Colores invisibles

Colores invisibles

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Elio Campitelli

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Alina Najlis

¿Por qué no hay animales azules?

¿Por qué no hay animales azules?

Colores invisibles

Ella te habla pero vos no estás escuchando. No es que no le prestes atención sino que la poca que queda en un cerebro de embobado, está centrada en sus ojos. Dos dianas azul-verdosas incrustadas a la perfección en la cara de esa piba que te avisan que estás en una ruta directa a volverte loco (peajes y todo).

El problema de estar intoxicado es que uno se distrae, y la adicción por la pregunta muchas veces hace que uno deje de vivir en el momento y se ponga a reflexionar sobre lo que observa con demasiado detenimiento. Mirar mucho el cielo y preguntarse de dónde viene su color puede ser una urgencia maravillosa para el desarrollo de la ciencia, pero al 60 poco le importan tus divagues y una colisión a alta velocidad es mala para la salud.

Justamente uno de esos divagues me llevó a pensar cómo se produce el color azul de los ojos humanos, porque no es difícil notar que no hay mucho azul entre los animales. Hay animales amarillos, marrones, naranjas, negros, pero ¿azules?

Ahí es donde mi sesgo pro-mamífero muestra sus dientes. Si bien es difícil encontrar un perro azul (y asumiendo al perro lisérgico de Las Pistas de Blue como mágica excepción), el mundo de las aves está lleno de plumas azules. Desde el guacamayo jacinto que es tan azul que parece un loro cianótico al pavo real tiene unos azules tornasolados que te caés de culo. ¿Será que estos dinosaurios aviares han aprendido a controlar el poder de los azules?

Sí y no.

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Sí bien es cierto que pocos vertebrados son tan colorinches como las aves y es un desafío pensar en algún color que no sea ostentado por al menos alguna especie, la realidad es que ellos sufren limitaciones similares a las nuestras. Ni ellos ni nosotros producimos un pigmento azul. A la fecha hay sólo dos desubicados entre los vertebrados que lo hacen: el pez mandarín, que está más pintado que una puerta y el mandarín psicodélico, que efectivamente tiene pinta de mal viaje.

El resto de los animales nos las tenemos que arreglar sin pintura (con la excepción de alguna eventual promotora que logra efectos parecidos a los de la pistola de Homero apuntada por Borges). Pero eso no nos detiene y, como maestros ilusionistas, logramos pintarnos de azul sin tener ni una gota de pigmento de este color. Lo hacemos haciendo ingenioso uso del color estructural (color que viene de la forma, no del pigmento). La dura realidad es que ni el pavo real, ni los ojos de tu enamorada ni el cielo despejado son azules ‘de verdad’, es todo una gran ilusión, o por lo menos un abandono de una química inaccesible en pos de una física asombrosa.

Pero antes de que una turba iracunda nos acuse de brujos y mande a la hoguera a las aves, las personas ojicelestes y al mismísimo firmamento diurno, es prudente aclarar que, si bien uno estaría tentado a pensar que tan bellos ojos no pueden tener explicación racional, la ciencia puede explicarlo (a los ojos, al resto de ella, no sé).

Lo que pasa en todos esos casos es que cuando la luz blanca se mueve por un medio que no es perfectamente homogéneo, las pequeñas irregularidades la desvían en su paso y la mandan en todas direcciones salvo en línea recta; algo que se conoce como dispersión.

No todos los colores del espectro lumínico la sufren con la misma intensidad. Si los azules y violetas son los más desviados mientras que los rojos y amarillos siguen derecho como campeones, entonces al incauto observador  (ya sea una pava real o un romántico perdido) sólo le llega esa pequeña proporción de los rayos que fueron dispersados hacia él.

En las plumas hay estructuras de queratina y burbujas de aire que se encargan de la dispersión. En el cielo las responsables son las moléculas de oxígeno y nitrógeno y la dispersión gana un apellido, convirtiéndola en dispersión de Rayleigh.

No es que las plumas o el aire sean azules ‘de verdad’ sino que tienen una estructura que hace que parezcan azules, pero, si recordamos que el azul recién es azul cuando nuestro cerebro arma el concepto de azul, partir los colores en categorías se vuelve bastante, bastante arbitrario, pero sí es interesante entender que no hay forma de pintar el azul de una pluma y que licuarle la cola al pavo no te va a acercar al MALBA.

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En los ojazos de la que a esta altura ya podemos definir como ‘la susodicha’, la estructura que dispersa la luz azul está en el iris que, lejos de ser una capa transparente y aburrida, está repleta de fibras de colágeno muy finas. La luz que llega a ellos no se encuentra con la puerta del alma, sino con un laberinto de colágeno que la dispersa en todas las direcciones, abriéndonos la posibilidad de acercarnos con un quién pudiera ser fotón para perderse en tu iris que si no la hace sonreír, por lo menos la va confundir un montón. Es así que la luz azul es la más reflejada, mientras que el resto es absorbida por la capa más interna del iris, que es casi negra, resultando en que lo único que se escapa de esos ojos es la luz azul.

Claro que, por más que sea un truco de la luz, ni vos vas a evitar de perderte en los ojazos de esa chica, ni ella va a poder resistirse a un hombre que, confiado, simpático y entrador, empieza una conversación con ‘¿Sabés que si metemos en una licuadora esos ojos hermosos que tenés, sale una pasta amarronada horrible?’, acompañado de un silencio profundo y una mirada persistente.

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