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Qué les va a pasar a las personas

55min

El cambio climático ya está impactando en nuestras vidas. Pero ¿afecta a todas las personas por igual? ¿Cómo van a ser nuestras vidas si seguimos como estamos?

Peor de lo que pensamos

Narrativas sobre cambio climático

El ambientalismo tal como lo vimos (o nos lo mostraron) los que vivimos la infancia allá en los 90, estaba hecho de tres o cuatro cosas: reciclar latas, el agujero en la capa de ozono, la importancia de salvar pandas y koalas, y algún que otro derrame petrolero con la imagen del barco de Greenpeace de fondo.

Y es que, en la incipiencia del movimiento climático, la cosa parecía bastante simple: había que convencer a la mayor cantidad de gente posible y, para eso, hacían falta datos sólidos y concretos. Si la comunidad científica era capaz de presentar un argumento racional e irrefutable, escépticos y negacionistas caerían rendidos ante la evidencia y se podría empezar a organizar algún tipo de respuesta global al problema. 

Este tipo de retórica, que expresada así suena inocente y hasta paródica, se dio de frente contra la realidad cínica y recelosa del siglo XXI, donde los absolutos se desvanecieron y las opiniones, cualesquiera ellas sean, se empezaron a validar a base de likes.

Hoy, 40 años después, la evidencia científica sobre cambio climático está y sobra. ¿Y entonces?

El reto de hoy pareciera estar en la narrativa. En el contexto del cambio climático, se reconoce ampliamente que las narrativas, más que la información sobre el clima en sí, tiene un papel decisivo a la hora de motivar o desmotivar la acción climática. No importa tanto el qué, sino el cómo. 

Hoy, no se trata ya tanto de convencer a la gente, sino sacarla de ese letargo que genera la inercia cotidiana. No hablo acá del negacionista, que posiblemente seguirá encontrando explicaciones absurdas para justificar olas de 45ºC en Buenos Aires. Hablo del ciudadano que, de una u otra manera, sabe que hay algo en este modo de vida que no va más y que la cosa va a terminar mal, quizás, más temprano que tarde, y que aún así oscila entre la inacción y la culpa difusa.

Todos los días aparecen historias alarmantes en las noticias: un tifón acá, una inundación allá y un incendio forestal por aquél otro lado. Y aún así, pareciera que todavía no somos del todo capaces de comprender el alcance y magnitud del problema. En parte por la grandeza y la abstracción de las cifras (¿cuánto son 400 partes por millón?), pero también por la forma en que asumimos que el cambio climático, con su escala inabarcable, afectará más a otros lugares que aquel en el que estamos: por ejemplo, a quienes estamos parados en el medio de la llanura pampeana, el hecho de que suba el nivel del mar lo suficiente como para taparnos —como puede pasar en alguna isla del Pacífico—, nos resulta bastante improbable.

La gran pregunta entonces es, ¿cómo se sale de esa “desconexión” entre las previsiones de los informes climáticos y la inercia de la vida cotidiana? ¿Cómo hacemos para no caer en la desesperación o en una retórica fatalista? ¿Cómo hacemos para no caer en la comodidad de considerarlo un problema demasiado difícil, sino imposible, de resolver?

Durante más de 40 años, pasamos de implorarles a los ciudadanos que “creyeran” en la crisis climática a hacerlos sentir culpables y responsables, y luego asustarlos con el futuro de sus hijos y nietos. Es momento de encontrar una nueva manera de contar la historia. Porque el futurismo distópico no hace más que alejarnos de problemas que ya llegaron hace rato.

Tal vez, entonces, no sea más que una cuestión de empezar a dar testimonio. Contar la historia desde lo ordinario y cotidiano de lo que ya está sucediendo. Porque ya está sucediendo. Y es peor de lo que pensamos.

Fin de mes

El cambio climático como una cuestión social

Parte del problema de esta narrativa ya obsoleta era esta idea de ver el cambio climático como un tema netamente “de las ciencias duras”: un grupo de científicos haciendo cálculos matemáticos dentro de un laboratorio mientras la vida y los problemas del resto de los mortales pasaban por otro plano. ¿Quién tiene tiempo de preocuparse porque suba la temperatura un grado cuando tiene que llegar a fin de mes?

Desde el inicio del movimiento climático, la atención y el conocimiento del ciudadano de a pie respecto a la cuestión ambiental fue variando conforme fue cambiando la cobertura mediática y atención que el tema recibía (o no) por parte de los gobiernos de turno de cada país. Si bien al comenzar la década de 1980, el tema del calentamiento global había cobrado la suficiente importancia como para ser incluido, por ejemplo, en algunas encuestas de opinión pública norteamericanas. La cobertura mediática respecto a temas climáticos fue relativamente poca hasta el pico que tuvo durante los 90 a raíz del agujero de la capa de ozono (sobre todo en el hemisferio sur) y algunos eventos climáticos específicos, como la ola de calor y sequía del verano de 1988 en Estados Unidos. 

En el plano científico, sin embargo, ya los últimos años de la década de 1970 y los primeros de la de 1980 fueron un punto de inflexión. Durante los 70 ya se habían realizado investigaciones sobre los efectos del CO2 en el clima, aunque desde una perspectiva netamente científica y en gran medida alejada de la política. Sin embargo, en 1978-1979, en plena segunda crisis del petróleo, al presidente de EEUU, Jimmy Carter, se le metió la idea en la cabeza utilizar el carbón nacional norteamericano para resolver la crisis energética. Y esto hizo que el tema del dióxido de carbono entrara por primera vez en la arena política, aumentando también la atención de varios grupos científicos interdisciplinarios. 

En 1980, la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos nombró un "Grupo de Estudio ad hoc sobre los Aspectos Económicos y Sociales del Aumento del Dióxido de Carbono", lo que fue una especie de primer intento semioficial de abordar estos aspectos. En 1983, miembros de ese mismo comité elaborarían un informe titulado Changing Climate, con un fuerte foco en los aspectos económicos y sociales del aumento del dióxido de carbono.

Todo esto sentaría las bases para que años más tarde, en 2007, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de las Naciones Unidas declarara por una vez y por todas que existían pruebas inequívocas acerca del calentamiento global causado por las emisiones de gases de efecto invernadero, y que este cambio climático está amenazando no solamente los ecosistemas sino también las sociedades, las culturas y las economías de todo el mundo.

El cambio climático es fundamentalmente una cuestión social y de desarrollo humano. Los impactos de un clima cambiante son agudos y multidimensionales, y afectan las vulnerabilidades, la resiliencia y las desigualdades sociales a nivel mundial. A medida que aumentan los efectos del cambio climático, millones de personas se enfrentan a mayores desafíos en términos de fenómenos extremos, efectos sobre la salud, seguridad alimentaria, seguridad de los medios de subsistencia, seguridad del agua e identidad cultural.

¿Y qué significa esto?

Significa más pobreza, cuando se calcula que para 2030 podría haber hasta 132 millones de nuevos pobres debido a los múltiples efectos del cambio climático. Significa más desigualdad, cuando se piensa que, en algunos contextos, la pobreza está estrechamente relacionada con la vulnerabilidad frente a amenazas climáticas, haciendo que grupos ya de por sí desfavorecidos sufran de forma desproporcionada los efectos adversos del cambio climático, lo que provoca, a su vez, una mayor desigualdad posterior. Significa más muertes y desapariciones causadas por desastres naturales, si contamos que entre 2000 y 2019 se produjeron al menos 7.348 grandes catástrofes que se cobraron 1,23 millones de vidas y afectaron a 4.200 millones de personas en todo el mundo. Significa más inseguridad alimentaria y más enfermedades que se propagan más a raíz de peores condiciones de vida. Significa millones de personas desplazadas de sus hogares, y millones de dólares perdidos en concepto de producción agrícola y daños a infraestructura. Significa conflictos, enfrentamientos y posibles guerras por tierras y recursos escasos.

Patrón del mal

En mayo de 2008, el ciclón Nargis azotó Myanmar y se cobró la vida de casi 140.000 personas. Ese mismo año, la temporada de huracanes en Estados Unidos afectó a alrededor de 11 millones de personas, de las cuales murieron 59.

Este, como tantos otros ejemplos, muestra cómo las amenazas climáticas pueden impactar de manera diferente sobre la salud, la vida y los medios de subsistencia de las personas dependiendo de su susceptibilidad o exposición, y de su capacidad de hacer frente y recuperarse de los impactos de los desastres y efectos climáticos1En el informe AR4 (2007) el IPCC ya hablaba de cómo las personas social y económicamente desfavorecidas se veían afectadas de forma desproporcionada por el cambio climático. Las referencias a la vulnerabilidad de ciertos grupos y la desproporcionalidad de los efectos del cambio climático se volvieron más frecuentes en el informe del AR5 (2014), en el cual la principal conclusión fue, sin dar muchas más vueltas, que el cambio climático exacerba las desigualdades..

Cuando hablamos de desigualdad es importante entender el concepto no sólo en términos económicos. Hay que ver la desigualdad como algo multidimensional e interseccional, con diferentes capas y múltiples combinaciones posibles, que hacen que una persona, grupo o país se vea menor o mayormente afectado, y tenga mayor o menor capacidad para hacer frente a los efectos climáticos. El género, la edad, la raza, la clase, la casta, la indigenidad y la discapacidad son diferentes factores que hacen que el grado de vulnerabilidad varíe.

Fuente: IPCC, 2014: Climate Change 2014: Impacts, Adaptation, and Vulnerability. Part A: Global and Sectoral Aspects. Contribution of Working Group II to the Fifth Assessment Report of the Intergovernmental Panel on Climate Change.

Pensémoslo, por ejemplo, en el contexto de inundaciones. La desigualdad suele obligar a grupos más vulnerables a vivir en zonas más propensas a inundarse, lo que aumenta su exposición a las inundaciones más frecuentes causadas por el cambio climático. Entre aquellos que viven en zonas inundables, los grupos y personas más desfavorecidas resultan ser más susceptibles a los daños causados por las inundaciones: pierden sus casas o estas sufren graves daños dado que suelen estar hechas de materiales más frágiles. Además, los grupos vulnerables tienen, en este caso, menor capacidad para afrontar y recuperarse de los daños causados por las inundaciones. Mientras que las personas en una mejor posición socioeconómica podrían, por ejemplo, contratar un seguro y ser indemnizadas, las personas más vulnerables podrían no estar en condiciones de pagar ese seguro y, por lo tanto, tendrían que absorber la totalidad de las pérdidas, lo que conlleva una mayor pérdida de su posición patrimonial.

Así es como el círculo se pone vicioso. La desigualdad multidimensional causa una mayor exposición de los grupos vulnerables a los peligros climáticos, haciendo que sean más susceptibles a los daños causados por estos peligros y disminuyendo su capacidad para hacer frente a los daños. Como resultado, sufren una pérdida desproporcionada de ingresos y activos (físicos, financieros, humanos y sociales), agravando así la desigualdad inicial y perpetuando el ciclo. 

En 1998, el Huracán Mitch, uno de los ciclones tropicales más poderosos y mortales de la historia, se cobró la vida de 11.000 personas en Centroamérica. Pero también provocó otros daños. En Honduras, por ejemplo, eliminó el 18% de los activos del quintil más pobre, frente a sólo el 3% del quintil más rico. 

Este ciclo del mal se replica tanto entre personas y clases sociales como entre países. En el escenario mundial, está profundamente vinculado a los patrones globales de desigualdad existentes. Y no parece que sea algo que vaya a mejorar. Por el contrario, se prevé que el cambio climático y los desastres naturales acentuarán más la desigualdad geopolítica. 

El caso de Myanmar y Estados Unidos en 2008 muestra que países con diferentes niveles de ingreso pero con una similar exposición a los peligros ambientales se van a ver afectados de maneras muy diferentes. Al tener más infraestructura y activos expuestos a los peligros naturales, los daños económicos directos fueron mayores en  Estados Unidos, pero las pérdidas sufridas por Myanmar fueron mucho mayores en proporción con el ingreso de este país. 

Estas relaciones se observan globalmente y también en América Latina y el Caribe, por ejemplo, cuando cada año las tormentas del Atlántico afectan desproporcionadamente a la población Haitiana. Básicamente, los mayores ingresos permiten a los países más ricos prepararse mejor y más adecuadamente para mitigar el impacto de los desastres naturales, a la vez que sus economías más diversificadas les permiten absorber más fácilmente los shocks del cambio climático.

Pero como hablar de desigualdad es también hablar de injusticia, acá es donde la cosa se pone más tensa. Y es que, no sólo hay una cuestión de desigualdad en los efectos que el cambio climático puede tener sobre la vida de las personas, sino que también hay una desigualdad en la cadena de responsabilidades. La injusticia, dicho llanamente, es que los menos responsables son, en definitiva, quienes pagan las peores consecuencias.

Camaleones y dinosaurios

Responsabilidades históricas en la emisión de GEI

La desigualdad ambiental es camaleónica y adopta muchas tonalidades diferentes que empiezan a hacerse visibles al ojo entrenado. En un mundo más justo, quienes más han contribuido a que las cosas estén como están en términos ambientales deberían ser, en teoría, quienes más sufren sus consecuencias. Sin embargo, la contribución a la degradación del medio ambiente es también desigual, y los principales responsables de las emisiones globales de gases de efecto invernadero no son quienes más sufren los efectos del cambio climático. Si a esto le sumamos legados históricos complejos como el colonialismo, no terminamos más. Es que sí, hay muchos países desarrollados que han construido sus infraestructuras, asegurado sus recursos y su actual capacidad de recuperación y resiliencia sobre la base de la extracción de riqueza de países anteriormente colonizados.

Entre 1990 y 2015, el PBI mundial se duplicó, y podríamos estar tentados a festejar si tan sólo todo fuera tan lineal. Pero, para empezar, este crecimiento económico no se tradujo necesariamente en una distribución más o menos equitativa de la riqueza generada, (¿cuando sí?). Por otra parte, el desarrollo económico no sucedió de manera gratuita para el medio ambiente. En este mismo período hubo un incremento de cerca del 60 % de las emisiones de carbono anuales a nivel global. Y si bien hubo avances significativos en cuanto a la reducción del porcentaje de la población mundial en situación de pobreza extrema, la desigualdad en el nivel de ingresos sigue aumentando, acentuando particularmente la brecha entre la población más rica y más pobre dentro de los países.

Durante los últimos 20 años como parte de las discusiones que desembocaron en el Acuerdo de París, el debate popular y político sobre el cambio climático se centró en el impacto de países en desarrollo, como China e India, que experimentaron un crecimiento económico marcado particularmente de sus clases medias. La discusión era simple: los países desarrollados no querían aumentar sus objetivos de reducción de emisiones a menos que los países en desarrollo hicieran lo mismo. Si los países en desarrollo estaban contribuyendo en gran medida a las emisiones, era justo entonces que se pusieran al día con los esfuerzos para reducirlas.

Del otro lado del mostrador se pusieron históricos: OK, sí, los países en desarrollo están contribuyendo mucho hoy, pero ¿porqué mejor no miramos cómo hicimos para llegar hasta acá?. 

Desde el primer uso industrial del carbón —a principios del siglo XVIII, en Gran Bretaña— la distribución geográfica de las emisiones de CO2 ha cambiado constantemente. Al final de la primera revolución industrial, en la década de 1820, las emisiones de Europa representaban más del 95% del total mundial. Luego, la industrialización de Estados Unidos aumentó rápidamente su contribución haciendo que, cien años después, en 1920, Norteamérica fuera la región que más emitía del mundo, con el 50% de las emisiones globales. Otros cien años más tarde (o sea, hoy), tanto la contribución de Europa como Estados Unidos en las emisiones mundiales se redujeron, aunque no al mismo ritmo: Europa Occidental representa hoy el 9% de las emisiones mundiales, mientras que Norteamérica se mantiene en un nivel relativamente alto: representa el 16% de las emisiones. Sólo en los últimos 50 años el crecimiento de América del Sur, Asia y África ha aumentado la parte de estas regiones en la contribución total. Hoy, la nueva región que más emite es Asia, y en particular China, con el 25% de las emisiones mundiales de CO2. 

En términos históricos, las emisiones procedentes de Europa Occidental, América del Norte, Japón y Australia representan menos del 50% de las emisiones mundiales desde la revolución industrial. China, por su parte, representa el 12% de todas las emisiones producidas y es, hoy el mayor emisor del mundo en términos absolutos. Pero si miramos las emisiones per cápita de China, sin embargo, vemos que siguen siendo inferiores a las de la mayoría de los países de Europa occidental y Estados Unidos. 

En medio de todo esto, diversos estudios sobre desigualdad en el mundo parecen indicar que en nuestra era las diferencias entre países se han ido reduciendo y la cuestión ya no parece dirimirse tanto entre países ricos vs países pobres. Hoy, las desigualdades parecen darse mayoritariamente entre grupos de ingresos a nivel global y hacia dentro de cada país, lo que hace esencial ir más allá de los totales nacionales para tener una idea de cómo se distribuye realmente el CO2 a nivel global. Tenemos que mirar a la población como un todo y analizar las emisiones acumuladas según diferentes grupos de ingresos. Y eso haremos. 

Estimaciones recientes señalan que el 10% más rico de la humanidad (aproximadamente, 630 millones de personas) ha generado el 52% de las emisiones de carbono acumuladas hasta el momento. Tan solo el 1% más rico de la población (aproximadamente, 63 millones de personas) fue responsable de más del 15% de las emisiones acumuladas, mientras que el 40% de la población mundial considerada como “clase media” (unos 2.500 millones de personas) generó otro 41% de las emisiones acumuladas. El 50% más pobre de la población fue responsable de tan solo el 7% de las emisiones acumuladas. Dicho de otro modo: el cambio climático y la desigualdad económica van de la mano. Se trata de una crisis provocada por ricos, pero que afecta principalmente a pobres. 

Fuente: Oxfam, 2020: Combatir la desigualdad de las emisiones de carbono.

Si en lugar de mirar el acumulado lo vemos en términos de incremento de emisiones, la situación no es mucho mejor. Entre 1990 y 2015, el 5% más rico de la población fue responsable de más de un tercio (el 37%) del incremento total de las emisiones, mientras que el 50% más pobre de la población mundial apenas incrementó su nivel de emisiones asociadas al consumo. Si bien el mayor incremento per cápita de las emisiones asociadas al consumo tiene su origen en las clases medias globales, cuyo punto de partida era muy bajo, los grupos que han contribuido en mayor medida al aumento de las emisiones globales en términos absolutos son los de mayores ingresos.

Fuente: Oxfam, 2020: Combatir la desigualdad de las emisiones de carbono.

Este dinosaurio —herbívoro si, pero desproporcionado y desigual— nos hace ver que es fundamental mirar a los grandes emisores, más allá del país en el que vivan. La nueva geografía de los emisores mundiales exige una acción climática simultánea, en todos los países para, básicamente, no terminar como los dinosaurios.

Blah, blah, blah

El problema de financiar una respuesta coordinada a la crisis climática

Una gran pregunta a la que vale la pena volver es: si ya sabemos todo esto y existe toda esta evidencia ¿qué estamos esperando?. Y sobre todo ¿qué estuvimos haciendo todo este tiempo? La respuesta: estuvimos hablando. Blah, blah, blah, blah, blah diría Greta.

Fuente: @MuellerTadzio, @wiebkemarie, @MariusHasenheit, @sustentioEU

Desde la Primera Conferencia Mundial sobre el Clima en 1979 hasta la COP de Glasgow de 2021 la concentración de CO2 en la atmósfera y la temperatura no hicieron más que aumentar. El clima se volvió más errático y cambiante, pero las discusiones no parecen haber cambiado demasiado. 

En estos 40 años de tire y afloje, las dos grandes cuestiones en tela de discusión fueron, primero, cómo reducir las emisiones (y cómo distribuir la responsabilidad en esta reducción) y, segundo, cómo financiarlo. 

En 1992, la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC), reconoció que había un problema y planteó como primer objetivo estabilizar las concentraciones de gases de efecto invernadero. Puesta en práctica a través del Protocolo de Kyoto (firmado en 1997, ¡pero recién en funcionamiento desde 2005!), la idea era, siguiendo la línea de responsabilizar a los principales emisores, que los países industrializados fueran los que más esfuerzos hicieran para reducir las emisiones en su territorio. Así, en un anexo, el Protocolo establece objetivos vinculantes de reducción de las emisiones para 36 países industrializados y la Unión Europea.

En 2009, el Acuerdo de Copenhague se convirtió en el primer documento en el que se reconoció el cambio climático como un problema universal y en donde se aceptó el umbral de los 2 ºC como un objetivo a medio plazo. Más allá de este aparente logro, el documento no alcanzó compromisos específicos de reducción de emisiones para alcanzar ese objetivo ni el apoyo suficiente para ser vinculante. Como una secuela de lo que fue la crisis financiera de 2008, el Acuerdo fracasó por la negativa de muchos países desarrollados a adoptar objetivos restrictivos de limitación de emisiones para 2020 y con la insistencia de los países emergentes respecto a su derecho a desarrollar sus economías. Porque ¿qué mejor forma para salir de una crisis económica que emitiendo más CO2?

Más allá del fracaso, en Copenhague se estableció un mecanismo de financiación para la mitigación y la adaptación a los países en desarrollo, que incluía un compromiso de 100.000 millones de dólares anuales a las naciones menos ricas, de 2009 a 2020, para ayudarlas a adaptarse al cambio climático y mitigar nuevos aumentos de temperatura. Esto reconocía de alguna manera el desigual punto de partida de los países en desarrollo tanto en cuanto a su responsabilidad en la emisiones históricas, como también en cuanto a su capacidad para hacer frente a las medidas de mitigación y adaptación (costosas) mientras buscan continuar desarrollándose económicamente.

Como tantas otras promesas —firmes de papeles pero flojas de acciones y sin mecanismos de monitoreo— esta promesa también se incumplió. Tanto la OCDE como Oxfam coinciden en que nunca se alcanzó el compromiso anual de 100.000 millones de dólares.

En el Protocolo de Kyoto, los países en desarrollo habían quedado excluidos de las obligaciones vinculantes de reducción de emisiones. En 2015, en línea con pensar una una acción climática que involucrara a todos los países por igual, se firmó el Acuerdo de París, buscando mantener el aumento de la temperatura global promedio por debajo de los 2 °C (por encima de los niveles pre-industriales), y persiguiendo esfuerzos para limitar el aumento a 1.5 °C. 

El Acuerdo de París obliga a todos los países, incluidos países en desarrollo, a asumir compromisos para la acción climática. Pero su innovación quizás más interesante fue la aparición de las contribuciones determinadas a nivel nacional (o NDC, por su sigla en inglés), en las que los países comunican las medidas que tomarán para reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero, así como las acciones que tomarán para crear resiliencia y adaptarse a los efectos del aumento de las temperaturas a partir de 2020. Pero,  para seguir con la tradición de medidas no vinculantes, las NDC no tienen carácter normativo u obligatorio ni, por lo menos por ahora, un mecanismo de monitoreo o enforcement institucionalizado. Básicamente, los países deciden por sí mismos el nivel de ambición reflejado en sus NDC haciendo revisiones independiente, lo que es difícil de implementar y dificulta bastante la comparabilidad entre países. 

Durante la negociación del Acuerdo de París, un punto de desacuerdo fundamental fue si se debía incluir o no la adaptación como parte de las NDC, ya que durante las primeras etapas del Acuerdo se las consideraba como una herramienta exclusivamente destinada a documentar las acciones de mitigación. La discusión alrededor de las medidas de adaptación y cómo financiarlas ya venía desde la COP16 de Cancún (2010), en la cual se estableció el proceso de planes nacionales de adaptación (NAP por su sigla en inglés) como una forma de facilitar la planificación de la adaptación en los países menos desarrollados, identificando necesidades de adaptación a medio y largo plazo, y buscando desarrollar estrategias y programas para abordar esas necesidades. Después de París, hoy, las NDC y los NAP representan procesos complementarios que incluyen elementos de las respuestas de los países al cambio climático. 

Todo muy lindo, pero no, el Acuerdo de París no recompensa el hecho de que los países decidan voluntariamente comunicar sus acciones de adaptación como parte de sus NDC con la provisión de apoyo financiero para la adaptación. Especialmente en los países en desarrollo, poder adaptarse al clima cambiante implica grandes necesidades de recursos financieros. Según el último Informe sobre el Déficit de Financiación para la Adaptación de ONU Medio Ambiente, los costos estimados de la adaptación siguen en aumento y podrían alcanzar entre 280.000 y 500.000 millones de dólares anuales de aquí a 2050 sólo para los países en desarrollo. A pesar de esto, la financiación para la adaptación constituye sólo una fracción de la financiación global para el clima y muchos países se enfrentan a importantes obstáculos para poder acceder a la (limitada) financiación existente.

Fracasó Copenhague, los países desarrollados incumplieron su promesa de los 100.000 millones de dólares, y nos seguimos haciendo la misma pregunta: ¿cómo demonios hacemos para financiar todo esto? 

He aquí una pregunta que, por ahora, no encontrará respuesta (clara). En el Acuerdo de París, las pocas disposiciones que sí vinculan las acciones de adaptación con financiamiento son poco concretas y de igual manera poco ambiciosas sugiriendo que es poco probable que la financiación de la adaptación supere a la mitigación como prioridad.  

La implicación de esto es simple: hace falta que surjan nuevos instrumentos, actores y enfoques para la financiación de la adaptación climática porque sino, cuanto más pospongamos los esfuerzos de adaptación, más difícil y costoso va a ser. 

Creer o reventar

Percepción y negación del cambio climático

Desde el anterior informe del IPCC en 2014 hasta el más reciente (el AR6 de 2021), el cambio climático no ha hecho más que causar eventos extremos cada vez más frecuentes e intensos, y generar impactos adversos, como pérdidas y daños en la naturaleza y en la vida de las personas. Si bien se puede observar que los esfuerzos de desarrollo y adaptación han contribuido a reducir en parte la vulnerabilidad, el AR6 destaca que las personas y grupos más vulnerables continúan viéndose afectados por el cambio climático de forma desproporcionada. Además, el aumento de los extremos meteorológicos y climáticos ha empujado en muchos casos a los sistemas naturales y humanos más allá de su capacidad de adaptación. 

En 2022, entre 3.300 y 3.600 millones de personas se encuentran viviendo en contextos considerados como muy vulnerables al cambio climático. Todo indica que mientras las capacidades de los gobiernos locales, provinciales y nacionales, así como las de las comunidades y del sector privado de proporcionar infraestructuras y servicios básicos no se pongan a la altura de las necesidades, la vulnerabilidad humana seguirá en aumento. 

Y acá es donde retomamos la pregunta del principio. Si los efectos del cambio climático son tan ineludibles e irreversibles como nos dicen, ¿cómo puede ser que estemos acá tan tranquilos?

Parte de la respuesta tiene que ver con cómo las personas percibimos las amenazas. En general, los humanos tendemos a jerarquizar o valorar las amenazas según cuan tangibles resultan ante nuestros ojos. Así, tendemos a considerar como más urgentes aquellas amenazas que podemos percibir o recordar que aquellas que no. Una encuesta de opinión en Australia, por ejemplo, mostró que mientras la sequía, la escasez de agua y las catástrofes (como los incendios forestales y las inundaciones) son consideradas amenazas críticas por el 77% y el 67% de la población australiana respectivamente, sólo el 59% considera que el cambio climático lo sea. Esta desconexión deja entrever que para muchos australianos el hecho de recordar y haber vivenciado la sequía o los incendios forestales influye en cómo  percibe esas amenazas, sin por ello entenderlas necesariamente como algo asociado al cambio climático —que aparece como algo más abstracto o lejano—. 

Y aunque la experiencia y la cercanía a los hechos importan, al momento de guiar la creencia (o la negación) en el cambio climático, los valores, las ideologías y la orientación política mueven bastante más la aguja de lo que esperaríamos. Sin desestimar la importancia de aspectos como la educación, los conocimientos específicos sobre la temática y el haber experimentado fenómenos meteorológicos extremos, un estudio meta-analitico de encuestas y papers académicos en 56 países identificó a la afiliación política como el aspecto más determinante en la creencia en el cambio climático, seguido de la ideología. Este mismo estudio observó que la efectiva creencia en el cambio climático, en realidad, afecta poco o moderadamente la medida en que las personas están dispuestas a actuar, marcando que su vínculo con el clima resulta ser más fuerte en lo aspiracional o en el discurso, que en los hechos. Otros estudios señalan la importancia de los aspectos afectivos y emocionales a la hora de predecir los juicios y comportamientos relacionados con el cambio climático.

Aunque los datos importan, y mucho, es difícil que la urgencia del cambio climático nos llegue y nos movilice si no contamos lo emocional y lo social dentro de la ecuación. Quizás, entonces, la cuestión esté en pinchar un poco más las emociones. Encontrar ese eslabón que falta entre la inacción y lo que nos va a salvar.

Al gran pueblo del mundo, salud 

Enfermedades y otros problemas de salud

Mirando la mitad llena del vaso, si algo bueno pudo haber salido de la pandemia de COVID-19 es el habernos acercado a la noción de amenaza global. Ahora, con el diario del lunes, la humanidad parece estar un poco mejor posicionada para entender las implicancias de decir que el cambio climático es una de las grandes, sino la mayor, de las amenazas sanitarias a la que nos enfrentamos. 

Decimos “enfrentamos” y no “enfrentaremos” porque esto ya está sucediendo. Los profesionales de la salud de todo el mundo ya están, hoy, respondiendo a los daños sanitarios causados por la crisis climática, y la salud de muchas personas ya se encuentra en riesgo. Además de causar muertes y enfermedades —resultado de fenómenos meteorológicos extremos cada vez más frecuentes—, el cambio climático está atacando lentamente muchos aspectos sociales que tienen incidencia directa en la salud, como los medios de vida, la igualdad y el acceso a la atención sanitaria y a los servicios sociales. Incluso, cuestiones geopolíticas. Ya somos parte de la generación que le va a decir a sus nietos que “cuando eramos chicos no hacía tanto calor en mayo” o que tal o cual lugar no se inundaba. Esperamos no seamos de la generación que tengamos que decir que tal país todavía existía porque tal isla todavía no había sido cubierta por el agua. Así, la crisis climática no solo es una amenaza latente en términos de salud, sino que también atenta contra los avances que se han dado en materia de desarrollo, salud mundial y reducción de la pobreza en los últimos cincuenta años, algo que ampliará aún más las desigualdades existentes.

Fuente: https://www.who.int/news-room/fact-sheets/detail/climate-change-and-health

Si juntamos estos eventos climáticos cada vez más extremos con las condiciones de vulnerabilidad de las que venimos hablando obtenemos un cóctel algo más explosivo que fumar en una estación de servicio. Las sequías, inundaciones y olas de calor cada vez más frecuentes y severas están resultando en un aumento de las muertes en todas las regiones del mundo, con un tercio de ellas vinculadas a los efectos del calor asociado al cambio climático, según el último informe del IPCC. Entre 2030 y 2050, se espera que el cambio climático provoque unas 250.000 muertes más al año por malnutrición, malaria, diarrea y estrés térmico.

Por otro lado, un informe de la Organización Meteorológica Mundial (OMM) muestra cómo los desastres climáticos han aumentado hasta cinco veces en los últimos 50 años, registrando alrededor de 11.000 catástrofes atribuidas a peligros meteorológicos, climáticos o hidrológicos en todo el mundo, y alcanzando algo más de 2 millones de víctimas mortales entre 1970 y 2019. El informe de la OMM muestra que el 91% de las muertes registradas en el periodo estudiado se produjeron en economías en desarrollo, mientras que el 59% de las pérdidas económicas se registraron en economías desarrolladas. Según este mismo informe, las crecidas  fueron la causa más frecuente de desastre (59%) en América del Sur, ocasionando el 77% de las muertes, y observándose también un aumento de estos fenómenos meteorológicos en el periodo 1970-2019.

Las olas de calor se han convertido en uno de los fenómenos climáticos más graves.  Malestares como golpes de calor, agotamiento por calor, síncopes, calambres y enfermedades renales crónicas están en aumento a causa del incremento de las temperaturas en el planeta. Miles de personas ya han muerto por estas causas en los últimos años. Son muertes no contempladas en las previsiones de mortalidad, innecesarias. Decenas de muertes adicionales, como las 70.000 provocadas por la ola de calor europea de 2003. A nivel global, el IPCC y otros informes indican que la cantidad de personas que sufren de las olas de calor a nivel global continúe en aumento. Se estima que en la década de 2050, bajo un escenario de emisiones altas, la exposición media mundial a las olas de calor aumente 3,4 veces, aunque con ciertas diferencias a nivel geográfico. En África, por ejemplo, este promedio aumentaría 6,8 veces, mientras que en Sudamérica lo hará 4,8 veces. 

Los riesgos para la salud asociados a las olas de calor también afectan de manera distinta a diferentes grupos de personas, con un mayor riesgo demostrado para personas que viven en zonas urbanas (con alta densidad de población), para personas con afecciones cardiovasculares y respiratorias crónicas preexistentes, así como las que padecen diabetes y las personas mayores. Mientras tanto, hay también cada vez más evidencia que demuestra los riesgos que los calores extremos pueden tener en la salud materna y neonatal (por ejemplo aumentando el riesgo de hemorragia y sepsis materna, prematuridad, bajo peso al nacer y deshidratación neonatal), en la salud mental2Además de la asociación de algunos problemas de salud mental con el aumento de las temperaturas, se ha observado que los traumas provocados por los fenómenos meteorológicos y climáticos extremos y la pérdida de medios de vida y de elementos culturales afectan la salud mental a nivel global. El último informe del IPCC pronostica que los problemas de salud mental, como la ansiedad y el estrés, aumentarán a medida que el calentamiento global sea mayor, especialmente entre los niños, los adolescentes, los ancianos y las personas con problemas de salud subyacentes. (incluyendo el aumento de la irritabilidad y los síntomas de depresión), y en enfermedades respiratorias crónicas como el asma.

Lamentablemente la cosa no termina ahí.  El cambio climático es también un factor importante en la propagación de enfermedades infecciosas. Con el aumento de las temperaturas, enfermedades que en algún momento eran solo un problema en regiones más cálidas, se han ido expandiendo a nuevas regiones. Este aumento de la incidencia de enfermedades transmitidas por vectores se explica porque el aumento de la temperatura global influye en la supervivencia, reproducción y distribución de agentes patógenos, vectores y hospedadores, así como en la expansión del área en la que se encuentran. Por ejemplo, a medida que cambia el clima, los mosquitos y las enfermedades que estos transmiten (como la malaria, el dengue o el zika) pueden propagarse y sobrevivir en nuevas latitudes. El aumento de las lluvias y las inundaciones pueden formar verdaderos caldos de cultivo (literal) para que estos vectores se reproduzcan y aumenten su capacidad de transmisión de enfermedades, lo que en definitiva hace que haya una mayor cantidad de personas en riesgo. 

Los eventos climáticos extremos también pueden contribuir al desarrollo y la propagación de enfermedades infecciosas. De hecho, según el último informe del IPCC, la frecuencia de enfermedades transmitidas por los alimentos y el agua relacionadas con el clima se encuentra en aumento. La mayor cantidad de lluvias e inundaciones ha aumentado la proliferación de enfermedades que causan diarrea, como el cólera y otras infecciones gastrointestinales. 

Las proyecciones a futuro no son muy alentadoras. En todos los escenarios contemplados, los riesgos de enfermedades transmitidas por alimentos, agua y vectores parecen condenados a aumentar. En particular, el riesgo de dengue será cada vez mayor, al haber estaciones más largas y una ampliación de las zonas de incidencia de la enfermedad, lo que pone potencialmente en riesgo la vida de mil millones de personas para el fin del siglo. En Sudamérica, se prevé que en las próximas décadas aumenten las enfermedades arbovirales endémicas y emergentes como el dengue, el chikungunya y el Zika.

Como si todo esto fuera poco, el cambio climático nos tiene preparados algunos efectos en las vías respiratorias y trastornos cardiovasculares. El aumento de la exposición al humo de los incendios forestales, al polvo atmosférico y a los aeroalergenos se ha asociado con trastornos cardiovasculares y respiratorios sensibles al clima.

Qué comemos

Alimentos 

El cambio climático tiene el potencial de afectar cada aspecto de la vida humana, desde el aire que respiramos y el suelo que pisamos, hasta los alimentos que consumimos (o no). El aumento de las temperaturas, la irregularidad de las lluvias y los fenómenos meteorológicos extremos afectan particularmente el potencial de rendimiento de los cultivos, la calidad de los nutrientes y el acceso al agua, lo que amenaza a largo plazo la seguridad alimentaria, la seguridad hídrica, la nutrición y la diversidad de las dietas. Además,  el calentamiento y la acidificación de los océanos han afectado negativamente a la producción de alimentos procedentes de la pesca.

Según el último AR6, el aumento de los fenómenos meteorológicos y climáticos extremos ya ha expuesto a millones de personas a una grave inseguridad alimentaria y ha reducido la seguridad hídrica, con los mayores impactos teniendo lugar en comunidades de África, Asia y América Latina, donde en 2020 al menos 16 millones de personas fueron empujadas a la crisis alimentaria por eventos climáticos extremos. En 2020, dos mil millones de personas sufrían inseguridad alimentaria, tres mil millones no tenían acceso a una dieta saludable y entre 720 y 811 millones de personas pasaron hambre, lo que equivale a más del 10% de la población mundial.

Las pérdidas repentinas de producción de alimentos y las dificultades asociadas de acceso a los mismos, agravadas por la disminución de la diversidad de la dieta, han aumentado la malnutrición --término que incluye tanto la desnutrición como el sobrepeso/obesidad— y la ocurrencia de enfermedades no transmisibles, como la diabetes o enfermedades cardiovasculares en muchas comunidades. Se han visto especialmente afectados los pueblos indígenas, los pequeños productores de alimentos y los hogares de bajos ingresos, con un particular impacto negativo entre niños, ancianos y mujeres embarazadas.

En 2019 cada aumento de la temperatura de 1 °C se asoció con un aumento global del 1,64% en la probabilidad de inseguridad alimentaria severa, lo que indica que es bastante probable que las cifras actuales aumenten. Según el Programa Mundial de Alimentos (PMA), para 2050 el riesgo de hambre y malnutrición podría aumentar un 20% si no se realizan avances para mitigar y prevenir los efectos adversos del cambio climático. La mayoría de las muertes de niños que se prevé que se produzcan como consecuencia del cambio climático estarán vinculadas a la desnutrición. Los países de renta baja y media de África y el sudeste asiático experimentarán las mayores reducciones en la disponibilidad de alimentos, lo que provocará un aumento de las muertes atribuidas al bajo peso. 

Debido al aumento de la concentración atmosférica de CO2, también se espera que disminuya la calidad nutricional de ciertos cereales y legumbres. Esto significa un mayor riesgo de deficiencia de elementos esenciales como el zinc y el hierro entre los casi dos mil millones de personas que viven en países de renta baja y media, y cuya absorción de estos nutrientes depende en un 70% de estos cultivos. 

Como hemos visto, el cambio climático afecta cada vez más a la salud y el bienestar de las personas, tanto directa como indirectamente, al amenazar la capacidad de los sistemas sanitarios para proteger la salud. Los efectos negativos son particularmente visibles en términos de infraestructura, particularmente en países en desarrollo, que muchas veces no tiene la necesaria o el personal sanitario suficiente, y sufren de servicios inadecuados de agua y saneamiento, así como dificultades en el suministro de energía. 

Por lo tanto, el cambio climático puede exacerbar la desigualdad en términos de salud, al poner en peligro algo que en muchos lugares del mundo todavía es una búsqueda: la cobertura sanitaria universal, agravando la carga de enfermedades existentes y exacerbando las barreras existentes para acceder a los servicios sanitarios. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), más de 930 millones de personas -alrededor del 12% de la población mundial- dedican al menos un 10% de su presupuesto familiar para hacer frente a servicios sanitarios o de salud. En la actualidad, la crisis sanitaria empuja a unos 100 millones de personas a la pobreza cada año, una tendencia que se ve afectada negativamente por los efectos del cambio climático.

Como si todo esto fuera poco, los mismos hospitales y centros sanitarios también tienen el potencial de afectar de manera negativa a la salud y el medio ambiente debido a sus emisiones de gases de efecto invernadero o por la mala gestión de residuos insuficientemente tratados. Según datos de la OMS, el sector sanitario es responsable de casi el 5% de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero, y tiene una huella de carbono equivalente a la de 514 centrales eléctricas de carbón. Si fuera un país, sería el quinto más contaminante del planeta.

Los futuros riesgos para la salud van a estar determinados no sólo por los peligros creados por un clima cambiante, sino también por la vulnerabilidad de las personas y las comunidades expuestas a esos peligros y por la capacidad de los sistemas sanitarios para prepararse y gestionar eficazmente los riesgos correspondientes. Será necesario actuar en cada uno de estos planos: la mitigación y la adaptación, el apoyo a la resiliencia y sustentabilidad de las comunidades y el refuerzo de los sistemas sanitarios para una mejor capacidad de respuesta frente a las cambiantes adversidades climáticas.

El bolsillo de la dama y el caballero

Consecuencias económicas

En 2021 los cerezos del templo principal de Kioto florecieron el 26 de marzo, la fecha más temprana desde que los guardianes del templo comenzaron a llevar un registro, hace más de 1.200 años. El cambio climático está, sin lugar a dudas, calentando el mundo e irrumpiendo no sólo en la naturaleza y sus ritmos, sino también en nuestra interacción con ella y la incidencia que esto tiene en términos culturales, sociales y económicos.

Las economías e industrias que dependen de los recursos naturales y de las condiciones climáticas, como la agricultura, el turismo y la pesca, se encuentran entre los sectores más vulnerables a los crecientes impactos del cambio climático.

A nivel global, para 2050 la economía podría perder el 10% de su valor económico total debido al cambio climático. Si las temperaturas globales aumentan más de 3°C en los próximos 30 años, la economía mundial podría reducirse un 18%. Las economías del sur y sureste de Asia, de África y de América Latina son las más vulnerables a los efectos del cambio climático y serán, entonces, las más afectadas en su PBI. Por el contrario, si llegamos a cumplir los objetivos de temperatura del Acuerdo de París, el beneficio (en términos de pérdida de PBI mitigada o evitada) también sería mayor en muchos de estos mercados emergentes.

En 2030 el planeta tendrá que alimentar a 1.500 millones de personas adicionales, el 90% de las cuales vivirán en países en desarrollo. Con toda esta gente nueva, para 2050 el mundo necesitará aumentar su producción de alimentos entre un 60 y un 70%, por lo menos si pretende poder darle de comer a más de 9.000 millones de personas3Cada día la agricultura produce una media de 23,7 millones de toneladas de alimentos, proporciona el sustento a 2.500 millones de personas y es la mayor fuente de ingresos y de empleo para los hogares rurales de bajos ingresos. Análisis realizados en 2016 revelaron que el 65% de los adultos de bajos ingresos con empleo a nivel mundial se ganaban la vida a través de la agricultura..  Pero, al contrario de lo que marcan las necesidades, nuevas proyecciones confirman que será muy difícil erradicar el hambre para 2030 y que, si se mantiene todo como hasta ahora, unos 660 millones de personas podrían seguir pasando hambre para ese momento. Además, se estima que la producción agrícola podría disminuir hasta un 30% en los próximos años, amenazando el sustento de 500 millones de pequeños agricultores en un momento en que se prevé que la demanda de alimentos aumente.

Pero además de darnos de comer, la agricultura también es crucial para el crecimiento económico: en 2018, representó el 4% del PBI mundial y, en algunos países menos desarrollados puede representar incluso más del 25%. En América Latina y el Caribe la agricultura es particularmente importante para muchas de las economías regionales, representando entre el 5 y el 18% del PBI según el país, y una proporción aún mayor si se tiene en cuenta la contribución más amplia de todos los sistemas alimentarios. Según estimaciones de la OCDE, para 2060 estos cambios en el rendimiento de los cultivos y en la productividad del trabajo van a causar una pérdida en el PBI mundial anual del 0,9% y del 0,8%, respectivamente. Según este mismo estudio, se proyecta que las consecuencias económicas del cambio climático serán negativas en 23 de las 25 regiones analizadas, siendo los efectos particularmente negativos en África y Asia, donde las economías regionales son vulnerables a una variedad de impactos, como el estrés térmico y la pérdida de rendimiento de los cultivos.

Esta inherente relación que tiene la agricultura con el desarrollo y el empleo, y su potencial contribución a la reducción de la pobreza y la seguridad alimentaria, se encuentran en riesgo debido a las condiciones meteorológicas extremas, las plagas y los conflictos. Así, según pronósticos del último informe del IPCC, el cambio climático ejercerá cada vez más presión sobre la producción y el acceso a los alimentos, especialmente en las regiones vulnerables, aumentando el precio de los alimentos y socavando la seguridad alimentaria y la nutrición.

Como si todo esto fuera poco, hay que mencionar también que la agricultura es una parte importante del problema climático. Actualmente, el sector genera entre el 19 y el 29% del total de las emisiones de gases de efecto invernadero, lo que hace cada vez más necesaria la adopción de enfoques integradores y holísticos que busquen aumentar la productividad y el empleo en el sector de una manera sostenible y con emisiones reducidas. 

Un planeta más caliente también tiene repercusiones en el mundo del trabajo generando riesgos adicionales para la salud laboral (por ejemplo en empleos que requieren esfuerzo físico), y limitando las capacidades físicas de los trabajadores y su productividad. Según datos de la OIT, con un aumento global de la temperatura de 1,5°C para finales del siglo XXI, para 2030 se podrían perder un 2,2% del total de horas de trabajo en todo el mundo debido a las altas temperaturas, lo que equivale a 80 millones de puestos de trabajo a tiempo completo. Las pérdidas económicas asociadas a esta pérdida de empleo se estimaron en 280.000 millones de dólares en 1995 y se prevé que aumenten a 2.400.000 millones de dólares en 2030, afectando más fuertemente, para variar, a los países de renta media-baja y baja. En términos sectoriales, se prevé que los trabajadores de la agricultura y la construcción sean los más afectados, con un 60% y un 19%, respectivamente, de las horas de trabajo perdidas por estrés térmico en 2030. 

Cayendo en el círculo vicioso de la vulnerabilidad, estas pérdidas en la productividad laboral se van a concentrar en subregiones del mundo con condiciones del mercado laboral ya de por sí precarias, con altas tasas de empleo vulnerable e informal, y niveles de pobreza estructural que lamentablemente se verán exacerbados. Las brechas de género existentes en el mundo del trabajo, además, van a empeorar las condiciones laborales de las numerosas mujeres empleadas en los sectores informales y más precarizados, incluida la agricultura de subsistencia.

El uso insostenible de la tierra y de los recursos naturales en general, la deforestación, la pérdida de biodiversidad, la contaminación y sus interacciones, afectan negativamente a las capacidades de los ecosistemas, las sociedades, las comunidades y los individuos para adaptarse al cambio climático. La pérdida de ecosistemas y lo que estos brindan impactan a largo plazo sobre las personas a nivel global, pero en particular a los pueblos indígenas y las comunidades locales que dependen directamente de los ecosistemas y el suelo para satisfacer las necesidades básicas y desarrollar sus medios de vida.

Inmobiliarias

Efectos en ciudades y centros urbanos

Saliendo del ámbito rural, las cosas no están mucho mejor. En un contexto global en el que las ciudades están creciendo, el paisaje urbano siente cada vez más las repercusiones en sus servicios básicos, la infraestructura, las viviendas y la salud. Al mismo tiempo, las ciudades son un factor clave que contribuye al cambio climático, ya que las actividades urbanas son las principales fuentes de emisión de gases de efecto invernadero. Aunque las ciudades sólo ocupan el 2% de la superficie terrestre, representan el 70% de todas las emisiones de gases de efecto invernadero y consumen dos tercios de la energía mundial.

Según ONU-Hábitat, dentro de 30 años dos tercios de la población mundial vivirá en zonas urbanas y el 90% de este crecimiento urbano tendrá lugar en regiones menos desarrolladas, como Asia y África subsahariana. La urbanización en estas zonas se destaca por ser poco planificada, lo que alimenta el continuo crecimiento de los asentamientos informales, y la proliferación de la pobreza y la desigualdad urbanas. Los asentamientos informales, que actualmente albergan a unos 1.000 millones de personas, son los lugares en los que el impacto del cambio climático es y será más agudo y en los que más que nunca hay que reforzar la resiliencia.

Según el último informe del IPCC, en los entornos urbanos, el cambio climático observado a la fecha ya ha causado impactos en los medios de vida e infraestructura clave, con los mayores impactos concentrados entre los residentes urbanos marginados económica y socialmente. La infraestructura, incluidos los sistemas de transporte, agua, saneamiento y energía, se ha visto comprometida por fenómenos extremos y de evolución lenta, con las consiguientes pérdidas económicas, interrupciones de los servicios e impactos en el bienestar. 

La infraestructura de transporte, por ejemplo, es particularmente vulnerable a los fenómenos meteorológicos extremos y tiene un rol clave al conectar a las personas con oportunidades económicas, el comercio, la accesibilidad de alimentos, la educación y la asistencia sanitaria. Los impactos negativos del cambio climático tienden a recaer —de nuevo— en mayor medida sobre poblaciones vulnerables, en zonas donde la disponibilidad de rutas alternativas u otras opciones de transporte es escasa o inexistente. En la región, la CEPAL estima que casi 7.000 km de rutas de Centroamérica se podrían ver dañados por una subida de un metro del nivel del mar, mientras que el PNUD estima que los miembros de la CARICOM (Comunidad del Caribe) podrían perder casi 600 km de rutas y uno de cada cuatro aeropuertos.

El acceso a la vivienda también ya se está viendo afectado por los impactos climáticos. En muchas áreas, por ejemplo zonas costeras o inundables, las viviendas sufren repetidos daños que muchas veces implican costos de arreglo que están fuera del alcance de sus habitantes. Este es otro de esos círculos viciosos de los que tan difícil es salir, ya que la incapacidad de hacer frente o readaptar sus hogares hace que estas personas terminen a menudo en una situación de mayor vulnerabilidad que la inicial. Como si todo esto fuera poco, muchas personas que viven en zonas vulnerables al clima, han comenzado a sufrir aumentos de las tarifas de los seguros de sus hogares, y se estima que las primas de los seguros inmobiliarios mundiales aumenten un 5,3% anual de acá a 2040.

Todo esto que venimos mencionando en términos de riesgos del cambio climático para las ciudades, los asentamientos y la infraestructura va a aumentar rápidamente a medio y largo plazo en un contexto de mayor calentamiento global, especialmente en los lugares ya expuestos a altas temperaturas, zonas costeras y áreas de alta vulnerabilidad climática. A nivel mundial, el crecimiento de la población urbana, y en particular de la población viviendo en asentamientos precarios, implica que aproximadamente mil millones de personas van a correr el riesgo de sufrir peligros climáticos a medio plazo. Con un aumento de 0,15 metros del nivel del mar en relación con 2020, la cantidad de personas en riesgo de un evento de inundación aumentará en un 21% afectando a 83 millones de personas. Entre otras cosas, esto va a implicar un aumento en los costos de mantenimiento y reconstrucción de las infraestructuras urbanas, incluyendo edificios, viviendas, transporte e infraestructura de energía, que aumentarán conforme aumente el nivel de calentamiento global.

Para sorpresa de nadie, el cambio climático es y será más costoso para los países en desarrollo, que en muchos casos necesitarán reasignar sus presupuestos para hacer frente a las crisis medioambientales. En 2019, los países gastaron colectivamente 150.000 millones de dólares en catástrofes relacionadas con el cambio climático. El dinero que se gasta en lidiar con el cambio climático significa, evidentemente, menos dinero gastado en atención médica, educación, capacitación laboral y otras iniciativas que podrían contribuir a la reducción de la pobreza en estos países. Esto implica la necesidad de un enfoque y una acción coordinados a nivel mundial, regional, nacional y local que permita llevar adelante medidas de adaptación y mitigación que no vayan en detrimento del desarrollo de las comunidades.

Desplazados

Desplazamiento humano y migración 

Los cambios medioambientales y las catástrofes naturales han influido en la distribución de la población en nuestro planeta a lo largo de la historia, pero es muy probable que el cambio climático modifique sustancialmente las formas de asentarnos que tenemos los humanos. El último informe del IPCC confirma que el clima —y los fenómenos meteorológicos extremos— están provocando cada vez más desplazamientos de personas en todas las regiones del mundo.

En un contexto de fenómenos meteorológicos y climáticos extremos, la migración y desplazamiento de personas pueden tomar diferentes formas: ser forzadas o voluntarias, a corto o largo plazo, y van a depender siempre del contexto y las características específicas del entorno, el país, la localidad o el hogar. Es imposible identificar una única causa que explique por qué la gente migra o se desplaza. En este caso, las repercusiones del medio ambiente en la movilidad humana casi nunca son directas, excepto en casos de desastres repentinos, en los cuales las personas son literal y físicamente desplazadas. Por el contrario, la migración en general está motivada por una variedad de factores, entre los cuales las preocupaciones medioambientales se suman a otras consideraciones existentes que motivan la migración, como las preocupaciones económicas (búsqueda de mayores ingresos y empleos más estables), motivos políticos (conflictos, violación de los derechos humanos, discriminación) o motivos sociales y personales (matrimonio, reunión con la familia). 

La migración por motivos medioambientales, que se produce principalmente dentro del mismo país o de la misma región, adopta muchas formas: desde desplazamientos diarios más breves hasta migración prolongada o permanente. Desde evacuaciones temporales hasta desplazamientos prolongados, cuando las personas no pueden volver a sus hogares y permanecen en lo que debían ser refugios temporales durante meses, o incluso años. 

Según evidencia reciente, los riesgos climáticos y meteorológicos extremos —en particular las inundaciones, las tormentas y los desprendimientos de tierra— son la causa de la gran mayoría de los desplazamientos humanos en todo el mundo. El IDMC ha registrado una media de 24,5 millones de nuevos desplazamientos al año desde 2008 hasta 2021, lo que equivale a 67.000 desplazamientos por día. 

Así como hay más probabilidades de que te caiga un rayo que de que ganes la quiniela, en la actualidad hay siete veces más probabilidades de ser desplazado internamente por catástrofes meteorológicas extremas —como ciclones, inundaciones e incendios forestales— que por catástrofes geofísicas —como terremotos y erupciones volcánicas— y tres veces más que por conflictos y violencia4El IDMC caracteriza bajo la etiqueta de “conflictos y violencia” al conflicto armado, la violencia política, la violencia comunal y la violencia criminal..

Cuando dije que los efectos del cambio climático en las migraciones y desplazamientos humanos van a depender del contexto, me refería, por ejemplo, a pequeños estados insulares en desarrollo. Miremos Cuba, que se encuentra entre los países con mayor riesgo de desplazamiento interno como consecuencia de fenómenos meteorológicos extremos. Casi el 5% de la población se ha visto desplazada anualmente —entre 2008 y 2018— por fenómenos meteorológicos extremos, lo que equivaldría a desplazar a casi la mitad de la población de Madrid a otro lugar de España, en un solo año. La misma situación atraviesa Dominica. En África subsahariana muchos agricultores han tenido que abandonar sus tierras debido a las devastadoras sequías de los últimos años, mientras que poblaciones nómades de pastores en varias regiones del mundo se han visto forzados a cambiar sus rutas y prácticas para ajustarse a los cambios en las lluvias. La subida de las temperaturas y las sequías que han afectado a Centroamérica también explican —al menos en parte— el aumento de la migración desde esta región a Estados Unidos.

Otros efectos del cambio climático de evolución lenta, como la desertificación, el retroceso de los glaciares, la degradación del suelo, la pérdida de biodiversidad, la acidificación de los océanos, la salinización y la subida del nivel del mar, también pueden causar desplazamientos humanos, aunque al combinarse con factores socioeconómicos, de gobernanza y de vulnerabilidad de las personas, resulta difícil medir el fenómeno y entender su magnitud.

Sí podemos, igualmente, hacer algunas estimaciones. 

En un mundo cada vez más caliente y con polos más derretidos, el aumento del nivel del mar es una de las mayores amenazas climáticas que seguramente provoque migraciones. En la actualidad, se calcula que las ciudades costeras albergan el 37% de la población mundial. Más de 570 ciudades costeras podrían verse afectadas por la subida del nivel del mar de acá a 2050, lo que significa que hasta 1.000 millones de personas podrían verse desplazadas. 

A medio y largo plazo, se prevé que los desplazamientos de población aumenten con la intensificación de las precipitaciones y las inundaciones asociadas, los ciclones tropicales, la sequía y, cada vez más, la subida del nivel del mar. Estudios recientes muestran que, incluso si la población mundial se mantuviera en su nivel actual, el riesgo de desplazamiento humano relacionado con inundaciones aumentaría en más de un 50% con cada grado de calentamiento global, pero si se tiene en cuenta el aumento de la población, este riesgo sería significativamente mayor.

Así como los factores que influyen como desencadenantes de desplazamientos humanos son múltiples y se interrelacionan5La mayoría de las crisis actuales se deben a una compleja combinación de cambio climático y medioambiental, riesgo de catástrofes, conflictos, fragilidad y migración. Ejemplo de esto es que el , los impactos del desplazamiento también varían según el grupo de edad, el género, la discapacidad y otras variables. Así, por ejemplo, las personas con discapacidades son especialmente vulnerables, les resulta más difícil conseguir refugio o acceder a ayuda humanitaria. En el caso de las mujeres, son las normas culturales y sociales las que aumentan su vulnerabilidad frente a las crisis climáticas. En muchas partes del mundo, por ejemplo, las mujeres no aprenden a nadar o no pueden salir de su casa sin compañía, lo que las pone en mayor riesgo cuando se desatan inundaciones y tormentas. 

Esto es un problema porque la capacidad de las personas para desplazarse es un componente clave de su resiliencia, ya que les permite alejarse del peligro y seguir accediendo a los recursos que necesitan para hacer frente a los desastres y recuperarse de ellos. En este sentido, la movilidad aparece como una oportunidad de adaptación y supervivencia. 

El problema aparece cuando, dejando atrás sus pertenencias, su seguridad y los lazos con su comunidad, muchos desplazados internos no tienen otra alternativa que trasladarse a zonas marginales, en donde se encuentran expuestos a nuevos peligros. Estos asentamientos suelen estar mal planificados, con viviendas de baja calidad, pocos o ningún servicio básico, lo que aumenta su vulnerabilidad y el riesgo de verse forzados a desplazarse nuevamente.

En Colombia, donde millones de personas se encuentran desplazadas debido a la violencia y al conflicto armado, muchas veces a las familias no les queda otra opción que vivir en áreas de alto riesgo, como pueden ser asentamientos urbanos informales en zonas propensas a los desmoronamientos de tierra. En Mocoa, Putumayo, por ejemplo, 3 de cada 5 personas viviendo en el municipio se han visto desplazadas por el conflicto y la violencia, y el deslizamiento de tierra ocurrido en 2017 producto de lluvias de gran intensidad dejó más de 300 personas muertas, heridas o desaparecidas, y miles de personas sin hogar lo que provocó desplazamientos secundarios en el departamento. La situación humanitaria en Haití se deterioró en el año 2012, como consecuencia del aumento de la violencia de pandillas, catástrofes naturales y la pandemia de Covid-19. Los conflictos y la violencia desencadenaron 20.000 desplazamientos internos, un aumento del 157% respecto a 2020 y el más alto registrado en el país. Mientras tanto, los desastres meteorológicos provocaron otros 220.000.

Si bien no hay información contundente que hable de un vínculo directo entre los impactos del cambio climático, las catástrofes, la migración y el conflicto, el IPCC  ha observado en algunas regiones que los fenómenos meteorológicos y climáticos extremos han tenido un cierto impacto adverso en la duración, gravedad o frecuencia de los conflictos. 

Por otra parte, los movimientos de población se consideraron durante mucho tiempo como catástrofes humanitarias que debían evitarse imperativamente. El objetivo de las políticas fue siempre hacer todo lo posible para que las comunidades permanecieran en sus tierras. En general, se consideraba que los migrantes estaban indefensos, que eran a la vez los principales testigos y las principales víctimas de la crisis medioambiental, y del cambio climático en particular. Pero, en los últimos años, se ha formado un cierto consenso en torno a la idea de que la migración puede ser beneficiosa para la adaptación al cambio climático. Muchas organizaciones y gobiernos han comenzado a promover la movilidad como una solución, en lugar de intentar evitarla como un desastre. Esta visión positiva y dinámica encierra un cierto número de riesgos, empezando por olvidar que para un gran número de emigrantes la salida no es una elección voluntaria sino forzada. Tampoco se debe olvidar los riesgos para las comunidades de origen y de destino. El problema, como siempre, es más complejo. 

No todo está perdido

Los peligros climáticos ya son recurrentes en todas las regiones del mundo. Como vimos, esto hace y hará que los impactos y riesgos para la salud, los ecosistemas, la infraestructura, los medios de vida y los alimentos sean cada vez más altos. Como todo tiene que ver con todo, y no hay que olvidar la importancia de los factores de vulnerabilidad y la interseccionalidad, estos riesgos interactúan entre sí en una forma que solo puede terminar mal, generando nuevas fuentes de vulnerabilidad a los peligros climáticos y agravando el riesgo en general. 

Para colmo, el último informe de evaluación del IPCC llega a la conclusión de que a esta altura, muchos de los impactos del cambio climático ya resultan irreversibles, sin importar qué tipo de medidas tomemos. Pero, aunque en este momento parezca que nos vamos a morir todos y que la mejor solución sería empezar una nueva civilización de cero en Marte, lo cierto es que no, no todo está perdido.

Solamente hace falta reducir (ayer) las emisiones para minimizar los impactos y los costos a largo plazo, al mismo tiempo que intentar vivir de manera tal que podamos contribuir a reducir considerablemente las pérdidas y los daños, sobre todo durante la segunda mitad del siglo, que es cuando se espera que los impactos climáticos se aceleren. 

Pareciera ser que tenemos las herramientas y tecnologías, las ideas, la mano de obra y la capacidad de movilizarnos para dar este salto. La gran pregunta ahora es exactamente qué tenemos que hacer, cuáles son las acciones concretas. Y cómo hacerlas.

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