"En las culturas tradicionales, las setas ocupan un lugar estelar debido a su doble función como alimento y medicina. El saber que encierra esta dualidad se pone de relieve en el antiguo proverbio chino 'yao shi tong yuan', que quiere decir 'la medicina y la comida tienen un origen común'."
Michael Lim y Yun Shu - El futuro es fúngico



Hay una esquina en el barrio de Flores, en la ciudad de Buenos Aires, que tiene un bar conocido como La Farmacia. Se llama así porque hasta el 2001 funcionaba, por supuesto, una farmacia. Mantiene los gabinetes antiguos de madera oscura llenos de frasquitos color caramelo en cuyas etiquetas gastadas se llega a leer: sulfito de hierro, ácido benzoico, pomada mercurial. Los anaqueles se alzan hasta los techos altísimos. Botellas de bebidas alcohólicas coronan los estantes del antiguo boticario. Los pisos son de mosaicos que forman estrellas y el teselado dialoga de alguna manera con las mesas verdes. Venden milanesas, papas fritas, minutas en general. Hay algunas personas tomando café.
A una cuadra, hay un kiosco que ya no es un kiosco. Mantiene el cartel, celeste y con las letras rojas: Helados Frigor. Antes de kiosco, fue fiambrería. Ahora, a unas cuadras de avenida Rivadavia, de los motores de los colectivos, de las bocinas, de las sirenas de las ambulancias, del bullicio de la ciudad, en el pequeño local en el corazón de Flores funciona un laboratorio.
Entre la farmacia devenida en bar y el kiosko devenido en laboratorio encuentro un cierto paralelismo que no termino de descifrar. ¿Son una imagen especular el uno del otro? ¿O sólo espacios que encuentran un nuevo propósito, transformaciones urbanas que reflejan la historia de sus habitantes? Quizás al final del día —luego de mi charla con Rox y Ceci— se me aclaren un poco las ideas. Qué curiosa esta tendencia humana (la mía) de querer encontrar conexiones en todo lo que nos (me) rodea.
Estoy sumergida en esos pensamientos cuando la puerta del laboratorio se abre y me invitan a entrar.
Adentro, el silencio y el olor a alcohol de cereal se mezcla con los macerados terrosos de algunos hongos. Contra la pared del fondo hay un flujo laminar, con su corriente continua de aire y su lámpara ultravioleta, que mantiene el espacio libre de contaminantes. Sobre una mesada hay una balanza de precisión y una deshidratadora. Es el lugar de trabajo de La Funga, el proyecto de dos amigas que transformaron el espacio —y a las personas— con su labor. Realizan extractos de hongos, dan talleres de autocultivo y se autodefinen como colaboradoras del reino fungi.
Recorro el espacio y me sorprende lo equipado que está. Miro todo con ojos nuevos. En un estante desfilan goteros color ámbar con una etiqueta rosa iridiscente: extracto doble de melena de león. La miro a Rox, que enseguida percibe mi curiosidad y me da una explicación que se nota dio muchas veces:
—La melena de león se ha utilizado durante siglos en la medicina tradicional china, especialmente por sus beneficios para el eje intestino-cerebro. Es un prebiótico excelente para la salud intestinal, y originalmente se empleaba con ese fin. Con el tiempo, se descubrió que también tiene múltiples beneficios cognitivos, como mejorar la concentración, la memoria, el enfoque y el estado de ánimo. Hay un gran respaldo científico que avala estos efectos. Además, la melena de león ayuda a contrarrestar los efectos del estrés, disminuyendo la intensidad de la respuesta a los estresores. El pico de cortisol es considerablemente más bajo cuando se consumen adaptógenos.
Adaptógenos. Ahí aparece, por fin, esa palabra que hace tiempo vengo escuchando y no logro que nadie me explique bien.

Hoy en día se utiliza el término adaptógeno, pero algunos médicos prefieren llamarlo simplemente medicina. En líneas generales, son sustancias de origen natural que ayudan al cuerpo a adaptarse al estrés. Tienen propiedades antioxidantes y reparadoras, y además contribuyen a la regulación del sistema inmunológico ya que ayudan a reducir la carga de sustancias inflamatorias al apaciguar la respuesta inmune. Al reducir la necesidad de gastar energía en procesos de reparación, muchas personas experimentan un aumento en sus niveles de energía y bienestar general. También incrementan la agilidad cognitiva. Se pueden obtener de hojas, raíces u otras partes de las plantas. Muchos se obtienen a partir de hongos.
Suelo ir con cautela cuando se promete que una sustancia, cualquiera sea, trae tantos beneficios. Parece una solución mágica y no creo que eso exista. Nada reemplaza una buena alimentación, descansar bien, el ejercicio físico y mantener otro tipo de hábitos saludables. Además, el término adaptógeno abarca una variedad muy amplia de sustancias con características muy distintas entre sí, no es viable realizar una investigación conjunta. Es necesario evaluar cada adaptógeno de manera individual.
Mi escepticismo está bastante fundado. En el campo del bienestar abundan las afirmaciones con poca base científica, y muchas veces el límite entre la moda, el marketing y la evidencia anecdótica suele ser difuso. Pero lo que me dijo Rox es cierto: en el caso de los hongos, y de la melena de león en particular, hay cientos de experimentos y estudios de laboratorio que apoyan la idea de que el uso medicinal tiene efectos reales. Además, conozco muchas personas que consumen extractos de hongos y reportan sentirse significativamente mejor desde que empezaron a consumirlo. El problema es que también suelen decidir alimentarse más sano, hacer ejercicio y bajar un cambio con las exigencias cotidianas al mismo tiempo. ¿Cómo atribuir entonces causa y efecto?
Ahora es Ceci la que me habla de la melena de león, como si estuviera dando una clase:
—Antiguamente se utilizaba para tratar problemas digestivos crónicos, debido a sus propiedades antiinflamatorias e inmunoestimulantes, gracias a los polisacáridos que contiene. Con el tiempo, se descubrió que tanto el micelio como el cuerpo fructífero de este hongo contienen sustancias como las hericininas y ericinonas, que estimulan el factor de crecimiento nervioso. Se llaman así por el nombre científico del hongo: Hericium erinaceus. Además, estudios recientes sugieren que estas sustancias pueden ayudar a regenerar la vaina de mielina —esa capa que cubre las neuronas y funciona como aislante—, lo cual podría ser crucial en enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer, la demencia y el Parkinson. Hay un gran debate en la literatura científica sobre cuál es la molécula exacta que produce estos efectos. Los extractos se realizan principalmente del cuerpo fructífero, y varios estudios doble ciego han demostrado que tienen efectos positivos.
Eso contesta mis dudas. Un estudio clínico en humanos, controlado y doble ciego, evaluó el potencial de Hericium erinaceus para mitigar el deterioro cognitivo leve. Participaron hombres y mujeres de entre 50 y 80 años con este diagnóstico, quienes recibieron 1 gramo del cuerpo fructífero tres veces al día durante un período de 16 semanas. Los resultados indicaron que aquellos que consumieron el hongo experimentaron mejoras notables en sus funciones cognitivas en comparación con el grupo control, al que le tocó el placebo. Sin embargo, al suspender el tratamiento, estas mejoras comenzaron a disminuir. Hace falta un consumo continuado para mantener los beneficios.
—El hongo también tiene un impacto muy positivo en la regeneración del sistema digestivo, lo que podría tener repercusiones en otros sistemas biológicos —dice Rox, y agrega—: Todavía hay muchas moléculas en estos hongos que no hemos identificado completamente.
Rox y Ceci se alternan para contarme sobre los hongos, sus vidas, su emprendimiento, y su forma de ver el mundo. Se escuchan y se complementan, se ríen y se turnan. Mientras las escucho me pregunto en qué momento dos personas se hacen amigas. Siempre me llamó la atención ese vínculo especial entre dos personas que no son parientes pero se eligen para compartir el tiempo.

—Nos conocimos en una empresa que hacía ingredientes para la industria alimenticia y también productos para la industria del papel. Chechu estaba más en la parte industrial y yo estaba en el área comercial.
—Me asignaron a Roxi como coach, ella me tenía que enseñar cómo funcionaba todo.
—Pasamos mucho tiempo juntas por eso. Yo tenía que introducirla al mundo social de la empresa, empezamos a salir mucho y nos hicimos amigas.
Con los hongos, a veces, pasa algo parecido: dos micelios compatibles se fusionan, lo que se conoce con el nombre de anastomosis. Esta fusión permite que las hifas compartan nutrientes, información genética y señales químicas, fortaleciendo la red micelial y su capacidad de adaptación.
Rox y Ceci comparten profesión, las dos son ingenieras químicas: Rox estudió en la Universidad Tecnológica Nacional y Ceci, en la Universidad de Buenos Aires. Pronto descubrieron que, además, compartían una inquietud: la sensación de que sus trabajos no les ofrecían un propósito significativo.
—Yo trabajaba en ventas, particularmente, de ingredientes para el negocio de los lácteos. Mi responsabilidad era vender productos a empresas que fabrican yogures, postres lácteos, quesos, y productos procesados, cosas que yo ni consumo ni recomiendo. Trabajaba mucho en el desarrollo de esos productos, pero nunca sentí que estuviera aportando algo positivo a la sociedad. Había veces en las que lograba que un producto llegara al mercado, pero me daba cuenta de que no tenía ni ganas de probarlo. No me interesaba en lo más mínimo. Aunque la empresa era buena, con excelentes jefes, y la posibilidad de trabajar con clientes de manera muy libre, me sentía vacía. Todo era muy cómodo, pero no tenía propósito.
A Ceci le pasaba algo parecido, incluso ya había comenzado a explorar otras opciones:
—Estudié dos años de Gestión Ambiental y luego me interesé por la producción vegetal orgánica, un enfoque más relacionado con la agroecología. Lo hice porque sentía que lo que estaba haciendo con mi carrera no tenía un impacto real ni significaba algo para mí. En ese momento, no me daba cuenta del rumbo que estaba tomando, pero hace tres años, junto con Rox, comenzamos a pensar en qué podíamos hacer más allá de las opciones empresariales tradicionales que el sistema nos impone.
Fue en la pandemia que algo se precipitó.
—En 2020 ambas comenzamos a hacer full home office. Con tanto tiempo libre en casa, empezamos a cuestionarnos: ¿por qué estamos dedicando tanto tiempo a algo que no sabemos qué impacto tiene, ni en nosotras ni en el ambiente? Aunque nos daba de comer, sentíamos que no nos dejaba mucho más que eso. Cada una con sus propios procesos, nos encontrábamos en un momento de reflexión. Un día hicimos una videollamada, porque era plena pandemia y no nos podíamos juntar. No sabíamos qué, pero teníamos ganas de hacer algo juntas. Empezamos un brainstorming pero ninguna idea nos convencía del todo. No prosperó. Decidimos dejarlo decantar. Entonces, nos anotamos en un taller virtual de cultivo de gírgolas. Era el primer curso que tomábamos y, aunque conocíamos el hongo, no lo habíamos probado. Nos atrajo la idea de cultivar una proteína vegetal nutritiva. Lo hicimos por curiosidad, pero fue un punto de inflexión.
—El proceso no era tan fácil, pero lo tomamos como un desafío y eso nos enganchó aún más. Además, nos dimos cuenta de lo alejadas que estábamos del reino fungi. En la primaria hacés la germinación del poroto, pero con los hongos, nada. Así que el primer contacto con el cultivo y sus posibilidades nos sorprendió y fascinó. Ambas disfrutamos de la cocina y estábamos muy motivadas por cultivar algo saludable y nutritivo.
Dice Rox:
—Ceci se hizo vegana en 2019, tuvo como una epifanía, y de ahí pasó a vegana sin escalas. Yo venía pensando en la teoría, pero no había considerado esa opción hasta ese momento. Un día, fui a la costa con una amiga y tuvimos la oportunidad de comprar hongos. Los cocinamos en risotto, a la parrilla, en milanesa… y ahí entendí que sí, ¡se puede comer delicioso sin carne! Los hongos tienen una textura carnosa que facilita la transición a una dieta sin productos animales. Me convenció más que nunca.
Ceci agrega:
—Nos reuníamos los domingos y le dedicábamos todo el día al cultivo de hongos comestibles. Todo se contaminaba, nos frustrábamos, pero no dejábamos de intentarlo. A medida que ajustábamos el método, las cosas empezaron a salir. Verlos crecer fue increíble. Es un proceso fascinante porque los hongos no crecen lentamente como una flor. Los ves crecer a cada momento, es realmente espectacular. Además, no es como cosechar un tomate, es algo mucho más profundo, un alimento que te nutre de una forma distinta.
Y Rox complementa:
—Yo vivía sola, así que empezamos a cultivar en mi casa, pero nos dimos cuenta de que necesitábamos más espacio. Abajo de mi casa había un kiosco que había quedado desocupado durante la pandemia, y decidimos usar ese espacio para cultivar hongos. Fue una gran oportunidad. Estaba un poco cansada de tener la casa llena de bolsas, así que nos mudamos abajo, acondicionamos el local y creamos un espacio más funcional para lo que queríamos hacer. Tener todo organizado nos permitió dedicarle más tiempo y ser más eficientes.
Mientras charlamos, Ceci se pone a terminar una parte del procedimiento de extracción. Me explican que dependiendo del tipo de hongo, realizan distintos tratamientos. Utilizan una batea de ultrasonido que emite una vibración que rompe la pared celular, lo que facilita la extracción de los compuestos del interior de la célula. Este proceso es similar al que se usa para hacer manteca de cannabis: se calienta, se agita, y se ajusta el tiempo y la temperatura para obtener un resultado uniforme. El extracto que logran obtener es doble: tiene una parte acuosa y una alcohólica. Luego, mezclan ambas partes para obtener un extracto hidroalcohólico. La maceración en la parte alcohólica dura un mes, después de lo cual se filtra y se preserva. A la fibra restante le agregan agua, le aplican calor y agitación, y vuelven a usar el ultrasonido para continuar el proceso. Después, mezclan nuevamente y así obtienen el extracto final.

—Trabajar en La Funga es completamente diferente. Hay un propósito claro, y cada día siento que estoy contribuyendo a algo importante, con pasión y dedicación. Los hongos, de alguna manera, han transformado nuestras vidas. Hace sólo dos años, era otra persona. Desde que comenzamos con el proyecto, nos dimos cuenta de que los hongos nos han permitido experimentar la vida con más sentido, con una paleta sensorial más amplia. Disfrutamos más de las cosas que antes no nos interesaban. Los hongos nos enseñaron a estar más presentes, a prestar atención a lo que sucede a nuestro alrededor. Ha sido un cambio radical en nuestras vidas, y eso nos ha conectado con una red de personas maravillosas que también están buscando algo más profundo. Nos sentimos agradecidas por el camino que elegimos.
Me cuentan que les da satisfacción ver cómo las personas incrementan su bienestar a partir de sus extractos. Sueñan con un lugar más grande que les permita crecer y con más tecnología que les permita medir con mayor precisión sus productos. Hay un neurólogo que les compra en cantidad porque les da a sus pacientes. Cada vez más médicos recomiendan extractos de hongos. Y todo el tiempo me hablan de la generosidad de las personas con las que se relacionan.
Sobre el final, me recuerdan —y no puedo más que asentir— que la alimentación es la mejor herramienta que tenemos para prevenir enfermedades y mantener una buena salud. Por eso, más allá de regalarme sus suplementos, explicarme cómo tomarlos —30 gotas en jugo de naranja o con lo que desayune— y advertirme que los efectos se notarán recién en tres meses, me aconsejan algo más sencillo: incorporar hongos a mi alimentación. No sólo por sus beneficios como alimento funcional, sino porque, simplemente, son deliciosos.
No recuerdo la última vez que comí hongos. Tal vez en una salsa o algunos portobellos salteados. Me prometo a mí misma intentar ampliar el repertorio. Además, me intriga probar melena de león. ¿Será tan exquisito como dicen?
Me despido y les agradezco su tiempo. Salgo del laboratorio, llena de goteros y trufas de chocolate con extractos. Camino unas cuadras hasta la parada de colectivo. Es un día de primavera especialmente agradable, está cálido pero corre una brisa fresca, el olor dulce de los tilos abunda, los jacarandás están en flor, el sol se filtra entre los paraísos altísimos salpicando de manchas de luz las veredas. La ciudad entera parece sonrojarse, consciente de que noviembre le sienta bien. Una sensación en la lengua y en el paladar me sorprende, como si tuviera frente a mí un jugo delicioso. Quisiera que el aroma de la primavera fuera un líquido para poder tomarlo. Me pregunto si tan solo la charla me amplificó los sentidos. Me alejo del kiosco que ya no es kiosco y de la farmacia que ya no es farmacia, sin sacar ninguna conclusión pero feliz de haber escuchado la historia de su transformación. Nada reduce más el estrés que una vida con propósito.

Estoy sola en la cocina de casa. Sobre la mesada, un kilo de melena de león que compré por internet. Me llegó el hongo entero, en una caja de cartón. El que consigo no tiene tantos “pelos”, sino que es más globoso, con una textura fibrosa y llena de fractales, como fibras neuronales ramificadas. Su forma recuerda a un cerebro, se debe tratar de un ejemplar juvenil porque los más adultos tienen unas fibras largas y blancas que parecen “melenas” que caen de manera similar a los mechones de un león. 1En chino se llama óu tóu gü, “seta cabeza de mono”, y en japonés, yamabushiitake, “hongo diente barbudo”. Algunos atribuyen sus propiedades neuroprotectoras a esta similitud con el cerebro, aunque dudo de que su forma tenga alguna conexión con estas cualidades. A mí me parece sólo una feliz coincidencia, en definitiva, las formas de la naturaleza se repiten en distintas escalas.
Su consistencia es firme y carnosa, y muchas personas acuerdan en que su sabor se asemeja al de la langosta, lo que lo convierte en una buena opción para quienes buscan alimentos alternativos a la carne animal, ricos en proteínas y sabor.
Lo hago a la plancha, con un chorrito de aceite de oliva. Coloco la melena de león, como presionando para que se cocine bien de ambos lados. La reacción de Maillard —esa transformación química que ocurre cuando doramos la carne— sucede también en este caso: aminoácidos y azúcares se combinan generando nuevas moléculas y otorgándole más sabor y color al hongo, que con la cocción pasa de un blanco pálido a un tentador marrón. El resultado final es asombroso: una especie de molleja gigante, carnosa y jugosa, que inunda el paladar. Es cierto, tiene una textura como de marisco y un gusto ligeramente almendrado. Pruebo también hacer milanesas: doradas y tiernas, como medallones de pollo.
¿Faltará mucho para que cultivemos este alimento en nuestras casas? Enseguida me contesto: no tanto, ya está sucediendo.