayahuasca, una electricidad (otra analogía) que recorre el cuerpo completo y da calor y bienestar, como si miles de manos aplicaran al mismo tiempo un masaje en cada centímetro cuadrado de la piel, como tirarse a una pileta llena de un líquido especial que calienta el cuerpo desde adentro hacia afuera. Entonces, casi eufórico, respondí: “¡Sí! ¡Sentí la fuerza!”. Y desde entonces me sería imposible no sentirla, estando ya armado de una palabra precisa para nombrarla.
En ese momento mágico fui testigo de un acto de creación, quizás el más fundamental y primordial de todos: la creación del significado. La Real Academia Española lista dieciséis definiciones posibles de “fuerza”, pero ninguna de ellas es la que utilizamos esa lluviosa noche de invierno. Para mis compañeros de experiencia, la palabra tiene un significado adicional, uno que surge del uso reiterado y del consenso. Decían los antiguos que la naturaleza posee horror por el vacío.3Horror vacui, el supuesto motivo por el cual el aire siempre se desplaza para llenar todo vacío. Los humanos, en cambio, sufrimos el horror por lo innombrable: somos incapaces de tolerar que exista un significado huérfano de palabras para nombrarlo. Nuestro mundo cotidiano ya no es nuevo y, por lo tanto, todos los significados están adecuadamente revestidos de sus correspondientes palabras.4Por supuesto, algunos idiomas poseen términos específicos que no encontraremos en otros. Es sabido que el alemán posee términos para señalar de forma precisa emociones que son difíciles de nombrar en castellano y en otros idiomas. A continuación, algunos de mis favoritos: Weltschmerz (la sensación de desasosiego que acompaña al descubrimiento de que el mundo real nunca estará a la altura de nuestras expectativas), Schadenfreude (la alegría causada por el sufrimiento de los otros), y Fernweh (una forma de melancolía que surge por el deseo de estar lejos de casa, en vez de cerca). No es extraño, en cambio, que nuestro lenguaje carezca de términos precisos para relatar todo lo que sucede durante una experiencia con ayahuasca, es decir, durante un estado de conciencia completamente ajeno para la inmensa mayoría de las personas que habitaron y habitan en Occidente. Esta insuficiencia puede remediarse, pero requiere de un esfuerzo coordinado para identificar hasta qué punto deben extenderse las nuevas fronteras del lenguaje. Así como no usamos una palabra distinta para referirnos a un mismo pájaro parado sobre distintas superficies, preferimos evitar multiplicar innecesariamente los términos que usamos para expresar los contenidos de la conciencia. El problema, por supuesto, es dónde poner el límite. ¿Es suficiente nuestro lenguaje, gestado durante nuestra conciencia ordinaria, para describir todos los estados posibles de conciencia y sus contenidos? Y si es inadecuado, ¿qué tan inadecuado es? ¿Hasta qué punto se justifica explorar el lenguaje como un medio útil para describir la experiencia y el pensamiento con mayor especificidad? Por ejemplo, si bien nuestro lenguaje no distingue de forma directa entre dolor-C y dolor-A,5Recordemos que el dolor-C (asociado a las fibras C) se presenta como una oleada posterior al dolor-A (asociado a las fibras A), es decir, son fases distintas de la sensación de dolor que se basan en mecanismos neurobiológicos diferentes (capítulo 1). la distinción es válida y hasta útil, porque existen dos fenómenos distintos que podemos identificar con ambos tipos de dolor. Pero ¿qué clase de fenómeno es “la fuerza”? ¿Tiene sentido designar este fenómeno con una palabra específica?
En su cuento “Funes, el memorioso”, Jorge Luis Borges imaginó la conciencia de Ireneo Funes como una bestia indescriptible incluso por el más específico de los lenguajes: aquel que posee una única palabra para referirse a cada objeto (y otra para referirse al mismo objeto en otra situación u otro instante).6Borges nota, correctamente, que este no sería un lenguaje, sino más bien lo opuesto a un lenguaje. Funes posee capacidades infinitas de percepción y de memoria, y, por lo tanto, también capacidades infinitas de discriminación; se ve, entonces, tentado a introducir un lenguaje en el cual, por ejemplo, cada número posee un nombre propio arbitrario: “En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoléon, Agustín de Vedía”. La obvia conclusión es que dicho lenguaje sería inútil, precisamente porque sería incapaz de expresar generalizaciones. El lenguaje resulta de un equilibrio entre la especificidad y la generalización; disponemos de categorías dentro de categorías dentro de categorías para poder expresarnos con el nivel deseado de detalle (perros, lobos y zorros son cánidos, luego mamíferos, luego animales). A diferencia de Funes, podemos usar el lenguaje para expresar conocimiento, pero también desconocimiento. Por eso, la frase “la mordedura muestra signos inequívocos de un cánido” no solamente permite inferir que un cánido es responsable de la mordedura, sino también que desconocemos la identidad exacta del cánido en cuestión.7Hay otra cosa que asumimos cuando llegamos a esta conclusión: nuestro interlocutor se expresa para transmitir la mayor cantidad de información que juzga relevante; por lo tanto, si no afirma la identidad del cánido en cuestión, podemos asumir que o bien no lo sabe, o bien no lo considera importante (podemos aclararlo con una pregunta). ¿Fue un perro, un lobo o un zorro? Y si decimos “la mordedura muestra signos inequívocos de un perro”, automáticamente inferimos que no se conoce la identidad del perro agresor (de lo contrario, diríamos algo así como “la mordedura muestra signos inequívocos de Corchi, el perro de mi vecino”).
Cuando hablamos sobre palabras es inevitable tocar el problema del significado, un problema que preocupa a científicos y filósofos desde hace por lo menos el mismo tiempo que el problema de la conciencia. ¿Qué es el significado y cómo lo adquieren algunas palabras o símbolos? Cuando estudiamos la neurociencia cognitiva de la conciencia, introdujimos la idea de que existe una alianza entre sujeto y experimentador, un código (implícito o explícito) que permite al científico asumir que ciertos comportamientos, ciertos movimientos y ciertas palabras poseen un significado preciso en relación con los contenidos de la conciencia del sujeto experimental. En realidad, esta alianza está presente en toda instancia de comunicación entre seres humanos: sin un acuerdo previo sobre el significado de las palabras, estas únicamente consisten en sonidos y formas arbitrarios.8Hay excepciones. Por ejemplo, asociamos universalmente formas angulosas con el fonema /k/ y formas suaves y redondeadas con la vocal /o/ (dadas dos manchas, una angulosa y la otra redondeada, casi todos somos capaces de identificar cuál de ellas se llama Kiki y cuál Bouba). Mi amigo y colega Damián Blasi es reconocido (entre muchas otras cosas) por haber estudiado sistemáticamente asociaciones entre sonido y significado a lo largo de casi todos los idiomas del planeta, y concluyó que la asignación del significado no es un proceso completamente arbitrario. Para alguien completamente ignorante del idioma castellano, no existe nada en la palabra “árbol” que remita a lo que nosotros conocemos como un árbol. Y sin un diccionario, el significado de estos párrafos podría ser un misterio perpetuo para generaciones futuras incapaces de comprender el castellano.9Aunque podrían darse cuenta de que las marcas en la hoja representan algún lenguaje por una propiedad estadística conocida como Ley de Zipf. Esta es exactamente nuestra situación respecto del manuscrito Voynich: un texto del siglo XV codificado en un sistema de escritura desconocido e indescifrable hasta la fecha.
Una forma pragmática de abordar el problema del significado es aceptar, junto con Ludwig Wittgenstein, que “el significado de una palabra es su uso en el lenguaje”. En otras palabras: si el significado de una palabra está determinado por su uso en relación con otras palabras, entonces el conjunto de todos los usos de esa palabra agota todo lo que necesitamos saber sobre su significado. Si queremos conocer el significado de la palabra “árbol”, podemos partir de una lista gigantesca con todos sus usos en la historia del castellano, para luego examinar en cada caso qué palabras rodean a “árbol”, y usar nuestro conocimiento de esas otras palabras para inferir el significado de “árbol”. Este es el fundamento de la hipótesis distribucional del lenguaje: el significado de las palabras es un reflejo de sus usos coocurrentes (o la falta de ellos).10Esta hipótesis funciona tanto para la lengua escrita como para la lengua oral. En español rioplatense, por ejemplo, la palabra “pedo” puede significar “flatulencia”, “borrachera”, o “suerte”. En este caso, el olfato podría ser fundamental para atribuirle significado a un uso particular de esta palabra. Si alguien hubiese examinado desde esta perspectiva todo lo hablado durante cierta noche lluviosa de invierno, descubriría que la palabra “fuerza” apareció en contextos inesperados, radicalmente distintos a los contextos en que aparecen las acepciones conocidas de esa palabra. Esta persona podría concluir que se le dio un significado nuevo y diferente a los anteriores, simplemente porque su uso fue nuevo y diferente.
El proyecto de saber todo sobre el uso de una cierta palabra recuerda a las omnicajas. Estos dispositivos (por ahora) imaginarios fueron útiles para pensar en cómo usar big data para investigar la conciencia humana. Ahora planteamos la posibilidad diferente (pero relacionada) de usar big data para descubrir nuevos significados en el lenguaje conocido, significados que correlacionan con la estructura de nuestra mente y los contenidos de nuestra conciencia. El resto de este capítulo está destinado a explorar cómo el lenguaje limita nuestras explicaciones sobre la conciencia y, por lo tanto, cómo el estudio de ambos es inseparable.
Algunas palabras tienen biografías fascinantes, sin duda más atrapantes que las de muchos seres humanos. Las historias de ciertas palabras pueden servir para iluminar costumbres de un pasado muy remoto; por ejemplo, “salario” refleja el uso de la sal como forma de pago en la Grecia antigua. O bien son el resabio de otras lenguas y culturas que ejercieron su influencia sobre la nuestra, como “alfajor” (del árabe al-fakher), “aguacate” (del náhuatl āhuacatl), o “robot” (del checo robota). Las palabras pueden tener varios significados posibles (polisemia), así como también existen varias palabras que poseen significados muy similares (sinonimia). Ambas características del lenguaje son (al menos en apariencia) subóptimas. Es claro que nuestro vocabulario no es el resultado de un consenso contemporáneo, sino que tiene su propia e interesante biografía: es el resultado de un proceso orgánico, muchas veces redundante, en constante adaptación y crecimiento.
Las palabras no pueden ser entendidas únicamente en abstracto, flotando en el vacío, independientemente del uso que les damos los humanos. Para entenderlas necesitamos examinar también las instancias del lenguaje que nosotros mismos producimos. Tanto la perspectiva física como la de diseño (que en el caso del cerebro podemos identificar con la neurobiología) tienen cosas para decir sobre las palabras, el lenguaje y sus limitaciones. La acústica de nuestro tracto vocal, por ejemplo, limita el rango posible de fonemas que podemos pronunciar: existen sonidos que están irremediablemente por fuera de nuestras capacidades vocales. La arquitectura de nuestro sistema nervioso puede favorecer ciertas asociaciones sonido-significado,11De nuevo, Kiki y Bouba. y quizás hasta determinar reglas gramaticales que son comunes a todos los idiomas conocidos.12Esta es la idea de la gramática universal de Chomsky, cuyos méritos y deficiencias son imposibles de discutir en este pie de página. Pero el significado de cada palabra reside, en última instancia, en el uso compartido con otros seres humanos. Si bien no podemos adoptar la perspectiva intencional respecto de una palabra, podemos hacerlo respecto de los humanos que las utilizan, y de hecho lo hacemos implícitamente cada vez que procesamos el lenguaje producido por los demás. Este párrafo, por ejemplo, únicamente tiene sentido para el lector si él o ella asumen que hay algo que yo quiero comunicarles, y que el significado que yo asigno a mis palabras no se aparta demasiado del que él o ella les asignarían si estuviesen en mi lugar. En cierto nivel, quien lee no tiene que conocerme íntimamente para decodificar este texto; alcanza con interpretarlo como el resultado de un comportamiento de un agente racional que desea comunicar cierto mensaje, es decir, desde la perspectiva intencional. En otro nivel, podría existir una dimensión oculta de significado solo disponible para aquellos lectores que me conozcan con más profundidad. No por nada la interpretación de obras literarias implica muchas veces familiarizarse con la vida y los tiempos del autor.13Uno de mis ejemplos favoritos aparece en El secreto de sus ojos, película argentina ganadora del Óscar. En una memorable escena, el personaje interpretado por Guillermo Francella deduce que el autor de ciertas cartas ha de ser fanático de Racing, por su constante mención de nombres que corresponden a exjugadores de dicho club.
Adoptar esta perspectiva respecto de palabras aisladas no tiene sentido; solo podemos adoptarla respecto de los seres humanos que las utilizan.14Quizás también respecto de computadoras lo suficientemente sofisticadas como para usar una lengua. Pero si tenemos muchísimos datos sobre su uso por distintas personas, podemos abstraer el factor humano y enfocarnos únicamente en las palabras. Recordemos la forma en que utilizamos mecanismos similares a autocajas para comparar y clasificar distintos estados de conciencia a partir del uso del lenguaje. En primer lugar, consideramos una inmensa cantidad de relatos sobre distintas experiencias humanas. Llevándolo a un extremo, podemos imaginar que toda la población mundial es examinada de esta manera, y se registra así una inmensa cantidad de relatos que detallan exhaustivamente un amplio espectro de experiencias subjetivas. Cada una de estas narrativas está formada por palabras, y cada una de estas palabras aparece una determinada cantidad de veces en cada relato. Para comparar los relatos entre sí, procedemos a construir un cuadro donde listamos todas las palabras y la frecuencia con la que ocurren en cada relato:
Este cuadro se lee de la siguiente manera: a cada palabra de una muy larga lista (en la práctica, de decenas de miles de elementos) le corresponde un número por relato que indica su frecuencia de aparición en dicho relato (es decir, la cantidad de veces que aparece, dividida por la cantidad total de palabras en el relato). Por ejemplo, la palabra 1 únicamente aparece en el tercer relato, con una frecuencia de 0.15, mientras que la palabra 5 únicamente aparece en el segundo relato, en este caso con una frecuencia de 0.65. En el capítulo anterior, comparamos relatos correspondientes a distintos estados de conciencia investigando qué tan similar era el uso de palabras entre ellos, es decir, comparamos diferentes columnas de esta tabla. En caso de que las columnas fueran similares, fuimos capaces de inferir que ambos relatos utilizaron las mismas palabras con frecuencia comparable. Por lo tanto, concluimos que las narrativas en cuestión trataban sobre temas similares. En la práctica, antes aplicamos un algoritmo (similar a un autocodificador) capaz de reducir la enorme longitud de las columnas (decenas de miles de palabras) a un espacio de dimensiones mucho más pequeñas. Fue en este espacio donde finalmente investigamos la distancia entre relatos para construir los mapas que presentamos en el capítulo anterior.
Este procedimiento pone en primer plano los relatos y utiliza las palabras para decidir su similitud. Pero existe otra forma de ver esta tabla, una forma que es (literalmente) ortogonal a la anterior. Podemos rotar toda la tabla 90° y lograr así que las palabras estén ubicadas en las columnas y que las filas correspondan a cada uno de los relatos. Las palabras pasan a ser lo importante en esta nueva forma de ver las cosas, y cada una de ellas se caracteriza por la frecuencia con la que se la utiliza en los relatos.
Podemos comparar dos palabras investigando si fueron utilizadas con frecuencia comparable a lo largo de todos los relatos. Más aún, podemos aplicar un algoritmo de reducción de la dimensión (similar a una autocaja) para obtener una (comparativamente) menor cantidad de números que representan a cada palabra.15Esta es la idea principal detrás de algoritmos para representar numéricamente el significado de palabras utilizando redes neuronales muy similares a autocodificadores. Un ejemplo muy usado es el algoritmo word2vec. De acuerdo con la hipótesis distribucional, esta medida de distancia entre palabras correlaciona con la similitud de sus significados: si dos palabras son utilizadas con frecuencias casi idénticas en un gran conjunto de relatos, entonces podemos suponer que su significado es similar. Dicho de otra forma: si el significado se determina mediante el uso de las palabras, entonces a uso similar, significado similar.
Cuando rotamos la tabla de palabras x narrativas, adaptamos inmediatamente la lógica de las autocajas para investigar el significado de palabras individuales en el lenguaje. Cada columna nos dice todo lo que precisamos conocer sobre el uso de una palabra sobre enormes volúmenes de texto.16Esta es una explicación simplificada. Un reporte entero puede ser un contexto demasiado amplio como para resultar informativo; es decir, un contexto de unas pocas oraciones alrededor de cada aparición de la palabra podría ser mucho más útil a la hora de extraer una aproximación de su significado. Además, esta tabla no contiene toda la información posible, por ejemplo, no considera la frecuencia de aparición de cada palabra combinada con otras palabras (bigramas), y tampoco con más de dos palabras. Por suerte, a diferencia de los experimentos con humanos, ya existe una cantidad enorme de datos disponibles en internet para investigar de esta manera el significado de las palabras. El Proyecto Gutenberg17
En el capítulo anterior, representamos distintos estados de conciencia como nodos en una red, donde las conexiones reflejaban la similitud semántica entre reportes asociados a dichos estados. Imaginamos cómo una autocaja sería capaz de absorber y procesar un volumen enorme de relatos, encontrar un conjunto reducido de números capaces de representar su significado, y finalmente usar esos números para cuantificar la similitud entre conjuntos de relatos sobre distintos estados de conciencia. Un giro de 90° nos deja en posesión de nuevas autocajas, que resultan en redes donde los nodos son ahora palabras, y las conexiones entre ellos indican el grado de similitud semántica entre las palabras correspondientes. Un ejemplo de dicha red es WordNet,18
Hoy disponemos de métodos lo suficientemente poderosos como para generar redes similares únicamente a partir de grandes volúmenes de datos, sin que haya que involucrar personas en el proceso.
Cuando las aplicamos al problema de la mente y la conciencia, las palabras adquieren una doble vida muy curiosa. Por un lado, aparecen en nuestras explicaciones, porque utilizamos el lenguaje para formular y comunicar la ciencia. Por otro lado, las palabras definen y hasta limitan el rango de nuestras posibles explicaciones. Nuestro lenguaje cotidiano podría ser el reflejo de intuiciones profundamente equivocadas sobre cómo funciona nuestra mente y, por lo tanto, sobre aquello que tenemos que lograr explicar en base a la biología del cerebro. El éxito de la neurociencia podría depender de nuestra capacidad para adaptar nuestro lenguaje, esquivando los callejones sin salida y abriendo nuevas y fructíferas avenidas semánticas, inspiradas a su vez por nuestros descubrimientos en neurobiología. Sea lo que sea que se encuentre en tu conciencia, una omnicaja nunca puede expresarlo por vos: solo vos podés expresarlo. Y para eso es necesario disponer del lenguaje adecuado.
Estas ideas se relacionan con una posición defendida por los neurofilósofos19La neurofilosofía aborda problemas de la filosofía de la mente desde una perspectiva neurocientífica. Paul y Patricia Churchland, la cual se conoce como materialismo eliminativo. Según ellos, nuestras intuiciones sobre el funcionamiento de la mente se pueden entender como una teoría que nos permite predecir el comportamiento de las otras personas. Recordemos cómo es posible usar la perspectiva intencional para relacionar creencias y deseos de cierto agente racional con predicciones sobre su futuro comportamiento. Los Churchland dirían que cuando adoptamos la perspectiva intencional estamos teorizando sobre el comportamiento ajeno, y lo estamos haciendo desde una posición particular: aquella de la psicología intuitiva, es decir, desde la (posible) ingenuidad de nuestras expectativas intuitivas. Podemos listar muchos ejemplos de estas intuiciones: las personas no creen ni desean cosas contradictorias, todos desean evitar el sufrimiento propio y ajeno en la medida en que sea posible, todos actúan con el objetivo de lograr sus deseos y, por lo tanto, nadie atenta deliberadamente contra su propio bienestar y sus intereses, y muchas otras. Entonces, cuando hacemos una predicción sobre el comportamiento humano, aplicamos (intuitivamente) fórmulas de una teoría (esto es, leyes intencionales); de la misma forma en que reemplazamos incógnitas por números en las fórmulas de la física, aquí reemplazamos incógnitas por creencias, deseos u otro tipo de actitudes. Pero esta no es, por supuesto, la única teoría que podemos utilizar para predecir el comportamiento humano. Dado que todo lo que los humanos hacemos está causado de forma directa por eventos físicos en el cerebro20Siempre y cuando uno adhiera a una posición materialista, tal como hacemos en este libro (capítulo 2). (por ejemplo, el disparo de ciertas neuronas), siempre será posible predecir el comportamiento de un ser humano examinando qué sucede en su cerebro (esto se corresponde con la perspectiva de diseño). Nos preguntamos, entonces, ¿cuál de las dos teorías puede alcanzar un mayor poder predictivo: aquella basada en nuestras intuiciones sobre la psicología humana, o aquella informada por la neurobiología del cerebro?
Nuestras intuiciones podrían conducirnos a caminos equivocados porque, al fin y al cabo, están moldeadas por las vicisitudes de la evolución natural y el cambio cultural, y no con el propósito de lograr un entendimiento científico de la mente. Recordemos cómo nos engañamos respecto de la riqueza de nuestra percepción visual, al punto de desconocer la existencia de un punto ciego en pleno campo visual. Somos víctimas de todo tipo de sesgos cognitivos, lo cual es una forma sofisticada de afirmar que los seres humanos venimos fallados de fábrica. Confundimos nuestras memorias con hechos imaginados, descalificamos las opiniones de las personas distintas a nosotros y recibimos más favorablemente las de aquellos individuos atractivos o socialmente aceptados, confundimos constantemente causas con correlaciones, sobrestimamos nuestro conocimiento debido a nuestra ignorancia y hasta juzgamos más veraces ciertas afirmaciones únicamente por el hecho de que están formuladas con palabras que riman entre sí. Si una computadora cometiera una ínfima parte de estos errores, sin duda la devolveríamos antes de pasar a mayores. Y estos son ejemplos del tipo de desviaciones del comportamiento racional que encontramos en todas las personas; es decir, dejando de lado idiosincrasias personales y también fallas cognitivas de ciertos pacientes neuropsiquiátricos. En estos casos podemos esperar fracasos aún más espectaculares de la psicología intuitiva a la hora de predecir el comportamiento humano.
Ahora imaginemos predicciones formuladas en el lenguaje de la neurociencia. En este lenguaje encontramos referencias a tasas de disparo de neuronas, potenciales de membrana y concentraciones de distintos neurotransmisores. Esta clase de lenguaje no admite ambigüedades, y tampoco está influenciada por nuestras expectativas ingenuas sobre el funcionamiento de la mente. Toda afirmación formulada desde la neurociencia puede ser puesta a prueba mediante mediciones y experimentos. Los Churchland argumentan que una neurociencia madura debería superar enormemente en poder predictivo a nuestras intuiciones sobre la psicología humana. En particular, podemos entender y explicar los sesgos cognitivos desde la neurociencia, pero no desde la psicología intuitiva, y lo mismo sucede en el caso de trastornos neurológicos y psiquiátricos. El precio que tenemos que pagar, por supuesto, es abandonar la seguridad de nuestro lenguaje cotidiano y reemplazarlo por las proposiciones de la neurociencia.
¿La neurociencia debe ser capaz de generalizar nuestras teorías intuitivas sobre el comportamiento humano? Es decir, si una de las dos teorías es mejor21Aquí “mejor” es una forma coloquial de expresar “más general”. Usamos “superar” en un sentido análogo, de forma que al decir “la teoría X supera a la teoría Y” implicamos que la teoría Y se reduce a la teoría X. que la otra, ¿no debería la mejor teoría ser capaz de explicar a la otra por completo? A lo largo de la historia de la ciencia encontramos múltiples instancias en las cuales una teoría es superada por otra. En estos casos, la teoría superadora incluye a la teoría superada en sus explicaciones, y además es capaz de explicar nuevos fenómenos que antes resultaban misteriosos. Sabemos que la física newtoniana es un caso particular de la física relativista de Einstein, la cual suma a su rango de validez aquellos sistemas con movimientos cercanos a la velocidad de la luz. En su nueva formulación, Einstein no descarta los conceptos básicos de la física newtoniana (tiempo, espacio, masa, velocidad, aceleración, fuerza), sino que los extiende y amplía su rango de aplicaciones. De forma análoga, a pesar de que la termodinámica clásica fue superada a principios del siglo XX por la mecánica estadística, sigue siendo una rama de la física útil para entender las transformaciones y degradaciones de la energía. La teorías físicas tienen una tendencia a reducirse de forma prolija y ordenada entre sí; decimos que la física de Einstein se reduce a la mecánica de Newton para energías y velocidades bajas, o que la mecánica estadística se reduce a la termodinámica si estamos considerando fenómenos macroscópicos.
Pero esta aparente falta de conflicto entre teorías viejas y nuevas no es común a todas las ramas de la ciencia: es posible encontrar conceptos teóricos que fueron eliminados completamente en teorías superadoras. A finales del siglo XVII, los científicos y alquimistas creían que la combustión era el resultado de perder una hipotética sustancia denominada flogisto. Con el tiempo, la química fue capaz de explicar la combustión como una reacción química rápida entre la materia y moléculas de oxígeno. Una vez desarrollada su nueva teoría, los químicos no tuvieron que explicar la existencia del flogisto, porque flogisto fue un concepto eliminado del catálogo de fenómenos a ser explicados por la química –de hecho, su uso en el lenguaje declinó a partir de comienzos del siglo XIX, para nunca recuperarse–:
Gráfico cortesía de Google Ngram Viewer.22Podemos entender esta figura como una representación gráfica de la biografía de la palabra “flogisto”, que en este caso nos informa sobre el declive de su uso a partir del siglo XIX. La frecuencia de uso está computada sobre un enorme corpus de libros y textos, y eso es suficiente para estimar su uso general en el lenguaje (no solamente en el lenguaje escrito). Para más información, visitar
Los físicos tardaron décadas en darse cuenta de que el calor no es un fluido que pasa desde los cuerpos más calientes a los más fríos. En realidad, como sabemos hoy, el calor es la energía presente en el movimiento y las interacciones microscópicas de las moléculas que forman la materia. Esta energía se comunica de un cuerpo más caliente a uno más frío por las interacciones directas entre moléculas. Cuando la mecánica estadística dejó en claro que el movimiento molecular era suficiente para explicar el concepto de calor, la idea de un fluido calórico fue abandonada rápidamente. Es posible listar muchos otros ejemplos, aunque todos tienen algo en común: existe un fenómeno que se explica por cierta teoría, hasta que una nueva teoría, más elegante, precisa, y general, es capaz de explicar dicho fenómeno sin necesidad de apelar a conceptos de teorías más antiguas; en ese caso, afirmamos que dichos conceptos fueron eliminados.23Aunque la realidad es mucho más complicada: por eso existe la filosofía de la ciencia.
A medida que nuestro conocimiento teórico sobre el cerebro humano progrese, ¿se eliminarán los conceptos de la psicología intuitiva? En sus explicaciones superadoras, ¿la neurociencia deberá retener conceptos tales como creencias, deseos, motivaciones, opiniones, preferencias, o intenciones? ¿O serán eliminados, desterrados del uso científico y hasta quizás del uso cotidiano? Si la psicología intuitiva es una teoría profundamente errada sobre el funcionamiento de nuestras mentes, entonces, ¿cómo podemos esperar que sus principales conceptos sobrevivan? En ese caso, todo parecería indicar un destino similar al del flogisto o al del fluido calórico.
Para un eliminativista, estamos presos de un lenguaje ambiguo, incapaz de siquiera representar las proposiciones necesarias para una explicación científica en términos del cerebro y su funcionamiento. Si realmente queremos avanzar en nuestro entendimiento de la mente, necesitamos dar un salto que nos permita distanciarnos de un enorme vocabulario intuitivo para referirnos a nuestra mente y la de los demás. Al mismo tiempo, tendremos que generar un nuevo vocabulario que no esté contaminado por nuestras intuiciones erróneas. ¿Es posible esto? El psicólogo y neochamán Terence McKenna, uno de los defensores más acérrimos de la cultura psicodélica, dice lo siguiente al respecto:
... incluso el inglés, francés, alemán o chino más articulados y brillantemente pronunciados son medios pobres para comunicar nuestra intuición, un ancho de banda muy limitado para la intensa compresión de datos con la cual intentamos comunicarnos (...). Entonces, puede ser que nuestra perfección y compleción residan en la perfección y compleción de la palabra. Me parece que el lenguaje es un emprendimiento de los seres humanos que aún se encuentra inconcluso.
¿Somos incapaces de entender la relación entre mente y cerebro por las limitaciones que impone nuestro lenguaje? Es difícil encontrar terreno en común entre un académico como Paul Churchland y un neohippie aficionado a las teorías conspirativas como Terence McKenna, pero en este caso encontramos una idea poderosa: es parte de nuestro destino como especie perfeccionar nuestro lenguaje, no solo para comunicarnos con mayor eficiencia, sino para poder entendernos mejor a nosotros mismos.
Consideremos el cuerpo calloso, el conjunto de fibras neuronales que conecta ambos hemisferios del cerebro. El caudal de información que fluye segundo a segundo por el cuerpo calloso supera por órdenes de magnitud la capacidad del lenguaje escrito y hablado. Si el hemisferio izquierdo tuviese que hablar para decirle algo al hemisferio derecho, sería imposible hacerlo con la velocidad que garantiza el cuerpo calloso.24Recordemos a los pacientes con el cuerpo calloso seccionado (capítulo 5). Los problemas de esta intervención quirúrgica se ponen de manifiesto cuando se pide al hemisferio izquierdo hablar sobre información solo disponible para el hemisferio derecho. A veces los pacientes logran establecer nuevas rutas de comunicación entre hemisferios cerebrales que van más allá del cerebro; por ejemplo, hacer que la rodilla izquierda (gobernada por el hemisferio derecho) golpee suavemente a la rodilla derecha (controlada por el hemisferio izquierdo), logrando transmitir información mediante esos golpes. Por supuesto, sea cual sea el canal extracerebral de información, siempre es más lento que el cuerpo calloso, y esto resulta en déficits del comportamiento. Pero es posible comunicar este inmenso caudal de información por otros medios, por ejemplo, mediante la transmisión analógica y digital de ondas de alta frecuencia. Supongamos que en el futuro logramos desarrollar una serie de lenguajes nuevos, cada uno de ellos con mayor ancho de banda, hasta concluir en un lenguaje tan eficiente que es capaz de superar el caudal de información comunicado por el cuerpo calloso. ¿Qué significaría poder comunicarnos con otros cerebros con la misma velocidad y eficiencia con la que una mitad de nuestro cerebro se comunica con la otra mitad? Llegado ese punto, ¿tiene sentido concebir los distintos cerebros como sistemas separados entre sí, o tendremos que empezar a razonar en términos de un único sistema nervioso formado por múltiples partes independientes?
Concluimos que existen dos extremos en los cuales podemos utilizar el lenguaje para describir y explicar lo que sucede en nuestras mentes y cerebros. En un extremo, tenemos el lenguaje usual de la psicología intuitiva: cómodo, pero posiblemente impreciso, quizás repleto de términos que no representan la realidad biológica del cerebro. En el otro extremo, se encuentra un lenguaje que se expresa en términos biológicos, con afirmaciones sobre patrones de actividad en las redes neuronales del cerebro. La pregunta es: ¿cómo podemos transformar de forma gradual un lenguaje hasta converger en el otro? Claramente, tienen que existir intermedios entre ambos extremos, es decir, términos más específicos que nos permitan, al mismo tiempo, asirnos de nuestro lenguaje cotidiano para expresarlos. ¿Cómo podemos buscar estos intermedios y usarlos para entender la conciencia?
En 1953, una cirugía cerebral puso de manifiesto ciertas ingenuidades en el uso del lenguaje, en especial cuando se trata de nuestras propias funciones cerebrales. Henry Molaison (conocido hasta su muerte en 2008 como el paciente H. M.) salió del quirófano con dos tercios de sus hipocampos removidos.25Los cirujanos también removieron porciones de otras estructuras cerebrales aledañas al hipocampo, como el parahipocampo, la corteza entorrinal y la amígdala. La resección de sus hipocampos fue una medida desesperada para tratar su epilepsia refractaria, un caso lo suficientemente grave como para impedirle llevar una vida normal. La cirugía fue exitosa, en el sentido de que las convulsiones de Henry disminuyeron notablemente. Pero también tuvo un efecto no deseado, desastroso e incapacitante: Henry dejó de poder consolidar nuevas memorias. Dicho de otra forma: nada de lo que pasaba por la conciencia de Henry era capaz de dejar un recuerdo, y por lo tanto, vivía constantemente en el año 1953, en el eterno presente de esos minutos antes de ingresar al quirófano.26Esta es también la premisa de la película Memento, dirigida por Christopher Nolan.
Es interesante cómo el caso H. M. nos lleva a replantearnos el significado de palabras tales como “memoria” o “recuerdo”. Nuestra experiencia ordinaria no ocurre siempre atada al presente inmediato. Constantemente encontramos conexiones con cosas que ya sucedieron, ya sea hace años o hace pocos segundos. A veces, esas conexiones nos permiten evocar verbalmente escenas y situaciones detalladas (por ejemplo, la anécdota con la que empieza este capítulo). O bien, nos permiten retener información durante pocos segundos, como cuando intentamos recordar un número telefónico hasta encontrar un papel donde anotarlo. La memoria se manifiesta de forma verbal (como cuando contamos una historia pasada), pero también de forma motora, es decir, en el repertorio y la precisión de nuestros movimientos. Cuando aprendemos a tocar un instrumento musical, tenemos que pensar cómo mover cada uno de nuestros dedos, pero ese movimiento se vuelve completamente automático pasado suficiente tiempo de práctica (llegado ese punto, pensar podría resultar contraproducente). Así como recitamos de memoria el himno nacional o las memorias de nuestra infancia, nuestros músculos recitan de memoria ciertos acordes de guitarra o contrapuntos en un piano.
¿Qué perdió exactamente Henry Molaison durante su cirugía cerebral? Sorprendentemente, su memoria motora quedó intacta. Y no únicamente su memoria motora de aquellas cosas que había aprendido antes de la cirugía, sino también su capacidad de formar nuevas memorias motoras. Henry podía aprender a tocar un instrumento nuevo, aunque era incapaz de recordarse a sí mismo en el pasado inmediato haciendo dicho aprendizaje. Aunque podía retener información durante lapsos breves de tiempo, era incapaz de consolidar esta información en la clase de memorias verbales que son la columna vertebral de nuestra identidad personal. Nunca podría haber contado una anécdota sobre algo ocurrido minutos atrás, mucho menos un año antes, aunque sin problemas podía evocar vívidas memorias de todo lo sucedido antes de su operación en 1953.
Las desventuras de Henry nos enseñan que no existe tal cosa como la memoria. Y tampoco existen cosas como recuerdos o evocaciones. Existen diferentes tipos de memoria, recuerdos y evocaciones, y cada uno de ellos se relaciona con distintas estructuras del cerebro. Henry perdió su capacidad para consolidar nuevas memorias episódicas, es decir, aquellas experiencias que atravesaron nuestra conciencia y dejaron una marca persistente, como por ejemplo nuestro primer beso, o lo que estábamos haciendo cuando escuchamos sobre el atentado a las Torres Gemelas o la muerte de Diego Maradona. Podemos deducir que las neuronas ubicadas en el hipocampo cumplen alguna función relacionada con nuestra capacidad de almacenar nuevas memorias episódicas. Por otra parte, Henry no mostraba déficits en su memoria procedimental o implícita (incluyendo su memoria motora), es decir, en su capacidad de recordar y reproducir procedimientos de forma automática y por fuera de la conciencia. Incluso luego de su cirugía cerebral, hubiese podido aprender a tocar un nuevo instrumento o a manejar un auto. Por último, Henry era capaz de recordar información durante tiempos cortos (de alrededor de unos pocos minutos), es decir, su memoria de trabajo se encontraba preservada. El nexo de Henry con el pasado se rompía después de algunos minutos, cuando sus memorias desfallecían en la antesala de un hipocampo que ya no podía cumplir con su función biológica.
Es notable que nuestro lenguaje sea incapaz de expresar estos distintos significados de la palabra “memoria” de forma sucinta, y que incluso para esto debamos examinar el comportamiento de un paciente neurológico. El problema es que no tuvimos en cuenta las realidades del cerebro y su funcionamiento cuando determinamos el significado de las palabras. Si nuestra memoria se define como la capacidad de preservar y recuperar información sobre el pasado, entonces los tres tipos de memoria que mencionamos en el párrafo anterior (episódica, procedimental y de trabajo) cumplen con esta definición. Pero no existe una única estructura cerebral (y, por lo tanto, tampoco existe una única función del cerebro) que pueda asociarse con la memoria. En realidad, sería mucho más útil introducir palabras nuevas y más específicas, como “recordar-decir” (memoria episódica), “recordar-hacer” (memoria procedimental), y “recordar-ahora” (memoria de trabajo).
La incapacidad de Henry Molaison ejemplifica la disociación de una función cerebral: aquello que creíamos que hacía referencia a una cosa en realidad hace referencia a varias. Es inevitable utilizar palabras para referirnos a las capacidades de nuestra mente, pero las disociaciones muestran que las palabras que elegimos son, en realidad, términos compuestos. Este es el primer fracaso de la ciencia cognitiva, entendida como el estudio de las funciones del cerebro por sí mismas, más allá de su sustrato neuronal. El auge del funcionalismo y el advenimiento de las computadoras programables hicieron creer a muchos científicos que se podía estudiar la mente sin hacer referencia alguna al cerebro. La forma de hacerlo sería implementar algoritmos capaces de reproducir las funciones de la mente; por ejemplo, escribir código para implementar programas capaces de tomar decisiones, imitar el lenguaje humano, recordar cosas y hasta fingir (¿o sentir?) emociones. El problema es que esta visión ignora por completo el cerebro, el único sistema físico donde ya sabemos que estas funciones están implementadas. Sin tener en cuenta las realidades del cerebro, un científico cognitivo podría pasar toda su vida sin disociar la memoria en sus (al menos) tres variedades. Los programas escritos por los científicos cognitivos de antaño no eran buenas imitaciones de la mente humana, y tampoco eran útiles para resolver problemas prácticos en el dominio de la inteligencia artificial, porque consistían en listas interminables de reglas que reflejaban cómo los científicos a cargo creían que funcionaban sus mentes. ¿Por qué mejor no estudiar también las funciones del cerebro como son implementadas en el cerebro mismo, para luego intentar adaptarlas a diferentes sustratos?
Si insistimos en preguntarnos “¿qué hace el hipocampo?”, vamos a llegar a una respuesta, aunque no será la respuesta esperada y tampoco la más intuitiva. Una respuesta posible (pero incorrecta) sería “el hipocampo se encarga de la memoria”. Sería igualmente erróneo afirmar que “el hipocampo se encarga de la consolidación de la memoria”. Más correcto sería responder “el hipocampo se encarga de la consolidación y recuperación de memorias episódicas”, es decir, se encarga de guardar y traer de vuelta nuestros recuerdos conscientes del pasado. Pero incluso esta respuesta tiene sus limitaciones. Sabemos que las neuronas del hipocampo no solo se activan cuando recordamos cosas, sino también cuando imaginamos el futuro: imaginar es recordar cosas que todavía no sucedieron.27Los pacientes como H. M. también tienen grandes dificultades a la hora de expresar planes sobre el futuro, porque no logran posicionarse a sí mismos en otro momento que no sea el presente. En 2014, Edvard y May-Britt Moser junto con John O’Keefe ganaron el Premio Nobel de Fisiología o Medicina por el descubrimiento de neuronas en el hipocampo que responden selectivamente a ciertos lugares o coordenadas espaciales. Estas células funcionan como una especie de GPS (Global Positioning System) del cerebro, codificando una representación del espacio tridimensional con el propósito de facilitar la navegación. Tenemos, entonces, una región del cerebro asociada a recordar el pasado e imaginar el futuro, y también a navegar por el espacio. Entonces, ¿qué hace realmente el hipocampo? Como el desarrollo de nuestro lenguaje ocurrió en la ignorancia de las funciones del hipocampo, no tenemos una palabra exacta para responder cuál es la función de esta estructura del cerebro, pero igual podemos intentarlo: el hipocampo nos permite trascender el aquí y el ahora. El cuerpo de los animales ocupa (gracias a las limitaciones de la física) un único lugar en un único momento, pero la supervivencia de sus genes es demasiado valiosa como para depender solamente de lo que pasa en ese preciso lugar y en ese preciso momento. La evolución responde a este desafío con una estructura cerebral que permite cerrar los ojos y viajar, tanto en el tiempo como en el espacio.
¿Por qué utilizamos la misma palabra para referirnos a distintas funciones y distintas palabras para referirnos a la misma función? No es obvio que el lenguaje más preciso (en términos neurocientíficos) sea el más útil para comunicarnos en el día a día. Por eso, a veces utilizamos palabras con múltiples significados, como, por ejemplo, “memoria”. Esta es una forma de polisemia muy interesante: distintos significados de una misma palabra se revelan a partir de observaciones científicas sobre el cerebro humano y su funcionamiento. Quizás esta multiplicidad de significados yazca latente en la inmensa producción literaria de la humanidad: de la misma forma en que los distintos contextos de la palabra “banco” reflejan sus posibles significados, los contextos de la palabra “memoria” podrían delatar sus posibles usos como “memoria-decir”, “memoria-hacer” y “memoria-ahora”.28Por ejemplo, podríamos encontrar contextos asociados a acciones motoras (“memoria-hacer”) o bien a recuerdos de épocas pasadas (“memoria-decir”). Podríamos así descubrir que el uso del lenguaje delata significados latentes en la palabra “memoria”, significados que son informativos sobre la mente y el cerebro. En otras palabras: las autocajas podrían enseñarnos cosas sobre el lenguaje, que, a su vez, nos enseña cosas sobre la forma en que están organizadas las funciones del cerebro humano.
La enfermedad mental es uno de los mayores dramas de la civilización global contemporánea: cada día hay más diagnósticos de depresión, ansiedad, adicciones, trastornos de la alimentación, y otros desórdenes mentales. Peor aún, las opciones de tratamiento parecen haberse estancado hace décadas. En el caso de la depresión, por ejemplo, los medicamentos que utilizamos el día de hoy son marginalmente más eficaces que los que utilizabamos en la década del 50. Típicamente, un psiquiatra prueba con distintos medicamentos o combinaciones de medicamentos hasta encontrar una respuesta favorable del paciente. Algunas veces estos intentos se extienden por años, lo que resulta en procesos que son tan costosos como agotadores para los pacientes. Otras veces, la respuesta favorable nunca ocurre. ¿Por qué es tan difícil tratar los desórdenes de la mente humana?
El problema es que la psiquiatría se encuentra dentro de una prisión de palabras. A diferencia del resto de la medicina, las categorías diagnósticas de la psiquiatría están basadas únicamente en los reportes y el comportamientos de los pacientes. Cuando alguien muestra signos de sentirse deprimido, el psiquiatra puede administrarle un cuestionario sobre sus sensaciones subjetivas, sus pensamientos y su comportamiento. Si las respuestas del paciente son consistentes con un diagnóstico de depresión, entonces ese es el diagnóstico que el paciente va a recibir. En contraste, cuando asistimos a un médico clínico y declaramos sentir algún dolor, típicamente vamos a ser diagnosticados usando tecnologías como rayos X, ecodoppler, análisis de sangre, o cultivos bacterianos. Por supuesto, si el médico clínico se equivoca en su diagnóstico, entonces muy probablemente el tratamiento que recibiremos será poco efectivo. El problema es que los psiquiatras pueden equivocarse en su diagnóstico en gran medida porque ni siquiera disponen de las categorías adecuadas para diagnosticar a sus pacientes, es decir, no conocen suficiente sobre la realidad neurobiológica de sus pacientes como para identificar el problema y etiquetarlo de forma inequívoca.29Esto no les quita mérito a los psiquiatras. La psiquiatría es muy difícil: lo que se ha logrado hasta la actualidad ya es una hazaña del intelecto humano. Lamentablemente, la dificultad del problema hace que aún estemos lejos de la meta final. La quinta versión del libro de cabecera para el diagnóstico psiquiátrico, el DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders), no especifica las causas biológicas de los distintos trastornos mentales que lista, sino únicamente sus consecuencias subjetivas y comportamentales. Lamentablemente, distintos trastornos pueden tener consecuencias similares, de forma tal que ciertas etiquetas diagnósticas basadas en nuestra experiencia cotidiana (por ejemplo, “depresión” y “ansiedad”) casi seguro hacen referencia a una multiplicidad de distintas enfermedades.
Supongamos que tenemos fiebre y nos duele la garganta, y por eso decidimos visitar al médico. Durante algunas semanas, recibimos como tratamiento una dosis diaria de antivirales. El problema persiste, entonces visitamos nuevamente al médico, quien decide cambiar nuestra medicación por antibióticos, y a los pocos días finalmente empezamos a sentir una mejora. Diríamos sin duda que el médico es bastante incompetente: había formas de averiguar si nuestra infección era de origen viral o bacteriano (la más fácil es revisar si hay formación de placas). Es verdad que ambos orígenes de la infección son compatibles con los mismos síntomas (fiebre y dolor de garganta), pero ¿por qué el médico probaría distintos medicamentos hasta encontrar el correcto cuando existe una forma sencilla de identificar el agente biológico que está detrás de la infección? En contraste con el resto de los médicos, los psiquiatras están casi siempre ciegos respecto de las causas biológicas de los síntomas que reportan sus pacientes, por lo que frecuentemente no tienen otra opción que probar múltiples medicamentos hasta dar con el correcto.
Estos desafíos que enfrenta la psiquiatría ilustran la urgencia de desarrollar categorías más precisas para referirnos al funcionamiento de la mente y sus trastornos, categorías que estén informadas por la biología del cerebro. No se trata únicamente de fantasías filosóficas o científicas sobre la mente y la conciencia: existe una necesidad real de poder especificar y entender el sustrato biológico de las distintas funciones y disfunciones mentales. Para que la psiquiatría avance, parece ser imperativo reemplazar reportes subjetivos y observaciones comportamentales con mediciones sobre actividad neuronal en distintas estructuras cerebrales, concentraciones de neurotransmisores, anomalías en patrones de expresión génica, o alteraciones en la microestructura del tejido cerebral. En otras palabras: cuando la perspectiva intencional fracasa en predecir el comportamiento de un agente (el paciente), entonces adoptamos la perspectiva de diseño y levantamos el capot del cerebro hasta encontrar qué es lo que está funcionando mal.30Esto es similar a lo que hace un técnico cuando repara un termostato (capítulo 5).
El desarrollo de una psiquiatría biológica renovada (¿quizás la sexta edición del DSM?) va a traer aparejada una cierta reconfiguración del lenguaje. Esto es inevitable, ya que las categorías diagnósticas que usamos hoy son erróneas, inespecíficas o incompletas. Veremos aparecer trastornos con nombres nuevos, y al mismo tiempo dejaremos de usar palabras como “depresión” o “ansiedad” para referirnos a la enfermedad que sufre un paciente. Así como podríamos enriquecer nuestro lenguaje desambiguando los múltiples significados de la palabra “memoria”, también podríamos referirnos al espectro de enfermedades psiquiátricas con una terminología nueva y más precisa. Quizás este refinamiento jamás impacte en la forma en que nos expresamos, aunque lo dudo mucho, porque la creciente exposición de la sociedad a información sobre salud mental ya modificó sustancialmente la forma que tenemos de expresarnos. Hace algunas décadas, uno iba al psiquiatra porque estaba loco; en cambio, hoy va al psiquiatra porque es esquizofrénico, depresivo, border, bipolar, o tuvo un ataque de pánico.
Quizás algún día dos psiquiatras decidan que la sofistación lingüística que utilizan para hablar sobre el estado mental de sus pacientes sea también útil para conversar entre ellos mismos. Quizás uno de ellos, en busca de palabras que no aparecen, se refiera a la tristeza causada por su separación en términos de la actividad neuronal en su amígdala. Quizás su colega entienda mejor así que de otra forma, y sepa darle mejores consejos. Y quizás esta nomenclatura sea lo suficientemente útil como para propagarse a la sociedad a través de sus amigos y sus familiares. La idea de que nuestro conocimiento sobre el cerebro y la mente puede modificar nuestro lenguaje suena bastante fantasiosa, pero puede dejar de parecerlo si la expresamos como un proceso gradual, como una cadena de transformaciones con buenas razones detrás de cada uno de sus eslabones.
Como parte de este proceso, no deberíamos aferrarnos excesivamente a términos que describen fenómenos irreales desde el punto de vista neurobiológico. Insistir en lo contrario sería análogo a pretender fundar la termodinámica sin descartar previamente la existencia del flujo calórico, o desarrollar una química moderna que intente explicar la naturaleza del flogisto. Los conceptos compuestos deben dividirse, pero no de cualquier manera. Sería absurdo decir que “memoria” en realidad son tres cosas diferentes: la facultad de recordar animales, plantas y objetos inanimados. Esta división no respeta lo que sabemos sobre la neurobiología de la memoria y, por lo tanto, es inútil. Encontramos el mismo problema cuando buscamos comprender la función de otros sistemas cerebrales: nadie diría que el hipocampo es la región del cerebro que se encarga de viajar en colectivo, preparar pastas, o planear asesinatos contra candidatos presidenciales, aun si cada una de esas actividades se solapa parcialmente con las funciones conocidas del hipocampo.
Nos enfrentamos, entonces, a dos problemas complementarios. Por un lado, precisamos dividir conceptos en subconceptos, hacer zoom dentro de la red de asociaciones semánticas entre palabras: necesitamos descubrir cómo, en realidad, cada nodo esconde dentro de sí mismo una red, y cada nodo de esta red esconde, a su vez, otra red entera en su interior, llegando en el nivel más bajo a términos que hacen referencia directa a la neurobiología del cerebro. Por otro lado, necesitamos agregar conceptos entre sí, relacionándolos y sintetizando fragmentos de la red semántica en nuevos nodos que representan un zoom hacia afuera, una pérdida de resolución y un aumento en la generalidad. Quisiéramos disponer de dos palancas que nos permitan explorar la resolución con la que disponemos de esta red de asociación entre palabras, respetando en todo momento la contraparte biológica a la que estas palabras hacen referencia. En el resto del capítulo, voy a proponer que estas palancas ya existen y se encuentran dentro de dos grandes familias de fármacos. Una corresponde a las drogas disociativas (zoom hacia adentro), y la otra, a las drogas asociativas (zoom hacia afuera). Las drogas asociativas son las que también conocemos como psicodélicos.
Las drogas disociativas son capaces de separar sensaciones y procesos mentales que suelen ir siempre de la mano. Un motivo para inducir estados disociativos es lograr separar el dolor del sufrimiento, lo cual es útil a la hora de realizar intervenciones quirúrgicas. Antes de que existiera la anestesia general, las drogas opioides (como la morfina) eran muy valoradas por esta propiedad (y siguen siéndolo hasta el día de hoy, aunque en un rango más limitado de aplicaciones). La disociación también aparece durante episodios agudos de ciertos desórdenes psiquiátricos, sin que sea disparada por el consumo de drogas. Por ejemplo, despersonalización y desrealización refieren a extrañas e intensas sensaciones de desconexión entre el yo y su propia identidad personal, y entre el yo y la realidad de su entorno inmediato; ambas son frecuentes en el estado psicótico que puede manifestarse en pacientes esquizofrénicos. ¿Por qué habito este cuerpo extraño? ¿Por qué tengo estos recuerdos que reconozco, pero parecen ser parte del pasado de otra persona que no soy yo? ¿Qué corresponde verdaderamente al mundo real: lo que siento usualmente o lo que siento ahora, que es tan diferente? ¿Alguien reemplazó el mundo por una copia sutil, aunque detectable? Todas estas preguntas podrían parecerle naturales a alguien que se encuentra despersonalizado y desrealizado.
La ketamina es la droga disociativa por excelencia: prácticamente no posee efectos que no puedan ser entendidos como parte de un estado disociativo. En particular, la ketamina puede generar todos los efectos descritos en el párrafo anterior; por eso se la utiliza como agente anestésico y también como droga psicotomimética, es decir, capaz de inducir un estado que presenta similitudes con la psicosis. Pero hay mucho más para decir sobre la ketamina. En dosis relativamente bajas, resulta en un estado de ligera ebriedad con una extraña sensación de separación entre el usuario y el mundo que lo rodea. A medida que la dosis aumenta, la conciencia empieza a fragmentarse: es como si las funciones de la mente se comunicasen con hilos, y alguien decidiera aplicar cortes por todas partes. Cada uno de los sentidos deja de informar a los demás, y por lo tanto, la conciencia se compartimenta en receptáculos para la visión, el tacto, la audición o el olfato, y abandona las posibles relaciones causales entre modalidades sensoriales (por ejemplo, un fuerte ruido fue causado por el visible choque entre dos autos). Incluso cada sentido individual comienza a fragmentarse; el campo visual, por ejemplo, empieza a estar dividido en parcelas o baldosas, cada una de ellas independiente de las demás. El dolor y el sufrimiento pierden la íntima relación que poseen durante la vigilia ordinaria, así como también la pierden el orgasmo y el placer. La conciencia empieza a desconectarse del cuerpo y de la realidad; el ancho de banda de los sentidos disminuye hasta que solamente pocos sonidos del entorno logran percolar hacia la conciencia, como si fuesen producidos en un lugar remoto. La dosis aumenta hasta que el usuario se siente como un punto de vista que flota por espacios vastos y desconocidos, sin percepción, sin identidad ni recuerdos: únicamente una singularidad consciente existiendo en independencia de todo lo demás. En dosis muy elevadas, la conciencia se pierde por completo, y el usuario despierta una hora después, sin recordar absolutamente nada de lo que sucedió durante ese período de tiempo.
El idioma alemán posee la peculiaridad de distinguir entre ser un cuerpo (Leibsein) y tener un cuerpo (Körperhaben). La ketamina parece apoyar esta distinción, en cuanto sus usuarios afirman haber recorrido inmensos parajes y paisajes abstractos en independencia de su cuerpo físico. La disociación entre el cuerpo y el punto de vista de la conciencia se vuelve especialmente obvia durante la autoscopía, un extraño fenómeno asociado al consumo de ketamina durante el cual el usuario observa su propio cuerpo como si estuviera elevado algunos centímetros sobre este. La autoscopía puede dar paso a experiencias extracorpóreas, en las cuales el usuario siente poder navegar libremente flotando en sus alrededores.
Muchas de estas disociaciones son conocidas desde otros estados de conciencia más familiares (como los sueños) o como consecuencia de lesiones cerebrales localizadas. Pero la ketamina es una herramienta más poderosa que estos estados: permite explorar qué sucede cuando hacemos zoom hacia adentro en el espacio de conceptos, y permite hacerlo de forma gradual como consecuencia de dosis cada vez más elevadas. Las investigaciones futuras deberían enfocarse en cómo estas dosis mayores resultan en una fragmentación sucesiva de los conceptos que usamos para expresarnos sobre la mente, la conciencia y sus contenidos. Al fragmentar conceptos de esta manera (separando, por ejemplo, dolor de sufrimiento, ubicación corporal del punto de vista en primera persona, conciencia de autoconciencia, y así sucesivamente), aprendemos que debemos buscar explicaciones en términos neuronales que admitan, a su vez, disociaciones. Así como ya no buscamos un único mecanismo cerebral para explicar todas las formas posibles de memoria, el estado disociativo nos enseña la necesidad de separar otras funciones del cerebro e investigarlas por separado.
En contraste con la ketamina, los psicodélicos serotonérgicos (como la LSD, la psilocibina, la DMT o la mescalina) deberían denominarse drogas asociativas, porque sus efectos tienden a fusionar los contenidos de la conciencia. Por ejemplo, bajo la influencia de los psicodélicos es frecuente experimentar sinestesia, es decir, interacción entre modalidades sensoriales que son usualmente independientes. Un ejemplo típico de sinestesia inducida por psicodélicos es la manifestación de colores asociados a distintos tonos musicales, aunque existen muchas otras variedades (interacciones sonido-sabor o visión-sabor, por ejemplo). Bajo una dosis suficientemente alta, los psicodélicos también modifican la autoconciencia, pero de forma diferente a la ketamina. Los psicodélicos son capaces de inducir un estado conocido como ilimitación oceánica; en este estado, el usuario siente desaparecer las fronteras que separan su cuerpo de todas las cosas que lo rodean; en otras palabras, se siente parte de todas las cosas. Esto es lo que escribió al respecto Albert Hofmann en el año 1943, luego del primer viaje intencional con LSD de la historia:31Gracias a Albert Hofmann y otros pioneros, vivimos en una sociedad con cierto conocimiento colectivo sobre los psicodélicos y sus efectos. Pero no siempre fue así. Los primeros encuentros entre la civilización occidental y los psicodélicos estuvieron plagados de confusión y malentendidos. En su ensayo “Visiones de la noche”, el químico Daniel Perrine relata algunos de los primeros encuentros entre “el hombre blanco” y la experiencia psicodélica inducida por el peyote, un cactus rico en mescalina. Encontramos descripciones en términos de ebriedad, frecuentes comparaciones con el alcohol (la droga más familiar en Occidente), y vanos intentos por clasificar la experiencia como estimulante o sedante. La primera descripción elocuente y acertada de un viaje psicodélico aparece por primera vez bajo la autoría de James Mooney, quien dedicó su vida a documentar y entender los lenguajes y las costumbres de los nativos norteamericanos. Luego de haber vivido extensos períodos de tiempo entre tribus de pobladores nativos consumidores de peyote, Mooney logró trascender las limitaciones impuestas por su herencia occidental. Sobre una de sus primeras experiencias con peyote, escribió: “Uno parece elevarse fuera del cuerpo y flotar en el aire como un espíritu liberado. El fuego toma formas gloriosas, el sagrado mescal sobre el montículo creciente cobra vida y se mueve y te habla y vos le hablás y él te responde”.
Esta sensación puede ser entendida como el resultado de asociaciones excesivas entre distintas regiones cerebrales. Así como la sinestesia se relaciona con un incremento de la sincronización de la actividad neuronal entre regiones cerebrales que procesan el color y el sonido, en mi laboratorio demostramos que la ilimitación oceánica puede ser entendida como un aumento de la sincronización entre regiones del cerebro que se relacionan con el pensamiento autorreferencial y otras vinculadas a la percepción de nuestro entorno físico. En este caso, la confusión entre ambos procesos resulta en una pérdida de la distinción entre interior y exterior, de la misma forma que la sinestesia puede desdibujar las fronteras entre el color y el sonido.
Los efectos de las drogas psicodélicas y de los disociativos son prácticamente opuestos: los primeros asocian y nuclean sensaciones y procesos mentales aparentemente disímiles, mientras que los segundos pueden mostrar su carácter compuesto. Si bien las desventuras de Henry Molaison nos enseñaron mucho sobre el funcionamiento de la mente humana, no podemos depender únicamente de lesiones cerebrales y horribles accidentes para avanzar en nuestro conocimiento. Necesitamos formas controladas y seguras de explorar con distintas resoluciones la red de conceptos sobre la mente, necesitamos ser capaces de desagregar y agregar nodos, y también sus procesos cerebrales correspondientes. Tanto los psicodélicos clásicos como la ketamina son drogas inmensamente seguras para la experimentación con humanos y, por lo tanto, deberían ser consideradas herramientas fundamentales en el estudio de la conciencia. La analogía entre estas drogas y dos palancas que nos permiten hacer zoom hacia adentro y hacia afuera en la mente debe ser, por supuesto, limitada. Por ejemplo, es imposible ir más allá de una cierta dosis de ketamina sin que los sujetos pierdan la conciencia durante un breve lapso de tiempo. Pero estas potenciales limitaciones no deberían importarnos aún, dado que todavía no exploramos ni una pequeñísima fracción de lo que estas drogas pueden enseñarnos.
La exploración química de la mente no depende únicamente de las intenciones de los científicos, sino también de que ocurran grandes cambios sociales, legales y culturales. Tanto la ketamina como las drogas psicodélicas son consumidas frecuentemente en contextos recreativos, y dado que vivimos actualmente en una sociedad con un marco legal represivo respecto al uso lúdico de ciertos compuestos químicos (exceptuando, como siempre, el tabaco y el alcohol), esta represión tiende a imposibilitar el uso de estas drogas con fines científicos. Por más estúpido que parezca, el hecho de que un montón de personas se diviertan con psicodélicos y disociativos parece contaminar estas drogas ante la mirada de las autoridades, quienes quizás las consideran demasiado divertidas como para ser utilizadas en un contexto científico. Teniendo en cuenta el excelente perfil de seguridad de estos compuestos, y también su bajísimo potencial para desencadenar adicciones, ¿por qué la regulación actual determina que estas drogas poseen un elevado potencial de abuso y ningún uso científico reconocido? Personalmente, puedo pensar una infinidad de usos científicos para los psicodélicos y los disociativos; sin ir más lejos, quien lee habrá encontrado varios en el transcurso de este capítulo. Quizás el problema sea intentar aplicar el pensamiento racional para entender una legislación que no está avalada por la razón, sino por los prejuicios, las arbitrariedades, y la inercia que caracteriza a las sociedades más conservadoras del hemisferio occidental. Los frenos legales para explorar científicamente la conciencia por medios químicos no tienen nada que ver con lo que pasa aquí y ahora, sino con cosas que pasaron en otro país hace ya varias décadas; más precisamente, cosas que pasaron durante la década del 60 en Estados Unidos. Las leyes antidroga promulgadas en 1970 como un golpe a la contracultura de los años 60 son las mismas que hoy dificultan enormemente el uso científico de los psicodélicos, en un mundo sin Guerra Fría, donde ya no existen los hippies, y en el cual Bob Dylan es un señor mayor ganador del Premio Nobel de Literatura.
El alcance de la ciencia de la conciencia está simultáneamente determinado por cuánto sabemos sobre el sujeto experimental, y por cuánto dicho sujeto experimental es capaz de comunicarnos. Propusimos abandonar la perspectiva que idealiza a los sujetos en pos de adoptar una visión que intenta aproximarse lo más posible a una descripción exhaustiva de estos. Luego, cuestionamos muchos experimentos típicos sobre la percepción consciente, argumentando que (como ciertos magos e ilusionistas) los experimentadores podrían ya estar definiendo la clase de respuesta que obtendrán debido a que no presentan suficientes opciones a sus sujetos. Nuestra conclusión fue la necesidad de permitir a los sujetos comunicar con más detalle su experiencia consciente, lo cual nos llevó a concebir las omni- y autocajas como medios hipotéticos (aunque no fantasiosos) de medir todo lo que es necesario medir en un experimento sobre la conciencia. Finalmente, en este capítulo cuestionamos la idoneidad de la principal herramienta que nuestros sujetos experimentales usan para comunicarse con nosotros: el lenguaje. Partiendo de una anécdota sobre comunicación fallida, identificamos cierta parte de la conciencia con aquello que se puede expresar mediante el lenguaje. Esto representa una limitación respecto del alcance de las omnicajas: estas no pueden expresarse por el sujeto experimental, solo el sujeto mismo puede expresarse, y puede hacerlo con tanta especificidad como le permita el lenguaje que utiliza. Una reinterpretación del output de las autocajas nos permite correr el foco hacia las relaciones que existen entre las palabras, que pueden interpretarse en términos de su significado. Así, imaginamos una inmensa red donde los nodos representan palabras y sus conexiones codifican su similitud semántica, y luego concebimos la posibilidad de que cada nodo esconda subredes dentro de sí mismo, representando la existencia de conceptos compuestos que deben ser desgranados. Llegado este punto, discutimos el problema de identificar ingenuamente ciertos conceptos lingüísticos con contenidos conscientes o procesos mentales, argumentando que algunos de ellos podrían desvanecerse de la misma forma en que el flogisto se desvaneció de la ontología de eventos a ser explicados por las ciencias naturales. Un caso clásico de la neurología sirvió para demostrar la importancia de hacer zoom hacia adentro en la red de asociaciones semánticas, mientras que la búsqueda de una síntesis abarcativa nos sugirió la relevancia de recorrer el proceso inverso.
Hicimos un círculo completo hasta regresar a las ideas que expusimos en el primer capítulo del libro. Si la profundidad de nuestras explicaciones científicas sobre la conciencia depende de cuánto pueden comunicarnos nuestros sujetos y cuánto de eso nosotros somos capaces de entender, ¿no deberíamos preocuparnos por aumentar la capacidad de ambos, tanto del emisor como del receptor del mensaje? Esto es lo que pensé aquella lluviosa noche de invierno cuando me interrogaron sobre “la fuerza” y es lo mismo que pienso hoy cuando escribo estas líneas: existen formas de hacerlo, pero implican modificar la conciencia del sujeto y del experimentador, transformándolas en algo más fácil de comunicar por completo y, por lo tanto, más fácil de explicar científicamente. Podríamos decidir explorar asociativos y disociativos como recursos para vislumbrar una estructura jerárquica y coherente de conceptos con los cuales referirnos a nuestro mundo interior. Cuando decidimos no hacerlo, secretamente decidimos no avanzar sobre el problema de la conciencia (¿resulta tan extraño, entonces, que la conciencia siga siendo tan misteriosa?).
Es crucial que quien investiga se involucre en el proceso, porque el entendimiento mutuo entre investigador y sujeto experimental es la base sobre la cual se edifica la ciencia de la conciencia. Incluso si los sujetos experimentales descubren formas nuevas y sofisticadas para comunicar los contenidos de la conciencia, los experimentadores no podrán aprovecharlo sin compartir un código común. Esto parece trivial cuando hablamos sobre ciertos experimentos; por ejemplo, ¿qué investigador no probaría en sí mismo un experimento de percepción visual para luego entender mejor el reporte de sus sujetos? Pero aquello que es trivial para este caso deja de serlo cuando la modificación de la conciencia es más profunda y, sobre todo, cuando ocurre por medios químicos.
Por supuesto, hay otras cosas que un sujeto experimental y el investigador a cargo pueden hacer para aprender más acerca de la conciencia. El camino más obvio es también el más recorrido: no discutiríamos constantemente sobre neurociencia y filosofía de la mente si no fuesen medios inmensamente valiosos para acumular conocimiento e intuiciones sobre la conciencia. Desde una perspectiva diferente, la meditación es una forma robusta y precisa de explorar la mente y sus capacidades, y aquellos con muchísima experiencia en meditación pueden oficiar de “atletas” capaces de ejercer un espectacular control voluntario sobre su mente. Por ejemplo, un meditador muy experimentado puede mostrar distintos niveles de compasión –digamos, 20% o 60% de la máxima compasión posible– y, en simultáneo, un registro de fMRI puede revelar un 20% o un 60% de la máxima activación registrada en regiones del cerebro asociadas al comportamiento prosocial. Esta es la idea detrás de la neurofenomenología, impulsada por pensadores como Francisco Varela, Evan Thompson y Thomas Metzinger. Las drogas representan un atajo importante, en el sentido de que no es necesario haber dedicado una vida entera a la práctica contemplativa para poder explorar rincones nuevos e inusuales de la mente. Por supuesto, también son vehículos mucho menos controlables para llevar a cabo estas exploraciones.
En verdad, toda nueva experiencia de vida tiene el potencial para ayudarnos a aprender más sobre la conciencia, porque toda nueva experiencia tiene el potencial para ayudarnos a discriminar con más precisión entre los distintos contenidos de nuestra conciencia. Un catador de vinos, por ejemplo, aprende mediante sucesivas experiencias a separar las contribuciones de distintos sabores y aromas, y la forma en que se combinan para resultar en el bouquet final de un vino. En el proceso, el catador expande los bordes de su conciencia, dado que se vuelve capaz de discriminar aquello que antes le resultaba indistinguible. Recordemos una de las primeras observaciones del libro: si las fronteras de la conciencia están por fuera de la conciencia misma, entonces siempre será imposible darnos cuenta de que estamos, precisamente, limitados por esos bordes. A lo largo de su proceso de aprendizaje, puede que el catador se convenza de que no existen más aromas que los que es capaz de detectar. Pero ahí están todos y, con el tiempo, serán descubiertos, siempre y cuando se acumulen suficientes experiencias. Si nuestro objetivo es entender nuestra percepción consciente de aromas y sabores, no podemos darnos el lujo de descartar el estudio de aquellos que poseen capacidades discriminativas distintas a las usuales. Incluso si nosotros no somos capaces de hacerlo (y no estamos dispuestos a pasar años de nuestra vida dedicados a la enología), necesitamos un glosario que nos indique cómo los distintos términos usados por un catador se trasladan a las posibles composiciones químicas del vino; en otras palabras, necesitamos un lenguaje común para entender qué quiere decir nuestro sujeto experimental cuando dice las cosas que dice.
La conclusión de este capítulo es que el poder explicativo de la ciencia de la conciencia aumenta junto con el poder discriminativo de los sujetos experimentales. Ese poder discriminativo se adquiere únicamente mediante nuevas experiencias, algunas de las cuales permiten avances grandes en tiempos cortos, como es el caso de ciertas drogas psicoactivas. Pero no es suficiente que los sujetos de nuestros experimentos pasen por esas experiencias, porque los experimentadores también deben ser capaces de interpretar aquellas palabras escritas y pronunciadas por los sujetos. Para eso, los investigadores tienen que aceptar un rol exploratorio, la clase de rol que con gusto han adoptado a lo largo de la historia los científicos respecto del mundo natural, pero que suelen evadir cuando se trata de su propia experiencia subjetiva.
El próximo (y último) capítulo contiene una esperanzada defensa de nuestra capacidad para entender la conciencia humana. Cada vez que arrinconamos a la conciencia, algo parece escaparse, algo imposible de capturar y expresar mediante el lenguaje de la neurociencia: la forma peculiar en que experimentamos el mundo, los qualia, el qué se siente ser nosotros mismos. Nuestro desafío final es mostrar que esto es una ilusión. Incluso si somos incapaces de disipar dicha ilusión todo el tiempo (¿quién querría vivir de esa forma?), quizás podamos aproximarnos a hacerlo durante breves momentos. Es desde esos preciosos momentos que quizás podamos adquirir una nueva perspectiva sobre el problema, una que por fin nos revele un camino hacia eso que buscamos desde la primera página de este libro: una explicación científica de la conciencia.