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Desarrollo productivo verde. El rol del Estado.

60min

¿Cómo podemos navegar la tensión entre ambiente y desarrollo usando las herramientas de la política pública?

El siguiente texto es un borrador, parte del proceso abierto de un libro sobre la crisis climática. ¿Por qué subimos un borrador? Porque un proyecto de esta magnitud, sobre un tema tan universal, necesita siempre incorporar otras miradas. Sentite libre de dejar comentarios generales debajo de todo o  podés dejar comentarios en fragmentos específicos del texto que resaltes.

Nosotros no empezamos el fuego, pero intentamos combatirlo

En 1989, año de la caída del Muro de Berlín y antesala del vertiginoso proceso de  globalización que atestiguaríamos en años siguientes, Billy Joel lanza el éxito “We didn’t start the fire” como parte del disco Storm Front. A diferencia de Piano Man o Vienna, la canción no narra una historia ordenada sino una enumeración de eventos y personalidades históricas que abarcan los primeros 40 años de vida del cantautor, entre los cuales se encuentran personajes como Peter Pan, Elvis Presley e incluso Juan Domingo Perón. Entre el piano, los acordes de la guitarra y la catarata de hitos que nombra el cantante se desprende un mensaje claro: los males de la época, con los que ellos tienen que lidiar, los preceden como generación. Nosotros no encendimos el fuego, siempre estuvo ardiendo, desde que el mundo gira; nosotros no comenzamos el fuego, no, nosotros no lo encendimos, pero intentamos apagarlo. Aquí Joel hace un ejercicio de perspectiva en el que no ignora el rol activo que debe tener su generación: no, nosotros no lo encendimos, pero intentamos combatirlo.

El debate sobre el cambio climático giró durante muchos años en torno a la discusión de quién prendió la mecha: qué países o regiones han contribuido históricamente más a avivarlo, qué generaciones o qué grupos de población dentro de los países cargan con la mayor responsabilidad. Si bien enfrentar el cambio climático es un desafío global, en donde todos debemos ayudar a combatir el fuego, analizar las responsabilidades detrás de este fenómeno esconde varias pistas respecto a cómo resolverlo, como ya fue mencionado en el primer capítulo de este libro.

Desde una perspectiva histórica, la contribución al cambio climático por región ha sido notoriamente desigual. De acuerdo a un análisis realizado por Hickel (2020), en 2015 Estados Unidos por sí solo fue responsable de un 40% del exceso de emisiones de dióxido de carbono de la atmósfera, mientras que por su parte la Unión Europea explicó un 29%. Si tomamos como categoría a los países del Norte Global (Estados Unidos, los países de Europa, Canadá, Japón, Israel, Australia y Nueva Zelanda), esta región es responsable del 92% en el exceso de emisiones. 

Fuente: Hickel, J. (2020). Quantifying national responsibility for climate breakdown: an equality-based attribution approach for carbon dioxide emissions in excess of the planetary boundary. The Lancet Planetary Health.

La forma en la que Hickel (2020) mide la contribución de los distintos países en relación con la emisión de dióxido de carbono1Todo el estudio considera únicamente el dióxido de carbono en tanto el siguiente gas más significativo, el metano, tiene un ciclo de vida corto que no contribuye significativamente al cálculo de stock de emisiones de largo plazo., el principal gas de efecto invernadero, no es para nada trivial. El autor considera para el período entre 1850 y 1969 las emisiones históricas de cada país en su territorio —esto es, las emisiones de acuerdo al país en donde fueron generadas— mientras que entre 1970 y 2015 toma las emisiones de acuerdo al consumo —es decir, las emisiones incluídas en los bienes que las personas consumen, sin importar dónde fueron producidos. Este segundo tipo de medición constituye un acercamiento interesante a la idea de responsabilidades. Si bien se suelen considerar las emisiones generadas territorialmente, en tanto el proceso de descarbonización depende en gran parte de las medidas de mitigación que implementen los Estados en su ámbito de influencia, esta metodología no capta el impacto que tienen los patrones de consumo de los habitantes de cada nación sobre el cambio climático. Pensemos en un ejemplo: una persona de Estados Unidos que come todos los días carne argentina, usa ropa confeccionada en Bangladesh y un celular producido en China, tiene una huella de carbono probablemente mucho mayor que la mayoría de las personas de esos tres países del Sur Global. No obstante, las emisiones de esos tres productos no le son computadas a Estados Unidos, en tanto fueron producidos en otros lugares del mundo. De esta forma, los estilos de vida y patrones de consumo de determinados países tienen un correlato que trasciende sus propias fronteras porque la globalización le ha permitido al Norte Global descentralizar muchos procesos industriales (junto con sus costos ambientales) hacia otros países. 

Como sugiere el ejemplo anterior, el nivel de consumo de cada individuo (los viajes en avión que hace, los bienes de lujo que compra, sus casas de fin de semana) determina su huella de carbono y, por ende, cuánto contribuye al cambio climático. En este sentido, a mayor nivel de ingreso, mayor “uso” de ese bien común que es la atmósfera y mayor responsabilidad sobre el cambio climático. Un estudio de Oxfam (2015) aporta datos impactantes en este aspecto:

    La contracara de quién empezó y avivó el fuego es quién sufre más el calor de sus llamas: tanto a nivel de países como a nivel individual, el calentamiento global afecta más a quienes menos contribuyen a su generación. Una persona de un barrio popular que viaja a su trabajo todos los días en transporte público, que nunca se subió a un avión y que apenas llega a fin de mes, contribuye notoriamente menos al cambio climático que una persona que vacaciona todos los años en destinos lejanos, renueva su guardarropas todas las temporadas y usa múltiples electrodomésticos. Sin embargo, cuando ocurre una inundación, probablemente sea la casa y los bienes de la persona del barrio popular la que sufra los mayores daños. Durante una ola de calor, la persona del barrio cerrado tiene aire acondicionado y una pileta en su casa, mientras que la persona del barrio popular probablemente tenga un tendido eléctrico precario, no tenga aire acondicionado e incluso puede que le corten el servicio de agua. Lo mismo ocurre con el incremento en el precio de los alimentos producto de una sequía, la escasez de agua o los incendios forestales: las personas de mayores ingresos tienen más herramientas para hacerles frente. Estas inequidades, además, no obedecen únicamente a cuestiones de ingreso, sino también a aspectos de género, raciales y de desigualdad territorial. De manera análoga, en el plano internacional, los países de menores ingresos son quienes sufren los mayores impactos del cambio climático, tanto por su ubicación geográfica -más sujeta a la influencia de fenómenos extremos y a la suba en el nivel del mar-, como por la dependencia de sus economías a actividades que requieren de determinadas condiciones climáticas. A esto se suma que tienen mayores porcentajes de población en situación de vulnerabilidad social, y menores fondos y tecnología para destinar a medidas de adaptación. 

    Esta discusión sobre las responsabilidades (actuales e históricas) detrás del cambio climático es relevante en tanto implementar medidas de adaptación y de mitigación requiere, entre otras cosas, de fondos, tecnología y construcción de capacidades. En este sentido, aplicar un criterio de justicia climática, tanto entre los países como entre las personas dentro de un país, implica que quienes más recursos tienen sean los que más contribuyan para proveerlos. Sin embargo, el panorama internacional actual está muy alejado de este objetivo: la cooperación es escasa, continúa habiendo una considerable brecha entre la trayectoria de emisiones deseable y la existente (como muestra el gráfico a continuación) y  el financiamiento que los países desarrollados se comprometieron a movilizar (100 mil millones de dólares al 2020) fluye lenta e insuficientemente, con escasa orientación hacia medidas de adaptación y cuasi nula a pérdidas y daños. 

    Brecha de emisiones: hacia el final del siglo, si los países cumplen con sus compromisos de reducción de emisiones, el calentamiento global será de 2,7°C, sustancialmente por encima del 1,5°C que indica el objetivo más ambicioso del Acuerdo de París. Fuente: UNEP (2021). Emissions gap report. Disponible en: https://www.unep.org/resources/emissions-gap-report-2021 

    A este escenario se suma que las reglas del juego del comercio y la economía están cambiando de manera acelerada en respuesta al cambio climático. Los países centrales impondrán cada vez más barreras a las exportaciones de otros países en base a su huella de carbono y se multiplicarán las condiciones de fondos internacionales en base a criterios climáticos. Esto implica que para aquellos países que no disminuyan sus emisiones, cada vez será más difícil vender sus productos y acceder a préstamos. Como contracara, los países más favorecidos por estas nuevas reglas serán aquellos que produzcan productos verdes, con tecnologías que contribuyan a la reconversión productiva y a la transición energética.

    Con este telón de fondo es que buscamos explorar algunos caminos estratégicos que puedan adoptar los países del Sur Global, teniendo en cuenta sus capacidades y limitaciones frente a las exigencias que plantea la transición. Para esto, pondremos el foco en algunas de las herramientas que tienen los Estados para llevar adelante la transición hacia procesos productivos menos intensivos en emisiones de carbono (o carbono-dependientes). Esto implica un triple desafío. Por un lado, requiere incentivar inversiones en investigación y desarrollo (I+D) que generen innovaciones tecnológicas capaces de romper progresivamente estas dependencias técnicas con los combustibles fósiles. Por otro lado, como no basta con que las tecnologías verdes existan sino que tienen que ser utilizadas masivamente, exige también la promoción del consumo y la difusión de estas alternativas. En tercer lugar, debe considerarse que este proceso no se da en el vacío, sino que lo llevan adelante diversos países simultáneamente, y que éstos pelean por las ganancias extraordinarias que implica ser pioneros en introducir las nuevas tecnologías. En este contexto, cada país debe sopesar estratégicamente dónde tiene más oportunidades de insertarse a competir y apostar por aquellos sectores verdes con mayor potencial. 

    Con el fin de pensar en cómo atender estos tres desafíos exploramos las Políticas de Desarrollo Productivo Verde (en adelante, PDPV) que instrumentan los diferentes países en el mundo. Estas surgen como respuesta a una nueva agenda política que irrumpió con fuerza durante las últimas décadas y que busca la intersección entre lo económico, lo social y lo ambiental. Pueden abarcar diferentes instrumentos de política pública, como subsidios, políticas tarifarias o certificaciones, y pueden ser fácilmente identificadas si exploramos diferentes experiencias a nivel internacional. Desde Estados Unidos y Alemania, pasando por China, hasta países vecinos como Brasil y Chile, todos han implementado PDPV en las últimas décadas con el objetivo de impulsar sectores verdes dentro de sus entramados productivos nacionales. Al indagar en la comparación de estas experiencias, surge como elemento común el rol activo que tiene el Estado en la transformación productiva: la trayectoria de los países que avanzan en la implementación de PDPV da cuenta de que este proceso no se da de manera automática o espontánea, sino que requiere de una intervención estratégica que “rompa” con las trayectorias arraigadas de desarrollo y que genere los incentivos para ir hacia alternativas más limpias. En este camino, los Estados no cuentan con una receta universal que guíe paso a paso su intervención, sino que son los factores institucionales, tecnológicos, políticos y económicos propios de cada país los que condicionarán en última instancia a las políticas adoptadas. Para aquellos países, como muchos del Sur Global, que además se suman a esta transformación de manera tardía, es fundamental analizar los aprendizajes sobre qué funcionó y qué no en otras latitudes.

    En este contexto, el desafío de los países como Argentina es particularmente grande. No solo debemos adaptarnos a las nuevas reglas del juego y encontrar la manera de producir más sosteniblemente sin contar con los recursos ni la tecnología de los países ricos, sino que debemos apagar más incendios que los que Billy Joel alguna vez imaginó: pobreza, desempleo, informalidad laboral, alta inflación y deuda externa, con instituciones más débiles que las de los países del Norte y una tendencia política pendular que hace que cuando cambian los gobiernos cambien gran parte de las estrategias de intervención del Estado. Estas circunstancias no hacen menos importante, pero sí más difícil, pensar en cómo insertarnos dentro del cambio de paradigma hacia un mundo bajo en emisiones de carbono. El abordaje de la teoría de la Complejidad Económica, que se describe en el próximo apartado, es una herramienta útil para entender nuestras capacidades y limitaciones, y nos permitirá definir caminos favorables de desarrollo productivo verde. Pero antes de diseñar una hoja de ruta, es necesario estar al tanto de qué posibilidades tenemos en el camino de la transición: primero hay que pensar a dónde queremos y podemos llegar y, recién entonces, preguntarnos cómo podemos hacerlo. Para hacerlo es fundamental evaluar en dónde estamos parados hoy, entender las reglas del juego que rigen el proceso de transición y qué estrategias utilizaron los distintos países hasta el momento para impulsar sus sectores verdes. Solo así podremos delinear un plan de acción que nos permita afrontar más de un incendio a la vez.

    La ruta de la complejidad

    Tenemos por delante entonces la tarea de recopilar las estrategias internacionales de desarrollo productivo verde y aprender de ellas para diseñar políticas que atiendan los desafíos climáticos y que a la vez favorezcan el necesario desarrollo del Sur Global. Pero, ¿cómo condensar toda esa información? ¿Qué datos debemos mirar? ¿Cómo organizarlos y, sobre todo, cómo interpretarlos? 

    Para empezar, de todos los datos que tenemos a disposición, la serie histórica de exportaciones de productos a escala internacional son especialmente útiles porque representan aquellos bienes para los cuales la competitividad de los mercados y las políticas de promoción de los Estados fueron lo suficientemente exitosas para que logren insertarse en el mercado mundial. Luego, para la etapa de interpretación, necesitamos un abordaje que nos permita analizar las canastas exportadoras de manera integral, de tal forma de encontrar aquellas estrategias que, por un lado, puedan favorecer el desarrollo del Sur Global y que, por el otro, impulsen el avance de los sectores verdes. Para ello, un enfoque valioso es el de la Complejidad Económica, que es la aplicación de la ciencia de redes a distintos problemas de la economía. Este marco resulta conveniente ya que nos acerca a entender la estructura de los sistemas productivos de los distintos países y su evolución en el tiempo, entre otras cuestiones. Como veremos a continuación, el análisis que se deriva de este abordaje no es meramente descriptivo sino que permite generar propuestas concretas para orientar el desarrollo en una dirección deseable hacia el futuro.

    “Las redes están por todas partes” indica un conocido slogan que reconoce la presencia ubicua de las estructuras de redes a través de una gran diversidad de fenómenos naturales y sociales. La definición formal de una red proviene de la idea intuitiva que todos tenemos de ella: se trata de nodos conectados entre sí por enlaces. Podemos describir prácticamente cualquier sistema de relaciones e interacciones usando estos dos conceptos: los nodos y enlaces pueden tomar diversas formas, desde la red de proteínas que trabajan en conjunto para mantener viva una célula o la red de personas que trabajan para mantener una institución, hasta los países que mantienen una red de comercio internacional. Una de las más célebres aplicaciones de la ciencia de redes fue para organizar la red de Internet, tomando como nodos a cada una de las páginas web existentes. Estamos hablando de PageRank, el algoritmo desarrollado por Larry Page y Sergey Brin que marcó el inicio de la empresa Google. En este algoritmo de redes los enlaces entre las distintas páginas se definen según la existencia de links o hipervínculos que posibiliten el acceso a una página a partir de otra. Esto permitió generar rankings de páginas, asumiendo como más importantes aquellas que reciben más enlaces, lo que convirtió a este algoritmo en un exitoso motor de búsqueda en Internet.

    La Complejidad Económica propone que el sistema productivo de comercio internacional también puede describirse como una red, llamada espacio-producto. En esta red los productos son los nodos y para entender las intuiciones detrás de cómo se definen los enlaces entre ellos, es decir, cómo se relacionan los productos entre sí, hay que empezar por indagar acerca de dos de los conceptos más importantes en el marco de esta teoría: ¿qué son la proximidad y la complejidad cuando hablamos de sistemas productivos? 

    Teoría Scrabble del desarrollo económico

    ¿Es razonable decir que dos países que exportan exactamente el mismo monto en dinero —uno en sal y el otro en satélites— tienen economías con desarrollo similar? Probablemente, la primera intuición sea que no. Pero, ¿qué hay detrás de esa intuición? ¿Qué diferencias esperamos encontrar entre la matriz productiva de un país que es capaz de exportar sal y la de uno capaz de exportar satélites? La primera aproximación a esta intuición es que los satélites son productos más complejos que la sal. Entonces, hay que preguntarse: ¿qué significa que un producto sea complejo?

    Para entenderlo puede ser de ayuda pensar una analogía con el Scrabble, es decir, con letras y palabras. ¿Qué pasa si pensamos en cada producto como una palabra y en cada letra como una de las capacidades necesarias para construir esa palabra-producto? Cuando tenemos solamente una A podemos formar solamente una palabra: A. 

    Agregando una segunda letra, por ejemplo la L, somos capaces de formar 3 palabras: A, AL y LA.

    Sigamos agregando. Vamos por una S. Tenemos ahora A, AL, AS, LAS, SAL. Podemos ver crecer la cantidad de palabras y, al mismo tiempo, la complejidad: no solo podemos formar más palabras sino también palabras más largas.

    Apenas agregando una letra más, la cantidad y complejidad de las palabras que podemos formar escala rápidamente. Así, al incorporar una E ya tenemos una lista de 15 palabras posibles: A, AL, LA, AS, LAS, SAL, SALE, LESA, ESA, LES, EA, EL, ES, LE, SE.

    Cada letra nueva que agregamos a nuestro repertorio de posibilidades aumenta significativamente la cantidad de combinaciones que somos capaces de crear, pero también nos da acceso a palabras largas y únicas, es decir, palabras más complejas.

    Esta imagen intuitiva de lo que significa complejidad (llamada Teoría Scrabble del Desarrollo Económico) puede permitirnos visualizar una matriz productiva: basta con imaginar a las letras del Scrabble como las diferentes personas y capacidades con las que una empresa, país o región cuenta para ejecutar el desarrollo de un determinado producto (o su equivalente, una palabra). Esta analogía nos permite visualizar cómo incorporar letras (capacidades) tiene un efecto multiplicador que abre considerablemente el horizonte de las palabras que se pueden armar (o productos que se pueden producir). Inclusive, podemos dar un paso más y empezar a entender cómo se relacionan los productos entre sí observando qué tan parecidas son las capacidades necesarias para fabricarlos o, dicho de otro modo, qué tan similares son las letras que forman las palabras. Así, SAL y CAL serán cercanas porque, teniendo cualquiera de las dos, estamos solamente a una letra de poder producir la otra.

    En cambio, SAL y CELULAR están más lejos.

    Pasar de producir SAL a CELULAR implica conseguir muchas letras (desarrollar capacidades) con las que no contamos. Y todavía más. Si tratamos de conectar cada palabra-producto con otras que estén directamente relacionadas, vamos a ver que las palabras más largas y complejas son, al mismo tiempo, las más conectadas. Esto es esperable porque, al tener más letras totales, es más probable que exista otra palabra que también use esas letras.

    Así, SATÉLITE, SAL, CAL, CELULAR, RULETA y TELA pueden conectarse entre ellas en diferentes grados o niveles de proximidad, en función de cuántas letras tienen en común. Entre estas intuiciones simples empiezan a aparecer ideas importantes, como la de proximidad y la de conectividad. Los productos-palabras más complejos son, al mismo tiempo, los que esperaríamos ver más conectados a otros productos-palabras. Dado que para armar SATÉLITES se necesita contar con muchas capacidades-letras diferentes, es esperable que quien puede producirlos pueda, también, producir muchos otros productos más sencillos que combinen parcialmente esas mismas capacidades.

    El mapa de la complejidad

    La idea subyacente es que poder exportar un producto competitivamente es el resultado de la capacidad de las personas de acumular conocimiento y poder coordinarse efectivamente para convertir esas capacidades en un producto complejo. Sin embargo, mientras que para producir celulares se requiere de un amplio conocimiento técnico de diversa índole, que necesariamente tiene que estar distribuido entre una gran cantidad de personas, para producir sal hacen falta menos capacidades. Esto define la proximidad entre dos productos: la similaridad entre las capacidades y conocimientos necesarios para poder producirlos (las letras que tienen en común). Si dos productos se exportan juntos de manera frecuente es porque los conocimientos para poder producirlos son comunes a los países que los exportan. Esto implica que los enlaces entre los productos, es decir, las relaciones que unen a los nodos, estarán definidos por la probabilidad que tienen esos bienes de ser coexportados de manera conjunta por los países. ¿Qué tanto aparecen los celulares y la sal juntos en la misma canasta exportadora? Usando los datos de exportaciones podemos responder esta pregunta para cada par de productos y así armar el espacio-producto, un mapa que contiene todos los productos que se exportan a nivel mundial y la proximidad entre ellos.

    De esto resulta que mientras más complejo es un producto, más conocimientos o capacidades más complejas se requerirán para poder producirlo, y éstas tendrán que estar distribuidas en una mayor cantidad de personas. Entonces, para hacer que las capacidades productivas de un país aumenten se necesita formar personas que puedan utilizar ese conocimiento cooperativa y coordinadamente para producir algo complejo. Mientras más complejas sean esas capacidades, más difíciles será adquirirlas y coordinarlas, y por lo tanto menos países van a poder abarcar la totalidad de los conocimientos necesarios para poder exportar competitivamente los productos más complejos. 

    La intuición detrás de la complejidad de cada producto es que depende, por un lado, de su ubicuidad, es decir, del número de países capaces de exportarlo de forma competitiva y, por el otro, de la diversificación de la canasta exportadora de esos países, es decir, de la cantidad de productos que exportan de manera competitiva. Cuanto menor es el número de países que lo exporten y cuanto más diversificada sea la canasta exportadora de dichos países más complejo será el producto. Con el objetivo de conocer qué tan complejos son los bienes que se comercian a nivel internacional, podemos tomar los datos de las exportaciones de los diferentes países y generar un ranking de productos, de más a menos complejo, según su índice de complejidad producto (ICP). Por ejemplo, dentro de los productos que lideran la lista de complejidad se encuentran las maquinarias y centros de mecanizado para el trabajo del metal, máquinas de rayos X, instrumentos de análisis químicos y físicos, elementos y preparaciones químicas para electrónica y fotografía, microscopios o máquinas de láser. En el conjunto de productos con menor complejidad se encuentran distintos tipos de minerales, granos y residuos de cacao, algodón en bruto, distintos tipos de vegetales, tés o aceites, es decir, productos que no requieren tanto conocimiento complejo para poder ser exportados.

    Usando estos valores de complejidad de productos también se puede obtener el índice de complejidad económica (ICE) de cada país, que permite clasificar a las naciones en términos de la complejidad de su canasta de exportaciones. Esta medida captura el conocimiento de un país expresado en los bienes que produce y exporta. Aquellos países con una diversidad de conocimientos técnicos productivos podrán fabricar un abanico amplio y diverso de productos, incluso aquellos bienes complejos que solo pocos pueden elaborar. El ICE se considera una medida útil del desarrollo económico en tanto la complejidad de las exportaciones de un país no solo predice en gran medida los niveles de ingresos actuales, sino que también anticipa que el país tendrá un mayor crecimiento económico futuro. Entre 2014 y 2018, el ranking de países según su ICE era liderado por Japón, Suiza y Alemania, y Argentina se encontraba en el puesto 49 de los 122 países tomados en cuenta.

    Entonces, el ICE es una medida que engloba las capacidades que una economía tiene para poder producir productos complejos, y será más alto a medida que los productos que se exporten requieran más capacidades para ser producidos. Sin embargo, este es solo el comienzo. Se ha mostrado de manera general y usando distintas fuentes de datos que el índice de complejidad económica correlaciona con diversos resultados macroeconómicos: con el crecimiento económico, con el nivel de ingresos de los países, con menor desigualdad de los ingresos y brechas salariales de género, y también con mayor eficiencia en las emisiones de gases de efecto invernadero por producto bruto interno de cada país. Es decir, el ICE de los países no solo nos dice cuán complejos son los productos que exporta, sino que es una medida de crecimiento económico, inclusivo y verde. En este punto, encontramos una veta especialmente valiosa para los países del Sur Global: orientar las políticas de tal forma de incrementar la complejidad de los productos que se exportan puede ser una dirección estratégica si queremos abordar desafíos de desarrollo y sostenibilidad simultáneamente.

    No obstante, al hablar de innovación y avance tecnológico como respuesta al cambio climático, debemos hacer una salvedad importante. Si bien estos procesos de transformación son una condición necesaria e indispensable como forma de disminuir las emisiones de gases de efecto invernadero, no siempre el resultado del avance tecnológico lleva a un mejor resultado en términos ambientales. Por el contrario, hay situaciones en las que una mayor eficiencia en el uso de los recursos (por ejemplo, un uso más eficiente de la energía) lleva a una demanda aún mayor de ese recurso, lo que hace que el efecto agregado en términos ambientales se anule o no sea tan grande. ¿Cómo puede pasar esto? Pensemos en un ejemplo: las lámparas de bajo consumo. La idea intuitiva indica que el avance tecnológico que supone la incorporación masiva de lámparas LED es positivo en términos de combate al cambio climático, ya que la misma iluminación puede obtenerse con un menor gasto de energía. Sin embargo, obtener la misma cantidad de luz utilizando menos recursos también abarata la energía, lo cual hace que con la misma cantidad de dinero se pueda iluminar más. Así, la difusión de las lámparas LED no necesariamente disminuye las emisiones: si las personas eligen usar ese dinero extra para iluminar más sus casas, ese gasto adicional de energía puede neutralizar el efecto inicial. A su vez, de manera indirecta, si con ese dinero extra producto del ahorro en energía se deciden realizar consumos contaminantes (como viajar más en avión), el efecto positivo inicial sobre la atmósfera también tiende a ser menor, neutro o directamente negativo. Esta noción es llamada “paradoja de Jevons”, ya que fue descubierta por William Stanley Jevons en la Inglaterra de 1865 al observar la asociación contraintuitiva que existía entre la innovación en plantas de carbón más eficientes y el aumento en el consumo de este combustible. La idea de la paradoja de Jevons no implica, no obstante, que siempre que una innovación tecnológica haga más eficiente el uso de un recurso esto vaya a conducir a un aumento en el consumo del mismo, o que toda innovación vaya a tener un impacto negativo en términos ambientales: no caben dudas de que necesitamos la difusión de nuevas tecnologías para independizar nuestra vida de los combustibles fósiles. En cambio, la paradoja de Jevons sugiere tener una posición prudente respecto al avance tecnológico, e incorporar la noción de que si bien es una condición necesaria, no es en sí misma suficiente, por lo que debe observarse integralmente el resultado de una innovación y diseñar políticas públicas que eviten un efecto contrario al deseado. 

    Además, si bien a mayor complejidad de una economía (ICE) se ve una mejora en la eficiencia de las emisiones, para solucionar el problema del cambio climático hace falta alcanzar la neutralidad de carbono. Esto necesariamente va a requerir ciertos desarrollos tecnológicos novedosos y disruptivos que no continúen con las formas de producción y consumo actuales. O sea que, al estudiar el sistema productivo global a partir de los desarrollos pasados y presentes, la Complejidad Económica no puede ayudarnos con ese tipo de innovación novedosa. Sin embargo, es una herramienta útil para los países del Sur Global que necesitan insertarse en un mercado verde que inevitablemente va a crecer fuertemente en el futuro próximo. Países como Argentina enfrentan el doble desafío de disminuir sus emisiones mientras buscan una inserción internacional que le permita generar divisas para disminuir sus niveles de pobreza, es decir, que deben tratar de contener y apagar varios incendios a la vez. Ahora bien, ¿qué herramientas concretas propone la complejidad económica para elaborar un plan accionable de desarrollo para insertarse en esos mercados verdes que necesariamente crecerán en el futuro?

    Caminos probables versus caminos estratégicos verdes

    Del espacio-producto se desprenden dinámicas de “caminos probables” y “caminos estratégicos” posibles de desarrollo productivo. Los caminos probables corresponden a los productos más cercanos a una región según su canasta exportadora actual, es decir, los productos más cercanos a la canasta tienen mayor probabilidad de ser desarrollados en el corto plazo. Esto se debe a que al ser productos próximos a la canasta, la mayor parte de las capacidades necesarias para producirlos ya se encuentran disponibles dentro de esa región. Sin embargo, estos caminos no son necesariamente los que más benefician el desarrollo a futuro, y mucho menos los que mejor ayudan a combatir el cambio climático. Por eso, debemos buscar formas de movernos estratégicamente a través del espacio-producto partiendo de nuestras capacidades actuales y persiguiendo el objetivo de maximizar la complejidad económica futura. Complementariamente, que un producto sea complejo no garantiza per sé que sea más verde, por lo tanto debemos también incorporar en esta búsqueda la perspectiva ambiental, de manera tal de diseñar caminos estratégicos de desarrollo productivo que nos lleven simultáneamente hacia una economía más compleja y más verde. En este aspecto, el espacio-producto funciona como una brújula para orientar políticas de desarrollo productivo verde (PDPV).

    Para poder marcar caminos que tengan en cuenta los sectores verdes, primero necesitamos entender qué productos de la red de comercio internacional conllevan beneficios ambientales. Existen cuantiosos intentos de producir clasificaciones de productos verdes en este sentido. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) ha elaborado listas de productos utilizados en distintas categorías ambientales, como el control de la polución del aire, el manejo del agua y de los desechos, la producción de energías renovables, y el monitoreo ambiental. Otras listas producidas por la Organización Mundial del Comercio (OMC) y el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC) fueron creadas específicamente para planear una reducción o eliminación de impuestos y barreras al comercio de productos con beneficio ambiental. Usando las listas de la OCDE, OMC y APEC en conjunto podemos generar una clasificación de productos verdes robusta que sea útil para informar PDPV. Utilizamos esta lista para crear la red de productos con beneficio ambiental, el espacio-producto-verde, que graficamos a continuación y en el que podemos observar iluminados en naranja los productos que Alemania (a), China (b) y Argentina (c) exportaron competitivamente durante los años 2014 a 2018. Resulta evidente de estos gráficos que Argentina tiene mucho trabajo por hacer en términos de desarrollo productivo verde.

    Además, la versatilidad del abordaje de la Complejidad Económica permite tomar economías agregadas (como los continentes) o desagregadas (como las provincias) y estudiarlas como unidades productivas de tal manera que puedan ser comparadas con otros países o regiones (siempre que se cuente con los datos necesarios para hacerlo). En este caso tomamos a los países de América del Sur como una economía en común y mostramos iluminados en naranja los productos verdes que se exportaron competitivamente entre 2014 y 2018 desde Sudamérica (d). Como se puede ver, ésta tampoco resulta competitiva internacionalmente en términos de mercados productivos verdes.

    En el ranking de complejidad de países según la canasta exportadora de productos que conllevan un beneficio para el ambiente (el índice de complejidad económica verde, ICV) Argentina está en el puesto 73 teniendo en cuenta 122 países, entre 2014 y 2018. Del top 20, 17 son europeos, y los tres restantes son China, Estados Unidos y Japón. Tomando a Sudamérica como una región productiva común, el índice de complejidad verde (ICV) asciende solamente al puesto 67 para toda la región. Además, los productos verdes más cercanos en el espacio-producto-verde según nuestras ventajas comparativas actuales (es decir, nuestras capacidades actuales) no son los más complejos, ni producirlos nos dejaría en una posición competitiva hacia el futuro. Por eso es conveniente usar el espacio-producto-verde para impulsar el desarrollo de productos estratégicos, es decir, productos verdes que tengan un buen balance entre cercanía a la canasta exportadora actual y al mismo tiempo abran caminos de mayor complejidad económica verde hacia el futuro. Juntando estos criterios se puede generar una lista de productos según su nivel de perspectiva de complejidad futura (PCF), es decir, que los productos con mayor PCF no están tan lejanos a las capacidades de la región que se considere para calcularlo y, al mismo tiempo, sin ser necesariamente los productos más complejos, sí son los que abren la puerta a maximizar la complejidad futura de esa región. Teniendo en cuenta estos criterios de selección para la Argentina y sectores que fueron históricamente competitivos y hoy ya no lo son, mostramos un listado de 12 productos que son un insumo novedoso para orientar la sintonía fina de las PDPV hacia el futuro2El potencial productivo verde de la Argentina: evidencias y propuestas para una política de desarrollo. G. Palazzo, M. Feole, M. Gutman, L. Pezzarini, M. B. Dias Lourenco, T Bril Mascarenhas (2021)..

    ProductoServicio ambientalCriterio de selección
    Embragues y órganos de acoplamiento, incluidas juntas de articulación.Se utiliza para el montaje inicial, reparación y mantenimiento de sistemas de energía eólica.Alta complejidad a futuro, con exportación actual no competitiva.
    Bombas de vacio.Equipo de manejo de aire. Se utiliza en varias aplicaciones medioambientales, por ejemplo, la desulfuración de los gases de combustión.Alta complejidad a futuro, con exportación actual no competitiva.
    Aparatos e instrumentos para pesar, con capacidad superior a 30kg.Gestión de aguas residuales.Alta complejidad a futuro, con exportación actual no competitiva.
    Bombas volumétricas rotativas o alternativas.Para manipulación y transporte de aguas residuales o lodos durante el tratamiento.Alta complejidad a futuro, con exportación actual no competitiva.
    Máquinas y aparatos para mezclar, malaxar, quebrantar, triturar, moler.Se utiliza para preparar residuos para su reciclaje; mezcla de aguas residuales durante el tratamiento; preparación de residuos orgánicos para compostaje.Alta complejidad a futuro, con exportación actual no competitiva.
    Bombas y compresores de aire.Equipo de manejo de aire. Transporte o extracción de aire contaminado, gases corrosivos o polvo.Producto cercano con alta complejidad.
    Bombas centrifugas.Para manipulación y transporte de aguas residuales o lodos durante el tratamiento.Alta complejidad a futuro, con exportación actual no competitiva.
    Intercambiadores de calor.Algunos intercambiadores de calor están diseñados específicamente para su uso en relación con fuentes de energía renovables como la energía geotérmica.Producto cercano con alta complejidad.
    Instrumentos y aparatos para la medida o detección de radiaciones ionizantes.Instrumentos para medir o detectar radiaciones ionizantes.Producto cercano con alta complejidad.
    Hidróxido de sodio (sosa cáustica), en disolución acuosa.Gestión de aguas residuales.Producto cercano con alta complejidad.
    Máquinas y aparatos para limpiar o secar botellas y demás recipientes.Se utiliza para limpiar y secar botellas para que puedan ser recicladas y reutilizadas.Producto cercano con alta complejidad.
    Aparatos y dispositivos para licuefacción de aire o gases.Piezas utilizadas en el mantenimiento y reparación de calentadores solares de agua, que utilizan energía solar térmica para calentar el agua, sin producir contaminación.Producto cercano con alta complejidad.

    Muchos de estos productos quedan en general por fuera del radar de la discusión pública. Se trata principalmente de productos de los sectores de aparatos mecánicos y eléctricos e instrumentos de medición y control. Algunos ejemplos se corresponden con distintos tipos de maquinaria para el reciclado de componentes orgánicos e inorgánicos, equipos para el control, manejo y traslado de diferentes clases de desechos y contaminantes, y maquinaria para la filtración y depuración de agua y gases. En estos productos el país ya cuenta con capacidades productivas relevantes y se encuentran bien conectados entre sí, de modo tal que las posibilidades de exportarlos competitivamente no es remota, y esto además permite que las capacidades obtenidas para poder producirlos se retroalimenten hacia otras áreas cada vez más complejas, que logren impulsar el desarrollo verde en general.

    Algunos resultados para pensar un modelo de crecimiento verde

    Tomar esta herramienta y utilizarla en un país del Sur Global para favorecer el crecimiento económico verde nos deja frente a una tarea que requiere, entonces, tres ingredientes. En primer lugar, es necesario determinar en qué sectores tiene potencial ese país, es decir, aquellos que en el futuro cercano lograrán competir internacionalmente pero que todavía no se desarrollaron o lo han hecho de manera muy incipiente. Se trata en otras palabras de descubrir qué capacidades productivas ya tiene el país; capacidades que, con un proceso de adaptación y/o aprendizaje, pueden ser un punto de partida para el desarrollo de nuevos sectores. A modo de ejemplo, es razonable pensar que para un país será más sencillo producir competitivamente carteras de cuero en el futuro si en el presente ya cuenta con proveedores, mano de obra y experiencia productiva en la fabricación de zapatos de cuero. En cambio, ese sendero será más difícil de recorrer si el país produce de forma competitiva únicamente, por ejemplo, almendras.

    En segundo lugar, es necesario identificar aquellos sectores que potencian la complejidad, es decir, aquellos que requieren ciertas capacidades que, una vez adquiridas, incrementan la productividad y permiten acelerar el crecimiento económico futuro. En tercer lugar, como no nos alcanza con que los productos sean complejos sino que también deben colaborar con la mitigación del cambio climático, se necesitará combinar estos dos ingredientes con una clasificación de productos verdes y analizar este subconjunto de actividades productivas.

    En este punto, nos encontramos con un resultado muy relevante en la búsqueda de caminos estratégicos hacia el desarrollo sustentable: los productos clasificados como verdes tienen asociada en general una complejidad superior a la del total de los productos en general. En el caso particular de Argentina —vale subrayarlo, porque no todos los países tienen esta “suerte”—, a este resultado se le suma uno segundo: los productos verdes muestran una relación positiva entre su índice de complejidad y su perspectiva de complejidad futura, que funciona como un puente hacia productos más complejos. El resultado es afortunado, ya que la evidencia sugiere que el crecimiento verde es un camino posible para la Argentina del futuro: dicho de otro modo, el ingreso a un sendero verde no implica resignar crecimiento económico sino que más bien puede potenciarlo, entrando en un círculo virtuoso de crecimiento verde.

    Este segundo resultado vuelve promisoria una posible estrategia de crecimiento verde en la Argentina. Sin embargo, la posibilidad de diversificar y entrar en este círculo virtuoso no está garantizada. Si analizamos la situación actual, vemos que aquellos productos verdes en los que la Argentina tiene mayor proximidad no son productos complejos ni incrementan la perspectiva de complejidad futura. Es decir, la Argentina tiene una transición más sencilla hacia la producción de bienes de baja complejidad. Este hecho indica que la estrategia de preservar el status quo no conduce a una diversificación relevante, dado que la especialización en productos verdes de baja complejidad nos aleja del círculo virtuoso. Esto no quiere decir que las posibilidades de desarrollo verde sean remotas, pero se requieren de políticas productivas direccionadas a aumentar las capacidades actuales para generar el desarrollo de productos verdes interesantes en términos de su contribución al crecimiento y desarrollo económico verde. Para comenzar a discutir cómo articular esas políticas, debemos primero tomarnos un momento para repensar en el rol que puede desempeñar el Estado propulsando las mismas, para luego analizar en mayor profundidad las PDPV que se pueden adoptar. Estos últimos dos puntos estarán en el centro de la discusión en la próxima sección.

    Construyendo caminos hacia el desarrollo productivo verde

    En la sección anterior, aplicando el lente de la complejidad económica verde para analizar el entramado productivo de Argentina, se mostró que la estrategia statu quo ━es decir, mantener la trayectoria actual de desarrollo de los sectores productivos━ no conduce al país hacia un sendero ni muy verde ni de mucho crecimiento. Mucho menos posibilita conciliar ambos objetivos como parte de una misma estrategia de desarrollo. 

    Esta situación, la cual es compartida por la mayoría de los países de la región, nos lleva a preguntarnos ¿cuál es el sendero deseable para un desarrollo verde?, y aún más importante, ¿cómo podemos hacer para dirigirnos hacia él?

    La complejidad económica, como ya vimos, puede ayudarnos a responder la primera de estas preguntas, pero la segunda pregunta es una cuestión totalmente diferente. Para poner en práctica caminos estratégicos que nos permitan hacer frente a la problemática ambiental ━y al mismo tiempo abordar los desafíos sociales y económicos de nuestra época━ debemos pensar no solo en qué herramientas tenemos a disposición sino también en cómo podemos implementarlas. Para esto se torna fundamental pensar en dos figuras que tendrán un papel crucial a la hora de transitar los caminos que nos muestra la ruta de la complejidad: el mercado y el Estado. Pero ¿qué tan compatibles son el mercado y el Estado? Y, ¿qué rol puede tener este último para contrarrestar el impacto de la crisis ambiental?

    La mano visible

    Cuando se habla del “mercado” se suele partir de la premisa de que este surge de manera espontánea, o que simplemente existe y opera de manera ideal, sin fricciones ni raspaduras. Se asume, asimismo, que por su propia existencia “natural” asigna recursos de la forma más eficiente posible. Sin embargo, este ideal difícilmente exista fuera de un modelo teórico: inclusive las formas de mercado más primitivas necesitaron de reglas básicas, como una locación, ciertas formas de pago u horas de operación para poder funcionar (Vogel, 2016). En rigor, los mercados pueden ser pensados como instituciones en tanto no son otra cosa que restricciones establecidas por el propio ser humano para darle orden a las interacciones económicas entre las personas de una sociedad (North, 1990). Si esto es así, y los mercados efectivamente no nacen de manera espontánea sino que se construyen, es posible decidir qué reglas usar y cuáles dejar afuera para que los mercados funcionen de un modo socialmente deseable. Es en este punto donde el Estado ha tenido un papel fundamental.

    La discusión convencional sobre el rol del Estado se centra en la pregunta de cuánto Estado necesitamos. Pero el rol de Estado tiende a ser evaluado con lentes que simplifican el tema, a partir de un continuo donde en un polo se encuentra el pleno intervencionismo (o el “estatismo” de viejo cuño) y en el otro, la ausencia de participación estatal. Sin embargo, pensar en estos escenarios extremos, particularmente en los que el Estado y el mercado se presentan como figuras antagónicas, nos lleva a analizar de forma errada la dinámica en la que ambos interactúan. Sostener la idea de este supuesto antagonismo es  empobrecer el análisis porque se elimina así la posibilidad de pensarlos como elementos complementarios e interdependientes de la realidad social, que pueden generar relaciones de sinergia y, así, acelerar el desarrollo en magnitudes mucho mayores que cuando no trabajan coordinadamente. 

    Por muchos años, la visión predominante acerca de cuándo es “correcta” la intervención del Estado fue la promovida por el llamado Consenso de Washington durante los años 90. Desde esta perspectiva, la intervención estatal se justifica en la necesidad de corregir fallas de mercado, es decir, situaciones en las cuales el mercado no asigna recursos de manera eficiente. Cuando existen fallas de este tipo, las decisiones de las personas y las empresas en función de puros incentivos de mercado son subóptimas, esto es, se desvían del curso de acción capaz de producir la mejor asignación de recursos y por lo tanto el mejor resultado posible en términos del desempeño económico, la generación de riqueza y, en último término, el bienestar de la sociedad. Desde esta perspectiva, se requiere simplemente identificar cuáles son las fallas de mercado que demandan algún tipo de intervención de política pública, y tratar de corregirlas. Estas suelen agruparse en tres grandes categorías de acuerdo con cuál es la fuente de la falla: (i) problemas de información, (ii) bienes públicos y (iii) externalidades.3Para una descripción más detallada de los distintos tipos de falla de mercado, ejemplos e intervenciones de políticas que las corrigen en caso caso ver O’Farrell, J., G. Palazzo, T. Bril Mascarenhas, C. Freytes y M. B. Dias Lourenco (2021).

    Sin embargo, a lo largo de la historia, el Estado no sólo no se ha limitado a desempeñar el rol de un mero “corrector de fallas”, sino que ha ejercido un papel crucial, financiando e impulsando innovaciones que dieron aparición a mercados totalmente nuevos. En El Estado Emprendedor (2015), la economista Mariana Mazzucato argumenta que el Estado ha suministrado históricamente las innovaciones revolucionarias que alimentaron las dinámicas del capitalismo, desde los ferrocarriles hasta internet, o las nanotecnologías y los fármacos modernos. Pensemos en uno de los productos más conocidos de la empresa Apple: el iPhone. Este smartphone depende específicamente de internet, la cual existe gracias a ARPANET, un programa fundado y financiado por el Departamento de Defensa de Estados Unidos, o el GPS, que surgió como parte de un programa militar estadounidense llamado NAVSTAR. Algo similar ocurre con los dispositivos de pantallas táctiles, las baterías y la asistente personal automática, SIRI. Más aún, Mazzucato sostiene que no existe una sola tecnología clave detrás del iPhone cuyo desarrollo no haya sido previamente financiado por instituciones estatales. 

    Estos son ejemplos de cómo innovaciones tecnológicas financiadas e impulsadas por el Estado luego dieron la posibilidad al sector privado de desarrollar mercados que serían inimaginables sin éstas innovaciones previas. Incluso Tesla, SolarCity y SpaceX, tres de las empresas más emblemáticas fundadas por el empresario y visionario Elon Musk, recibieron inversiones directas en tecnología de baterías y paneles solares por parte del Departamento de Energía de Estados Unidos y en materia de tecnología espacial por parte de la NASA, y que acumulan un total de 4,9 mil millones de dólares en fondos públicos provistos para estas compañías. Esto no implica que todas las intervenciones estatales sean fructíferas ni tampoco negar el rol que posteriormente tuvieron estas empresas en seguir empujando la frontera de la innovación y la tecnología, pero sí pone de manifiesto que el Estado no interviene solamente para resolver fallas de mercado, un mito sumamente extendido, sino que puede ser un actor clave a la hora de delinear y ejecutar innovaciones estratégicas que luego el mercado continúa desarrollando.

    En el marco del debate sobre las responsabilidades en torno al cambio climático es fundamental el rol que juegan los Estados. Los mercados no están internalizando con la velocidad y la potencia necesaria los factores sociales y ambientales que se ponen en juego ante la crisis ambiental. No es descabellado deducir que el punto óptimo para las empresas del sector energético o el de la industria no es el mismo que para el planeta, ni para el resto de la sociedad. El sistema energético intensivo en carbono no se dirige por sí mismo hacia la producción de energías renovables, sino que necesita innovaciones complementarias además de una dirección clara e incentivos para hacer esa transición. Para todo esto resulta necesario contar con un importante actor: la mano visible del Estado. El liderazgo del Estado resulta fundamental para orientar e impulsar la transformación de nuestros sistemas productivos hacia modelos más sustentables. 

    Reconocer el rol del Estado en la arquitectura y el mantenimiento de los mercados nos muestra la posibilidad de articular desde la política pública los incentivos necesarios, y eliminar las barreras existentes, para dirigirnos hacia un modelo productivo más verde. Sin embargo, no nos garantiza que esto sea algo fácil de lograr. Tal como sucede en otros aspectos, la coordinación entre los actores públicos y privados no está libre de obstáculos, y muchas veces se necesita de la prueba y del error para dominar el arte del marketcraft4Hoy sabemos que lo que podríamos denominar “marketcraft” –esto es, la capacidad casi artesanal de los Estados de diseñar y sostener el entramado institucional que a su vez crea y regula los mercados– es muy relevante para impulsar el desarrollo (Vogel 1996, 2018), incluso cuando se busque que los actores privados –y no directamente el Estado– tomen un rol protagónico, se necesitan más reglas –no menos–, y más y mejor capacidad regulatoria, en definitiva, la construcción de un mejor Estado, para impulsarlo. ―la creación de mercados por parte de los Estados―. 

    Esto no quiere decir que las posibilidades de desarrollo verde sean remotas. Este proceso no estará exento de incertidumbre, pero será más sencillo si poseemos brújulas como la que provee la Complejidad Económica, que nos ayuden a entender en dónde estamos parados y, más importante aún, a dónde queremos llegar. El desafío está en cómo orientar las políticas productivas de tal forma que sea posible romper con la tendencia actual, readaptando las capacidades existentes, o generando nuevas, en sectores o nichos verdes más interesantes en términos de su complejidad económica. Por esto podemos afirmar, sin miedo a equivocarnos, que las políticas productivas son imprescindibles para que Argentina salga de su trayectoria presente y pueda iniciar un círculo virtuoso entre una agenda productiva con una mayor complejidad verde y un mayor crecimiento del PBI. 

    El instrumento del equilibrista: las políticas de desarrollo productivo verde

    La necesidad de un Estado proactivo a la hora de impulsar una estrategia económica y productiva que contemple la dimensión ambiental no es una idea nueva. Múltiples países y organismos multilaterales han fomentado durante los últimos años la implementación de políticas públicas activas para responder a los desafíos que vienen de la mano del cambio climático. Una nueva agenda que persigue la intersección entre lo económico, lo social y lo ambiental ya pisa fuerte entre quienes diseñan las políticas de los países de ingresos medios-altos. La misma es parte de un nuevo paradigma que emerge a principios de los 2000 y con más fuerza luego de la crisis del 2008, el cual pone el énfasis en la acción estatal a la hora de crear nuevos mercados verdes y señala como parte de esta estrategia una herramienta particular: las políticas de desarrollo productivo verde5Hoy sabemos que lo que podríamos denominar “marketcraft” –esto es, la capacidad casi artesanal de los Estados de diseñar y sostener el entramado institucional que a su vez crea y regula los mercados– es muy relevante para impulsar el desarrollo (Vogel 1996, 2018), incluso cuando se busque que los actores privados –y no directamente el Estado– tomen un rol protagónico, se necesitan más reglas –no menos–, y más y mejor capacidad regulatoria, en definitiva, la construcción de un mejor Estado, para impulsarlo. (PDPV).

    Las PDPV pueden definirse como políticas que impulsan la productividad y competitividad de los sectores productivos a través de una reducción en su intensidad de carbono y del incremento en su eficiencia en el uso de los recursos (Bril Mascarenhas et al. 2021). En términos más generales, las PDPV impulsan una política industrial para el desarrollo de nuevas actividades dinámicas para la economía, pero incluyendo como objetivo más amplio la sostenibilidad ambiental. En su trabajo, los autores repasan distintas experiencias internacionales y encuentran que la transición hacia economías más verdes difícilmente ocurre de manera automática. Tampoco parece posible que esa transición pueda darse apoyada únicamente a través del comportamiento autónomo de las empresas en función de puros incentivos de mercado. Detrás de los casos que han estudiado, han sido los Estados quienes han ocupado un rol de liderazgo para impulsar activamente un cambio en las trayectorias de estas economías.

    Múltiples países han implementado PDPV con el objetivo de transicionar hacia estructuras productivas más limpias. El caso alemán presenta perfectamente las múltiples caras a las que debe atender la política pública: su estrategia de transición energética (la Energiewende) cumple con el triple objetivo -económico, social y ambiental- de las PDPV. Con el fin de lograr que para el 2020 el 35% del consumo eléctrico en el país fuera de fuentes renovables (apuntando principalmente a la energía eólica y solar), el Estado puso en práctica diferentes instrumentos que operaron como incentivos para la transformación y surgimiento de empresas alemanas: financiamiento de I+D para el desarrollo de tecnologías vinculadas a las energías renovables, subsidios, créditos concesionales e incentivos fiscales tales como exenciones impositivas. Estos estímulos para el desarrollo de la oferta vinculada a este sector fueron acompañados al mismo tiempo con una fuerte promoción a la demanda. En el segmento de la movilidad eléctrica, por ejemplo, se ofrecieron subsidios para la compra de vehículos y buses eléctricos además de exenciones y reducciones impositivas para sus propietarios. El caso alemán ilustra en buena medida la capacidad que tiene un Estado para impulsar y acelerar la transición energética a partir de intervenciones estratégicas que actúen tanto sobre los productores como los consumidores, tal que ambos vean un mayor atractivo en el uso de energías renovables.

    Muchas veces estas estrategias implicaron el financiamiento público: por ejemplo, en Estados Unidos, en donde el Estado le otorgó a Tesla 465 millones de dólares en 2009 como forma de rescate, y 4 años después sus acciones se habían multiplicado por 11 (Mazzucato, 2015). En otros casos, las estrategias de transición hacia tecnologías verdes o esquemas de producción más limpios se apoyan en metas de eliminación de viejas tecnologías perjudiciales para el ambiente. Estas metas sirven para orientar las expectativas del sector privado a plantear una reducción progresiva en su uso. Por ejemplo, entre 2017 y 2020 al menos 15 países (11 de ellos en Europa) establecieron metas de prohibición de tecnologías contaminantes asociadas al transporte, principalmente para vehículos que funcionen totalmente a partir de motores de combustión interna. La mayoría de estos países fijaron como plazo el 2030, aunque algunos como España, Francia y Canadá lo hicieron para el 2040. Esto constituye un gran desafío, pero es posible en tanto se definan objetivos y hojas de ruta realistas, vinculantes y transparentes, garantizando el acompañamiento a las industrias en este proceso de adaptación e incentivándolas a mejorar tecnologías existentes o a hacer nuevos desarrollos.

    La capacidad de respaldar cualquiera de estas estrategias con un financiamiento que esté a la altura del desafío se convierte sin duda en uno de los principales limitantes para las economías emergentes. En este sentido, para que las PDPV no deriven en meras expresiones de deseo requieren de un Estado que apueste por ellas no solo con la convicción desde los discursivo sino también desde lo presupuestario. En la región podemos ver que Chile ha presentado en 2020 su propia Estrategia Nacional de Hidrógeno Verde, con la cual aspira a tomar la iniciativa para convertirse en uno de los países líderes en la exportación de este tipo de hidrógeno y sus derivados. Sin dudas una muestra de que en la actualidad, apoyándose en una mirada estratégica que contemple el estado de las distintas carreras tecnológicas vinculadas a los sectores verdes, podría ser posible para un país insertarse tempranamente como un jugador relevante en estos mercados. Sin embargo, volviendo nuevamente la mirada a lo que sucede en Alemania, vemos que el Estado alemán anunció, como parte del paquete de estímulo fiscal destinado a impulsar la economía post-pandemia, una inversión de 9 mil millones de euros para respaldar su Estrategia Nacional de Hidrógeno. Para dimensionar esta cifra, equivale a entre un 55 y 70% del PBI de un país del sur de África, como Mozambique o Zimbabwe, y casi el 30% y el 10%, respectivamente, del de nuestros vecinos Paraguay y Uruguay. Tal vez la meta de la carrera sea la misma, y por ende echar a andar temprano es fundamental, pero ciertamente algunos competidores parecen estar mejor equipados y preparados que otros para alcanzarla primero.

    En el marco de esta carrera, resulta interesante pensar cuál podría ser una estrategia deseable para un país latinoamericano, como Argentina. Dentro de la región, suelen haber voces que replican que existen necesidades más apremiantes y que el objetivo de la sostenibilidad se encuentra en un segundo plano. Sin embargo, no solo el cambio climático se encuentra a la vuelta de la esquina, sino que las PDPV piensan a los objetivos económicos, sociales y ambientales como fines interrelacionados. Es cierto que un país como Argentina no tiene mucho margen para resignar oportunidades de crecimiento económico, el cual es una condición necesaria (aunque no suficiente) para poder atender los urgentes problemas sociales existentes. Aún así, una agenda de PDPV no implica resignar crecimiento económico sino que, por el contrario, ofrece herramientas útiles para potenciarlo.

    Si la producción verde es el futuro, de mantenerse el status quo Argentina podría perder relevancia en el mapa del comercio internacional. Es casi seguro que en el futuro cercano se profundice la tendencia a una mayor demanda de productos verdes en el mundo. El cambio de reglas globales que implica la reconversión productiva y la descarbonización abre las puertas para que empresas de países emergentes puedan insertarse en nuevas cadenas globales de valor en mercados que proyectan un gran crecimiento, como es el caso de la electromovilidad y las energías renovables. Pero al mismo tiempo que los países más desarrollados avanzan en este nuevo paradigma, estos aumentan los requisitos y estándares ambientales que las empresas del resto del mundo y sus productos deben cumplir para poder ingresar a sus góndolas y para recibir sus inversiones. Esto presenta una amenaza en la medida que requisitos como la certificación de la huella de carbono6 La Huella de Carbono es una certificación que se basa en la medición del CO2 emitido en cualquiera de las fases de la cadena de producción de los bienes, incluyendo la obtención de materias primas, su transporte, suministro, manufacturación, desecho etc. pueden constituir barreras comerciales para aquellos países que no están en condiciones de darles a sus empresas la asistencia y el acceso a los recursos necesarios para que cumplan con ellos. 

    Con todo esto en mente surge la siguiente pregunta: ¿por dónde se debe empezar en un país como Argentina? Primero por prestar atención a lo que hicieron otros países, tanto en la región como a nivel mundial. Pero no con el objetivo de hacer un copy & paste de una agenda internacional, sino para aprender sobre diferentes herramientas que estos países han desarrollado para abordar los desafíos del cambio climático, así como también de los distintos obstáculos que han debido sortear para llevar estas agendas adelante. Luego, necesariamente debemos pensar en un modelo de desarrollo propio: uno que tenga en cuenta los condicionantes institucionales, presupuestarios y estructurales para llevar adelante esta agenda desde el sur global. El desafío más grande a enfrentar, al igual que otros países latinoamericanos, es implementar PDPV en contextos de inestabilidad macroeconómica, volatilidad política y debilidad institucional. Sin embargo, justamente este contexto de incertidumbre es el que vuelve indispensable el liderazgo del Estado, en articulación con el sector privado, para diseñar y planificar una hoja de ruta que conduzca hacia un modelo de desarrollo sustentable en el largo plazo. 

    La aparición de empresas dinámicas en sectores verdes es uno de los mayores desafíos vinculado a este contexto de incertidumbre. Las firmas que se desempeñan en países como Argentina se encuentran en desventaja frente a las de otros países que cuentan con instrumentos para lidiar con las fallas de mercado –fallas de coordinación, externalidades ambientales– asociadas a la incertidumbre de las inversiones a largo plazo para el desarrollo y la adopción temprana de nuevas tecnologías verdes. El ejemplo más claro es la carencia de mecanismos locales de financiamiento razonables, públicos y privados, para cubrir parte de sus inversiones en investigación y desarrollo. En Argentina, la mayoría de las empresas verdes surgen como derivaciones de empresas que ya tenían trayectoría en el país sumado a una larga tradición exportadora (Bril Mascarenas et al., 2021). De esta manera, las nuevas empresas verdes tienen la ventaja de poder apalancarse en estructuras y capacidades previas existentes en sus empresas “madre”. 

    Existen ejemplos concretos de empresas argentinas en distintas regiones del país que han realizado esfuerzos por innovar y por tener una visión exportadora en sectores verdes muy diversos, como son el de la electromovilidad, las energías renovables no convencionales e incluso en el prometedor sector del hidrógeno verde. Todas estas empresas enfrentan en el desarrollo de sus nuevos modelos de negocio una enorme incertidumbre, ya que son empresas que se aventuran a desarrollar productos para atender un mercado que aún no se termina de materializar. ¿Cuántos de quienes leen este libro, por ejemplo, comprarían un automóvil eléctrico si no disponen de estaciones de recarga en la localidad donde viven? Es necesaria la intervención del Estado para manejar la incertidumbre y los largos horizontes temporales, dos aspectos que son centrales en una agenda de PDPVs. Siguiendo el concepto de Green Entrepreneurial State que propone Mazzucato (2015), el Estado debe jugar un papel central en este proceso no sólo como un simple apaciguador del riesgo para el sector privado, sino también liderando audazmente el camino a partir de una visión clara y ambiciosa. 

    En este proceso, uno de los papeles fundamentales que debe tener la política pública argentina es identificar qué sectores poseen potencial productivo genuino para convertirse en competitivos, verdes y dinámicos, y luego diseñar herramientas para que estos se puedan desarrollar. Lamentablemente esta priorización no es tarea sencilla. Los productos verdes no pertenecen a un mismo sector, ni parten de las mismas capacidades productivas iniciales, ni se enfrentan al mismo marco regulatorio. Esta identificación implica indagar dentro de sectores que suelen pensarse como un todo, encontrar nuevos nichos innovadores y acomodar a los nuevos ganadores y perdedores dentro de la política nacional. Es necesario que todos participen de este proceso de transición, pero debe ser el Estado quien los convoque: a quienes potencialmente pueden participar, a quienes ya lo hacen y, con más fuerza aún, a los que rechazan el nuevo paradigma de un modelo productivo que busca la sostenibilidad ambiental. La dificultad de pensar en toda esta red compleja de actores e instituciones está en que entonces ya no es tan factible encontrar una única receta que les sirva a todos los países por igual.

    Es importante mirar la trayectoria de otros países porque revela un mensaje claro: hay un nuevo paradigma que se dirige hacia un sistema de producción más verde al que tenemos que subirnos ya. Ahora bien, estamos de acuerdo en hacia dónde queremos dirigirnos pero la incógnita es cómo llegar hasta ese lugar, y para eso la solución es mirar para adentro de nuestro propio territorio nacional. ¿Qué implica este ejercicio de introspección? Explorar nuestras capacidades y recursos, reconocer nuestras limitaciones y hacernos nuevas preguntas que probablemente sean muy diferentes a las que se hacen los países del Norte Global. Una de las posibles herramientas en este ejercicio de autodescubrimiento puede ser aquella que nombramos tan solo unas páginas atrás: la complejidad económica verde. 

    De todo esto se desprende entonces que la idea de desarrollo, lejos de ser única y replicable, es más bien algo situado y plural: un país como Argentina no puede, ni debe, tratar de responder a los desafíos de la crisis climática con las mismas tecnologías, estrategias e instrumentos que usan Alemania, Estados Unidos o Japón. Tampoco resulta razonable o pragmático pretender llevar adelante de la noche a la mañana una transformación estructural de nuestra matriz energética y de nuestros sistemas de producción de alimentos. El camino de Argentina entonces es casi el de un equilibrista: para no tropezar debe avanzar prestando extrema atención a los problemas que le generan inestabilidad en la actualidad, pero al mismo tiempo no debe perder de vista la meta en el largo plazo, sin la cual todo el esfuerzo habría sido en vano, ya que los impactos de la crisis climática agrandan las brechas económicas, las desigualdades existentes y profundizan la pobreza estructural. 

    Instrucciones para un desarrollo verde

    En su libro “Historias de cronopios y famas” Julio Cortázar escribió un cuento llamado Instrucciones para subir una escalera, en el que parodiza el formato de los manuales de instrucciones explicando cómo hacer algo tan natural e instintivo como lo es subir una escalera. El autor deja al descubierto lo complejo que es dar instrucciones para algo que hacemos en muchos casos sin premeditar y muestra, al mismo tiempo, las limitaciones que tienen las instrucciones: algunas cosas sencillamente no pueden ser explicadas paso a paso. Esta limitación del formato imperativo no solo aplica a cosas que hacemos casi diariamente sin prestar atención, sino también a procesos complejos, algunos aún de futuro incierto, como la transición energética o el desarrollo del conjunto de las sociedades a nivel global. No hay una guía que nos explique paso a paso como subir cada escalón. 

    Al reflexionar sobre los grandes desafíos que enfrenta la humanidad, suele considerarse que hay países ejemplares que ya han subido una escalera llamada “desarrollo”, y que, de la misma manera en que las personas suben escaleras a diario, lo hacen de manera automática y natural. Como respuesta, grandes pensadores y pensadoras, estadistas y especialistas de diverso tipo han intentado redactar las instrucciones, escalón por escalón, para que países del Sur Global puedan llegar a un estadío de desarrollo similar. Sin embargo, la crisis climática nos invita a pensar que tal vez no es esa la escalera que hay que subir. Que, probablemente, haya mucho de ese camino que nos ha llevado a la situación crítica en la que estamos hoy, y que la única opción es cambiarlo. Para países como Argentina esto implica que no vamos a poder seguir las instrucciones de los países más industrializados, no sólo por nuestras limitaciones de capital, tecnología, y financiamiento, o porque partimos de otras condiciones económicas, sociales y culturales, sino porque el cambio climático nos obliga a construir otras escaleras, que permitan un mayor bienestar social y la continuidad de la vida en el planeta. Esto no implica que no valga la pena prestar atención a las experiencias internacionales: las mismas nos muestran valiosos aprendizajes que se presentan como un abanico de oportunidades posibles para nuestra región. Sugiere, en cambio, que debemos mirar también nuestras propias capacidades nacionales para pensar en caminos estratégicos que nos ayuden a alcanzar nuestra potencialidad. En este proceso, la herramienta de la Complejidad Económica Verde es de gran relevancia porque sirve como guía para identificar senderos estratégicos para el desarrollo productivo, que incrementen la producción de bienes verdes, que potencien la complejidad futura y que aprovechen nuestro potencial actual. 

    Esta herramienta, sin embargo, deja aún mucho por definir: nos indica a posibles lugares a los que llegar pero no nos explica cómo hacerlo. A eso se le agrega que, en un mundo en constante transformación y con el grado de incertidumbre que imprime el devenir del cambio climático, lo que hoy vemos como horizonte deseable probablemente se modifique a lo largo del camino. No obstante, el ejercicio de pensar futuros posibles y deseables, a los que no arribaremos de manera espontánea y que requerirán trabajo, es parte del nuevo paradigma que nos exige adoptar el cambio climático. En este camino, será necesario contar con un Estado que actúe de forma sinérgica con el mercado y que coordine a los actores y a los incentivos necesarios para llevarnos a donde queremos ir con mayor velocidad. Nuestro activo más valioso en esta carrera es, sin lugar a dudas, el tiempo. 

    Revertir la trayectoria de economías basadas en tecnologías con altos niveles de emisión de gases de efecto invernadero es, en definitiva, una batalla de varios frentes interrelacionados: el factor técnico, que consiste en contar con las tecnologías necesarias para lograr procesos productivos carbono neutrales; el factor político, que demanda cooperación y coordinación a nivel nacional e internacional para invertir en nuevas soluciones tecnológicas e implementarlas con eficiencia y rapidez; el factor económico, que implica la creación de incentivos para que el sector público y el sector privado adopten y promuevan las tecnologías que implica esta transición; y el factor cultural, que requiere una transformación profunda de nuestro modo de vida para un uso más consciente y razonable de los recursos disponibles. Ir hacia un mundo más verde exige la búsqueda de soluciones creativas, que nos permitan encontrar una estrategia viable hacia la transición. En este sentido, las respuestas innovadoras requieren tanto de mirar hacia afuera —estudiando la evidencia comparada de otros países para identificar qué funcionó y qué no—, como de mirar hacia adentro, de nuestro país, nuestra ciudad, nuestro grupo de amigues, e incluso de nosotros mismos, para pensar prospectivamente qué posibilidades y limitaciones enfrentamos hoy.

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