Ayer sentí, por séptima vez, que no había aire en el mundo: de un momento a otro mis pulmones se cerraron. Mientras escribo esto dibujo el número en mi mente, en el espacio oscuro que se abre cuando cierro los ojos: siete. La vereda estaba repleta de las hojas secas, amarillorojas de los árboles y, por alguna razón, el sonido de mis pasos quebrándolas me llenó de una angustia que era como una nube llena de agua. ¿Cuántas personas, cuántos pasos hacían falta para convertir una hoja en polvo? Una fuerza, la mano invisible y enorme de un fantasma, me invadió entonces y avancé sin proponérmelo por las calles hasta que, con la misma violencia con la que me había arrastrado, detuvo todo: no pude moverme más.
Repetí, para adentro, los ejercicios de respiración y relajación aprendidos. Habitar el cuerpo, ceder el control, abrirse. La vereda, alrededor, no se parecía a nada conocido ni despertaba un nombre. Apenas recuperé la movilidad de las manos y de los brazos, revolví el álbum de fotos que ahora llevo a todos lados, en la cartera, con un deseo: al comparar las imágenes impresas con el mundo de afuera, la similitud encenderá, en mí, una luz. Nada. Saqué el celular del bolsillo y llamé a Pedro, entonces, para preguntarle si sabía en dónde estaba. Le dije el nombre de la avenida, pegado sobre uno de esos carteles negros y, como pude —entrecortada, despacio—, le describí el lugar, pero me respondió que no. “No sé”, dijo, y entonces estuve segura. Eras vos, llamándome. Desde la intervención, algunos rincones de mi mente se volvieron laberintos llenos de espejos: todo se deforma y no hay salida. Del otro lado del teléfono, la voz de Pedro se volvió profunda y pausada con el tono de la preocupación. Me preguntó si quería que me fuera a buscar. No. Ahora que ya sabía a quién estaba esperando, solamente era cuestión de tiempo. Así es cada vez.
Las luces de la cocina parpadean durante un segundo. Al lado de esta carta que no va a leer nadie, sobre la mesa, reposa una foto del lugar de ayer. Hoy temprano volví con una cámara instantánea para registrarlo y darle bordes precisos. En el reverso de la imagen escribí “Papá”. Cuando la mano invisible me arrastra, los espacios a los que llego se parecen siempre a un sueño que cambia de forma y mezcla lo que conocí: es la casa de una amiga, que no es la casa, sino un tinglado. Es el tinglado de la esquina de mi escuela, que nunca fue mi escuela, sino una iglesia. Sé que supe, en algún momento, qué fue cada cosa en realidad y por qué esa plaza, ese edificio, esa calle importaron, fueron lugares con un corazón, pero ya no entiendo qué significa ese corazón o de dónde viene.
Después de cortar la llamada con Pedro, empecé a nombrar las palabras de todo lo que veía tratando de encontrarles un sentido, un hilo conductor, pero las ideas se disolvían justo antes de formarse, como cuando tenemos algo en la punta de la lengua y entonces no tenemos nada. A los pocos minutos, un hombre cruzó la calle y se me acercó. Tenía olor a distintas flores al mismo tiempo y me preguntó si necesitaba algo. Como todos los que me ven paralizada, quería saber por qué sufro, todavía. Para ellos, los afectos están ubicados en un lugar lleno de ideas, un espacio sin peso propio y no se les ocurre que una pueda guardarlos en el cuerpo, dejarse arrastrar desde ahí por su gravedad.
De a poco y por secciones me empecé a relajar. Le dije al hombre que ya podía moverme entera y me fui. Apenas llegué a casa, revolví otro álbum más hasta encontrarte. Mi mente tampoco es capaz de retener tu imagen, pero un día Pedro dibujó asteriscos rojos en todas las fotos, arriba de tu cabeza, para que supiera, al menos, a dónde mirar. Traté, entonces, de elaborar algo —lo que sea—, de decir, pero no hubo caso: entre vos y yo, ahora, hay una pared. Aunque no es tanto una pared, sino más bien una especie de laguna mental, una capa de agua densa y helada que te desdibuja y aparece cada vez que trato de pensarte. Vos estás afuera, con el aire y yo —que siempre amé el mar—, me ahogo.
“Es así”, le dice mientras junta las manos de un golpe y las separa simulando una explosión. “Hay gente que es así”, dice, y las pupilas se le expanden brillosas hasta el borde de los ojos. Verónica mira a Hernán pensando que nunca va a poder ser esa combustión espontánea que describe. Que para eso tendría que estar hecha de algún material mucho más inflamable, reactivo, pero desde que Julia no está es pura agua.
Mientras Hernán le hace una seña al mozo, Verónica, en consonancia con su material, se derrite un poco más sobre la silla del bar. Cada uno pide un cortado (1,56 T) y entre los dos esperan en silencio. Estar en silencio nunca fue tan fácil. No hace falta más que callarse la boca, a veces ni siquiera eso. El mundo de ahora: el silencio es algo sólido que aplasta las cosas para adentro. Las voces también se pueden aplastar, doblarse sobre sí mismas como esos papeles que se pliegan para construir una grulla. Mil serán un deseo, como en la leyenda de la niña japonesa.
Apagón. El mozo se acerca y prende una vela sobre la mesa, la luz naranja del fuego trepa por la cara de Hernán como una lengua ondulada. Apenas hay unas tres personas además de ellos dos, pero a Verónica el bar le gusta. Sobre todo la barra de madera, es antigua, se parece a una que había en la confitería de Turuel cuando ella era chica. Su infancia es un espacio seguro en el que siempre puede respirar mejor.
Además, pero Verónica nunca admitiría esto último en voz alta, el lugar le da un respiro doble porque Julia no lo contaminó con su presencia. Puede pisarlo sin verla, sentarse en cualquier lugar sin pensar en Julia sentada a tres mesas de distancia, a cinco metros, a diez segundos. Sin acordarse de ella pidiendo un submarino, rogándole durante todo el día que la llevara a tomar un submarino aunque no supiese lo que era eso, un submarino solamente porque le había gustado el nombre —sub-marino—, porque quién sabe qué formas maravillosas habría adoptado en su cabeza infante un submarino adentro de un bar.
Verónica sacude un poco la cabeza y vuelve a concentrarse en Hernán, que la mira expectante. Tiene los ojos rasgados hundidos y los labios muy juntos: el gesto de la misericordia. Quiere decirle que no tiene que sentir pena por ella pero no puede, necesita esa pena. No sabe para qué, pero sabe que la necesita. Mientras piensa en algo que decir, se acuerda de la última vez que se reunieron y él le ofreció que se fueran juntos a Galicia. ¿Cómo sería el mundo de ahora en Galicia?
El estampado del mantel parece un tablero de ajedrez y Verónica usa los dedos para avanzar desde su lado de la mesa como el alfil negro: corta camino por las sombras. Por un segundo le parece que sería fácil aceptar, irse con Hernán y no volver. Se acuerda, de repente, de cuando viajaba al microcentro todos los días. Mientras buscaba algo indefinido entre las caras de la gente y las ventanillas oscuras del subte, soñaba con bajarse en una parada distinta, una que la dejara en un lugar nuevo y así desaparecer. Se acuerda de la voz electrónica de los altoparlantes anunciando el nombre de esa parada, la que no era suya, de cómo su cuerpo entero se transformaba al escucharla y de repente era un campo magnético de nerviosismo. Chispas: las puertas se abrían y ella contaba hasta dieciséis. Dieciséis segundos se mantenían las puertas abiertas antes de cerrarse con un golpe sonoro, definitivo. Ahí también le había parecido fácil irse.
Mientras siguen esperando, Hernán le empieza a hablar de Matías, de cómo se conocieron, de todo lo que le gusta de él y de lo mucho que le gustaría a Verónica si lo conociera. Resulta claro por cómo lo describe —incompleto y de a pedazos, las partes desgarrando el todo— que Matías sí entra en el grupo de la gente que “es así”. Mientras Hernán habla, las luces del bar tiemblan. Vuelven, se van, vuelven. Se van. El mundo de ahora: todo parece estar yéndose, todo el tiempo.
—¿Querés? —le pregunta él señalando una caja de cigarrillos que puso hace un rato sobre la mesa.
—No fumo —dice ella, pero se arrepiente de inmediato porque incluso en los gestos más mínimos es siempre la misma, como si no haber fumado hasta ayer quiera decir que no puede empezar a fumar hoy. ¿Qué era lo que le decía todo el tiempo su patrocinadora del grupo? Ah, sí. Que probase cosas nuevas.
El mozo vuelve. Lleva el pedido sobre una bandeja roja que combina con su uniforme y hace una inclinación de cabeza, mínima, antes de empezar a dejar las tazas sobre la mesa. Hernán le pregunta por el índice de toxicidad del cortado (1,56 T). Por un momento el mozo duda, lo mira desorientado, pero alguien a lo lejos le hace una seña y se olvida de lo que estaba pensando.
—1,56 —dice y se aleja, la bandeja paralela al piso como si todavía estuviese cargada con algún pedido invisible.
Hernán rompe un sobrecito de azúcar (1,03 T) y echa la mitad en su taza, sin darse cuenta de lo que acaba de pasar.
—Todos conocen el índice de un cortado —le dice Verónica por lo bajo, mientras estira la mano para buscar otro sobre.
Hernán asiente despacio y hace un gesto con los hombros que bien podría interpretarse como indiferencia o como una disculpa. De todas las personas que conoce, él es el único que no sufrió ninguna pérdida a raíz de los índices. Estadísticamente, es casi un milagro: cuarenta y cinco años y ningún muerto. Para Verónica, Julia fue la número nueve. Después de ella, dejó de contar.
Apenas los índices se dispararon, el gobierno publicó un decreto de urgencia. Quedaba prohibida la venta de cualquier producto que no hubiese pasado por un proceso de medición y etiquetado. A partir de ese momento, los índices de toxicidad tenían que estar a la vista de cada envase y con una letra de por lo menos dos centímetros de alto y medio centímetro de ancho. Cuando Julia se enfermó, Verónica había memorizado los índices de todo lo que consumían. Si Hernán hubiese mirado el menú del bar, al costado del precio habría encontrado el número que le acaba de dar el mozo.
Mientras ella revuelve el cortado (1,56 T) —el metal de la cuchara se choca contra la taza y le arranca un sonido agudo y espiralado—, él sigue hablando. Verónica trata de escucharlo, hace un esfuerzo por concentrarse, por estar más adentro de la charla que afuera, pero no hay caso. En ese momento, Hernán es una persona que nunca tuvo la necesidad de memorizar índices de toxicidad y ella sí, y eso es en lo único en lo que puede pensar. En eso y en los números de siempre, que la persiguen: 1,56 del cortado y 1,03 del sobre de azúcar. Tiene que acordarse de anotarlos en el cuaderno verde, tiene que sumarlos al desayuno de ese día y al almuerzo. No cree que pueda cenar hoy.
La conversación se choca, violenta, contra la pared de su silencio. Él la mira esperando que haga su parte, que colabore en la construcción de un diálogo, pero Verónica no puede. En cambio, golpea la cuchara contra el borde de la taza para sacudirla y la apoya en el mantel. Da un sorbo corto, alarga la mano sobre la mesa y saca un cigarrillo de la caja. Lo acerca primero a la vela y después a sus labios. Mientras Hernán la mira, desaparece entre el humo.
Los índices de toxicidad se dispararon el mismo otoño en que llegó la ola de calor a nivel mundial. La temperatura había vuelto imposible mantener los volúmenes de cultivo y, como medida paliativa, se desarrolló una nueva serie de agroquímicos para salvar la producción. Hasta ese momento, los índices habían sido algo preocupante, algo que iba a traer consecuencias a largo plazo, pero no el principal motivo de mortalidad en el que se convirtieron en apenas un par de meses. Los primeros casos se dieron en los países agrícolas, y el único lugar que no reportó ningún cambio fue Yukan-Kó, una isla minúscula ubicada en algún rincón sur del océano Pacífico: apenas se hicieron visibles las consecuencias de los índices, cerró sus fronteras y se perdió para siempre en el mapa.
Tres semanas después, las zonas rurales colapsaron y fueron clausuradas con los afectados adentro. En poco tiempo, Internet se llenó de videos caseros, con la gente que intentaba escapar a las ciudades. De todos, hubo uno en particular que llamó la atención de Verónica:
Dos hermanas adolescentes navegan por el Paraná de las Palmas sobre una balsa construida a partir de bidones plásticos. Verdes y transparentes. La más grande tiene la piel de los brazos llena de manchas azules y no habla. Está acostada y de vez en cuando se acomoda el pelo largo y oscuro atrás de las orejas. Si no, permanece quieta, los ojos a veces abiertos y a veces cerrados. La más chica filma a la más grande. Muestra a su hermana y después muestra la balsa y el río. A los lejos, los árboles de la orilla ondulan por efecto del viento y el sol aparece, esporádico, entre la vegetación. Tiñe el ambiente con una luz ambarina. Cuando lo ve, Verónica piensa en el almíbar de la infancia con el que bañaba las frutas.
La hermana que filma le dice a la hermana que es filmada que falta poco, pero no le dice para qué. Después se acerca, gateando, al borde de la balsa. Sus rodillas aparecen y desaparecen del video. Cuando llega al borde, hunde una mano en el río, y eso es lo último que se ve de ella, antes de que la imagen se vuelva negra: una mano en el agua, hundiéndose.
En varias oportunidades Verónica intentó rastrear información acerca de las dos hermanas, pero la mayoría de los videos habían sido dados de baja casi de inmediato por los servidores, junto con las cuentas que los compartían. En su lugar, si una trataba de buscarlos, aparecían siempre las mismas consignas: “contenido explícito”, “violencia u organizaciones peligrosas”, “información falsa”.
Pero todo eso —la desaparición de Yukan-Kó, el cierre de las zonas rurales, el video de las dos hermanas— fue algo que ocurrió después, cuando la toxicidad no era un presagio, sino el destino, ineludible, igual que esos libros que empiezan por el final. Del principio de todo, en cambio, lo que Verónica más recuerda es la calle en la que vivían, famosa por los ciruelos que se alzaban sobre la vereda y que se volvió, en pocos días, intransitable.
Confundidas por el cambio climático, las ciruelas (6,94 T) aceleraron su proceso de maduración y cayeron en estampida, estallando contra la vereda y fermentando al rayo del sol. La calle se llenó, de forma permanente, con el olor dulce de la fruta, descomponiéndose, y el zumbido de las moscas que hacía vibrar el aire. Al final de ese otoño, los vecinos firmaron una petición para talar todos los árboles de la cuadra y, con el tiempo, las ciruelas (6, 94 T) fueron desapareciendo de la vereda. A Verónica, sin embargo, el olor de esos primeros días nunca la abandonó del todo. Lo sintió, más adelante, alrededor de cada muerte, como uno de esos pájaros que dibujan círculos en el cielo y solamente aterrizan cuando ya no hay nada que salvar.
Verónica se acuerda de la primera vez que fueron al supermercado después de que Julia se enfermó. Ya por ese entonces, en la puerta y durante todo el día, un guardia de sanidad mantenía un banderín rojo en alto, paralizando la fila que se formaba afuera. El guardia dejaba entrar a la gente en tandas, de dos en dos. La posibilidad de trasmisión de la toxicidad por contacto ya había sido descartada, pero en algunos lugares aún mantenían los protocolos de separación, como si el espacio no fuese esa variable que, más que separar, los reunía.
En determinado momento, marcado por algún tipo de reloj biológico, el hombre bajaba el banderín y hacía un gesto solemne con todo el brazo —de afuera para adentro— que significaba “adelante”. La fila, entonces, avanzaba. Y era ese gesto —más que el banderín que sostenía con cierta autoridad— lo que transformaba al guardia de sanidad en una especie de guardián mítico, una instancia que resguardaba el umbral del supermercado, ese bicho aparatoso en donde se encontraba contenida la enfermedad de la vida y la trampa. Porque al hambre no se sobrevivió nunca, pero después de que se dispararon los índices, a la comida, apenas.
El guardián tenía, además, un guardapolvo blanco y un silbato metálico que sacaba del bolsillo de su pantalón cuando necesitaba llamarle la atención a alguien de la fila. Si se lo miraba con imaginación, sobre todo cuando guardaba el silbato y la blancura del guardapolvo se volvía su rasgo más notorio, se parecía un poco a uno de esos nenes que acompañan a sus papás a hacer las compras después de la escuela: parado en el punto de encuentro establecido, esperando que alguien note su ausencia y lo vaya a buscar.
Esa mañana, entre los pasillos del supermercado, Pedro arrastraba un carrito plateado de manubrio azul y Verónica trataba de seguirle el ritmo, un poco mareada por la falta de azúcar en sangre, a la que todavía no se acostumbraba. Mientras caminaban, las ruedas del carrito —desaceitadas y también azules— rasguñaban el piso plastificado dejando una huella, dos líneas oscuras. Pedro tenía que hacer una fuerza exagerada para mantenerlo derecho y, si se desconcentraba, el carrito empezaba a virar descontrolado, como si tuviera vida propia.
En determinado momento, Verónica le pidió hacer una pausa para reponerse y se paró contra una columna. Apoyó las palmas frías de las manos contra la nuca y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, los bordes de las cosas todavía se movían. Pedro insistió, entonces, en terminar de hacer las compras solo, y ella decidió esperarlo, muy quieta, contra la columna. Mientras esperaba, vislumbró a la distancia la góndola de las frutas y las verduras. Quedaban, ya por ese entonces, pocas, y todas le parecían peligrosas, aunque de un modo casi deseable. Se suponía que habían sido seleccionadas previamente por el Organismo de Toxicología, los controles eran estrictos, pero así y todo la visión le generó cierto escalofrío.
En determinado momento, Pedro empezó a caminar para el pasillo siete y, aprovechando el momento de lejanía, Verónica se acercó a la fruta, tambaleándose un poco. Pasó al lado de tres manzanas (4,58 T), dibujó círculos con los ojos sobre la superficie de un durazno (7,34 T) hasta que de repente la vio. En una esquina, un poco escondida entre dos peras (6,69 T) y un melón (8,27 T), una mandarina (9,01 T): brillante, magnífica. Se paró al lado de la fruta sintiendo esa aceleración del cuerpo que trae lo que no debe, pero está a punto de hacerse. Miró para los costados casi sin parpadear. A la distancia, Pedro agarraba un paquete de fideos (3,14 T), y ella, invadida por una fuerza que era apenas un deseo, estiró la mano en lo que le pareció el movimiento más necesario del mundo. La cara de Lena, inesperada, salió a flote de alguna profundidad.
Con Pedro nunca había podido hablar de Lena. Al principio porque a él le daba celos, después porque falleció. Pero en aquel momento, mientras Verónica cerraba la mano sobre ese sol fresco y mínimo, pensó en Lena de nuevo. Sobre todo en las tardes después de la escuela, llenas con el olor de las mandarinas (9,01 T) que subían a su cuarto y masticaban durante la conversación. Apenas rompían la primera cáscara, una bruma de jugo salía disparada de la fruta y el aire de la habitación empezaba a cambiar. Se volvía casi rojizo mientras el olor dulce se estiraba y se metía adentro de las cosas. Con el tiempo las manos se les iban poniendo cada vez más pegajosas, entre el jugo de los gajos y la saliva de las lenguas, que recorrían los dedos para recuperar el jugo. A Verónica le encantaba el olor de las mandarinas (9,01 T), tanto que cuando terminaban de comer se pasaba las cáscaras que quedaban amontonadas en el piso por los brazos y la cara, y después le daba a Lena un beso que era dulce y pegajoso como esas manos y como su amistad, también llena de saliva y lenguas intentando recuperar algo.
Esa mañana, como el guardián, Verónica movió el brazo de afuera para adentro y le ofreció a la mandarina (9,01 T) un refugio frágil en el bolsillo de su campera. En seguida, sin embargo, se arrepintió. Sentía que la fruta se había vaciado, que yo no contenía nada que pudiera parecerse a Lena. En otro movimiento más abnegado, de adentro para afuera, estiró el brazo y volvió a dejarla en su lugar. Mientras se alejaba de la góndola, pensó en Julia. En si alguna vez llegaría a comer mandarinas (9,01 T) que fueran un refugio y no un número terrible, en si tendría amigas —y ojalá que sí, y ojalá que muchas, muchas amigas que no se muriesen nunca—.
Sobre el final del pasillo, contra la columna, Pedro la esperaba.
Mientras las cosas pasan están hechas de agua, se desparraman por el cerebro y el cuerpo como ríos rebalsados en los que hundir la cara y las manos. Hace falta tiempo para que se retraigan y se solidifiquen, se vuelvan hielos en miniatura que una puede guardar en cajitas abajo de la cama, sacar al sol de vez en cuando para que se derritan y sentir que hay pasado. Fósiles espejados que dar vuelta entre las manos para decir: “este fue el día que aprendí a hacer budín de naranja (8,31 T)”, “este el que encontré una lagartija con ojos amarillos como el azúcar mascabo (0,95 T). Traté de agarrarla igual que agarraba los sapos en verano, pero salió corriendo y se perdió entre las plantas”.
Los sapos. A la noche les quedaba la pileta para ellos solos y Verónica abría la ventana de su cuarto. Quería escucharlos patalear, el agua hacía un sonido de repiqueteo y después se chocaba en olitas suaves contra los bordes de venecitas, que dibujaban una franja blanca y dos celestes en un gesto patriótico. Aunque ella nunca lo pensó así, no hasta que Lena fue a su casa un día y vio las venecitas de la pileta y dijo: “Ah, como la bandera”.
A partir de ese momento, las venecitas fueron un gesto patriótico aunque para ella la pileta siempre sería anterior a la patria, símbolo de otra cosa, de algo mejor. Del verano, de los sapos, de los hombros de su mamá: en enero la piel se le llenaba de pecas, círculos oscuros que después se iban borrando abajo de la ropa durante el resto del año.
No tenía hermanos. Lena se convirtió, muy rápido, en su primera amiga verdadera, y eso mismo anotó una semana después de haberla conocido. Lo anotó en un diario íntimo, uno que cerraba con un candado rosa en forma de corazón y escondía en el último cajón de la cómoda de su cuarto, entre las remeras. Anotó: “Lena es mi primera amiga de verdad”.
Por aquel tiempo, esa frase corta significaba muchas cosas juntas aunque ella no entendía, todavía, cuáles eran exactamente. Al principio la amistad es un cuerpo en movimiento que casi no habla. Ahora sí entiende, y si tuviera un diario íntimo podría anotarlas a todas.
Aunque desaparecieran todos los calendarios del mundo, algunas personas todavía sabrían cuándo es domingo. La manera en la que Verónica lo sabe es esta: cada domingo, Pedro le manda dos mensajes, uno temprano a la mañana y uno llegando la noche. El primero, más formal, solamente enumera los datos del encuentro. El otro, el segundo, es una especie de ruego silencioso, un golpe bajo. Pedro le dice que Marina estuvo preguntando por qué ya no la visita.
Verónica siempre responde el primer mensaje y omite el segundo, no sólo por el contenido, sino también por el horario. Cuanto más se acerca el encuentro, más estática se vuelve. Todo le cuesta el triple. ¿Cómo tiene que hacer para ir hasta Parque Lezama? ¿Necesita media hora para llegar, o dos? ¿Es necesario, de verdad necesario, que vaya? ¿O no es mejor, en todo caso, dejar que Marina se olvide de ella de forma progresiva, que se acostumbre desde temprano a lo inevitable de las ausencias?
Pedro no lo sabe, pero cada vez que se enoja con ella Verónica siente que le da un poco la razón: es mejor para Marina quedarse con él. El enojo siempre fue, después de todo, una trinchera invisible pero contundente, territorio de los que todavía tienen algo que vale la pena defender.
Al principio, cuando acordaron los encuentros semanales, Verónica cumplió. Más tarde, sin embargo, descubrió que era mucho más fácil dejar de ir. Espaciar las visitas, saltearlas de dos en dos, de tres en tres. Cada cierto período de tiempo, todavía, la culpa y la necesidad de saber si las cosas podían ser distintas la arrastraban a concretar un encuentro más, pero al final era más de lo mismo y no había caso: a sus ojos, Marina se parecía cada día más a Julia. Cada vez que la veía, tenía la sensación de cruzarse con un fantasma.
La última tarde que se reunieron fue en el parque de Agronomía. Marina daba vueltas arriba de una calesita y ella se acordó de que siete días atrás había cumplido los ocho años, una edad que Julia nunca alcanzó. La revelación de que su hija más chica era de repente la más grande le pareció un error lógico terrible.
Pedro se mudó a Turuel desde Villa Crespo a los quince años, cuando a su papá le ofrecieron un trabajo en los hornos de fundición de la fábrica. La mayoría de la gente que llegaba desde la capital lo hacía para visitar a algún familiar y no se quedaba nunca más de dos o tres días. En ese sentido, la llegada permanente de Pedro no pasó desapercibida. Todos los chicos de su edad lo seguían en silencio, tratando de entender a través de él los secretos de la ciudad, esa de la que sus papás siempre se habían quejado pero ellos deseaban, en secreto, experimentar.
—Mirá que irte a encerrar… —solía decir la mamá de Verónica cuando salía el tema—. ¡Y las noticias! Dos por tres matan gente.
—Papá es de la capital —le retrucaba ella.
—Sí. Pero se fue.
Por esa época Pedro llevaba el pelo siempre largo y despeinado, una explosión de mechones que apuntaban a distintas direcciones todos al mismo tiempo. Le gustaba que la gente pensara que era desordenado, pero —Verónica lo supo más tarde— si había un hábito en su casa de inmigrantes mexicanos que nunca pudo sacudirse, fue mantener todo limpio y todo en su lugar.
Acostumbrado a esquivar multitudes en las avenidas, se había agarrado la manía de caminar un poco en zigzag, inclinando el cuerpo para la izquierda y para la derecha. Si Verónica se concentra, todavía puede verlo ondulando en el medio de alguna calle vacía, las manos en los bolsillos y una velocidad innecesaria para la cadencia, más cercana a un paseo, que solían adquirir las caminatas en Turuel.
Por esa época no tenía, tampoco, ninguna intención de establecer vínculos con sus vecinos, algo difícil de aceptar en un lugar en donde todos se conocen por nombre y apellido, aunque lo hacía sin mala intención. Había vivido toda su vida en un edificio de doce pisos y, aparte del saludo ocasional en el ascensor, no entendía esa necesidad de relacionarse con la gente únicamente por cuestiones geográficas. A algunos les molestaba esa forma de ser que tenía, pero a Verónica le parecía simpática. Le gustaba, además, la falta de aire con la que conversaba: unía las palabras sin dejar espacios vacíos, remarcaba las eses con insistencia y usaba una cantidad exagerada de modismos. El conjunto de todo eso formaba, a sus oídos, una especie de dialecto extranjero que entendía perfectamente, pero que por su extrañeza le permitía enfocarse en la musicalidad del lenguaje. A veces, cuando estaba sola, se encontraba repitiendo alguna palabra en un intento por imitarlo.
Todo eso, sin embargo, Verónica lo aprendió después y muy de a poco. Al principio de todo, Pedro era solamente un nombre que giraba entre sus compañeros de curso, un chico sentado sobre la vereda enfrente de su escuela, esperando a que Joaquín, su primo, saliera para ir a jugar a la pelota.
La noche que se lo presentaron fue en una fiesta que organizaba el club de Arrecifes. Pedro se había pasado la mitad de la noche apoyado contra una pared, fumando en silencio con los ojos nerviosos mientras todos daban vueltas a su alrededor. Cada vez que alguien se le acercaba, se limitaba a hacer los gestos mínimos de cortesía y solamente hablaba si le dirigían la palabra de forma directa. Ahora, le parece que fue justamente esa turbación ante la mirada ajena lo que le despertó un cariño inmediato. Mientras lo miraba esquivar la atención del grupo de su primo y hacer un esfuerzo inmenso por encajar sin que se notara, se acuerda que pensó: “Ah, él también tiene miedo”.
Empezaron a salir pocos meses después, y cuando terminaron el secundario se fueron a la capital: consiguieron un departamento por un amigo de la familia de Pedro y se instalaron. Para Verónica, acostumbrada a los ambientes grandes de techos altos —llenos de aire y luz—, ese rectángulo de treinta y cinco metros cuadrados con una sola ventana, que daba a un cuadrado de cemento angosto y alargado —y que alguien había tenido la audacia de llamar “pulmón”—, le parecía salido de una novela de ciencia ficción.
En ese primer monoambiente, se hicieron una cantidad ridícula de promesas sobre cómo iba a ser su vida en adelante y todo lo que nunca iban a hacer, como tener hijos. Les parecía que nada bueno podía sobrevivir de convertirse en esas criaturas tan lejanas, los padres. Varios años después, cuando ya había nacido Julia y cada vez que Verónica se acordaba de esos dos adolescentes, sentía una ternura nostálgica pensando que ninguno había podido, todavía, darle forma a ese deseo que se escondía bajo la superficie. Ahora, sin embargo, le parece que ellos —en su ignorancia, en su inocencia— lograron predecir su futuro con cierta claridad fatal: finalmente fue cierto, no supieron cómo sobrevivir a ser padres.