Epílogo: El experimento de un millón de años

4min

Los marcianos les devolvieron una larga, larga mirada silenciosa desde el agua ondulada…

RAY BRADBURY
Crónicas marcianas

Incluso si fuésemos capaces de resolver el problema de la conciencia, habría una pregunta difícil que deberíamos responder antes: ¿vale la pena? Si la conciencia nos vuelve especiales, ¿no sería deshumanizante intentar reducirla a una explicación científica basada en el cerebro? Si nuestro estado de conciencia ordinaria conspira contra su propio entendimiento, ¿no sería antinatural buscar nuevas perspectivas desde las cuales el problema se vuelva más sencillo? 

Sabemos que no hay vida inteligente en Marte y que los marcianos no existen. Los marcianos somos nosotros. Estamos especulando sobre nuestros posibles futuros. ¿Hasta qué punto queremos conocernos realmente? 

Si tuvieras la desgracia de caer en el alcoholismo, y si tuvieras la compostura de buscar ayuda en Alcohólicos Anónimos, y si lograras superar los doce pasos y mantenerte sobrio, entonces podrías recibir una pequeña moneda con la siguiente inscripción: “Sé fiel a ti mismo”. Estas son palabras que pronuncia el personaje de Polonio en Hamlet, de William Shakespeare: “Sé fiel a ti mismo, pues de ello se sigue, como el día a la noche, que no podrás ser falso con nadie”. La frase transmite una enseñanza que Alcohólicos Anónimos aprendió a lo largo de décadas: conocerse a uno mismo y actuar en consecuencia es una forma de garantizar una vida sana y plena, tanto para uno mismo como para las personas que nos rodean. 

Entonces, ¿cómo podría ser un error entendernos lo mejor posible? Así como una vida virtuosa requiere conocernos a nosotros mismos y nuestros defectos, la virtud de la humanidad reside en conocer nuestras limitaciones como especie, nuestros sesgos y las ilusiones que construyen nuestros cerebros. Hay todo tipo de conductas irracionales que son naturales al ser humano, y, por lo tanto, hace falta un esfuerzo deliberado para reconocerlas y actuar en consecuencia. Nuestros instintos más básicos nos vuelven seres tribales y prejuiciosos, excesivamente optimistas respecto de nosotros mismos, y excesivamente pesimistas respecto de los demás. 

El autoconocimiento es aún más difícil cuando se trata de nuestra propia conciencia, precisamente porque somos inconscientes de sus límites. El cerebro implementa la interfaz gráfica más espectacular conocida por el hombre, una prisión cuyas paredes existen más allá de nuestras capacidades perceptuales. Incluso los videojuegos contemporáneos más inmersivos fracasan en conjurar una ilusión de esta magnitud: a veces, algún error en el código hace que nuestro avatar se encuentre más allá de una pared que nunca debería haber cruzado, y entonces aparece en la pantalla un inmenso vacío gris, una muestra de que los programadores jamás sospecharon que la cámara iba a encontrarse en ese punto, y por eso nunca se ocuparon de terminar los detalles. El cerebro humano, en cambio, siempre parece encontrar una manera de terminar los detalles, porque aquello que no está terminado siempre está por fuera de la conciencia.

Aun construyendo las autocajas más poderosas, nuestro entendimiento de la conciencia estará limitado por dos factores: lo que podemos decir y lo que podemos experimentar. ¿Vale la pena explorar y cambiar los límites expresivos de nuestro lenguaje? Quizás nuestras búsquedas no se agoten en formas más igualitarias de expresión; quizás puedan abrir el camino para cambios en la forma de expresarnos acordes al conocimiento que poseemos sobre nuestra propia mente.

¿Vale la pena explorar nuevas formas de experimentar el mundo? En los últimos capítulos, propusimos que ciertos estados de conciencia (varios de ellos inducidos por drogas con facultades asociativas y disociativas) pueden ayudarnos a cambiar el poder expresivo de nuestro lenguaje, y también a experimentar el mundo desde una perspectiva más transparente al entendimiento científico. Algunos de estos estados de conciencia son experimentados por muchas personas como sagrados, como experiencias profundamente significativas que los acercan a algo que existe dentro de todas las cosas y detrás de todas las apariencias; a una sensación inefable de comprensión sobre la naturaleza, el ser humano, el universo y las fuerzas que mantienen todo unido y en su sitio.

Pienso que la sensación de significancia que acompaña a estos estados de conciencia no es casual: es exactamente lo que esperaríamos al tener experiencias subjetivas que nos faciliten el autoentendimiento. Si experimentamos estos estados de conciencia como profundamente reveladores, es precisamente porque lo son. Todo lo que sabemos sobre el universo nos indica que la vida es un proceso autoorganizado en un medio físico; una isla que consume energía para luchar contra las tendencias entrópicas de la materia. El universo es físico y somos parte de ese universo, aunque a veces la conciencia nos distrae y olvidamos nuestros orígenes. No es extraño, entonces, que toda experiencia que nos acerque de nuevo a este conocimiento sea considerada una experiencia significativa, una experiencia sagrada, quizás la más sagrada de todas las experiencias que un ser humano puede tener.