¿Cómo podemos navegar la tensión entre ambiente y desarrollo usando las herramientas de la política pública?

Nosotros no empezamos el fuego

La economía como subsistema dentro de un sistema planetario más grande

En 1989, año de la caída del Muro de Berlín y antesala del vertiginoso proceso de globalización que atestiguaríamos en años siguientes, Billy Joel lanza el éxito “We didn’t start the fire” como parte del disco Storm Front. A diferencia de “Piano Man” o “Vienna”, la canción no narra una historia, sino que enumera una serie de personalidades y eventos históricos que abarcan los primeros 40 años de vida del cantautor, entre los cuales se encuentran personajes como Peter Pan, Elvis Presley e incluso Juan Domingo Perón. Entre el piano, los acordes de la guitarra y la catarata de hitos que nombra el cantante, se desprende un mensaje claro: los males de la época, con los que su generación tiene que lidiar, la preceden. “Nosotros no encendimos el fuego, siempre estuvo ardiendo, desde que el mundo gira; nosotros no comenzamos el fuego, no, nosotros no lo encendimos, pero intentamos apagarlo”. Joel hace un ejercicio de perspectiva en el que no ignora el rol activo que debe tener su generación: no, nosotros no lo encendimos, pero intentamos combatirlo.

El debate sobre el cambio climático giró durante muchos años en torno a la discusión de quién prendió la mecha: qué países o regiones han contribuido históricamente más a avivarlo, qué generaciones o qué grupos de población dentro de los países cargan con la mayor responsabilidad. Si bien enfrentar el cambio climático es un desafío global, en donde todos debemos ayudar a combatir el fuego, analizar las responsabilidades detrás de este fenómeno esconde varias pistas respecto de cómo resolverlo.

Como se mencionó en la primera parte de este libro, desde una perspectiva puramente histórica, la contribución al cambio climático por región ha sido notoriamente desigual. Pero los análisis tradicionales fracasan en reflejar la verdadera naturaleza de esa desigualdad. Un análisis alternativo considera la contribución de los distintos países en relación a sus emisiones de CO2 de una forma combinada:01De acuerdo a un análisis realizado por Hickel (2020), hasta 2015 Estados Unidos por sí solo fue responsable de un 40% del exceso de emisiones de dióxido de carbono de la atmósfera, mientras que por su parte, la Unión Europea explicó un 29%. Si tomamos como categoría a los países del Norte Global (Estados Unidos, los países de Europa, Canadá, Japón, Israel, Australia y Nueva Zelanda), esta región es responsable del 92% del exceso de emisiones. (El Sur Global refiere a todo el resto del mundo: América Latina, África, Medio Oriente y Asia). para el período entre 1850 y 1969, se contabilizaron las emisiones históricas de cada país dentro de su territorio —esto es, las emisiones de acuerdo al país en donde se generaron—, mientras que para 1970-2015, se tomaron las emisiones de acuerdo al consumo —es decir, las emisiones incluidas en los bienes que las personas consumen, sin importar dónde se produjeron—. Este segundo tipo de medición es un acercamiento interesante a la idea de responsabilidades. Pensemos en un ejemplo: una persona de Estados Unidos que come todos los días carne argentina, usa ropa confeccionada en Bangladesh y un celular producido en China tiene una huella de carbono probablemente mucho mayor que la mayoría de las personas de esos tres países del Sur Global. No obstante, las emisiones de esos tres productos no le son computadas a Estados Unidos en la mayoría de los análisis, en tanto fueron producidos en otros lugares del mundo. De esta forma, los estilos de vida y patrones de consumo de determinados países tienen un correlato que trasciende sus propias fronteras, dado que la globalización le ha permitido al Norte Global descentralizar muchos procesos industriales (junto con sus costos ambientales) hacia otros países.

Como sugiere el ejemplo anterior, el nivel de consumo de cada individuo (los viajes en avión que hace, los bienes de lujo que compra, sus casas de fin de semana) determina su huella de carbono y, por ende, cuánto contribuye al cambio climático. En este sentido, a mayor nivel de ingreso, mayor “uso” de ese bien común que es la atmósfera y mayor responsabilidad sobre el cambio climático. Como se mostró en la primera parte del libro, un estudio de Oxfam aporta datos impactantes en este aspecto:

  1. El 10% más rico de la población mundial generó el 52% de las emisiones de carbono acumuladas, mientras que la mitad más pobre generó tan solo el 7%.
  2. La huella de carbono media de una persona que se encuentra entre el 1% más rico de la población mundial puede ser hasta 100 veces superior a la de alguien que se encuentra entre el 50% más pobre.

Pero la contracara de quién empezó y avivó el fuego es quién sufre más el calor de sus llamas: tanto a nivel de países como a nivel individual, el calentamiento global afecta más a quienes menos contribuyen a su generación. Esta discusión sobre las responsabilidades (actuales e históricas) detrás del cambio climático es relevante porque implementar medidas de adaptación y de mitigación requiere, entre otras cosas, de fondos, transferencia de tecnología y construcción de capacidades. En este sentido, aplicar un criterio de justicia climática —tanto entre los países como entre las personas dentro de un país— implica que quienes más recursos tienen sean los que más contribuyan para proveerlos. Sin embargo, el panorama internacional actual está muy alejado de este objetivo: la cooperación es escasa, continúa habiendo una considerable brecha entre la dinámica de emisiones deseable y la existente, y el financiamiento que los países desarrollados se comprometieron a movilizar (100.000 millones de dólares al 2020) fluye lenta e insuficientemente, con escasa orientación hacia medidas de adaptación, y casi nula hacia pérdidas y daños.

A este escenario se suma que las reglas del juego del comercio y la economía están cambiando de manera acelerada en respuesta al cambio climático. Los países centrales impondrán cada vez más barreras a las exportaciones de otros países en base a su huella de carbono y se multiplicarán las condiciones de fondos internacionales en base a criterios climáticos. Esto implica que para aquellos países que no disminuyan sus emisiones, cada vez será más difícil vender sus productos y acceder a préstamos o capital para inversiones. Y los países más favorecidos por estas nuevas reglas serán aquellos que produzcan productos verdes, con tecnologías que contribuyan a la reconversión productiva y a la transición energética.

Pero además, cabe añadirle a este escenario una pregunta incómoda, difícilmente abordable solo desde Argentina, pero que se debe considerar: ¿las reglas de juego actuales son capaces de canalizar las transformaciones necesarias para no superar los 1,5 °C? ¿Son estas instituciones, esta forma de organización social, este sistema económico, los que organizarán adecuadamente los cambios a los que debemos enfrentarnos como sociedad? ¿O, tal vez, hay algo más profundo y estructural que es parte del problema?

Son muchos quienes sostienen, no sin buenos argumentos, que este es el caso. Que la economía, en su afán por mejorar la calidad de vida de las personas, ha convertido los medios en fines y se ha olvidado de que ella misma no es más que un subsistema dentro del gran planeta que habitamos, regido por procesos físicos y naturales que no podemos modificar. Un ejemplo de ello es el crecimiento económico, que es el principal medio adoptado a nivel global para incrementar el bienestar social, disminuir la pobreza, generar empleo y acceder a derechos básicos. Sin embargo, el crecimiento económico ha implicado hasta el momento mayor extracción de recursos y mayores emisiones, lo cual resulta insostenible en un mundo con límites ecológicos.

Cambio relativo de los principales indicadores económicos y ambientales entre 1970 y 2017.
Figura 3.1.1 Cambio relativo de los principales indicadores económicos y ambientales entre 1970 y 2017.

Si bien a partir de 1990 notamos cómo las emisiones se incrementaron más lentamente que el crecimiento del producto bruto interno (PBI o GDP, por sus siglas en inglés) y se generó un “desacople” entre emisiones e ingreso global, esa separación no es suficiente en términos de magnitud y rapidez.

Al hablar de desacople, es necesario distinguir tres grados: el desacople relativo, el desacople absoluto y el desacople absoluto y suficiente. El desacople relativo ocurre cuando el uso de recursos crece menos que proporcionalmente con el PBI. El desacople absoluto ocurre cuando se logran trayectorias divergentes entre el PBI y la evolución de la variable ambiental. En este sentido, un grupo de países ricos logró aumentar su PBI en las últimas décadas mientras redujo su producción de GEI. Esto fue posible, en parte, gracias al rol activo que tomaron los Estados promoviendo sectores verdes a través de políticas de desarrollo productivo, tema que abordaremos largamente en el presente capítulo. Sin embargo, si bien estas reducciones “absolutas” son un avance importante, no logran reducir las emisiones en la magnitud y velocidad necesarias para permanecer dentro de los límites planetarios. Por último, entonces, necesitamos un desacople absoluto y suficiente, que es el que nos permitiría no superar los 1,5 °C de calentamiento.

El hecho de que ni la tecnología, ni las transformaciones desarrolladas hasta el momento hayan sido capaces de revertir esta tendencia satisfactoriamente y a la velocidad necesaria, podría llevarnos a pensar que todo cambio o modificación que no aborde desde la raíz el funcionamiento del sistema económico y de nuestra sociedad es en vano. O que las herramientas que podamos diseñar y aplicar desde Argentina, con las restricciones que atravesamos, son insuficientes.

Es cierto que la transición necesaria es inconmensurable respecto a toda transformación que hayamos atravesado en el pasado. Sin embargo, apagar un gran incendio, por más gigantesco e incontrolable que parezca, siempre requiere de dar un primer paso y empezar por algún lado. Probablemente, las primeras acciones sean imperfectas o insuficientes, incluso por momentos quizás se sientan en vano, pero necesitamos de esas pequeñas victorias para aprender de los errores y seguir avanzando. De eso se tratan los aportes de este capítulo: no son una solución definitiva ni abordan todas las aristas del problema, pero nos proveen de herramientas para conducir algunas de las transformaciones que son factibles de aplicar desde la Argentina y en el mundo de hoy. Nos invitan a salir de la parálisis del “hay que” y a navegar por el sinuoso terreno del “cómo podemos”, para así transformar lo que nos rodea.

El triple desafío

Políticas de Desarrollo Productivo Verde (PDPV)

Con este telón de fondo es que buscamos explorar algunos caminos estratégicos que pueden adoptar los países del Sur Global, teniendo en cuenta sus capacidades, limitaciones y responsabilidades históricas. Para esto, pondremos el foco en algunas de las herramientas que tienen los Estados para llevar adelante la transición hacia procesos productivos menos intensivos en emisiones de carbono (o carbonodependientes).

Esta transición implica un triple desafío. Por un lado, requiere incentivar inversiones en investigación y desarrollo (I+D) que generen innovaciones tecnológicas capaces de romper progresivamente nuestra dependencia de los combustibles fósiles. Por otro lado, como no basta con que las tecnologías verdes existan, sino que tienen que utilizarse masivamente, estas alternativas deben difundirse y se necesita promover su consumo. En tercer lugar, debe considerarse que este proceso no se da en el vacío, sino que lo llevan adelante diversos países al mismo tiempo, y que estos pelean por las ganancias extraordinarias que implica ser pioneros en introducir las nuevas tecnologías. En este contexto, cada país debe sopesar estratégicamente dónde tiene más oportunidades de insertarse a competir y apostar por aquellos sectores verdes con mayor potencial.

Con el fin de pensar cómo atender estos tres desafíos, exploramos las Políticas de Desarrollo Productivo Verde (en adelante, PDPV) que instrumentan los diferentes países en el mundo. Estas surgen como respuesta a una nueva agenda política que irrumpió con fuerza durante las últimas décadas y que busca la intersección entre lo económico, lo social y lo ambiental. Pueden abarcar diferentes instrumentos de política pública, como subsidios, políticas tarifarias o certificaciones, y pueden ser fácilmente identificadas si exploramos diferentes experiencias a nivel internacional. Desde Estados Unidos y Alemania, pasando por China, hasta países vecinos como Brasil y Chile, todos han implementado PDPV en las últimas décadas con el objetivo de impulsar sectores verdes dentro de sus entramados productivos nacionales. Al indagar en la comparación de estas experiencias, surge como elemento común el rol activo que tiene el Estado en la transformación productiva: la trayectoria de los países que avanzan en la implementación de PDPV da cuenta de que este proceso no se da de manera automática o espontánea, sino que requiere de una intervención estratégica que “rompa” con las trayectorias arraigadas de desarrollo y que genere incentivos para ir hacia alternativas más limpias. En este camino, los Estados no cuentan con una receta universal que guíe paso a paso su intervención, sino que son los factores institucionales, tecnológicos, políticos y económicos propios de cada país los que condicionarán en última instancia las políticas adoptadas. Para aquellos países, como muchos del Sur Global, que además se suman a esta transformación de manera tardía, es fundamental analizar los aprendizajes sobre qué funcionó y qué no en otras latitudes.

El desafío de países como Argentina es particularmente grande. No solo debemos adaptarnos a las nuevas reglas del juego y encontrar la manera de producir más sosteniblemente sin contar con los recursos ni la tecnología de los países ricos, sino que debemos apagar más incendios que los que Billy Joel alguna vez imaginó: pobreza, informalidad laboral, alta inflación y deuda externa, con instituciones más débiles que las de los países del Norte y una tendencia política pendular que hace que, cuando cambian los gobiernos, cambien gran parte de las estrategias de intervención del Estado. Estas circunstancias no hacen menos importante, pero sí más difícil, pensar cómo insertarnos dentro del cambio de paradigma hacia un mundo bajo en emisiones de GEI. Por eso, antes de diseñar una hoja de ruta, es necesario estar al tanto de qué posibilidades tenemos en el camino de la transición: primero hay que pensar a dónde queremos y podemos llegar y, recién entonces, preguntarnos cómo podemos hacerlo. Evaluar en dónde estamos parados hoy, entender las reglas del juego que rigen el proceso de transición y qué estrategias utilizaron los distintos países hasta el momento para impulsar sus sectores verdes. Solo así podremos delinear un plan de acción que nos permita afrontar más de un incendio a la vez.

Complejidad económica

Ciencia de redes aplicada a la matriz productiva

Tenemos por delante entonces la tarea de recopilar las estrategias internacionales de desarrollo productivo verde y aprender de ellas para diseñar políticas que atiendan los desafíos climáticos y que a la vez favorezcan el necesario desarrollo del Sur Global. Pero ¿cómo condensar toda esa información? ¿Qué datos podemos mirar? ¿Y cómo interpretarlos?

Para empezar, de todos los datos que tenemos a disposición, vamos a quedarnos con la serie histórica de exportaciones de productos a escala internacional. Estos son especialmente útiles porque representan aquellos bienes para los cuales la competitividad de los mercados y las políticas de promoción de los Estados fueron lo suficientemente exitosas como para lograr insertarlos en el mercado mundial. Es decir, productos a los que les va bien en el mundo.

Luego, necesitamos un abordaje que nos permita analizar las canastas exportadoras (compuestas por los productos que cada región o país exporta internacionalmente) de manera integral, de forma tal de encontrar aquellas estrategias que, por un lado, puedan favorecer el desarrollo del Sur Global y que, por el otro, impulsen el avance de los sectores verdes. Para ello, un enfoque valioso es el de la complejidad económica, que es la aplicación de la ciencia de redes a distintos problemas de la economía. Este marco resulta conveniente porque está basado en los datos que tenemos a disposición, permite organizarlos y muestra su estructura subyacente, lo que en este caso nos permite entender los sistemas productivos de los distintos países y su evolución en el tiempo. Como veremos a continuación, el análisis que se deriva de este abordaje no es solo descriptivo, sino que permite generar propuestas concretas para orientar el desarrollo en una dirección deseable hacia el futuro.

“Las redes están por todas partes” indica un conocido eslogan que reconoce la presencia ubicua de las estructuras de redes a través de una gran diversidad de fenómenos naturales y sociales. La definición formal de una red proviene de la idea intuitiva que todos tenemos de ella: se trata de nodos conectados entre sí por enlaces. Con esos dos conceptos podemos describir prácticamente cualquier sistema de relaciones e interacciones. Los nodos y enlaces pueden tomar diversas formas: desde la red de proteínas que trabajan en conjunto para mantener viva una célula o la red de personas que trabajan para mantener una institución, hasta los países que mantienen una red de comercio internacional. Una de las más célebres aplicaciones de la ciencia de redes fue la organización de internet, que tomó como nodos cada una de las páginas web existentes. Estamos hablando de PageRank, el algoritmo desarrollado por Larry Page y Sergey Brin que marcó el inicio de la empresa Google. En este algoritmo de redes los enlaces entre las distintas páginas se definen según la existencia de links o hipervínculos que posibiliten el acceso a una página a partir de otra. Esto permitió generar rankings de páginas, asumiendo como más importantes aquellas que reciben más enlaces, lo que convirtió este algoritmo en un exitoso motor de búsqueda en internet.

La complejidad económica propone que el sistema productivo de comercio internacional también puede describirse como una red, llamada espacio-producto. En esta red, los productos son los nodos. Pero para entender los enlaces entre ellos, es decir, cómo se relacionan los productos entre sí, hay que empezar por indagar acerca de dos de los conceptos más importantes en el marco de esta teoría: proximidad y complejidad. ¿Qué son la proximidad y la complejidad cuando hablamos de sistemas productivos?

Un mapa del comercio internacional

Proximidad y complejidad

Para introducir estas nociones podemos pensar en una analogía con el Scrabble, el juego de mesa que tiene por objetivo la composición de palabras más o menos complejas a partir de las letras con las que cuenta cada jugador. Si pensamos el desarrollo de un producto para su exportación como el armado de una palabra, entonces cada letra con la que contamos es una de las capacidades o recursos necesarios para poder construir esa palabra-producto.

Cuando tenemos solamente una letra, digamos la A, podemos formar solamente una palabra, la A. Agregando una segunda letra, por ejemplo la L, somos capaces de formar tres palabras: A, AL y LA. Si seguimos agregando, por ejemplo una S, tenemos A, AL, AS, LAS, SAL. Podemos ver crecer la cantidad de palabras y, al mismo tiempo, su complejidad: no solo podemos formar más palabras, sino también palabras más largas. Apenas agregando una letra más, la cantidad y complejidad de las palabras que podemos formar escala rápidamente. Así, al incorporar una E ya tenemos una lista de 15 palabras posibles: A, AL, LA, AS, LAS, SAL, SALE, LESA, ESA, LES, EA, EL, ES, LE, SE.

Posibles nuevas palabras que se pueden formar con un número creciente de letras.
Figura 3.1.2 Posibles nuevas palabras que se pueden formar con un número creciente de letras.

Cada letra nueva que agregamos a nuestro repertorio de posibilidades aumenta significativamente la cantidad de combinaciones que somos capaces de crear, pero también nos da acceso a palabras largas y únicas, es decir, a palabras más complejas.

Esta imagen intuitiva de lo que significa la complejidad (llamada Teoría Scrabble del desarrollo económico) tiene su analogía con una matriz productiva: basta con imaginar las letras del Scrabble como las diferentes capacidades o recursos con las que una empresa, país o región cuenta para poder desarrollar un determinado producto (o palabra). Esto nos permite visualizar fácilmente cómo es que incorporar letras (capacidades o recursos) tiene un efecto multiplicador que abre considerablemente el horizonte de las palabras que se pueden armar (o productos que se pueden producir).

Incluso podemos dar un paso más y empezar a entender cómo se relacionan los productos entre sí observando qué tan parecidas son las capacidades o recursos necesarios para fabricarlos o, dicho de otro modo, qué tan similares son las letras que forman las palabras. 

Conexiones de palabras-productos con otras directamente relacionadas.
Figura 3.1.3 Conexiones de palabras-productos con otras directamente relacionadas.

Así, SAL y CAL serán cercanas porque, teniendo cualquiera de las dos, estamos a solo una letra de poder producir la otra. En cambio, SAL y CELULAR están más lejos. Pasar de producir SAL a CELULAR implica conseguir muchas letras con las que actualmente no contamos (es decir, desarrollar muchas capacidades nuevas). Y todavía más: si tratamos de conectar cada palabra-producto con otras que estén directamente relacionadas, vamos a ver que las palabras más largas y complejas son, al mismo tiempo, las más conectadas. Esto es esperable porque, al tener más letras totales, es más probable que exista otra palabra que también use esas letras.

Así, SATÉLITE, SAL, CAL, CELULAR, RULETA y TELA pueden conectarse entre ellas en diferentes grados o niveles de proximidad en función de cuántas letras tienen en común. Además, los productos-palabras más complejos son, al mismo tiempo, los que esperaríamos ver más conectados a otros productos-palabras. Dado que para armar SATÉLITES se necesita contar con muchas capacidades-letras diferentes, es esperable que quien puede producirlos pueda, también, producir muchos otros productos más sencillos que combinen parcialmente esas mismas capacidades.

La idea subyacente es que poder exportar productos competitivamente es el resultado de la capacidad de las personas de acumular conocimientos y poder coordinarse para materializar esos desarrollos. Pero mientras que para producir satélites se requiere de un amplio conocimiento técnico de diversa índole que necesariamente tiene que estar distribuido entre una gran cantidad de personas, para producir, por ejemplo, sal, hacen falta menos capacidades. O sea que mientras más complejo es un producto, más capacidades se requerirán para poder producirlo, y estas tendrán que estar distribuidas entre una mayor cantidad de personas.

Tomando los datos de las exportaciones internacionales podemos generar un ranking de productos, de mayor a menor complejidad, y lo que vamos a obtener es el índice de complejidad de producto (ICP). Por ejemplo, dentro de los productos que lideran esta lista se encuentran las maquinarias y centros de mecanizado para el trabajo del metal, máquinas de rayos X, instrumentos de análisis químicos y físicos, elementos y preparaciones químicas para electrónica y fotografía, microscopios o láseres. En el otro extremo del ranking, en el conjunto de productos con menor complejidad, se encuentran distintos tipos de minerales, granos y residuos de cacao, algodón en bruto, distintos tipos de vegetales, tés o aceites, es decir, productos que no requieren capacidades sofisticadas para poder ser exportados.

Además, podemos deducir que si dos productos se exportan juntos de manera frecuente es porque los recursos y los conocimientos necesarios para poder producirlos son comunes entre ellos. Esto define los enlaces entre los productos en la red de comercio internacional, es decir, su proximidad: la similaridad entre las capacidades y recursos necesarios para poder producirlos (las letras que tienen en común). ¿Qué tanto aparecen los satélites y la sal juntos en la misma canasta exportadora? Usando los datos de exportaciones internacionales podemos responder esta pregunta para cada par de productos y así armar el espacio-producto, un mapa que contiene todos los productos que se exportan a nivel mundial y la proximidad entre ellos.

El espacio-producto, un mapa del desarrollo productivo basado en el comercio internacional. Si un país coexporta dos productos, se establece un vínculo entre ellos. El resultado de agregar todos estos vínculos es que los productos con un know how parecidos se ubican más cerca.
Figura 3.1.4 El espacio-producto, un mapa del desarrollo productivo basado en el comercio internacional. Si un país coexporta dos productos, se establece un vínculo entre ellos. El resultado de agregar todos estos vínculos es que los productos con un know how parecidos se ubican más cerca.

Ahora bien, volviendo a nuestro problema central, ¿cómo podemos usar el espacio-producto y la complejidad como una brújula para guiar la evolución de los sistemas productivos hacia direcciones de desarrollo que tengan en cuenta los desafíos que nos presenta el cambio climático? Estas herramientas pueden ser útiles de diversas maneras. Primero, el espacio-producto es un mapa del desarrollo productivo del que se desprenden dinámicas de caminos probables y caminos estratégicos posibles para cada región considerada, según las capacidades con las que cada matriz productiva actualmente cuenta. Los caminos probables son los recorridos más previsibles que puede tomar cada región en términos de su estructura productiva, es decir, corresponden al desarrollo de los productos más cercanos a cada canasta exportadora actual. Esto se debe a que al ser productos próximos, la mayor parte de las capacidades necesarias para poder producirlos ya se encuentran disponibles dentro de esa región considerada. Sin embargo, estos caminos no son necesariamente los más favorables para el desarrollo a futuro, y mucho menos los que mejor ayudan a adaptarse o mitigar las consecuencias del cambio climático. Por eso, tenemos que buscar formas de movernos estratégicamente a través del espacio-producto para poder romper la inercia y lograr que lo que necesitamos que pase, efectivamente pase, y para ello debemos partir de las capacidades con las que contamos actualmente. En este aspecto, el espacio-producto puede funcionar como un mapa y una brújula para orientar las PDPV.

Caminos estratégicos verdes

Romper la inercia de la estructura productiva y tomar caminos verdes

Para poder marcar caminos que tengan en cuenta los sectores verdes, primero necesitamos entender qué productos de la red de comercio internacional conllevan beneficios ambientales. Existen cuantiosos criterios e intentos de producir clasificaciones de productos verdes en este sentido. A los fines prácticos del uso de la herramienta, utilizamos una lista elaborada en conjunto por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), la Organización Mundial del Comercio (OMC) y el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC), creada específicamente para planear un impulso en su desarrollo y una reducción o eliminación de impuestos y barreras al comercio de productos con beneficio ambiental. Estos productos provienen de distintas categorías ambientales, como el control de la polución del aire, el manejo del agua y de los desechos, la producción de energías renovables, y el monitoreo ambiental, es decir, una clasificación de productos verdes robusta que es útil para informar PDPV. Utilizamos esta lista para crear la red de productos con beneficio ambiental, el espacio-producto-verde, que graficamos a continuación y en el que podemos observar resaltados los productos que Argentina y Alemania exportaron competitivamente durante los años 2014-2018. Resulta evidente que Argentina tiene mucho trabajo por hacer en términos de desarrollo productivo verde, pero los productos resaltados nos dan una idea de por dónde empezar y hacia dónde es conveniente moverse para lograr desarrollar productos verdes de la manera más eficiente posible.

El espacio de productos verdes. Los productos que Argentina y Alemania exportaron competitivamente entre 2014 y 2018 están resaltados en negro.
Figura 3.1.5 El espacio de productos verdes. Los productos que Argentina y Alemania exportaron competitivamente entre 2014 y 2018 están resaltados en negro.

Además, la versatilidad del abordaje de la complejidad económica permite tomar otras clasificaciones de productos verdes que puedan resultar más convenientes o modificarse en caso de que se generen desarrollos de tecnologías novedosas que beneficien al ambiente. A su vez, permite considerar economías agregadas (como los continentes) o desagregadas (como las provincias) y estudiarlas como unidades productivas, de manera de poder especificar caminos hechos a medida para cada región productiva considerada en particular.

También, podemos usar el espacio-producto-verde para guiar e impulsar el desarrollo de productos estratégicos. Estos consisten en productos verdes que tengan un buen balance entre su cercanía a la canasta exportadora actual y la posibilidad de abrir caminos de mayor complejidad hacia el futuro. Teniendo en cuenta estos criterios de selección para la Argentina e incorporando sectores que fueron históricamente competitivos y hoy ya no lo son, mostramos un listado tentativo de doce productos que representa un insumo novedoso para orientar la sintonía fina de las PDPV hacia el futuro.

Muchos de estos productos quedan en general por fuera del radar de la discusión pública, que suele imaginar otra cosa cuando se habla de productos verdes. Se trata principalmente de productos de los sectores de aparatos mecánicos y eléctricos e instrumentos de medición y control, relacionados con la gestión de residuos y aguas. Argentina ya cuenta con capacidades productivas relevantes para estos productos, que además se encuentran bien conectados entre sí, de modo tal que las posibilidades de exportarlos competitivamente no es remota. Esto además permite que las capacidades obtenidas para poder producirlos se retroalimenten hacia otras áreas que logren impulsar el desarrollo verde en general.

Los doce productos complejos y verdes que podrían guiar las PDPV de Argentina.
Figura 3.1.6 Los doce productos complejos y verdes que podrían guiar las PDPV de Argentina.

No obstante, al hablar de innovación y avance tecnológico como respuesta al cambio climático, debemos hacer una salvedad importante. Si bien estos procesos de transformación son una condición necesaria e indispensable como forma de disminuir las emisiones de GEI, no siempre el resultado del avance tecnológico lleva a un mejor resultado en términos ambientales. El famoso efecto rebote —desarrollado ya en capítulos anteriores— debe ser tenido en cuenta también aquí.

La ruta de la complejidad

Una brújula para el desarrollo verde (y sus límites)

Hasta ahora, cuando hablamos de desarrollo productivo verde nos referimos a usar el mapa del espacio-producto para orientar el curso de desarrollo de nuevos productos teniendo en cuenta las capacidades actuales de cada región y priorizando dos objetivos. El primero es que estos productos atiendan los desafíos de mitigación del cambio climático, y el segundo, que abran la puerta al desarrollo de productos cada vez más complejos en el futuro. Sin embargo, no justificamos aún por qué una dirección de mayor complejidad es deseable o incluso favorable en vistas al futuro. Para esto podemos volver al planteo inicial: ¿es razonable decir que dos países que exportan exactamente el mismo monto en dinero —uno en sal y el otro en satélites— tienen economías con desarrollo similar? Probablemente, la primera intuición sea que no, pero ¿qué diferencias esperamos encontrar entre la matriz productiva de un país que es capaz de exportar sal y la de uno capaz de exportar satélites? La primera aproximación que encontramos es que los satélites son productos más complejos que la sal, es decir, que requieren capacidades más sofisticadas para poder producirse, y que estas capacidades se encuentran presentes en una menor cantidad de países. Pero ¿qué más hay detrás de todo esto?

Usando los valores de complejidad de productos (ICP) se puede obtener el índice de complejidad económica (ICE) de cada país, según la complejidad promedio de su canasta de exportaciones. Entre 2014 y 2018, el ranking de países según su ICE era liderado por Japón, Suiza y Alemania, mientras que Argentina se encontraba en el puesto 49 de los 122 países tomados en cuenta. Esta medida captura entonces el conocimiento, los recursos y las capacidades que tiene un país, expresados según los bienes que es capaz de producir y exportar. Aquellos países con una gran diversidad de conocimientos técnicos productivos podrán fabricar un abanico amplio y diverso de productos, incluso aquellos bienes complejos que solo pocos pueden elaborar. Sin embargo, este es solo el comienzo. Se ha mostrado de manera general y usando distintas fuentes de datos que el ICE correlaciona con diversos resultados macroeconómicos: con el crecimiento económico presente y futuro, con el nivel de ingresos de los países, con una menor desigualdad de los ingresos y brechas salariales de género, y también con una mayor eficiencia en las emisiones de GEI por PBI en el largo plazo de cada país. Es decir, el ICE de los países no solo nos dice cuán complejos son los productos que exportan, sino que es una medida de crecimiento económico, inclusivo y verde. Esto presenta una oportunidad especialmente valiosa para los países del Sur Global: orientar las políticas para incrementar la complejidad es una dirección estratégica si queremos abordar desafíos de desarrollo y sostenibilidad simultáneamente.

Pero estos resultados admiten varias discusiones y análisis. Por ejemplo, si bien a mayor complejidad de una economía (ICE) se ve una mejora en la eficiencia de las emisiones en el largo plazo, para solucionar el problema del cambio climático hace falta alcanzar la neutralidad de carbono.02Esto necesariamente va a requerir ciertos desarrollos novedosos y disruptivos que no continúen simplemente con las formas de producción y consumo actuales. Pero la complejidad económica no puede ayudarnos con ese tipo de innovación, ya que estudia el sistema productivo global a partir de los desarrollos pasados y presentes. El próximo capítulo del libro abordará este tema. Lo cierto es que el aumento de la complejidad económica no implica alcanzar la neutralidad de carbono, por lo que tampoco puede ser un objetivo deseable a nivel global simplemente tratar de optimizar esta medida. Lo que ocurre es que el cambio climático forma parte de una clase de problemas especialmente complejos, para los cuales no es posible encontrar un indicador único cuya optimización pueda resolver los problemas en cuestión. Esto es especialmente problemático porque nos hace imposible determinar una orientación única de mejora que englobe la dirección que deseamos tomar, aun cuando estemos de acuerdo con los objetivos finales. Es más, incluso si todos los actores relevantes toman buenas decisiones globales en términos de desarrollo sostenible, algunos indicadores clásicos pueden sufrir aun cuando la situación esté mejorando.

Entonces, si lo que medimos nos orienta, es importante ser cuidadosos con lo que medimos y tratar de encontrar un conjunto de indicadores que sea conveniente perseguir, es decir, un tablero que consista en varias medidas cuya mejora en conjunto sea necesaria y suficiente para resolver los problemas en cuestión. Es bajo esta lógica que la ONU determinó un total de 17 indicadores de mejora necesarios a los que englobó bajo el nombre de Objetivos de Desarrollo Sostenible (conocidos como ODS), entre los cuales se encuentran ciudades y comunidades sostenibles; producción y consumo responsables; industria, innovación e infraestructura; y energía asequible y no contaminante.

Sin embargo, como vimos con anterioridad, el espacio-producto y la complejidad resultan herramientas útiles para los países del Sur Global que, además de hacerle frente a los desafíos que presenta el cambio climático, necesitan insertarse en los mercados verdes que inevitablemente van a crecer fuertemente en el futuro próximo. Países como Argentina enfrentan los desafíos de disminuir sus emisiones mientras buscan una inserción internacional que les permita generar divisas para disminuir sus niveles de pobreza y de desigualdad: deben tratar de contener y apagar varios incendios a la vez.

Tomar estas herramientas y utilizarlas en un país del Sur Global para favorecer el desarrollo verde nos deja frente a una tarea que requiere, entonces, tres ingredientes. En primer lugar, es necesario determinar en qué sectores tiene potencial ese país; aquellos sectores que en el futuro cercano lograrán competir internacionalmente, pero que todavía no se desarrollaron o lo han hecho de manera muy incipiente. Se trata, en otras palabras, de descubrir qué capacidades productivas ya tiene el país; capacidades que, mediante un proceso de adaptación o aprendizaje, pueden ser un punto de partida para el desarrollo de nuevos sectores. En segundo lugar, estos desarrollos deben colaborar con la adaptación y mitigación de los efectos del cambio climático. Deben direccionar los esfuerzos hacia un subconjunto de actividades productivas, los productos verdes. En tercer lugar, es necesario identificar aquellos sectores que potencian la complejidad: aquellos que requieren ciertas capacidades que, una vez adquiridas, incrementan la productividad y permiten acelerar el desarrollo en varias direcciones de interés.

Además, los productos verdes tienen asociada una complejidad superior a la del total de los productos en general. Y en el caso particular de Argentina, los productos verdes muestran una relación positiva entre su índice de complejidad y su perspectiva de complejidad a futuro: funcionan como un puente hacia el desarrollo de productos cada vez más complejos. El resultado es afortunado, ya que la evidencia sugiere que el crecimiento verde es un camino posible para la Argentina del futuro: dicho de otro modo, el ingreso a un sendero verde no implica resignar crecimiento económico, sino que más bien puede potenciarlo, entrando en un círculo virtuoso de crecimiento.

Estos resultados vuelven promisoria una posible estrategia de crecimiento verde en la Argentina. Sin embargo, la posibilidad de diversificarse y entrar en este círculo virtuoso no está garantizada. Si analizamos la situación actual, vemos que aquellos productos verdes en los que la Argentina tiene mayor proximidad no son productos complejos ni incrementan la perspectiva de complejidad a futuro. La Argentina tiene una transición más sencilla hacia la producción de bienes de baja complejidad, como lo son muchos productos asociados al sistema agropecuario o los minerales en bruto. Este hecho indica que la estrategia de preservar el statu quo no conduce a una diversificación relevante, dado que la especialización en productos de baja complejidad, por más que sean verdes, nos aleja del círculo virtuoso de desarrollo.

Esto no quiere decir que las posibilidades de desarrollo verde sean remotas, pero se requiere de políticas productivas direccionadas a aumentar las capacidades actuales para alcanzar esos objetivos. Sin embargo, para comenzar a discutir cómo articular esas políticas, debemos antes tomarnos un momento para repensar el rol que puede desempeñar el Estado para propulsarlas, y luego analizar en mayor profundidad las PDPV que se pueden adoptar.

La mano visible

Rol del Estado, rol del mercado

En el apartado anterior, aplicando el lente de la complejidad económica verde para analizar el entramado productivo de Argentina, se mostró que la estrategia statu quo —es decir, mantener la trayectoria actual de desarrollo de los sectores productivos— no conduce al país hacia un sendero ni muy verde ni de mucho crecimiento. Mucho menos posibilita conciliar ambos objetivos como parte de una misma estrategia de desarrollo. Esta situación —la cual es compartida por la mayoría de los países de la región— nos lleva a preguntarnos: ¿cuál es el sendero deseable para un desarrollo verde? Y aún más importante: ¿cómo podemos hacer para dirigirnos hacia él?

La complejidad económica, como ya vimos, puede ayudarnos a responder la primera de estas preguntas, pero la segunda pregunta es una cuestión totalmente diferente. Para poner en práctica caminos estratégicos que nos permitan hacer frente a la problemática ambiental —y al mismo tiempo abordar los desafíos sociales y económicos de nuestra época—debemos pensar no solo qué herramientas tenemos a disposición, sino también cómo podemos implementarlas. Para esto se torna fundamental pensar en dos figuras que tendrán un papel crucial a la hora de transitar los caminos que nos muestra la ruta de la complejidad: el mercado y el Estado. Pero ¿qué tan compatibles son el mercado y el Estado? ¿Y qué rol puede tener este último para contrarrestar el impacto de la crisis ambiental?

Cuando se habla del mercado se suele partir de la premisa de que este surge de manera espontánea, o que simplemente existe y opera de manera ideal, sin fricciones ni raspaduras. Se asume, asimismo, que por su propia existencia “natural” asigna recursos de la forma más eficiente posible. Sin embargo, este ideal difícilmente exista por fuera de un modelo teórico: incluso las formas de mercado más primitivas necesitaron de reglas básicas, como una locación, ciertas formas de pago u horas de operación para poder funcionar. En rigor, los mercados pueden ser pensados como instituciones en tanto no son otra cosa que restricciones establecidas por el propio ser humano para darle orden a las interacciones económicas entre las personas de una sociedad. Si esto es así, y los mercados efectivamente no nacen de manera espontánea, sino que se construyen, es posible decidir qué reglas usar y cuáles dejar afuera para que los mercados funcionen de un modo socialmente deseable. Es en este punto donde el Estado ha tenido un papel fundamental.

La discusión convencional sobre el rol del Estado se centra en la pregunta de cuánto Estado necesitamos. Pero el rol del Estado tiende a ser evaluado con lentes que simplifican el tema, a partir de un continuo donde en un polo se encuentra el pleno intervencionismo (o el “estatismo” de viejo cuño), y en el otro, la ausencia de participación estatal. Sin embargo, pensar en términos de estos escenarios extremos, particularmente en los que el Estado y el mercado se presentan como figuras antagónicas, nos lleva a analizar de forma errada la dinámica en la que ambos interactúan. Sostener la idea de este supuesto antagonismo es empobrecer el análisis porque se elimina así la posibilidad de pensarlos como elementos complementarios e interdependientes de la realidad social, que pueden generar relaciones de sinergia y, así, acelerar el desarrollo en magnitudes mucho mayores que cuando no trabajan coordinadamente.

Por mucho tiempo, la visión predominante acerca de cuándo es “correcta” la intervención del Estado fue la promovida por el llamado Consenso de Washington, de los años 90. Desde esta perspectiva, la intervención estatal se justifica en la necesidad de corregir fallas de mercado, es decir, situaciones en las cuales el mercado no asigna recursos de manera eficiente. Cuando existen fallas de este tipo, las decisiones de las personas y las empresas en función de puros incentivos de mercado son subóptimas, esto es, se desvían del curso de acción capaz de producir la mejor asignación de recursos y, por lo tanto, el mejor resultado posible en términos del desempeño económico, la generación de riqueza y, en último término, el bienestar de la sociedad. Desde esta perspectiva, se requiere simplemente identificar cuáles son las fallas de mercado que demandan algún tipo de intervención de política pública, y tratar de corregirlas.03Estas suelen agruparse en tres grandes categorías de acuerdo con cuál es la fuente de la falla: (i) problemas de información, (ii) bienes públicos, y (iii) externalidades. 

Sin embargo, a lo largo de la historia, el Estado no solo no se ha limitado a desempeñar el rol de un mero “corrector de fallas”, sino que ha ejercido un papel crucial, financiando e impulsando innovaciones que dieron aparición a mercados totalmente nuevos. En su libro El Estado emprendedor, la economista Mariana Mazzucato argumenta que el Estado ha suministrado históricamente las innovaciones revolucionarias que alimentaron las dinámicas del capitalismo, desde los ferrocarriles hasta internet, pasando por las nanotecnologías y los fármacos modernos. Pensemos en uno de los productos más conocidos de la empresa Apple: el iPhone. Este smartphone depende específicamente de internet, la cual existe gracias a ARPANET, un programa fundado y financiado por el Departamento de Defensa de Estados Unidos; otro ejemplo es la tecnología GPS, que surgió como parte de un programa militar estadounidense llamado NAVSTAR. Algo similar ocurre con los dispositivos de pantallas táctiles, las baterías y la asistente personal automática Siri. Más aún, Mazzucato sostiene que no existe una sola tecnología clave detrás del iPhone cuyo desarrollo no haya sido previamente financiado por instituciones estatales.

Estos son ejemplos de cómo innovaciones tecnológicas financiadas e impulsadas por el Estado luego dieron la posibilidad al sector privado de desarrollar mercados que serían inimaginables sin estas innovaciones previas. Incluso Tesla, SolarCity y SpaceX, tres de las empresas más emblemáticas fundadas por el empresario y visionario Elon Musk, recibieron inversiones directas en tecnología de baterías y paneles solares por parte del Departamento de Energía de Estados Unidos y en materia de tecnología espacial por parte de la NASA, y acumulan un total de 4900 millones de dólares en fondos públicos provistos. Esto no implica que todas las intervenciones estatales sean fructíferas ni tampoco negar el rol que posteriormente tuvieron estas empresas en seguir empujando la frontera de la innovación y la tecnología, pero sí pone de manifiesto que el Estado no interviene solo para resolver fallas de mercado, un mito sumamente extendido, sino que puede ser un actor clave a la hora de delinear y ejecutar innovaciones estratégicas que luego el mercado continúa desarrollando.

En el marco del debate sobre las responsabilidades en torno al cambio climático, es fundamental el rol que juegan los Estados. Esto se debe a que los mercados no están internalizando con la velocidad y la potencia necesaria los factores sociales y ambientales que se ponen en juego ante la crisis ambiental. No es descabellado deducir que el punto óptimo para las empresas del sector energético o el de la industria no es el mismo que para el planeta, ni para el resto de la sociedad. El sistema energético intensivo en emisiones de CO2 no se dirige por sí mismo hacia la producción de energías renovables, sino que necesita innovaciones complementarias además de una dirección clara e incentivos para hacer esa transición. Para todo esto resulta necesario contar con un importante actor: la mano visible del Estado. El liderazgo del Estado resulta fundamental para orientar e impulsar la transformación de nuestros sistemas productivos hacia modelos más sostenibles.

Reconocer el rol del Estado en la arquitectura y el mantenimiento de los mercados nos muestra la posibilidad de articular desde la política pública los incentivos necesarios y eliminar las barreras existentes para dirigirnos hacia un modelo productivo más verde. Sin embargo, no nos garantiza que esto sea algo fácil de lograr. Tal como sucede en otros aspectos, la coordinación entre los actores públicos y privados no está libre de obstáculos, y muchas veces se necesita de la prueba y del error para dominar el arte del marketcraft04Hoy sabemos que lo que podríamos denominar marketcraft —esto es, la capacidad casi artesanal de los Estados de diseñar y sostener el entramado institucional que a su vez crea y regula los mercados— es altamente relevante para impulsar el desarrollo, incluso cuando se busque que los actores privados tomen un rol protagónico. Se necesitan más reglas —no menos—, y más y mejor capacidad regulatoria. En definitiva, la construcción de un mejor Estado. —la creación de mercados por parte de los Estados—.

Esto no quiere decir que las posibilidades de desarrollo verde sean remotas. Este proceso no estará exento de incertidumbre, pero será más sencillo si poseemos brújulas como la que provee la complejidad económica, que nos ayuden a entender en dónde estamos parados y, más importante aún, a dónde queremos llegar. El desafío está en cómo orientar las políticas productivas de tal forma que sea posible romper con la tendencia actual, readaptando las capacidades existentes, o generando nuevas, en sectores o nichos verdes más interesantes hacia el futuro. La implementación de estas agendas productivas es imprescindible para que Argentina salga de su trayectoria presente y pueda iniciar un círculo virtuoso de desarrollo verde.

El instrumento del equilibrista

Las políticas de desarrollo productivo verde

La necesidad de un Estado proactivo a la hora de impulsar una estrategia económica y productiva que contemple la dimensión ambiental no es una idea nueva. Múltiples países y organismos multilaterales han fomentado durante los últimos años la implementación de políticas públicas activas para responder a los desafíos que vienen de la mano del cambio climático. Una nueva agenda que persigue la intersección entre lo económico, lo social y lo ambiental ya pisa fuerte entre quienes diseñan las políticas de los países de ingresos medios-altos. Esta agenda es parte de un nuevo paradigma que emerge a principios de los 2000 y que adquiere más fuerza luego de la crisis del 2008. Este paradigma pone el énfasis en la acción estatal a la hora de crear nuevos mercados verdes y señala como parte de esta estrategia una herramienta particular: las ya mencionadas políticas de desarrollo productivo verde (PDPV). Ahora que hemos establecido por qué nos interesa la complejidad económica verde y de qué manera el Estado cumple un rol fundamental en ella, llegó el momento de analizar estas políticas un poco más en profundidad.

La definición técnica dice que las PDPV son políticas que impulsan la productividad y competitividad de los sectores productivos a través de una reducción en su intensidad de carbono y del incremento en su eficiencia en el uso de los recursos. En términos más generales, las PDPV impulsan una política industrial para el desarrollo de nuevas actividades dinámicas para la economía, pero incluyendo como objetivo más amplio la sostenibilidad ambiental.

Múltiples países han implementado PDPV con el objetivo de transicionar hacia estructuras productivas más limpias. El caso alemán presenta perfectamente las múltiples caras a las que debe atender la política pública: su estrategia de transición energética (la Energiewende) cumple con el triple objetivo —económico, social y ambiental— de las PDPV. Con el fin de lograr que para el 2020 el 35% del consumo eléctrico en el país fuera de fuentes renovables (apuntando principalmente a la energía eólica y solar), el Estado alemán puso en práctica diferentes instrumentos que operaron como incentivos para la transformación y surgimiento de empresas: financiamiento de investigación y desarrollo (I+D) para la generación de tecnologías vinculadas a las energías renovables, subsidios, créditos concesionales e incentivos fiscales como, por ejemplo, exenciones impositivas. Estos estímulos para el desarrollo de la oferta vinculada a este sector fueron acompañados al mismo tiempo de una fuerte promoción a la demanda. En el segmento de la movilidad eléctrica, por ejemplo, se ofrecieron subsidios para la compra de vehículos y buses eléctricos además de exenciones y reducciones impositivas para sus propietarios. El caso alemán ilustra en buena medida la capacidad que tiene un Estado para impulsar y acelerar el surgimiento y crecimiento de sectores verdes a partir de intervenciones estratégicas que actúen tanto sobre los productores como los consumidores de manera que, en este caso, ambos vean un mayor atractivo en el uso de energías renovables.

Muchas veces, estas estrategias involucraron financiamiento público: por ejemplo, en Estados Unidos, el Estado le otorgó a Tesla 465 millones de dólares en 2009 como forma de rescate, y 4 años después sus acciones se habían multiplicado por 11. En otros casos, las estrategias de transición hacia tecnologías verdes o esquemas de producción más limpios se apoyan en metas de eliminación de viejas tecnologías perjudiciales para el ambiente. Estas metas sirven para orientar las expectativas del sector privado para plantear una reducción progresiva en su uso. Por ejemplo, entre 2017 y 2020 al menos 15 países (11 de ellos de Europa) establecieron metas de prohibición de tecnologías contaminantes asociadas al transporte, principalmente para vehículos que funcionen totalmente a partir de motores de combustión interna. La mayoría de estos países fijaron como plazo el año 2030, aunque algunos como España, Francia y Canadá lo hicieron para el 2040. Esto constituye un gran desafío, pero es posible en tanto se definan objetivos y hojas de ruta realistas, vinculantes y transparentes, garantizando el acompañamiento a las industrias en este proceso de adaptación e incentivándolas a mejorar tecnologías existentes o a hacer nuevos desarrollos.

La capacidad de respaldar cualquiera de estas estrategias con un financiamiento que esté a la altura del desafío se convierte, sin duda, en uno de los principales limitantes para las economías emergentes. En este sentido, para que las PDPV no deriven en meras expresiones de deseo se requiere de un Estado que apueste por ellas, no solo con la convicción desde lo discursivo, sino también desde lo presupuestario. En nuestra región podemos ver que Chile ha presentado en 2020 su propia Estrategia Nacional de Hidrógeno Verde, con la cual aspira a tomar la iniciativa para convertirse en uno de los países líderes en la exportación de este tipo de hidrógeno y sus derivados. Sin dudas, una muestra de que en la actualidad, apoyándose en una mirada estratégica que contemple el estado de las distintas carreras tecnológicas vinculadas a los sectores verdes, podría ser posible para un país insertarse tempranamente como un jugador relevante en estos mercados.

Sin embargo, volviendo nuevamente la mirada a lo que sucede en Alemania, vemos que el Estado alemán anunció, como parte del paquete de estímulo fiscal destinado a impulsar la economía pospandemia, una inversión de 9000 millones de euros para respaldar su Estrategia Nacional de Hidrógeno. Para dimensionar esta cifra, equivale a entre un 55% y 70% del PBI de un país del sur de África, como Mozambique o Zimbabwe, y casi el 30% y el 10%, respectivamente, del de nuestros vecinos Paraguay y Uruguay. Tal vez la meta de la carrera sea la misma, y echar a andar temprano es fundamental, pero ciertamente algunos competidores parecen estar mejor equipados y preparados que otros para alcanzarla primero.

En el marco de esta carrera, resulta interesante pensar cuál podría ser una estrategia deseable para un país latinoamericano, como Argentina. Dentro de la región, suele haber voces que replican que existen necesidades más apremiantes y que el objetivo de la sostenibilidad se encuentra en un segundo plano. Sin embargo, no solo el cambio climático es un problema concreto del presente, sino que las PDPV piensan los objetivos económicos, sociales y ambientales como fines interrelacionados. Es cierto que un país como Argentina no tiene mucho margen para resignar oportunidades de crecimiento económico, el cual es una condición necesaria (aunque no suficiente) para poder atender los urgentes problemas sociales existentes. Aun así, una agenda de PDPV no implica resignar crecimiento económico, sino que, por el contrario, ofrece herramientas útiles para potenciarlo.

Si la producción verde es el futuro, de mantenerse el statu quo, Argentina podría perder relevancia en el mapa del comercio internacional. Es casi seguro que en el futuro cercano se profundizará la tendencia a una mayor demanda de productos verdes en el mundo. El cambio de reglas globales que implica la reconversión productiva y la descarbonización abre las puertas para que empresas de países emergentes puedan insertarse en nuevas cadenas globales de valor en mercados que proyectan un gran crecimiento, como es el caso de la electromovilidad y las energías renovables. Pero al mismo tiempo que los países más desarrollados avanzan en este nuevo paradigma, estos aumentan los requisitos y estándares ambientales que las empresas del resto del mundo y sus productos deben cumplir para poder ingresar a sus góndolas y para recibir sus inversiones. Esto presenta una amenaza en la medida que requisitos como la certificación de la huella de carbono pueden constituir barreras comerciales para aquellos países que no están en condiciones de darles a sus empresas la asistencia y el acceso a los recursos necesarios para que cumplan con ellos.

Con todo esto en mente surge la siguiente pregunta: ¿por dónde se debe empezar en un país como Argentina? Primero, por prestar atención a lo que hicieron otros países, tanto en la región como a nivel mundial. Pero no con el objetivo de copiar y pegar de una agenda internacional, sino para aprender sobre diferentes herramientas que estos países han desarrollado para abordar los desafíos del cambio climático, así como también de los distintos obstáculos que han debido sortear para llevar estas agendas adelante. Luego, necesariamente debemos pensar en un modelo de desarrollo propio: uno que tenga en cuenta los condicionantes institucionales, presupuestarios y estructurales para poner en marcha esta agenda desde el Sur Global. El desafío más grande a enfrentar, al igual que otros países latinoamericanos, es implementar PDPV en contextos de inestabilidad macroeconómica, volatilidad política y debilidad institucional. Sin embargo, justamente este contexto de incertidumbre es el que vuelve indispensable el liderazgo del Estado, en articulación con el sector privado, para diseñar y planificar una hoja de ruta que conduzca hacia un modelo de desarrollo sostenible en el largo plazo.

La aparición de empresas dinámicas en sectores verdes es uno de los mayores desafíos vinculados a este contexto de incertidumbre. Las firmas que se desempeñan en países como Argentina se encuentran en desventaja frente a las de otros países que cuentan con instrumentos para lidiar con las fallas de mercado —fallas de coordinación, externalidades ambientales— asociadas a la incertidumbre de las inversiones a largo plazo para el desarrollo y la adopción temprana de nuevas tecnologías verdes. El ejemplo más claro es la carencia de mecanismos locales de financiamiento razonables, públicos y privados, para cubrir parte de sus inversiones en investigación y desarrollo. En Argentina, la mayoría de las empresas verdes surgen como derivaciones de empresas que ya tenían trayectoria en el país y una larga tradición exportadora. De esta manera, las nuevas empresas verdes tienen la ventaja de poder apalancarse en estructuras y capacidades previas existentes en sus empresas “madre”.

Existen ejemplos concretos de empresas argentinas en distintas regiones del país que han realizado esfuerzos por innovar y por tener una visión exportadora en sectores verdes muy diversos, como son el de la electromovilidad, las energías renovables no convencionales e incluso en el prometedor sector del hidrógeno verde. Todas estas empresas enfrentan en el desarrollo de sus nuevos modelos de negocio una enorme incertidumbre, ya que son empresas que se aventuran a desarrollar productos para atender un mercado que aún no se termina de materializar. ¿Quién comprará un automóvil eléctrico si no dispone de estaciones de recarga en la localidad donde vive? Es necesaria la intervención del Estado para manejar la incertidumbre y los largos horizontes temporales, dos aspectos que son centrales en una agenda de PDPV.

En este proceso, uno de los papeles fundamentales que debe tener la política pública argentina es identificar qué sectores poseen potencial productivo genuino para convertirse en competitivos, verdes y dinámicos, y luego diseñar herramientas para que estos se puedan desarrollar. Lamentablemente, esta priorización no es una tarea sencilla. Los productos verdes no pertenecen a un mismo sector, ni parten de las mismas capacidades productivas iniciales, ni se enfrentan al mismo marco regulatorio. Esta identificación implica indagar dentro de sectores que suelen pensarse como un todo, encontrar nuevos nichos innovadores y acomodar a los nuevos ganadores y perdedores dentro de la política nacional. Es necesario que todos participen de este proceso de transición, pero debe ser el Estado quien los convoque: a quienes potencialmente pueden participar, a quienes ya lo hacen y, con más fuerza aún, a los que rechazan el nuevo paradigma de un modelo productivo que busca la sostenibilidad ambiental. La dificultad de pensar en toda esta red compleja de actores e instituciones está en que entonces ya no es tan factible encontrar una única receta que les sirva a todos los países por igual.

De todo esto se desprende entonces que la idea de desarrollo, lejos de ser única y replicable, es más bien algo situado y plural: un país como Argentina no puede, ni debe, tratar de responder a los desafíos de la crisis climática con las mismas tecnologías, estrategias e instrumentos que usan Alemania, Estados Unidos o Japón. Tampoco resulta razonable o pragmático pretender llevar adelante de la noche a la mañana una transformación estructural de nuestra matriz energética y de nuestros sistemas de producción de alimentos. El camino de Argentina es, entonces, casi el de un equilibrista: para no tropezar, debe avanzar prestando extrema atención a los problemas que le generan inestabilidad en la actualidad, pero al mismo tiempo no debe perder de vista la meta en el largo plazo, sin la cual todo el esfuerzo habría sido en vano, ya que los impactos de la crisis climática agrandan las brechas económicas, las desigualdades existentes y profundizan la pobreza estructural.

En su libro Historias de cronopios y de famas, Julio Cortázar escribió un cuento llamado “Instrucciones para subir una escalera”, en el que parodiza el formato de los manuales de instrucciones explicando cómo hacer algo tan natural e instintivo como es subir una escalera. El autor deja al descubierto lo complejo que es dar instrucciones para algo que hacemos en muchos casos sin premeditar y muestra, al mismo tiempo, las limitaciones que tienen las instrucciones: algunas cosas sencillamente no pueden ser explicadas paso a paso. Esta limitación del formato imperativo no solo aplica a cosas que hacemos casi a diario sin prestar atención, sino también a procesos complejos, algunos aún de futuro incierto, como la transición energética o el desarrollo del conjunto de las sociedades a nivel global. No tenemos guías que nos expliquen paso a paso cómo subir cada escalón. 

Esta es la síntesis gráfica de la tercera parte del libro. Acá vas a encontrar comprimidos los conceptos fundamentales de experiencias en políticas de desarrollo productivo verde, disrupción tecnológica y activismo ambiental.