Movilidad

90min

Caballos, bicicletas, autos, trenes, camiones y tractores. Los modos de viajar y su relación con la crisis climática. Cómo y por qué hacer ciudades sustentables.

Caballos en granjas, plutonio en farmacias

Formas de vencer la fricción de la distancia

Un año raro, 1816. Mientras en Argentina lo convertíamos en el año de nuestra independencia, en el hemisferio norte fue llamado el año sin verano porque, claro, no hubo verano. El año anterior, el volcán Tambora había hecho erupción en Indonesia, lo que provocó un evento de cambio climático, aunque transitorio, muy importante. A diferencia del actual, aquel no fue generado por la acción humana. Ni siquiera se trató de un calentamiento global, sino más bien de un enfriamiento. La expulsión de lava y gases fue tan violenta y de tal magnitud, que sus efectos llegaron hasta Europa y produjeron un invierno volcánico. El que tendría que haber sido un verano con miles de personas yendo a mojar los pies a los lagos y ríos se convirtió en una estación alterada, imposible, con nevadas que arruinaron cosechas, mataron animales y derivaron en una de las peores hambrunas del siglo xix. Entre otras cosas, esto produjo un faltante de caballos: los pobres animales no tenían nada para comer y, a su vez, probablemente hayan sido comidos.

En 1816, el caballo era nuestro principal modo de transporte. Usábamos su energía para movernos con mayor comodidad, subidos a sus lomos o arrastrando nuestras carretas. Por lo tanto, detrás de la erupción, el frío y la hambruna, lo que se vino fue una crisis en el principal medio de transporte de la época. Nuestra principal fuente de energía para movernos, la fuerza de los caballos, de momento se había agotado. Pero ¿cómo iba a imaginar un vendedor de leche en la Bavaria del siglo xix que un volcán ubicado a miles de kilómetros de distancia era el responsable de que él no pudiera mover su producto? Lo cierto es que lo era, porque para llevar su producto al mercado de la ciudad, el vendedor de leche necesitaba de una carreta tirada por un caballo, y el caballo tenía que ser alimentado por hierba y forraje, para cuya fotosíntesis y crecimiento era indispensable el sol oculto tras las descomunales nubes de ceniza de un volcán, en lo que entonces eran las Indias Orientales Neerlandesas. Muchas veces nuestra conciencia para entender los problemas tiene un límite, no puede ver todas las conexiones de una red de efectos tan compleja, y nos cuesta más cambiar aquello que no podemos ver, medir y entender. En ese sentido, y en lo que refiere al sistema de movilidad, no somos tan distintos del vendedor de Bavaria del siglo xix.

Estamos pensando fundamentalmente en el calentamiento global y en la emisión de GEI, que se emiten al obtener la energía que necesitamos para movernos.01Este no es el único modo en que el transporte contamina. El ruido que genera es una fuente importante de contaminación sonora. También afecta la calidad del aire al liberar partículas finas de contaminación ambiental y otros gases contaminantes como el NO2 (no confundir con el N2O) por el uso de combustibles fósiles. Ni hablar de las muertes por siniestros viales. Pero en el contexto de este capítulo, nos limitaremos a las emisiones de GEI y la necesidad de energía para movernos que hay por detrás de esta emisión. Pero esta vez, el cambio climático lo provocamos nosotros, por lo que nos encontramos ante la necesidad de reflexionar, entre otras cosas, sobre cómo nos movemos, sobre el lomo de quién y qué patas ponen la energía. Porque viajar es vencer la fricción de la distancia entre donde estamos y donde está localizada la actividad que queremos hacer, y para eso necesitamos energía.

Esto genera algunas preguntas. ¿De dónde sacamos la energía? ¿Qué consecuencias tiene esa decisión? Cuando el que pone la energía es el caballo, no dejamos que esta respuesta nos quite el sueño. Cuando nos subimos al caballo, tenemos con él una relación algo parasitaria, como esos aliens de las películas que se enchufan a nuestras cabezas y nos hacen mover de acá para allá. Esto no necesariamente cambia cuando obtenemos la energía de otro lado, de algún otro recurso de nuestro ecosistema. Solo cambia el huésped que parasitamos.

Como ya se señaló en el capítulo anterior, la humanidad transicionó del caballo al petróleo, y en consecuencia, a un planeta que se recalienta por la emisión de los GEI que la combustión de ese petróleo genera. Siempre podrá haber —como vamos a ver luego— innovaciones tecnológicas que obtengan esa energía con menor daño sobre el huésped. No faltará el que diga que no hay que preocuparse, porque si lo que queremos es energía abundante y limpia, todo lo que necesitamos es un poquito de plutonio y, como decía el personaje del Doctor Brown de 1955 en Volver al futuro, un día el plutonio va a venderse en las farmacias. Probablemente, ese sea uno de los pecados del futurismo: comprometer el presente por expectativas de una innovación que no sabemos si va a llegar. Pero quizás una pregunta de mentalidad menos parasitaria sea si realmente necesitamos tanta energía para movernos. En la película de Zemeckis, el mismo Doc Brown se indignaba con su yo del futuro: ¿cómo podía haber sido tan irresponsable de crear una máquina que necesitaba tanta energía (1,21 GW)?

Empecemos por poner en contexto el impacto del transporte en la crisis climática. A nivel global, el transporte es responsable del 15% de las emisiones de GEI. Esta situación cambia según cada región. En Europa, contribuye con alrededor del 25%, y en Estados Unidos, alrededor del 30%. En Argentina, ese número desciende al 14%. El problema específico del transporte es que, a diferencia de lo que sucede con otros sectores, su participación en el problema no muestra una tendencia a disminuir. Si vemos esta serie de tiempo para Europa, con respecto a las emisiones de 1990, el único sector que no disminuye es el transporte.

Figura 2.2.1 Evolución temporal de las emisiones de GEI por distintos sectores productivos.

Pero ¿de qué dependen estas emisiones en el transporte? Podemos pensarlo de esta manera. Nos movemos para hacer determinadas Actividades usando diferentes Modos propulsados por diferentes fuentes de Energía. Llamemos a esto el modelo AME, una muy libre traducción del modelo ASIF (por la sigla en inglés para Activities, Modal Structure, Modal Energy Intensity, Fuel-to-carbon ratio). Para entender el problema, tenemos que mirar todas estas dimensiones.

Figura 2.2.2 Modelo ASIF de emisiones de GEI utilizado para explicar las dimensiones fundamentales que dan cuenta del nivel de emisión

A su vez, también AME (en otra muy libre traducción del modelo ASI, llamado así por las siglas en inglés de Avoid, Shift, Improve) resulta un bonito acrónimo que nos ayuda a esquematizar y agrupar la búsqueda de soluciones o estrategias de mitigación en tres grandes criterios: Apretar, Mutar, Eficientizar.

A modo de resumen condensado, como esos jugos a los que había que echarles agua antes de tomar, podemos decir que para disminuir las emisiones de GEI por el transporte tenemos que apretar nuestras actividades (A), mutar nuestros modos de transporte (M) y eficientizar nuestras fuentes de energía (E). Este es el orden de importancia en estas estrategias de mitigación.

Vamos a dividir el problema de las emisiones de GEI por el transporte en dos grandes partes. Primero, vamos a pensar lo que sucede con la movilidad de personas y cargas dentro de nuestras ciudades. Luego, por fuera de ellas. ¿Por qué? El 92% de la población argentina vive en ciudades. De hecho, casi la mitad de la población del país vive en solo ocho áreas urbanas,02Las áreas urbanas de AMBA, Córdoba, Rosario, Mendoza, Mar del Plata, San Miguel de Tucumán, Salta y Santa Fe. y allí se concentra la mayoría de los viajes y del PBI. Solo en el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) reside un tercio de la población y se genera un 48% del PBI del país. Así se concentra fuertemente la actividad que explica la movilidad en Argentina.

Entendiendo que las principales actividades se concentran en las ciudades, podemos ver qué modos contaminan más. En general intentamos saber cuánto contaminamos a través de qué tipo de vehículos hay en el país (el parque automotor), pero no sabemos tanto del uso concreto que le damos a esos vehículos. Sabemos lo que contaminan los autos que tenemos, pero no sabemos si contaminan más para ir a trabajar o cuando hacemos una salida de fin de semana. O sea, que no sabemos qué actividad contamina más, pero estimamos que los automóviles particulares, vehículos utilitarios y los camiones ligeros (protagonistas de la movilidad de personas y cargas en las ciudades) son los principales modos que contribuyen a las emisiones de GEI —sumados llegarían al 80%—.03La falta de datos disponibles sobre el tema y su calidad es uno de los problemas para pensar las emisiones de GEI en Argentina. Fuentes alternativas como RUTA parecerían indicar que estas cifras subestiman las emisiones de los vehículos de carga pesados. Por otro lado, el Plan de Acción Nacional de Transporte y Cambio Climático no especifica si incluye en camiones livianos a los utilitarios. Mediciones en otros países, como las de la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA), coinciden en que este sector de pasajeros y cargas livianas es el principal contribuyente de emisiones. De hecho, en su informe del año 2022, el IPCC estima que las emisiones provenientes del transporte terrestre explican el 69% de los GEI provenientes de este sector. Por estos motivos, comenzaremos el capítulo analizando lo que sucede con el transporte de pasajeros y de carga dentro de nuestras ciudades. Luego, en el segundo apartado, intentaremos ver la situación del transporte de pasajeros y carga entre ciudades o por fuera de ellas y los modos que corresponden.

Figura 2.2.3 Distribución porcentual de las emisiones de GEI globales por el sector transporte en el año 2018, considerando distintos tipos de vehículos

Motores y piñones

Movilidad en la ciudad

Vamos a empezar por el modo más contaminante de todos. Según los datos de la Ciudad de Buenos Aires, el principal vehículo que contribuye a los GEI es el automóvil particular (un 49% que se eleva a casi 65% si tomamos los utilitarios que se usan para movilidad personal y no para carga). Paradójicamente, el automóvil es el vehículo que más contamina a pesar de que transporta muy pocas personas. Si tomamos todos los viajes que se hacen en el AMBA, solo el 20% se realiza en automóvil particular. ¿Cómo puede ser que tan pocos viajes impliquen tantas emisiones de GEI? El problema del automóvil particular está en su enorme ineficiencia, que se manifiesta de muchas formas.

El auto nos vendió la promesa de salir de la puerta de casa, subirnos sin esperar, y viajar rápido, cómodos y sin esfuerzo hasta la puerta de nuestro destino. Todos queremos viajar cómodos. Pero ese deseo individual, a lo sumo familiar, no es posible que lo cumplamos todos al mismo tiempo, porque el auto es muy ineficiente en su uso del espacio. En una vereda de una manzana entran 20 autos y 12 frentes de casas, oficinas y comercios (suponiendo que cada frente mide 8,66 metros y un auto estacionado necesita 5 metros). Si en la cuadra hay un edificio de 10 pisos con dos departamentos por piso y solo la mitad tienen auto, casi nadie más en la cuadra va a poder estacionar ahí. No por nada, en su libro La ideología social del automóvil, André Gortz dice: “A diferencia de la aspiradora, la radio o la bicicleta, que conservan su utilidad aun cuando todo el mundo posee una, el automóvil, como la casa a orillas del mar, no tiene ningún interés ni ofrece ningún beneficio salvo en la medida en que no todo el mundo puede poseer uno. Así, tanto en su concepción como en su propósito original, el auto es un bien de lujo. Y el lujo, por definición, no se democratiza: si todo el mundo tiene acceso al lujo, nadie le saca provecho; por el contrario, todo el mundo estafa, usurpa y despoja a los otros y es estafado, usurpado y despojado por ellos”.

Figura 2.2.4 Emisiones de GEI por tipo de vehículo en CABA en 2017 y viajes por modo en el AMBA en 2018.

Este modo tan ineficiente de usar el espacio se traslada a todos los lugares a donde vaya el auto, ya sean estacionamientos privados o, en especial, cuando circula por la calle. Muchas personas en auto provocan congestión porque las calles y avenidas se saturan muy rápido. El auto puede transportar muy pocas personas por unidad de tiempo y unidad de espacio que usa para moverse. Si en una calle usamos un carril de 3,5 metros para automóviles particulares, podrían circular 1500 persona por hora, mientras que si fuera una vereda para peatones serían 19.000 personas por hora. Si fuera una calle con carril exclusivo de colectivo, circularían 9000 personas. Y 40.000 si en esos 3,5 metros pusiéramos una vía de tren.

Figura 2.2.5 Ejemplo de ocupación del espacio para estacionar en una calzada. Corte de un frente de manzana.

Esta ineficiencia en el uso del espacio es fácil de entender cuando vemos la congestión o los problemas para estacionar. Se nos presenta como algo obvio, un límite físico, una pila de coches acumulados frente al nuestro, una multitud de gente que quiere hacer lo mismo que nosotros. Pero existe otra ineficiencia del auto que es más difícil de ver. Cuando nos movemos en auto no estamos moviendo una persona de 70 kg promedio, sino que estamos moviendo una máquina de 1000 kg con una persona de 70 kg adentro (y si fueran 140 kg, igual sigue siendo una muy mala relación respecto al peso del auto). Entonces, podemos decir que el auto utiliza demasiada energía para mover a una persona porque la mayor parte de la energía en realidad la está usando para moverse a sí mismo. La relación parasitaria parece invertirse. El auto nos usa a nosotros para moverse él, como una especie de inteligencia artificial robótica malévola que utiliza a los humanos solo para que alguien opere los pedales y el volante. Porque es cierto que la energía para movernos no la ponemos nosotros y que viajamos un poco más cómodos que en otros modos de transporte, pero si pensamos en todo lo que perdemos, el tiempo en congestión y el espacio urbano dedicado a estacionar autos —en lugar de dedicado a parques, casas o espacios públicos—, pareciera que son los autos los que salen ganando. Ellos están felices juntándose entre ellos en las avenidas y estacionamientos a expensas nuestras. Cuando aprendan a manejarse de manera autónoma, ya no nos necesitarán.

Figura 2.2.6 Cantidad de personas transportadas por hora en un carril de 3,5 m de ancho por modo.

Pero, además de demandar demasiada energía, el auto la utiliza mal. Solemos creer que la energía resultante de la combustión del motor va a empujar las ruedas (lo que se conoce como power to the wheels) y, por lo tanto, esa energía se utilizará para llevarnos. Pero lo cierto es que el auto aprovecha solamente entre el 12% y el 30% de la energía que genera. ¿A dónde se va todo el resto? Fundamentalmente, se emite en forma de calor. Se desperdicia. Al fin y al cabo, un motor de combustión no es más que una serie de explosiones controladas; es decir, una máquina de generar calor que, mientras tanto y como subproducto, puede mover ruedas.

Pero cuando hablamos del uso del auto en ciudades, esa eficiencia es todavía menor. Como son máquinas diseñadas para funcionar mejor a velocidades altas y constantes, en autopistas son más eficientes (20%-30%), pero en ciudades esa eficiencia baja significativamente (12%-20%). ¿Por qué? Porque mover un auto quieto cuesta más que mantener un auto en movimiento. Vencer ese reposo, esa quietud, es lo que más energía requiere. Y en la ciudad, la mayor parte del tiempo estamos frenando y arrancando, por un semáforo, por una esquina, pero fundamentalmente porque hay muchos otros autos frente al nuestro. La forma en que se maneja también influye mucho en el consumo de combustible: acelerar intempestivamente para luego tener que frenar en un semáforo y volver a acelerar consume mucho más que viajar a una velocidad constante. Por eso le damos tanta importancia a la congestión, porque tiene una retroalimentación positiva con las emisiones de GEI: más autos implican más emisión directa, pero también más congestión, más autos frenando y arrancando, gastando más energía, emitiendo más GEI.

Toda esta ineficiencia no es porque la ingeniería sea una disciplina intrínsecamente deficiente. Es porque el auto es una herramienta diseñada para un uso determinado: llevar entre cuatro o cinco personas, y algunos bultos, a altas velocidades, a lo largo de enormes distancias. La ineficiencia surge cuando lo usamos para llevar, en promedio, 105 kg (1,5 personas de 70 kg) a 15-20 km/h en viajes relativamente cortos.04Diversos estudios ubican las velocidades promedio de circulación en ciudades en torno a los 25 km/h. En Argentina, más del 65% de los autos llevan solo una persona, con la ocupación promedio en 1,4 personas por vehículo. Cuando vemos las distancias, según la encuesta de movilidad del AMBA de 2018, el 75% de los viajes en auto no llegan a los 8 km (lo que sería la distancia entre Parque Centenario y Plaza de Mayo en la Ciudad de Buenos Aires, poco menos de la distancia entre el Monumento a la Bandera y Circunvalación en Rosario o entre la Plaza San Martín y Circunvalación en Córdoba). De hecho, esta distancia —conocida como la constante de Marchetti— es el promedio de los viajes que se hacen en una ciudad. La constante dice que las personas viajan en promedio 1 hora por día para ir al trabajo, es decir, 30 minutos por viaje a 15 km/h de velocidad promedio, lo que da 8 km. Esto fue medido empíricamente en varias ciudades y el valor final no cambia tanto aunque aumente la población y/o la extensión de la ciudad.

Este enorme desperdicio de energía nos resulta mayormente invisible. Al igual que ocurre con los caballos, como no somos nosotros quienes ponemos la energía, no nos damos cuenta del enorme esfuerzo que se está haciendo. Esta es la raíz de la enorme ineficiencia energética del automóvil particular: usarlo para lo que no sirve. Como decía Confucio, estamos matando mosquitos a cañonazos. Pero entonces, ¿qué otros modos de movernos hay?

Cuando yo era chico, en mi casa teníamos una pelea. Mi papá nos llevaba a mí y a mi hermana a la escuela en auto, pero yo siempre decía que quería ir en el micro escolar. No, no era un precoz defensor de la movilidad sustentable. Simplemente me resultaba más divertido, iba con mis amigos y no tenía que soportar el programa de radio que escuchaba mi papá en su auto. Claro, para mi papá era más cómodo llevarnos él. La otra opción le implicaba despertarse más temprano: mi casa quedaba bastante al principio de la ruta del colectivo, por lo que me buscaban entre los primeros. Como él iba a trabajar en auto y la escuela quedaba de paso, prefería llevarnos. Cualquiera que se ponga en los zapatos de mi padre seguramente lo comprenderá. Así que eso vamos a hacer. Como los fenómenos de la movilidad son muy complejos, incluyen muchas variables, con escenarios diferentes, distancias que recorrer, cantidad de pasajeros, variados tipos de actividades, tiempos y horarios que cumplir, vamos a usar el ejemplo de llevar a los chicos a la escuela como un caso puntual para pensar diferentes formas de movernos.

Obviamente, el transporte colectivo, público o transporte masivo de pasajeros aparece como el primer modo alternativo frente al transporte privado en automóvil particular, o sea, “el auto de papá o de mamá”. Por un lado, soluciona el problema de la congestión y el estacionamiento (este último a veces en doble o triple fila, lo que a su vez refuerza los problemas de congestión y hace que los autos frenen y arranquen más seguido, gastando más energía y emitiendo más GEI). Estamos hablando del transporte escolar como un personaje que ejemplifica a todos los modos colectivos (tren, subte, colectivo). Un colectivo que lleva 40 chicos no produce congestión ni problemas de estacionamiento, por lo menos no en comparación con los 30 autos que se necesitarían para la misma tarea. El colectivo escolar hace que todos lleguen al mismo horario, estaciona en el espacio designado frente a la puerta y se va. El lado negativo es, como en el caso de mi papá, la incomodidad de adaptarse a un horario y rutas que no son los elegidos por nosotros. El auto da más sensación de libertad.

El transporte público ofrece numerosas ventajas en términos tanto de congestión y uso del suelo como de emisiones de GEI. Aunque tomemos la comparación con el colectivo con motor a combustión diésel tradicional, la diferencia con el auto es enorme. Los colectivos contribuyen con el 7% de las emisiones de GEI, mientras que explican el 40% de los viajes que hacen las personas. Comparando por cada pasajero y cada kilómetro viajado, un colectivo lleno emite el 18% de lo que emite el auto (o el 36%, si va por la mitad). Es por eso que entre un modo y otro hay una diferencia cualitativa sustancial más allá de las mejoras en la eficiencia de energía que cada uno pueda lograr.

Figura 2.2.7 Emisiones de GEI por pasajero por modo en CABA.

Dentro del transporte masivo de pasajeros, además del colectivo hay modos más eficientes, en todo sentido, como el tren o el subte (los guiados ferroviarios), que pueden mover más cantidad de personas por menos ancho de vía y unidad de tiempo, con mejores velocidades promedio y menores tiempos de viaje, sin congestión, sin problemas para estacionar, y al mismo tiempo, con una emisión de GEI mucho menor. Según las mediciones de la Ciudad de Buenos Aires, el tren y el subte contribuyen en menos del 3% de las emisiones del transporte y explican el 10% de los viajes. Ambos utilizan energía eléctrica (al menos los ramales de trenes electrificados), que además no necesitan almacenar en baterías (algo que, como vamos a ver después, hay que tener en cuenta). Pero obviamente no todas las escuelas van a tener un subte o tren en la puerta y que, al mismo tiempo, pase por todas las casas. Por eso siempre serán necesarios los colectivos: por su capilaridad, ya que pueden ir a cualquier lugar usando cualquier calle.

Otro argumento a favor de mi papá es que el colectivo escolar además había que pagarlo aparte. Mi papá me llevaba a la escuela porque ese uso de nafta ya lo iba a hacer de todos modos. Si pagaba el colectivo escolar, estaba sumando un costo más. El razonamiento es lógico: si ya tengo el auto, mejor usarlo. Si ya lo uso para ir al trabajo, aprovecho y llevo a los chicos. Tener un auto hace más probable que queramos usarlo, aunque el viaje en este vehículo no sea óptimo y la distancia sea corta. Lo mismo pasaba con los papás y las mamás de mis compañeros. Un buen intermedio entre el colectivo y cada uno con su auto hubiera sido que algunos padres se pusieran de acuerdo y nos juntaran a varios de nosotros para que cada padre nos llevara un día de la semana. Esto se denomina movilidad compartida y consiste, básicamente en compartir el auto, ya sea alquilándolo por períodos breves de tiempo o compartiendo el viaje con otras personas. Las ventajas de esto son muchas: por un lado, al no poseer auto no nos tentamos de usarlo cuando no es la mejor opción. Por otro, al decir  "ya que gastamos energía en mover el auto, llenémoslo", hacemos un uso más eficiente del vehículo, transportando más personas, usando menos autos, generando menos congestión y, por lo tanto, emitiendo menos GEI.

Pero existe, todavía, otra alternativa. La más eficiente de todas. En física, existe una máquina ideal que no tiene pérdida de energía entre el input y el output. Es un concepto teórico, esa máquina no existe en la realidad. Pero si hay algo que se le acerca es la bicicleta. Su eficiencia mecánica, es decir, cuánto de la energía que imprimimos al pedal llega a la rueda, se acerca al 99%.05Alguien podría objetar que el cuerpo humano transforma energía química en mecánica con una eficiencia del 20%, por lo que, como motor de la bici, el cuerpo humano es muy ineficiente. Es verdad, pero hasta que traslademos nuestra conciencia a pequeños pendrives USB, seguimos necesitando alimentar estos cuerpos humanos, hermosas máquinas producto de miles de años de evolución y selección natural que, a diferencia de los pendrives, pueden hacer y recibir cosquillas. Aun considerando las calorías adicionales que usar la bici requiere, el impacto climático de producir ese alimento está por debajo de las emisiones del automóvil particular, en especial en dietas no tan intensivas en carnes, como veremos en el próximo capítulo. 

En bici, un viaje de una persona de 70 kg a 15 km/h de Parque Centenario a Plaza de Mayo (7,5 km) se puede hacer en 30 minutos, aun menos que en auto. Pero además, cuesta solo 35 Wh (Watts-hora), mientras que el mismo viaje en auto gasta aproximadamente 6700 Wh. Como la velocidad promedio para autos en ciudades no es tan diferente a esos 15 km/h, el auto no nos ahorra tanto tiempo, ni hablar si contamos el tiempo y gasto de combustible que desperdiciamos en buscar dónde estacionar. En autopistas sin congestión el auto va más rápido, pero ¿cuántas veces andamos en autopistas sin congestión? Se podrá decir que el auto no se cansa, y uno manejando la bici, sí. Un comentario justo para un viaje de 50 km, pero difícilmente 30 minutos de bicicleta a un ritmo tranquilo sean devastadores. Al contrario, es lo que aconsejaría cualquier especialista en cardiología como rutina diaria. ¿Qué implica un viaje de 30 minutos a 15 km/h en bici, esos 8 km de la constante de Marchetti? Veámoslo en diferentes ciudades.

Figura 2.2.8 Media hora u 8 km en bicicleta en diferentes ciudades de Argentina.
Figura 2.2.9 Costo energético del movimiento en humanos y de propulsión utilizando diferentes vehículos.

La bici es el gran ejemplo de cómo el modo en que elegimos ir a nuestras actividades cambia rotundamente la emisión, porque necesita menos energía. Aunque sea una de esas bicis con motorcitos, va a emitir menos GEI porque va a necesitar extraer menos energía y usar menos combustible. Moverse en estos modos altamente eficientes es movernos mejor: misma distancia, misma velocidad, menos energía. Así como no usamos una espada para untarle mermelada a una tostada, para determinado tipo de viaje el auto no tiene sentido y la bicicleta puede sustituirlo haciendo un uso más eficiente de la energía. ¿Puede la bicicleta sustituir todos los viajes en auto? Claro que no. Tampoco vamos a ir a la guerra con un cuchillo de untar. De lo que se trata es de adaptar el tipo de vehículo a las características del viaje, teniendo en cuenta velocidad, distancia, carga, pasajeros. Se trata de mutar para sobrevivir, de adaptarse a cada situación particular. Ninguno de nosotros somos automovilistas, ciclistas, subtenautas ni existimos únicamente en el interior de un colectivo. Somos personas que usan un modo para llegar de un lugar a otro y cada modo tiene sus ventajas y desventajas.

El transporte público puede sustituir lo que la bicicleta no. Pero también la bicicleta puede ser pensada como un elemento más en esa red de transporte público. En particular, los sistemas de bicicletas públicas compartidas nos permiten tener la flexibilidad de hacer algunos de los viajes que necesitamos sin tener que llevar la propia todo el tiempo, y se complementan muy bien con los modos públicos masivos (metrobús, tren, subte) al acercarnos a sus estaciones.

Pero nos queda mencionar un último modo de transporte, que de hecho es el segundo más usado en todo el AMBA. ¿Qué pasaría si lleváramos a nuestros hijos a la escuela que queda en la otra cuadra… caminando? Sería simplemente maravilloso. Claro que el secreto de esto es tener la escuela, y la mayoría de nuestros destinos, cerca de nuestras casas. Vamos a volver sobre esto más adelante.

De parásitos a simbiontes

En busca de la eficiencia

Ya vimos por qué hay modos sustancialmente más eficientes en todo sentido para transportar personas en ciudades. Vimos que el transporte público, caminar y la bicicleta son los modos más eficientes y menos contaminantes, mientras que el automóvil particular está en el otro extremo. Pero ¿las innovaciones recientes en energías alternativas, fundamentalmente motores eléctricos y baterías, cambian esta situación?

En primer lugar, hay que decir (como vimos en el capítulo anterior) que la electrificación de los usos finales siempre es deseable. Esto incluye a los automóviles particulares y a todos los modos de transporte. A su vez, en lo que respecta al automóvil particular, si usamos un motor eléctrico en lugar de uno a combustión, no solo no liberamos GEI de manera directa por el caño de escape, sino que también necesitamos menos energía para movernos porque la eficiencia del motor eléctrico es mucho mayor: un 77%. Claro que esto no resuelve el problema de la absurda cantidad de espacio público que se roba el auto, pero de momento vamos a dejar eso de lado para pensar el tema de la eficiencia energética. ¿Es eficiente el auto eléctrico?

Aunque utilice energía eléctrica para moverse  a sí mismo (y en segundo lugar, a nosotros), el auto eléctrico no elimina completamente las emisiones de GEI. Más que solucionar el problema, lo traslada. ¿A dónde? Río abajo, del caño de escape a la chimenea de la usina eléctrica. Mientras que un auto particular con motor naftero emite 125 g de CO2-eq/km, un auto eléctrico sigue emitiendo 91 g de CO2-eq/km si esa energía se produce con combustibles fósiles. Solo se mejora sustancialmente si se usa energía nuclear, eólica, hidroeléctrica o cualquier otra baja en emisiones.

Pero, fundamentalmente, lo que buscamos decir es que la electrificación no elimina la ineficiencia esencial del automóvil. El peso y tamaño del auto eléctrico es el mismo y sigue requiriendo demasiada energía para mover una persona por distancias cortas a bajas velocidades.06Un Tesla 3 consume 151 Wh/km. Pero eso cambia con la velocidad. El servicio A Better Route Planner recolectó datos empíricos para diferentes velocidades. A 15 km/h se acerca a 225 Wh/km. Para llevarnos esos 8 km que venimos usando como referencia (de Parque Centenario a Plaza de Mayo en CABA, del Monumento a la Bandera a Circunvalación en Rosario, o de Plaza San Martín a Circunvalación en Córdoba), un auto eléctrico nos cuesta 1100 Wh. Si bien esta energía es menor que la del auto a combustión (6700 Wh), sigue siendo demasiada, 30 veces más que la que utiliza una bicicleta. Pero no perdamos de vista que esa energía se calcula a partir de la eficiencia promedio que anuncia el fabricante. Si se considera la eficiencia empírica en ciudades a bajas velocidades por la congestión, se acerca más a 1700 Wh. Es esa congestión la que, por frenar y arrancar constantemente, hace que gastemos más energía para recorrer la misma distancia. Y los autos eléctricos no implican ninguna mejora en este aspecto.

Figura 2.2.10 Emisiones de GEI de un auto impulsado mediante distintas fuentes de energía.

A esta ineficiencia fundamental podríamos sumarle los otros problemas típicos del automóvil: sigue emitiendo partículas finas de contaminación ambiental no vinculadas a la combustión (frenos, rodamientos, desprendimientos del asfalto) que afectan la salud junto a otros efectos negativos (congestión, uso del espacio público para estacionar, seguridad vial). Además, las baterías de litio necesitan hacerse con material extraído de la actividad minera y, cuando cumplen su vida útil, descartarse de modo sustentable. Esto último es una actividad todavía reciente, por lo que es muy pronto para saber en qué medida este reciclado puede hacerse con la magnitud y el ritmo necesarios.

Las innovaciones en electromovilidad son una contribución importante y necesaria, pero difícilmente alteren la conclusión a la que llegamos en el apartado anterior. El transporte público y los modos activos seguirán siendo mucho más eficientes. Si existen mejores formas de movernos, no es porque estos modos no emitan GEI (de hecho, algunos lo hacen), sino porque pueden mover más personas y usar mejor la energía, independientemente de la fuente de donde la obtienen. Al mismo tiempo, el transporte público y los modos de movilidad activa también van a beneficiarse (y mucho más) de esas mismas innovaciones en electromovilidad. Y aquí es donde se encuentra el verdadero aporte que estas iniciativas de los últimos años hacen a la reducción de emisiones en el transporte.

Comencemos con el transporte público. El hecho de que se hable de la novedad de la movilidad eléctrica es una muestra de la hegemonía que tiene el automóvil particular en cómo pensamos la movilidad. El transporte público ha sido eléctrico desde hace muchísimo tiempo. Los subtes y la mayoría de los trenes son eléctricos (quedan algunos a diésel todavía, pero aun así son más eficientes que el auto). Incluso los colectivos hace tiempo son eléctricos en su modo trolebús (esos colectivos con una catenaria arriba que podemos ver, por ejemplo, en ciudades como Rosario, Mendoza o, más lejos, San Francisco). De hecho, el uso de la electricidad en estos modos públicos es menos contaminante que en los automóviles porque no necesitan almacenar esa energía en baterías. O sea, que la electromovilidad es una novedad en el transporte público solo para los colectivos tradicionales (sin catenaria).

Pero electrificar los buses no va a cambiar rotundamente las emisiones de GEI en las ciudades. En AMBA hay 18.000 buses y 4,6 millones de autos. Mientras que los autos emiten casi la mitad de GEI del sector transporte en CABA, los buses solo emiten el 7%. Además, habría que desplegar un suministro eléctrico para los buses, lo que no es sencillo y requeriría fuertes inversiones. Sin lugar a dudas, es una tarea que debemos emprender en el mediano y largo plazo. Pero en el corto plazo, ¿es lógico hacer ese esfuerzo de tiempo, trabajo y recursos en los colectivos dado el poco impacto en reducción total de los GEI? Probablemente no.

Esto no significa que no haya alternativas de combustibles menos contaminantes para el colectivo. Para el transporte público en el contexto argentino, existen fuentes alternativas de combustibles menos contaminantes que pueden servir como transición. En el caso de los colectivos, el Gas Natural Comprimido (GNC) hoy se ofrece como una medida de corto plazo con mucho impacto en reducción de GEI y más sencilla de conseguir que la electrificación.

Entonces, ¿nos tenemos que quedar decepcionados con la electromovilidad? ¿No sirve para nada? ¿Acaso hay que sacar el bandoneón y decir “pibe, piba, todo tiempo pasado fue mejor, tomate el tren y hagamos tranvías solamente”? Para nada. Las innovaciones en electromovilidad constituyen una verdadera revolución, solo hace falta montarla sobre los vehículos más eficientes que hay en términos de energía: las bicicletas. Por un lado, esto facilitaría las cosas para personas que hacen viajes más largos o no quieren transpirar o hacer demasiado esfuerzo. Por otro lado, un motor que asiste y ayuda en el pedaleo permite llevar más peso con el mismo esfuerzo. De este modo, mi papá nos podría haber llevado a la escuela en una bici-cargo —esas bicicletas con un cajón de carga delante— a mí y a mi hermana, y luego seguir al trabajo.

Está bien, convengamos que llevar a dos chicos a la escuela en bici no es lo más cómodo. Incluso si uno tiene una bici-cargo, o un tráiler. Es mucho peso, incluso si la escuela queda relativamente cerca. Además, estos viajes, vinculados a las tareas de cuidado, son hechos en su mayor parte por mujeres. Y como siguen patrones más irregulares, sin tantos corredores fijos de alta demanda —sino una compra allá, ir a buscar a los chicos acá—, es difícil servirlos con un buen transporte público: no hay subte o tren cerca de todos estos lugares. La bici es ideal para estos viajes de cercanías. Pero cuando implican trasladar personas o bultos, se complica. ¿Se hacen imposibles? No, pero la idea probablemente sea no renunciar a tanta comodidad. Un motorcito eléctrico, y asunto resuelto.

Pero el verdadero potencial de la electromovilidad está más allá de la bici eléctrica. Sobre esta alianza entre baterías, motores, pedales, piñones y ruedas pequeñas se disparó una corriente de innovación en el diseño mismo de los vehículos. Del mismo modo en que no sabemos si lo que llevamos en nuestros bolsillos es un televisor, una computadora, un teléfono o todo eso a la vez, estos dispositivos innovadores pueden ser tanto una bici como una moto eléctrica, una patineta o un monopatín. Estoy hablando de segways, monociclos, triciclos, mopeds, y tantos otros. En los últimos años surgió el término micromovilidad como un concepto que intenta englobar este tipo de vehículos pequeños y livianos (entre 35 y 350 kg) que viajan a velocidades moderadas (hasta 25 o 45 km/h). Sus ventajas son enormes en todas las dimensiones, no solo en emisiones de GEI, sino también en congestión, estacionamiento y seguridad vial.

Figura 2.2.11 Clasificación de la micromovilidad propuesta por el International Transport Forum

Este abanico de nuevos vehículos viene a llenar un espacio vacante, el de esos viajes más largos, difíciles de hacer en modos activos (como la bicicleta) o que requieren demasiado esfuerzo. Entre la espada y el cuchillo de untar, nos ofrecen una navaja suiza con multiplicidad de usos y variantes. No se trata de oponer la bici al auto, sino de ofrecer más alternativas en el espacio que hay entre ambos para que mutar entre diversos modos sea mucho más sencillo. La incorporación de estos vehículos no implicaría usarlos para todo. En algún punto, eso sería repetir el mismo error que repetimos con el auto. Por el contrario, los viajes largos y por corredores densos deberán hacerse en transporte público; los cortos, en bici y caminando. Pero todo el espacio en el medio pasaría a tener esta oferta variada de opciones para elegir.

Estos microvehículos se vuelven todavía más versátiles si los pensamos en alianza con el transporte público masivo. Dispuestos en una red de vehículos públicos y compartidos, como hoy hacemos con las bicis, se pueden volver una opción más de la red de transporte público. Nos permiten llegar a la estación de tren o subte que antes nos quedaba muy lejos, dejarlo en la estación y movernos luego en el centro con algún microvehículo alquilado para distancias cortas. O mismo subirse al tren o bici si el microvehículo es propio y transportable. Es cierto que, más que la micromovilidad, son las viejas tecnologías del transporte público las que seguirán siendo el mejor modo de reducir emisiones de GEI. Pero la micromovilidad tiene la ventaja de poder sustituir los viajes que hacemos con el modo más contaminante (el auto) y a la vez volver más accesible el transporte público.

Figura 2.2.12 Alternativas de diferentes modos para el primer y último kilómetro, combinadas con el transporte público masivo.

Hay, además, otra ventaja. Habíamos dicho que en parte gastamos demasiada energía porque, como los parásitos arriba de un huésped, no la ponemos nosotros y entonces no nos preocupamos. Y es difícil cambiar aquello que no podemos ver o cuantificar. Los microvehículos y modos activos ofrecen una ventaja fundamental en este aspecto. Mientras que en auto no es fácil entender por qué frenar y arrancar varias veces gasta más energía, en bici sabemos que lo que más cuesta es ponerla en movimiento, esa primera pedaleada. Incluso al usar vehículos asistidos por motor eléctrico, estos nos piden ayuda con el primer pedaleo o patada al suelo para empujarlos, para vencer ese reposo, que es donde gastamos más energía. Recién ahí el motor nos va a ayudar, manteniendo en movimiento un vehículo que ya se está moviendo. La micromovilidad, al contrario de la movilidad en automóvil particular, es una colaboración, una ayuda mutua. Una relación simbiótica más que parasitaria, donde nos beneficiamos mutuamente. El vehículo nos transporta a nosotros y no viceversa. A su vez, su menor peso y velocidad, y menor peligrosidad, conviven mejor con nuestros cohabitantes de la ciudad.07Mientras que entre 2010 y 2020 el uso de bicicleta se multiplicó casi por 3 en la Ciudad de Buenos Aires, los siniestros viales que involucran bicicletas no aumentaron. 

Reducir las emisiones de GEI por el transporte de pasajeros en las ciudades se consigue moviéndonos mejor, no moviéndonos con menos impacto. Se trata de usar los modos de transporte más eficientes (en energía, espacio y emisiones), no de seguir moviéndonos en los mismos vehículos ineficientes pero reemplazando el petróleo con plutonio o con electricidad (como antes reemplazamos los caballos por petróleo), por más que ahora sea más fácil o económico.

Apretar: el mejor viaje es el que no se hace

Ciudades compactas

Hasta ahora venimos diciendo que para reducir las emisiones de GEI del transporte lo mejor es: 1) movernos mejor; o 2) movernos con menor impacto. Existe una tercera opción que es movernos menos. Podríamos decir que el mejor viaje es el que no se hace.

En los debates sobre cambio climático nos podemos imaginar a ese interlocutor, un ídolo de paja, que dice: “Estos quieren que no comamos nada que dé sombra, que no se produzca nada si la fábrica tiene una chimenea, son decrecionistas, quieren que haya menos productos y que vivamos como en el Paleolítico”. Pero, cuando decimos que el mejor viaje es el que no se hace, no queremos decir eso. Obviamente, queremos que los chicos vayan a la escuela; la gente, a sus trabajos y a comprar fideos para hacer a la noche. Queremos, en definitiva, que la gente haga lo que quiera. Pero rara vez lo que la gente quiere hacer es desplazarse del punto A al punto B solo porque sí. El transporte es una demanda derivada, es decir, las personas viajamos como necesidad para hacer otras cosas. Cosas que tenemos que hacer y vamos a hacer de un modo u otro. Son esas cosas las que explican los patrones de viaje. Sin embargo, algunas actividades localizadas en el espacio pueden convertirse en deslocalizadas. Si algunos días a la semana trabajamos desde casa, no hacemos ese viaje al trabajo, pero el trabajo se hace igual. Lo mismo si pagamos nuestras cuentas por homebanking o realizamos cualquier trámite online que nos evita viajar al banco.

En los estudios de movilidad y en las encuestas que se hacen para estudiar el fenómeno, existe un mínimo de metros que hay que recorrer para considerarlo estadísticamente como un viaje. Esto despierta algunas críticas, porque invisibiliza los viajes de cercanías que se hacen caminando para, por ejemplo, ir a comprar algo a un comercio cercano. Pero para el crudo ojo estadístico, estos son viajes “que no se hacen”. Lo cual nos lleva a pensar que si viajar es vencer la fricción de la distancia, en lugar de obtener más o menos energía para vencer esa fricción, sería mucho más eficiente achicar las distancias. Menos distancia implica más facilidad de usar modos activos (caminata, bicicleta, microvehículos). Por eso, quizás la mejor respuesta a cómo llevar a los chicos a la escuela sea que la escuela quede cerca. ¿Y cómo se hace para que todo esté cerca? Con ciudades más compactas, con mayor densidad.

Supongamos que un día típico es llevar a los chicos a la escuela, ir al trabajo, luego ir al gimnasio, a una clase de guitarra o a cualquier otra actividad antes de comprar en un local la comida de la cena y volver finalmente a casa. Sería bueno tener todas esas cosas cerca para poder hacerlas caminando o en algún microvehículo y que en total todos los viajes no sumen muchos kilómetros. Pero para que haya un gimnasio o una profesora de guitarra, una empresa de alquiler de autos por corto plazo (o cualquier oferta de un bien o servicio), tiene que haber demanda. Es decir, tiene que haber suficiente gente cerca para que exista una demanda potencial y así aumente la probabilidad de que esa oferta exista. Si todos viviéramos en casas con patio y jardín, en un frente de manzana no vivirían 200 personas, vivirían 25. Y así en el siguiente frente y en el otro. Entonces, para que haya un profesor cerca o un local, habría que viajar muchas más cuadras, y ahí entra en juego el auto.

Figura 2.2.13 Impacto de la densidad urbana en la demanda y utilización del transporte público.

La densidad tiene otra ventaja. Muchos servicios públicos, como escuelas, hospitales, estaciones de transporte público, tienen lo que se llama economías de escala: hacer una escuela para 200 estudiantes sale más barato que hacer 2 escuelas para 100. Y para que esos 200 estudiantes puedan ir caminando a la escuela, deben estar cerca, viviendo en edificios y no en pequeños lotes con casa y patio. Esto favorece incluso la formación de redes de padres que comparten auto o rutas de buses escolares que pasan a buscar a los que indefectiblemente vivan lejos. Pero, si todos estamos más dispersos, esto es más difícil de hacer y requiere que se recorran más kilómetros. Un recorrido de colectivo va a servir a más gente mientras más personas vivan sobre ese trayecto (y lo mismo vale para cualquier red de recolección y procesamiento de residuos, por dar otro ejemplo). La falta de densidad o, dicho de otro modo, la excesiva dispersión hacia los suburbios hace que usar modos activos y transporte público sea más difícil.

Tire y empuje

Políticas públicas para una movilidad sustentable

Si el objetivo es apretar nuestras actividades (A), mutar nuestros modos de transporte (M), y eficientizar nuestras fuentes de energía (E), ¿qué se puede hacer desde la política pública para lograr estos objetivos?

Comencemos con apretar nuestras actividades para promover ciudades más compactas y densas de un modo sustentable. Las políticas públicas pueden incidir en estos aspectos mediante la regulación del uso del suelo y zonificación, determinando qué se puede construir, hasta qué altura, con qué condiciones y requisitos. Por ejemplo, más estacionamientos para microvehículos y menos para automóviles particulares.

Hoy existen dos grandes líneas de políticas públicas que apuntan no solo a modificar cómo nos movemos, sino a cambiar esa relación entre hogares, actividades y redes de transporte. Por un lado, tenemos el denominado Desarrollo Orientado al Transporte (TOD, por sus siglas en inglés), que procura que una mayor cantidad de personas vivan cerca de alguna estación de transporte masivo de pasajeros (subte, tren, metrobús) aumentando la densidad poblacional en el entorno de esa red. De este modo, la oferta de transporte está disponible a una mayor cantidad de personas y a un menor costo (la construcción de una estación de subte o de un kilómetro de línea se paga más fácil si más personas viven cerca para usarla).

El otro paradigma, más reciente, se denomina ciudades de 15 minutos, por la idea de que la mayoría de las actividades de las personas (escuelas, parques, clubes, centros de compras, servicios, centros de salud de primera atención) estén en un radio de caminata de 15 minutos de su casa. Como vimos con el ejemplo de la profesora de guitarra, para que esto sea posible, es necesario también mayor densidad, dado que habrá más oferta de servicios y más variedad cuanta más gente haya viviendo cerca como demanda potencial. Pero también implica que haya usos del suelo mixtos. Si se construye un edificio de 5 pisos donde solo hay residencias (un único uso del suelo), al lado, otro igual, y luego otro y otro, y así sucesivamente, para poder ir a comprar lo que uno necesita seguramente tenga que caminar mucho más y se vea estimulado el uso del auto. Eso es lo que genera una zona enteramente residencial con una zona enteramente comercial más alejada. No es lo ideal, incluso aunque la zona residencial esté bien conectada con el transporte público. En cambio, si la planta baja de esos edificios se comparte con espacios no residenciales (verdulerías, peluquerías, tiendas de mascotas, minimercados), es más probable que uno encuentre el local al que quiere ir a poca distancia.

Figura 2.2.14 Las ciudades de 15 minutos.

La relación entre la ubicación de nuestros hogares, nuestras actividades y la red de transporte que las conecta explica en gran medida nuestros patrones de movilidad, los modos que elegimos y el impacto que eso tiene, tanto en emisiones de GEI como en congestión y uso del espacio público urbano. Una mayor densidad es la condición subyacente para patrones de movilidad sostenibles.

¿Mayor densidad significa más edificios, más cemento y menos verde? Es una idea antiintuitiva en un libro sobre cambio climático. En el imaginario colectivo, existe esta idea de vivir en una casa con jardín al fondo, con verde alrededor. Eso parece más amigable con el ambiente que estar todas las personas hacinadas en grandes edificios. Pero no lo es. En primer lugar, una densidad apropiada y bien planificada no implica torres de 20 pisos. Existe una densidad amable intermedia (edificios de 4 o 5 pisos) que, además, se puede lograr con materiales de construcción con menor huella de carbono que el cemento, como la madera. Por otro lado, para un manejo sustentable de nuestras necesidades e impacto en el ambiente, para la provisión de redes de transporte, energía, sanitarias, de manejo de residuos y tantas otras, es indispensable que contemos con las economías de escala y los efectos de red que las ciudades proveen.

Pero también es cierto que una cosa es la densidad de una zona urbana (cuántas personas viven por km2), y otra, el total de población que vive ahí. Se puede generar una densidad amable sin hacinamiento mientras no haya demasiada gente viviendo en el mismo lugar. A partir de cierto punto de saturación, esto se vuelve un problema que genera deseconomías de escala. ¿Cuál es ese punto? No se sabe a ciencia cierta, pero es razonable decir que con una densidad bien administrada, es la propia ciudad la que puede ofrecer soluciones al cambio climático. No es con menos ciudad, es con más.

Figura 2.2.15 Comparación entre dos formas distintas de uso del suelo para el caso de 4 viviendas. En la izquierda hay mayor dispersión, y en la derecha, mayor densidad, lo que libera espacio para otros usos en el segundo caso.

Por otro lado, si el objetivo es mutar de modos, ¿cómo hacemos para que las personas usemos los modos de transporte más eficientes?

Dado que para frenar el cambio climático necesitamos empezar a actuar ya —y esto puede parecer abrumador—, empecemos con buenas noticias. En primer lugar, podríamos decir que en el sector del transporte ya tenemos algunas ideas sobre cómo reducir las emisiones de GEI. Tenemos suerte, eso no pasa siempre para los grandes problemas de la humanidad. No sabemos bien cómo curar muchos tipos de cáncer, pero sí sabemos cómo bajar drásticamente los GEI en términos de transportar personas en ciudades: hacer más viajes en modos activos (micromovilidad y caminar) o transporte público, utilizando mejor y más eficientemente recursos como el espacio y la energía.

La segunda buena noticia es que la mayoría de las personas ya hace esto. En el AMBA, de diez viajes que se realizan, cinco usan transporte público y tres usan modos activos como caminar o bicicleta. El grueso de los GEI está en esos otros dos viajes. Son pocos, pero tal es la ineficiencia del auto que esos pocos generan un impacto enorme. De esos dos viajes en auto, probablemente uno sea relativamente corto y sin muchas personas o carga. Si esas personas optaran por otros modos más eficientes para hacer esos viajes, podemos reducir a la mitad la emisión de los autos particulares.

Puede ser que alguien use el auto porque lo siente más cómodo aunque haya mucha congestión y no haya dónde estacionar, o por cuestiones subjetivas como la valoración cultural que hacemos de nuestros objetos cotidianos: nos gusta el auto. Hay cuestiones de estatus, de imagen personal. Los motivos pueden ser muy diversos, y todas las personas están en su derecho de elegir lo que deseen. Pareciera que si alguien está dispuesto a asumir los costos de sus gustos particulares, es legítimo que así sea. Es verdad, solo que, así como la cantidad descomunal y desproporcionada de energía que un auto necesita para moverse no es evidente, los costos económicos de andar en auto no siempre reflejan sus costos reales ni sus efectos sobre terceros.

En economía existe un concepto interesante denominado externalidad. Cuando una persona produce o consume un bien o servicio (como hacer un viaje corto solo en auto particular), puede estar afectando directamente a otras que no participan en esta decisión, sin que este efecto se le informe a la primera persona en el costo o precio de lo que consume o produce. Este fenómeno se da cuando los efectos de las decisiones de los actores no se reflejan totalmente en los precios del mercado o en los costos de producción o consumo de ese bien o servicio. Es decir, el efecto de la decisión de los actores económicos no recae sobre ellos mismos y, por lo tanto, el precio del mercado no contiene la información necesaria sobre esos costos. Un ejemplo paradigmático de externalidad negativa es la congestión vehicular. Cuando 60 personas deciden tomarse el colectivo, su tiempo de viaje —uno de los costos en el que medimos viajar— cambia radicalmente por la congestión en la avenida. Pero esa congestión no la producen las 60 personas arriba de un solo colectivo, sino los 40 autos que mueven a otras 60 personas.

Figura 2.2.16 Costos de las externalidades en la Unión Europea en el año 2016, según tipo de externalidad y modo.

Cuando hay externalidades, los costos de nuestras decisiones no siempre se presentan claramente y no podemos asumirlos aunque deseemos hacerlo. No hay un precio que se pague de acuerdo a la cantidad de congestión que uno genera. En la dinámica de mercado, si hay mucha demanda por un bien, sube el precio. Dado que en un frente de manzana donde viven o trabajan muchísimas personas solo pueden estacionar 20 autos, la demanda por estacionar el auto en la puerta de casa es muy alta. Sin embargo, el costo por estacionar en muchos lugares es $0 y no aumenta en los picos de demanda. El costo de estacionar nuestro auto no se comporta como cualquier precio. De esta manera, no tenemos información sobre el efecto de la decisión de usarlo. Otro gran ejemplo de manual de economía sobre externalidades negativas es la contaminación en general (auditiva, calidad del aire) y las emisiones de GEI en particular.

Figura 2.2.17 Espacio público utilizado para movilizar 60 personas mediante distintos modos.

Es por esto que para que la voluntad individual y las decisiones racionales y conscientes puedan autorregularse, en este caso, es necesario expresar su costo real, de modo que cada persona, por lo menos, afronte los costos que genera a sí misma, pero, también, y fundamentalmente, a terceros. Dado que los mecanismos del mercado y la información de los precios no funcionan correctamente cuando hay externalidades, es necesario que la política pública establezca regulaciones que transmitan los costos reales de las decisiones que cada persona toma y cómo esto afecta a terceros. En particular, cuando diversas personas nos disputamos el uso de un recurso limitado y común como la calidad del aire, el planeta o el espacio público en las ciudades, es necesaria una forma de administrar la tensión entre deseos e intereses individuales.

En transporte existe una serie de políticas públicas que buscan hacer explícitos estos costos y ofrecer a las personas mejor información sobre estos. La sociedad no cuestiona el poder de los legisladores de prohibir determinadas velocidades porque la velocidad está directamente relacionada con la probabilidad de muerte en un siniestro vial. Pero estas políticas se mueven en un continuo más sutil que prohibido-no prohibido. El objetivo es que los modos más eficientes y con menos externalidades negativas sean menos costosos en todo sentido: dinero, tiempo (de espera y de viaje) o accesibilidad (cuánto tengo que caminar para subirme y al bajarme). Estas políticas se denominan pull (tirar) y push (empujar) porque buscan atraer (a los modos más eficientes) y repeler (a los menos eficientes). Contrario a lo que estos nombres parecen indicar, no son regulaciones arbitrarias hechas para perjudicar la libre elección. Se trata de hacer conscientes a las personas del costo de sus decisiones, el efecto sobre terceros, para que decidan con libertad, pero con responsabilidad.

Políticas pull

    Políticas push

      El principal problema de estas políticas es el sesgo plutocrático. Si viajar en auto es más caro, algunas personas simplemente lo harán menos, pero para otras puede implicar directamente dejar de moverse y de hacer las actividades que tenían que hacer. Además, puede no afectar en nada a aquellas cuyo bolsillo lo permite. Ese es el problema de usar el mecanismo de precios como cargos por congestión o estacionamiento para influir sobre los comportamientos. Sin embargo, solo algunas de las políticas push implican un mayor costo económico para las personas. El resto no afecta el bolsillo. En general, todas tienen que ver con el automóvil particular y su uso en determinadas zonas muy céntricas y con mucha circulación. En segundo lugar, si bien existe un porcentaje de viajes hechos en auto por sectores de bajos ingresos, los sectores de mayores ingresos son los que proporcionalmente más viajes en automóvil hacen.

      Pero más allá de los extremos, reflejar el costo real de usar el auto, explicitar su condición de bien de lujo, puede servir para reducir su uso a cuando es realmente necesario. Si bien hay personas con bolsillos que les permiten darse cualquier lujo sin importar el precio, la mayoría lo pensamos dos veces. No es que no lo hacemos, sino que lo hacemos menos. Cuando necesitamos usar el auto o realmente queremos, como darnos un lujo de una escapada de fin de semana, lo haremos igual. Claro que siempre habrá un conjunto de viajes donde el auto difícilmente pueda ser reemplazado. Una política posible es favorecer la adopción de alquileres de automóviles de corto plazo, para que quienes quieran hacer eso puedan hacerlo sin necesariamente ser dueños de un automóvil, lo que condiciona sus decisiones futuras de movilidad.

      Bajar el porcentaje de hogares que tiene auto permite que se hagan menos viajes innecesarios de este modo. Pero no se trata únicamente de salvar el planeta, cosa de por sí importante y necesaria. También se trata de que el auto es una carga para los hogares: no es algo deseado en sí mismo, sino una muleta para cuando no anda el transporte público. De hecho, moverse en auto, al contrario de lo que se pueda pensar, es un gasto más para el presupuesto de los hogares. Por ejemplo, según las Encuestas de Gastos de los Hogares del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC), desde 1970 hasta hoy, los hogares del AMBA gastan en transporte una proporción cada vez mayor de su presupuesto, fundamentalmente por la adquisición y el funcionamiento de vehículos particulares. En 1970 el transporte representaba el 8,2% de los gastos de los hogares (de los cuales 4,5% estaba dirigido al transporte público), mientras que en 2018 pasó al 13,9% (y solo 3% en transporte público). ¿Por qué? Desde 1972 hasta 2018, el porcentaje de viajes en auto pasó del 15% al 33%. ¿Qué ocurrió? Por un lado, hubo políticas pull, pero a favor del auto: se construyeron nuestras grandes autopistas urbanas, lo que hizo que viajar en auto fuera más fácil. Por otro lado, hubo políticas push, pero para el transporte público: las sucesivas crisis financieras del Estado afectaron la calidad de su servicio. Ante un transporte público de mala calidad, las personas que pudieron se compraron un auto, y así aumentó la tasa de motorización. Fue, de cierta forma, una privatización del transporte. Y para los hogares implicó gastar más, no menos.

      Entonces, la razón por la que se utiliza el auto para viajes en los que no es la mejor opción puede estar en las falencias del transporte público. Y tiene sentido. El transporte público puede no ser la decisión más eficiente si el viaje en colectivo tarda mucho, si el tren deja de funcionar ese día o si no me puedo subir al subte. La micromovilidad puede no sentirse segura si tenemos que compartir la calle con vehículos mucho más pesados y que van a grandes velocidades, sin una infraestructura segregada y segura. En especial, si quiero llevar a mis chicos a la escuela en bici, pero más todavía si ellos van manejando la suya. Las personas pueden estar dispuestas a cambiar cómo se mueven por modos más eficientes, pero al final del día tienen que llegar a tiempo al trabajo, a la escuela, entrar a una clase y comprar la comida para la semana. Hay un equilibrio en el nivel de esfuerzo que se puede demandar para elegir los modos más eficientes. Si viajar en transporte público es muy costoso (por confort, tiempo, dinero, confianza y seguridad), la gente no lo hará.

      El otro grupo de políticas pull apunta, precisamente, a reducir los costos de moverse en transporte público y modos activos. Uno de esos costos es el económico (por ejemplo, con un subsidio mediante las tarjetas de pago inteligentes como SUBE), pero el más importante es el tiempo. Uno podrá tener un reloj más caro o más barato, pero el día tiene 24 horas para todas las personas. Por eso, estas políticas apuntan a meter la mano en el reloj de la gente más que en el bolsillo. Reducir tiempos de viaje y de espera (y la incertidumbre sobre ambos) es una de las mejores políticas de transporte. Para distancias más largas, es indispensable que los modos guiados ferroviarios (tren y subte), que son los más veloces, lleguen a tiempo, con alta frecuencia y, fundamentalmente, que nunca nos dejen a pata. Como no todas las personas viven o viajan a un lugar cerca de una estación, es importante fomentar la multimodalidad para acceder, en colectivo o microvehículos, a las estaciones de estos modos más eficientes para realizar viajes largos. Y, al mismo tiempo, que sea más fácil circular por medio de redes de carriles exclusivos que prioricen la fluidez y seguridad de modos como buses (metrobuses o BRT) o microvehículos (ciclovías).

      Mencionar casos de éxito no es fácil, ya que implica aislar el impacto de estas medidas en el contexto de un sistema tan complejo como una ciudad. Las emisiones de GEI pueden verse afectadas por cuestiones no relacionadas a las intervenciones urbanas que queremos medir. Pero hay estudios interesantes, principalmente en ciudades europeas, que aportan evidencia para respaldar que este tipo de intervenciones cambian el reparto modal, favoreciendo el uso de modos activos y transporte público, y mejoran la calidad del aire. Algunos casos se encuentran muy bien documentados, como París (Francia), Núremberg (Alemania) y Durango (País Vasco, España). Mientras que el de París mide el efecto de la Zona de Bajas Emisiones (una zona donde determinados vehículos no pueden entrar en base al nivel de contaminación que generan), los otros analizan impactos de cambios de diseño del espacio urbano que priorizan su uso y lo hacen más amable para modos activos y transporte público.

      Si bien la decisión de cómo moverse es multicausal y compleja (hay elementos irracionales, culturales, simbólicos o de estatus, como en toda elección social), podemos confiar en que la mayoría de las personas, la mayor parte del tiempo, se va a mover del modo en el que le cueste menos (tiempo, energía, trabajo, dinero o como lo midamos). Si estoy en el auto a paso de hombre y veo que pasan a mi lado bicicletas y colectivos, probablemente eso me influya a la hora de decidir si vuelvo a sacar el auto. Para que las personas elijan usar los modos más eficientes, estos tienen que ser los más rápidos y los más directos, aunque sea en detrimento de otros. El objetivo de estas políticas es hacer líneas más rectas.

      Pero mutar los patrones de movilidad para que se reduzcan significativamente las emisiones no depende de unas pocas buenas voluntades. Se requiere una política pública que haga que viajar en transporte público y modos activos sea fácil, seguro, rápido y más económico. Por supuesto, esto es complejo. Por un lado, las personas se mueven atravesando límites jurisdiccionales. No les importa si el tren lo gestiona el ministerio nacional, el colectivo lo gestiona el intendente y el subte, el gobernador. Las políticas de transporte deben ser planificadas, financiadas, ejecutadas y reguladas por todas las capas de la dirigencia política, atravesando partidos y jurisdicciones. Sin acuerdos políticos, en base a sólidos consensos técnicos, es difícil contar con un transporte público de calidad. Por otro lado, algunas de estas políticas no son costosas en dinero, sino en controversia, porque privilegiar el uso del espacio urbano para los modos más eficientes (colectivos, bicis, peatones) le quita espacio al automóvil privado. Y muchos dirigentes políticos buscan reducir la controversia y minimizar el conflicto. Si las iniciativas que apuntan a reducir el uso del automóvil particular son enfrentadas por personas que no quieren abandonar ese privilegio, sin que haya como contrapeso un apoyo social de la mayoría que se mueve de otros modos, difícilmente aparezcan dirigentes políticos que quieran llevarlas adelante.

      Afortunadamente, pareciera que la controversia que generan las políticas de promoción de movilidad sustentable proviene de una minoría muy intensa y cuya opinión se reproduce mucho, pero minoría al fin. Muchos gobiernos locales en el mundo han avanzado en este sentido, priorizando la movilidad de las 8 de cada 10 personas que no usan auto, y las y los representantes de esos gobiernos, no tan sorpresivamente, han sido confirmados en sus puestos en las sucesivas elecciones. Por ejemplo, las alcaldesas y alcaldes de ciudades que en los últimos años lideraron este tipo de políticas (como Detroit, Montreal, Londres, París, Barcelona, Oslo, Sídney y Tel Aviv, entre otras) llevaron adelante políticas de este estilo y fueron reelectas entre 2018 y 2021. Las decisiones electorales son multicausales y es muy difícil medir el efecto aislado de las políticas de transporte, pero podríamos decir con cierto nivel de confianza que son políticas que, de mínima, no hacen perder elecciones.

      Del pallet al pedal

      Logística urbana

      Mientras que para mover pasajeros, el gran protagonista en las emisiones de GEI en las ciudades es el automóvil particular, para la carga es el camión. Mover carga en ciudades es el último eslabón de una cadena logística mucho más larga y compleja. Puede involucrar un gran contenedor con auriculares que sale de un puerto o varios pallets con numerosas cantidades de paquetes de medio kilo de yerba. Pero cuando compramos la yerba en el supermercado, nos llevamos solamente un paquete de medio kilo, y cuando nos traen a la puerta de casa ese par de auriculares que compramos online, no lo traen directamente del contenedor. Ese proceso del contenedor a la cajita de cartón, o del pallet al paquete individual sucede entre la frontera de la ciudad y la puerta de casa o la góndola del supermercado. Del mismo modo que no tiene sentido llevar un contenedor en una bicicargo, quizás no tenga sentido llevar unos pocos auriculares en una camioneta.

      La Unión Europea estableció como criterio que la carga inferior a 250 kg sea trasladada por bicicletas cargo o triciclos asistidos. En el caso puntual de España, la mayoría de los envíos se reparten con furgonetas viejas —de 15 años de antigüedad media—, y el 87% del comercio electrónico se traslada con vehículos grandes, que ocupan mucho espacio y son muy contaminantes, lo que se estima en un 7,5% de las emisiones de CO₂ totales en España. Un estudio empírico sobre patrones de entregas de Pedal Me, una empresa de micrologística del Reino Unido, encontró que en los centros de la ciudad las entregas son 60% más rápidas en bicicargo que en camionetas y que, a la vez, tienen un 90% menos de emisiones. Más velocidad con menos emisión.

      Pero ¿qué porcentaje de la carga se puede llevar en bicicargo? No todos los viajes se pueden hacer en bici ni tampoco es lo que se busca. Al igual que ocurre en transporte de pasajeros, en logística no se apunta a que toda la carga se mueva en microvehículos. Sin embargo, las proporciones son otras: mientras que las ciudades planifican que un 25% de los viajes se hagan en microvehículos, un estudio para ciudades europeas estima que alrededor del 51% de la carga en ciudades densas puede moverse de este modo.

      En ese momento entre el contenedor y la góndola, cuando la carga empieza a volverse más liviana y menos voluminosa, hay lugar para aumentar algunas eficiencias utilizando microvehículos, formas modificadas de bicicargos o triciclos asistidos para carga y logística. Para eso es indispensable que tanto distancias como cargas se reduzcan. Es decir, que tiene que haber muchos centros donde se pase de cargas grandes que recorrieron largas distancias a cargas más chicas que van a recorrer distancias más cortas. Estos centros no son un invento nuevo, en algunos lugares existen y se llaman cross docking. Uno de los lugares de las ciudades donde se pueden montar es, por ejemplo, en viejos estacionamientos de autos. En esta dimensión de la movilidad, lo dicho antes sobre densidad y usos del suelo es también válido. Es considerablemente más fácil abastecer locales y hogares cuando hay muchos dentro de una misma zona que aprovisionar un country en los suburbios.

      Figura 2.2.18 Tipos de microvehículos de distintas dimensiones y capacidad de carga.

      Sin embargo, en logística, la adopción de microvehículos puede no ser la estrategia central para reducir el nivel de emisiones de GEI. En este caso, a diferencia de lo que ocurre con los autos particulares o el transporte público, los nuevos combustibles y energías tienen un rol central. Cierta carga va a seguir necesitando de camiones utilitarios tradicionales, con lo cual tenemos que ir al segundo camino que mencionamos: movernos gastando la misma energía, pero con fuentes menos contaminantes. En los últimos tiempos, a la ya mencionada innovación en baterías y motores eléctricos, se le ha sumado una serie de innovaciones significativas en los nuevos vehículos, que usan el mismo combustible de modo más eficiente. También hubo una innovación importante de nuevos combustibles menos contaminantes (biocombustibles, estándares Euro para diésel o gasolina). En ese sentido, junto a la promoción del cross docking y la adopción de microvehículos para logística, promover la renovación del parque automotor para que se adopten estas nuevas tecnologías es una de las políticas posibles que pueden impactar significativamente en la reducción de las emisiones de GEI de la logística urbana.

      El sector logístico tiene una diferencia fundamental con respecto a la movilidad de pasajeros. Cada uno de nosotros decide moverse de una manera en la que la racionalidad económica no siempre es el principal criterio. En logística, en cambio, las decisiones son tomadas mayormente por empresas, con racionalidad de empresa. Son ellas las que deben hacer la inversión en nuevos vehículos o en equipos de abastecimiento de nuevos combustibles. Por lo tanto, difícilmente encaren decisiones que impliquen pérdidas de rentabilidad o en las que el trabajo dedicado a encarar los cambios necesarios no rinda suficientes frutos. La política pública en este caso debe considerar esta particularidad para no caer en el dilema de Pugliese.08Juan Carlos Pugliese fue el ministro de Economía de Alfonsín en 1989. Al salir de una reunión con empresarios, dijo: “Apelé al corazón, y me contestaron con el bolsillo”. 

      La otra diferencia es que las personas tenemos muchas alternativas al auto para movernos (colectivo, tren, bicicleta) y podemos asumir parte de los costos caminando más o esperando un poco, pero las empresas de logística tienen menos rango de opciones. En logística, las políticas push que hagan explícito el costo ambiental de las alternativas de transporte en la contabilidad de las empresas pueden tener un efecto negativo, no solo en cada empresa de logística, sino en el conjunto de los precios de la economía, dado que estas empresas pueden trasladar sus mayores costos a los precios. En ese sentido, las políticas pull pueden tener mayor impacto en la emisión del sector sin afectar tanto la economía. La asistencia financiera para la reconversión tecnológica y renovación de vehículos, la inversión público-privada en sectores estratégicos (como, por ejemplo, en establecimientos de cross docking, o en una red de suministro de combustibles menos contaminantes) y otras políticas de incentivos se encuentran en esa línea.

      En esta serie de políticas también puede haber un sesgo plutocrático. Así como hay hogares más ricos que otros, hay empresas con productividades bajas y menos espalda financiera que no pueden actuar en el marco de la economía formal. De ese modo quedan excluidas de mecanismos de financiamiento formales o políticas de estímulo. Imponer mayores costos a estas empresas puede profundizar su condición de informales, dado que por su productividad no pueden afrontar esos costos más grandes. Y estas empresas informales son las que, justamente y por necesidad, utilizan un parque automotor más antiguo, más contaminante y probablemente con prácticas menos eficientes en consumo energético. Este conjunto de políticas pull y push debe considerar este crisol de empresas.

      La logística urbana puede implicar otro aporte a la reducción de GEI al sustituir viajes que los hogares hacen con modos menos eficientes. El ejemplo más sencillo es las compras del super. Siempre va a ser más eficiente que un vehículo del supermercado entregue a cuatro o cinco casas en lugar de que cuatro o cinco autos vayan a comprar al super. No solo porque esto emite menos GEI, sino además porque reduce la dependencia de los hogares de poseer un auto al poder disponer de los vehículos de empresas de entrega. Echa abajo esta idea de “necesito tener un auto para poder, por ejemplo, ir a comprar al super”. Claro que toda la logística va a ser más barata y eficiente cuando se pueda planificar con tiempo y hacer varios viajes en un mismo vehículo. Si todas las personas queremos que nos entreguen las cosas mañana, esta tarea se hace difícil. En este sentido, los hogares y las personas también pueden contribuir a hacer más sencilla esta red logística y usar menos energía, del mismo modo que se contribuye al usar el transporte público, mediante el sencillo acto de esperar un poco. Las decisiones individuales tienen un efecto acotado frente a decisiones estructurales de mayor escala, pero todas las gotas mojan.

      Trenes, camiones y tractores

      Movilidad por fuera de las ciudades

      Hasta ahora discutimos la movilidad de personas y cargas en los centros urbanos. Es momento de cruzar los muros de la ciudad y ver cómo impacta en las emisiones de GEI la movilidad de pasajeros y carga entre las ciudades y/o por fuera de estas. Mientras que en las ciudades los grandes protagonistas tienden a ser los utilitarios y camiones pequeños, en estas rutas lo que vemos es predominantemente camiones pesados capaces de transportar 12 toneladas o más. El movimiento de carga pesada constituye el tercer actor en importancia en las emisiones de GEI. Por otro lado, el transporte de pasajeros entre ciudades —tanto la aviación civil como los buses de media y larga distancia— no emite un porcentaje importante de GEI (2,5 y 1,6% respectivamente). Por lo tanto, no los trataremos en profundidad en esta sección.

      Hay una idea del sentido común que circula sobre la logística de carga y es que el camión contamina mucho y que hay que mover más cosas en tren. Es cierto, pero el fenómeno es más complejo que eso. En primer lugar, en estos viajes y sus costos, como en la logística urbana, hay menos alternativas disponibles. Yo probablemente pueda ir al trabajo o a estudiar en colectivo, tren, auto, subte, bicicleta, taxi o a pie. Pero la empresa que lleva carga de la planta o campo al puerto o ciudad no tiene muchas alternativas entre las que elegir. Así se puede afectar el conjunto de precios de la economía (o al menos de los productos que requieren transporte de cargas, que son muchos). Esto debemos considerarlo al evaluar alternativas en términos de impacto en la reducción de GEI. Por otro lado, también en logística se trata de adaptar cada vehículo al patrón de viajes en términos de carga, distancias, y velocidad (no solo según cuán rápido vaya, sino en relación a su previsibilidad, su regularidad). Solo que esta vez, por este mismo principio, cuando se hacen viajes relativamente cortos, el tren no es ideal. Existe una noción de equilibrio técnico que dice que para determinadas toneladas y distancias el camión es más eficiente para transportar carga que el tren. Podemos decir que entre 300 km y 500 km, el camión sigue siendo más eficiente. Para más de 500 km, lo ideal es el tren. Y para más de 1000 km, conviene utilizar barcos y barcazas (para lo cual Argentina tiene la Hidrovía Paraná-Paraguay y numerosos puertos a lo largo del Mar Argentino). En Argentina transportamos el 93% de la carga en camión y solo el 4% en tren. Uno dirá que es demasiado, pero la distancia media de esos viajes es de menos de 400 km. Mover carga a esa distancia en tren no es lo más lógico.

      En nuestro país, la mayoría de los centros de producción y comercialización de nuestra carga se encuentran relativamente cerca, dentro de ese rango donde el tren no es del todo eficiente. A su vez, el tren tiene poca capilaridad para alcanzar todos los centros de acopio. En logística se pueden considerar dos tipos de flete: el corto (a un centro de acopio) y el largo (de los centros de acopio al centro de comercialización). Así como un bus escolar —a diferencia de un tren o un subte— puede pasar por todas las casas para llevar a los chicos a la escuela, un tren puede servir para el flete largo, pero no tiene la capilaridad necesaria para los cortos. ¿Esto implica que no hay que mejorar la infraestructura ferroviaria ni trasladarle más carga? Para nada, esa mejora sigue siendo deseable. Pero no va a eliminar el camión. En Europa, por ejemplo, para mencionar una región con una fuerte estructura ferroviaria, el camión sigue siendo el principal modo de transporte de carga, con el 71% del total. Apenas el 19% de las cargas se traslada en tren.

      Por otro lado, utilizar el tren no necesariamente implica dejar de utilizar motores a combustión. El tren de carga en Argentina es a diésel y su electrificación presenta problemas por la extensión y dispersión de la red. En este aspecto, volvemos al principio, a la estrategia de movernos con menor impacto, utilizando camiones con fuentes menos contaminantes, como pueden ser el diésel con los diferentes estándares Euro, los biocombustibles o, eventualmente, el hidrógeno. Una flota de camiones con vehículos más modernos y eficientes (la antigüedad del parque actual es de 14 años promedio) que utilice estos nuevos combustibles puede implicar una fuerte reducción en las emisiones de GEI de este sector. También si se incorporan técnicas de manejo más eficientes y mejoras en la infraestructura vial. Para carga pesada es más complejo utilizar vehículos eléctricos, ya que para eso debería haber una red de suministro de alcance nacional a lo largo de todo el país que garantizara la autonomía en todo el recorrido, lo que es considerablemente más difícil y costoso, en especial en el corto plazo.

      De todos modos, en términos de políticas públicas, existe un margen para mudar un poco más de carga a los trenes. En especial, cargas de economías regionales, cuyos productos recorren largas distancias hasta ser comercializados, o sectores como el minero, donde además se suma el enorme peso de la carga. Pero esto requiere, por un lado, una fuerte inversión por parte del Estado en la infraestructura necesaria. Fundamentalmente, requiere el compromiso de que la operatoria sobre esa infraestructura sea confiable. Uno de los problemas del tren de pasajeros es que, si bien va rápido y sin congestión, las personas a menudo tenemos la sensación de que nos va a dejar a pata, que no podemos confiar en que llegue. La previsibilidad en logística de cargas es todavía más importante que la velocidad. No importa si el producto llega el miércoles antes que el viernes. Importa más que, si se acordó el viernes, llegue el viernes. Tanto infraestructura como operatoria, incluyendo los marcos regulatorios y licitatorios, deben despejar toda duda para que las empresas decidan utilizarlo y confíen. Eso es un compromiso que deben asumir las políticas públicas en Argentina, tanto para la red ferroviaria como para la Hidrovía Paraná-Paraguay.

      No voy en tren, voy en avión

      Transporte de pasajeros de media y larga distancia

      Las personas afortunadas cada tanto salimos de las ciudades. Vamos al mar, a la montaña, a otras ciudades. Nos movemos por el país cuando tenemos que ir a trabajar, visitar familia o amigos en fiestas o directamente para descansar. Y en estos viajes de pasajeros de mediana y larga distancia, nos hacemos de nuevo una película parecida a la carga, con un mismo personaje bueno, el tren, y un nuevo villano, el avión.

      El avión es uno de los vehículos más contaminantes que existen. Pero no el más. Cuando vemos los viajes de media distancia (supongamos 300 km), un viaje en automóvil personal emite, por pasajero, más que un avión (si en el auto viaja solo el conductor). Como siempre, depende del factor de ocupación: cuán llenos van estos vehículos.

      El tren aparece como el bueno de la película contra el avión. Es cierto que es muchísimo más eficiente, siempre y cuando vaya lleno. Un tren diésel semivacío no es sostenible, ni económica ni ambientalmente. Lo mismo ocurre con los aviones: intentan ir llenos como sea, incluso bajando mucho los precios a último momento. Pero, por esa misma razón, el tren solo puede sustituir al avión en determinados viajes, y esto tiene que ver tanto con la distancia como con la demanda que haya para ese viaje.

      Figura 2.2.19 Huella de carbono para un viaje de 300 km.

      En un viaje transatlántico, difícilmente el avión pueda ser sustituido. Lo mismo para viajes muy largos, donde el avión tiene como principal beneficio la velocidad. En los viajes de media distancia es donde podemos sustituir el avión por vehículos menos contaminantes. Podemos ir en tren desde Buenos Aires a Mar del Plata o Rosario, pero difícilmente lo elijamos para ir a Ushuaia. Al mismo tiempo —de forma análoga a lo que ocurre con el auto—, la mayor parte de la energía se gasta en poner el avión en el aire; una vez que está volando, es mejor usarlo para hacer viajes largos que valgan la pena.

      Pero además de la distancia, importa la demanda. El tren solo funciona como sustituto del avión en aquellos corredores de media distancia que además conectan lugares generadores y atractores de viajes. Por ejemplo, Europa está pensando sustituir los vuelos de cabotaje cortos por trenes de media y alta velocidad. Pero Europa tiene una red de ciudades grandes a cortas distancias unas de las otras, con lo cual hay demanda para muchos corredores posibles de trenes. El caso de Argentina, con un territorio tan disperso, es diferente. Se parece más a Estados Unidos, donde la gran extensión territorial solo permite la formación de algunos corredores apropiados para trenes (la costa este de Boston a Washington, por ejemplo). En Argentina, son pocos los corredores que pueden ofrecer la demanda necesaria uniendo ciudades relativamente grandes a distancias medias. Por ejemplo, corredores como Córdoba, Rosario, Buenos Aires, Mar del Plata.09Esto tiene que ver con los efectos de red. El aeropuerto de Buenos Aires se financia con los pasajes que van de ahí a potencialmente cualquier aeropuerto del mundo, pero la vía de Buenos Aires a Córdoba solo se financia con los pasajes Buenos Aires-Córdoba. Por eso, si en ese recorrido se agrega Rosario, un corredor Córdoba-Rosario-Buenos Aires serviría tanto a quienes hacen Buenos Aires-Córdoba como a quienes hacen Buenos Aires-Rosario o Rosario-Córdoba. 

      La recuperación de esta red ferroviaria es siempre un objetivo deseable. Pero quizás por otros motivos, como la seguridad vial, más que el ambiental. Hoy, la cantidad de vuelos de cabotaje en Argentina es muy baja. Por ejemplo, países como Chile y Colombia registraron 0,41 viajes por habitante en los meses acumulados entre noviembre de 2020 y octubre de 2021, mientras que en Argentina se registró solo 0,10. Dado que los vuelos de cabotaje en Argentina son pocos, su impacto es bajo en las emisiones de GEI (2,5%). Si Europa le da más importancia, es porque allí el transporte aéreo pesa el 10%, y los vuelos domésticos, el 4%. Europa y Estados Unidos, al tener altos ingresos, también tienen como preocupación los vuelos privados, que en Argentina al ser pocos tienen poco impacto en las emisiones totales.

      Dicho esto, ¿qué alternativas hay? Una de ellas sigue siendo el colectivo. Ya de por sí poco contaminante (cuando va lleno), además puede aprovechar las eventuales innovaciones en nuevos combustibles. Obviamente, el auto siempre aparece como la alternativa con más libertad y flexibilidad: salimos a la hora que queremos, paramos donde queremos. Además, si en la ciudad a la que llegamos la única forma de movernos que tenemos para ir a la playa o la montaña es el auto, no vamos a querer ir ni en avión, ni en tren, ni en colectivo. Es por eso que muchas veces el auto se percibe como una necesidad. Son esas pocas escapadas de fin de semana a lugares cercanos o de vacaciones las que justifican tener un auto durante todo el año. En ese sentido, la facilidad para alquilar autos por plazos cortos es una política que puede aportar a hacer estos viajes de un modo más sustentable. Ya sea para salir un fin de semana o para disponer de un auto al llegar al destino de vacaciones en tren o colectivo si es necesario.

      El placer de viajar

      Las calles del futuro

      En 1819 —tres años después del año sin verano— moría James Watt en Birmingham, una pequeña localidad a mitad de camino entre Londres y Manchester. Watt fue una de las grandes mentes de la Modernidad. Su nombre es el que usamos hoy para medir la potencia, es decir, cuánta energía transferimos en un momento determinado. Fue además quien llevó el motor a vapor a su forma definitiva. Este cambio en la forma de obtener energía trajo enormes cambios en nuestras formas de movernos. Permitió tener trenes a vapor, barcos a vapor, incluso hubo automóviles a vapor. A Watt también le debemos otra unidad de medida genial: el caballo de fuerza. Inventó el término como estrategia de marketing para vender su motor de vapor a aquellos campesinos que nunca habían usado uno, pero conocían cuánto podía tirar un caballo (girar una rueda de 4 metros de radio 144 veces en una hora). Hoy seguimos usando los caballos de fuerza para medir la potencia de los motores de nuestros autos y es un hecho que esta medida nos sigue asombrando, desde el punto de vista del marketing. Nos impresiona ver en cuántos segundos podemos pasar de 0 a 100 km/h, o tener una máquina capaz de ir a 250 km/h de velocidad máxima, aunque ninguna vía en Argentina permita más de 130 km/h.

      Es que el marketing es una fuerza poderosa y ambigua. Por un lado, le permitió a Watt vender mejor su máquina de vapor gracias a que logró hacerles comprender a mentalidades más acostumbradas a los fenómenos rurales cuánta energía realmente podía utilizar su motor. Por otro lado, le permite a General Motors vender su máquina a nuestras racionales mentalidades modernas y urbanas pintando esta ilusión de nosotros como divinidades nórdicas montadas sobre 200 caballos (de fuerza), yendo a 250 km/h. Una imagen que en verdad contrasta con la realidad cotidiana de nosotros viajando por una avenida congestionada a paso de hombre, atrás de otras tantas valkirias modernas, engañadas por esta promesa mientras un Ragnarok se avecina. El Ragnarok, un evento cataclísmico de destrucción del mundo para la cosmología nórdica. Un poco como el Apocalipsis para los judeocristianos. Si con algo podemos compararlo en nuestra posmoderna cultura, es con el calentamiento global. Para prevenirlo, necesitamos pasar del marketing a la conciencia. Ser honestos sobre cuánta energía usamos para movernos, cuánta realmente necesitamos, de dónde la sacamos y quién asume los costos y efectos. Dejar de esconder ese gasto de energía detrás de caballos reales o metafóricos. Dejar de ser parásitos de un huésped que ya está agotando sus recursos.

      Afortunadamente, donde hay una crisis, la infinita inventiva humana encuentra una oportunidad. Contamos con que el ingenio nos vuelva a salvar. Con que en el futuro vendan plutonio en las farmacias. No sabemos si será así, pero lo esperamos con ilusión. Confiamos en que muchas innovaciones tecnológicas asombrosas seguramente nos vendrán a ayudar. Leemos sobre robots autónomos voladores, eléctricos e interconectados. Pensamos: “Ya está. Solucionado. Qué maravilla la invención humana. No se puede creer”. Pero la respuesta al problema del calentamiento global, en lo que atañe a la movilidad, probablemente no esté en cambios tecnológicos futuristas envueltos en carcasas de plástico blanco impoluto y brillante, que no nos piden nada a cambio y nos dejen seguir con nuestras comodidades, llevándonos de acá para allá como parásitos. Quizás, si hay un futuro que no sea un desierto candente, el camino para llegar a él va a estar transitado por adaptaciones e innovaciones inteligentes, sí, pero montadas sobre viejas y confiables tecnologías ya conocidas.

      El mismo año en que los caballos andaban famélicos por culpa del eterno invierno, ante la dificultad para moverse, el conde alemán Karl Drais creó una increíble máquina que fue nombrada de muchos modos: Laufmaschine (máquina de correr) o también Dandy Horse (Caballo del dandy). Hoy la llamamos bicicleta. En 1816 fue la primera vez que la bicicleta y el cambio climático se encontraron. Con los años, este invento evolucionó mucho. En aquel entonces no tenía pedales ni frenos. Tampoco tenía cambios. Hoy empiezan a tener motores asistidos, techos, carcasas, cajas para llevar carga, múltiples asientos para llevar pasajeros, simpáticas lucecitas de colores. La historia final de este aparato todavía no se terminó de escribir. No sabemos cuál es su nombre ni su forma definitiva, o quizás no tenga que tenerlos. Pero estamos seguros de que la increíble eficiencia energética de estas pequeñas criaturas de materiales asombrosos, en alianza con los grandes titanes ferroviarios del viejo mundo que nunca se fueron, son las innovaciones que realmente nos pueden sacar del problema en el que nos metimos.

      Pero todos estos aparatos nos piden algo a cambio. Los microvehículos nos piden que los ayudemos a ayudarnos a movernos. Nos piden la primera pedaleada o patada al suelo. Los viejos modos guiados nos piden que nos acerquemos a sus estaciones, que los esperemos, que compartamos ese viaje con otros y otras. No nos hacen parásitos, sino simbiontes, en la medida en que podemos vivir en armonía con nuestro entorno y con nuestros pares. Además, todos estos aparatos nuevos tendrán algo en común con la tostadora de pan, que si todo el mundo tiene una, no deja de servir. Estas innovaciones son sostenibles no solo porque podamos utilizarlas extensivamente en el tiempo sin agotar nuestros recursos, sino también porque son extensivas a todas las personas que conviven en la ciudad. No a unos pocos.

      En cierto sentido, por la paradoja de Jevons, si hacemos la movilidad en automóvil particular más eficiente mediante la energía eléctrica, esto puede hacer que más gente elija moverse de ese modo, aumentando la cantidad de energía total que necesitamos para movernos. Esta paradoja tiene otras aplicaciones en transporte. Cuando se agregan carriles a autopistas o avenidas (como se hizo con la avenida General Paz o la avenida Corrientes), se supone que eso va a aliviar la congestión y disminuir el costo de viajar en automóvil. Si bien en un principio es verdad, ese aumento de eficiencia hace que más gente use automóvil, lo que vuelve más congestionada esa misma avenida y empeora todas aquellas que no se ensancharon. Por suerte, esta paradoja funciona en sentido contrario también. Si disminuimos el costo de moverse en transporte público o modos activos, con carriles exclusivos para colectivos, bicicletas y peatones, más personas decidirán utilizarlos, lo que bajará la cantidad de energía total que necesitamos para movernos.

      Así como no sabemos cómo serán los microvehículos del futuro, tampoco nos terminamos de imaginar las calles por donde tienen que, sí o sí, transitar (porque no van a ser carriles flotadores en el aire como en las películas futuristas de los años 80). Estas calles del futuro probablemente tengan algo de las calles de las ciudades del pasado, cuando eran los intersticios de las ciudades: aquello que no era casa, mercado, templo o palacio, sino espacios compartidos por personas caminando, carrozas, ganado, bicicletas, lugares de encuentro con otras personas. Empezamos a llamar a estos lugares calle cuando los separamos de la vereda para “proteger” al peatón, pero en realidad fue para que los autos pudieran ir a la velocidad prometida. Lo mismo pasó con los tranvías y trolebuses. La irrupción del auto, descomunalmente grande a pesar de llevar poca gente y exigiendo ir rápido como un derecho constitucional, terminó de expulsar al resto de las personas de la calle. Este cambio de vehículos está exigiendo un cambio en lo que hoy llamamos calle. Que deje de ser un lugar de privilegio para pocos y vuelva a ser un lugar de encuentro para todos. Necesitamos cambiar nuestras calles por tantos tipos de vías como sea necesario, para privilegiar al colectivo, al tranvía, al peatón, a la bicicleta, al monopatín, a la silla de ruedas, al cochecito. Calles que desincentiven a los parásitos y premien a los simbiontes, dispuestos a ceder algo de su comodidad y poner algo de su energía, a caminar o pedalear, a acercarnos a la estación, a esperar, a viajar con otros, quizás un poco más apretados, o tardando un poco más, para que todas las personas podamos seguir viajando y viviendo en un futuro. Para que en efecto haya un futuro. Calles verdes, frescas, con espacios agradables, con viajes seguros, confortables, en armonía con otros en un juego de cooperación y no de sacar ventaja anticipándose y trampeando. Calles que nos dejen ver a través de nuestras ventanas —o por encima de nuestros manubrios— cómo la ciudad pasa con fluidez, reduciendo la fricción de la distancia a su mínima expresión y hasta, por qué no, convertir el viajar en un placer.

      Esta es la síntesis gráfica del capítulo Movilidad. Acá vas a encontrar comprimidos los conceptos fundamentales para una diseñar ciudades más verdes y transporte más limpio.