Las personas

70min

El cambio climático ya está impactando en nuestras vidas. Pero ¿afecta a todas las personas por igual? ¿Cómo van a ser nuestras vidas si seguimos como estamos?

Peor de lo que pensamos

Narrativas sobre cambio climático

El ambientalismo tal como lo vimos (o nos lo mostraron) los que vivimos la infancia allá en los 90 estaba hecho de tres o cuatro cosas: reciclar latas, la capa de ozono, la importancia de salvar pandas y koalas, y alguno que otro derrame petrolero con la imagen del barco de Greenpeace de fondo.

Y es que, en la incipiencia del movimiento climático, la cosa parecía bastante simple: había que convencer a la mayor cantidad de gente posible y, para eso, hacían falta datos sólidos y concretos. Si la comunidad científica era capaz de presentar un argumento racional e irrefutable, escépticos y negacionistas caerían rendidos ante la evidencia y se podría empezar a organizar algún tipo de respuesta global al problema.

Este tipo de retórica —que expresada así suena inocente y hasta paródica— se dio de frente contra la realidad cínica y recelosa del siglo xxi, donde los absolutos se desvanecieron y las opiniones, cualesquiera ellas sean, se empezaron a validar a base de likes.

Hoy, 40 años después, la evidencia científica sobre cambio climático está y sobra. ¿Y entonces?

El reto de hoy pareciera rondar alrededor de las narrativas. En el contexto del cambio climático, la forma de contar la historia tiene un papel decisivo a la hora de motivar o desmotivar la acción climática. Más allá del qué, el cómo; los personajes, las historias y su hilo conductor.

Esto funciona en ambas direcciones. Una narrativa apocalíptica que no propone soluciones y nos apabulla hasta dejarnos inmóviles ayuda, en definitiva, a que se perpetúe el reinado del statu quo. Pero, por otro lado, encontrar una forma de narrar que motive y llame a la acción puede contribuir, y mucho, a eludir la parálisis frente al cambio climático y avanzar en la transformación cultural necesaria. De una u otra manera, como persona que escribe, me parece poéticamente hermoso que el mayor reto de la humanidad sea algo así como el dilema de la página en blanco para el escritor: ¿por dónde empezamos a contar la historia? ¿Qué tipo de narrativas queremos visibilizar?

Desde esta óptica no se trata ya tanto de convencer a la gente, sino de sacarla de ese letargo que genera la inercia cotidiana. No hablo acá del negacionista, que posiblemente seguirá encontrando explicaciones absurdas para justificar picos de temperatura récord en lugares insólitos. Hablo del ciudadano o ciudadana que, de una u otra manera, sabe que hay algo en este modo de vida que no va más y que la cosa va a terminar mal, quizás, más temprano que tarde, y que aun así oscila entre la inacción y la culpa difusa.

Todos los días aparecen historias alarmantes en las noticias: un tifón acá, una inundación allá y un incendio forestal por aquel otro lado. Y sin embargo, pareciera que todavía no somos del todo capaces de comprender el alcance y la magnitud del problema. En parte por la grandeza y la abstracción de las cifras (¿cuánto son 420 partes por millón?), pero también por la forma en que asumimos que el cambio climático, con su escala inabarcable, afectará más a otros lugares que aquel en el que estamos: por ejemplo, a quienes estamos parados en el medio de la llanura pampeana, el hecho de que suba el nivel del mar lo suficiente como para taparnos —como puede pasar en alguna isla del Pacífico— nos resulta bastante improbable.

La gran pregunta, entonces, es: ¿cómo se sale de esa desconexión entre las proyecciones de los informes climáticos y la inercia de la vida cotidiana? ¿Cómo hacemos para no caer en la desesperación o en una retórica fatalista? ¿Cómo hacemos para no caer en la comodidad de considerarlo un problema demasiado difícil, sino imposible, de resolver?

Durante más de 40 años, se pasó de implorarles a las personas que “creyeran” en la crisis climática a hacerlas sentir culpables y responsables, y luego asustarlas con el futuro de las próximas generaciones. Y esto es parte del meollo en el que estamos. Porque el futurismo distópico no hace más que alejarnos de problemas que ya llegaron hace rato.

Si bien en estas décadas otras voces han buscado —y hasta logrado— alzarse proponiendo soluciones y alternativas concretas, lamentablemente el discurso con más visibilidad y del que ha hecho uso el oportunismo político ha sido otro. Tal vez, entonces, no sea más que una cuestión de buscar amplificar esas voces, contar esas historias y mostrar esos personajes que dan testimonio, que ayudan a ver, desde lo ordinario y cotidiano, lo que ya está sucediendo. Porque ya está sucediendo. Y es peor de lo que pensamos.

Fin de mes

El cambio climático como una cuestión social

Parte del problema de esta narrativa ya obsoleta era la idea de ver el cambio climático como un tema netamente “de las ciencias duras”: un grupo de científicos haciendo cálculos matemáticos dentro de un laboratorio mientras la vida y los problemas del resto de los mortales pasaban por otro plano. ¿Quién tiene tiempo de preocuparse por que suba la temperatura un grado cuando tiene que llegar a fin de mes?

Desde el inicio del movimiento climático, la atención y el conocimiento de la gente de a pie respecto a la cuestión ambiental fue variando conforme fue cambiando la cobertura mediática y la atención que el tema recibía (o no) por parte de los gobiernos de turno de cada país. Si bien al comenzar la década de 1980 el tema del calentamiento global había cobrado la suficiente importancia como para ser incluido, por ejemplo, en algunas encuestas de opinión pública norteamericanas, la cobertura mediática respecto a temas climáticos fue relativamente poca hasta el pico que tuvo durante los 90 a raíz del “agujero” de la capa de ozono (sobre todo en el hemisferio sur) y algunos eventos climáticos específicos, como la ola de calor y sequía del verano de 1988 en Estados Unidos.

En el plano científico, sin embargo, ya los últimos años de la década de 1970 y los primeros de la de 1980 fueron un punto de inflexión. Como se mencionó en el capítulo anterior, durante los 70 se encontraron los primeros indicios de que el aumento en los niveles de CO2 en la atmósfera iba a provocar un aumento de la temperatura media global en el futuro, con graves consecuencias sobre el clima, aunque desde una perspectiva netamente científica y en cierta medida alejada de la política. Sin embargo, en 1978-1979, en plena segunda crisis del petróleo, al presidente de Estados Unidos, Jimmy Carter, se le metió en la cabeza la idea de utilizar el carbón nacional norteamericano para resolver la crisis energética. Y esto hizo que el tema del CO2 entrara por primera vez en la arena política, aumentando también la atención de varios grupos científicos interdisciplinarios

Figura 1.3.1 Impacto de eventos económicos, sociales y geopolíticos en las emisiones de CO2 2020 , en Argentina y el mundo. Es evidente cómo las emisiones se reducen en el período inmediatamente posterior a las crisis.

El cambio climático es fundamentalmente una cuestión social y de desarrollo humano que se encuentra ligada, inevitablemente, a los eventos económicos, sociales y geopolíticos que atraviesa la humanidad. Los impactos de un clima cambiante son agudos y multidimensionales, y afectan la vulnerabilidad de las personas, la resiliencia de las comunidades y asentamientos humanos, y las desigualdades sociales a nivel mundial. A medida que aumentan los efectos del cambio climático, millones de personas se enfrentan a mayores desafíos en términos de fenómenos extremos, efectos sobre la salud, seguridad alimentaria, seguridad de los medios de subsistencia, seguridad del agua e identidad cultural.

¿Y qué significa esto? Significa más pobreza, cuando se calcula que para el 2030 podría haber hasta 132 millones de nuevos pobres debido a algunos de los múltiples efectos del cambio climático01Los efectos del cambio climático pueden dividirse en dos categorías según la escala temporal en la que se producen y la diferente velocidad de manifestación de sus impactos. Hay fenómenos de aparición rápida, que suelen denominarse fenómenos meteorológicos extremos. Por otro lado, también hay procesos de aparición lenta, que se desarrollan gradualmente a lo largo de años y décadas, y que pueden generar impactos graves, acumulativos y potencialmente irreversibles en los sistemas ecológicos y humanos. Los fenómenos meteorológicos extremos incluyen ciclones tropicales y otras tormentas extremas (como huracanes y tifones), olas de calor, inundaciones y lluvias torrenciales. Los fenómenos de aparición lenta, tal y como se introdujeron inicialmente en el Acuerdo de Cancún (COP16), se refieren a los riesgos e impactos asociados al aumento de las temperaturas, la desertificación, la pérdida de biodiversidad, la degradación de la tierra y los bosques, el retroceso de los glaciares, la acidificación de los océanos, la subida del nivel del mar y la salinización., como lluvias y tormentas más extremas y recurrentes, que causan inundaciones, u olas de calor y sequías, que acentúan la escasez de agua. Significa más desigualdad, cuando se piensa que, en algunos contextos, la pobreza está estrechamente relacionada con la vulnerabilidad frente a amenazas climáticas, haciendo que grupos ya de por sí desfavorecidos sufran de forma desproporcionada los efectos adversos del cambio climático, lo que provoca, a su vez, una mayor desigualdad posterior. Significa más muertes y desapariciones causadas por desastres naturales, si contamos que entre 2000 y 2019 se produjeron al menos 7348 grandes catástrofes, que se cobraron 1,23 millones de vidas y afectaron a 4200 millones de personas en todo el mundo. Significa más inseguridad alimentaria y más enfermedades que se propagan más a raíz de peores condiciones de vida. Significa millones de personas desplazadas de sus hogares, y millones de dólares perdidos en concepto de producción agrícola y daños a infraestructura. Significa conflictos, enfrentamientos y posibles guerras por tierras y recursos escasos.

Patrón del mal

Cambio climático y desigualdad

En mayo de 2008, el ciclón Nargis azotó Myanmar y se cobró la vida de casi 140.000 personas. Ese mismo año, la temporada de huracanes en Estados Unidos afectó a alrededor de 11 millones de personas, de las cuales murieron 59.

Este, como tantos otros ejemplos, muestra cómo las amenazas climáticas pueden impactar de manera diferente sobre la salud, la vida y las actividades de las personas dependiendo de su susceptibilidad o exposición, y de su capacidad de hacer frente y recuperarse de los impactos de los desastres y efectos climáticos.02En el informe AR4 (2007) el IPCC ya hablaba de cómo las personas social y económicamente desfavorecidas se veían afectadas de forma desproporcionada por el cambio climático. Las referencias a la vulnerabilidad de ciertos grupos y la desproporcionalidad de los efectos del cambio climático se volvieron más frecuentes en el informe del AR5 (2014), en el cual la principal conclusión fue, sin dar muchas más vueltas, que el cambio climático, como toda crisis, exacerba las desigualdades. 

Cuando hablamos de desigualdad, es importante entender el concepto no solo en términos económicos. Hay que ver la desigualdad como algo multidimensional e interseccional,03La interseccionalidad es una herramienta analítica que reconoce que las desigualdades sistémicas se configuran a partir de la superposición de diferentes factores sociales como el género, la etnia, la clase social, la edad, la indigenidad. En consecuencia, tanto las desventajas como los privilegios que tiene una persona en un momento y lugar determinados no pueden entenderse examinando de forma aislada los diversos elementos de su identidad. Por el contrario, se debe prestar atención al conjunto de relaciones de poder que le afectan, incluidas aquellas fuerzas a nivel macro como el pasado colonial y la pobreza; y las fuerzas a nivel micro, entre ellas el estado de salud de una persona y la estructura de su familia o comunidad. con diferentes capas y múltiples combinaciones posibles, que hacen que una persona, grupo o país se vea menor o mayormente afectado, y tenga mayor o menor capacidad para hacer frente a las amenazas climáticas y sus posibles consecuencias. Y esto rara vez se debe a una sola causa. Las diferencias en la vulnerabilidad y la exposición se derivan de factores distintos del clima y de desigualdades de todo tipo producidas, en muchos casos, por procesos de desarrollo dispares. El género, la edad, la raza, la clase, la casta, la indigenidad y la discapacidad son también factores que hacen que el grado de vulnerabilidad varíe y que los riesgos derivados del cambio climático sean disímiles.

Figura 1.3.2 Mientras que la vulnerabilidad está impulsada por múltiples factores de desigualdad, las capacidades y oportunidades de las personas para adaptarse al cambio climático se ven influidas por diversos aspectos socioeconómicos. Ambos factores determinan el tipo de respuestas que podemos desarrollar frente al cambio climático, así como el nivel en el que este nos afecta.

Pensémoslo en el contexto de inundaciones. En el litoral argentino y la Cuenca del Plata, por ejemplo, las inundaciones y lluvias fuertes son problemáticas recurrentes que se han hecho cada vez más extremas en su intensidad y frecuencia. Más de uno recordará las imágenes de las inundaciones en la ciudad de Santa Fe en 2003, con personas subidas a los techos de sus casas para evitar abandonar sus hogares, su historia y sus ya pocas pertenencias.

En una ciudad como Santa Fe, así como en tantas otras de Argentina y la región, la desigualdad suele obligar a los grupos más vulnerables a vivir en zonas más propensas a inundarse, como terrenos bajos a la vera de los ríos. Esto aumenta su exposición a las inundaciones más frecuentes causadas por el cambio climático. Entre aquellos que viven en zonas inundables, los grupos y personas más marginados en lo social, económico y político resultan ser más susceptibles a los daños causados por las inundaciones: pierden sus casas o estas sufren graves daños, dado que suelen estar hechas de materiales más frágiles; son más propensos a contraer enfermedades transmitidas por el agua como consecuencia de un saneamiento deficiente; y tienen, lamentablemente, más probabilidades de perder la vida. Los grupos vulnerables tienen también menor capacidad para afrontar y recuperarse de los daños causados por las inundaciones. Mientras que las personas en una mejor posición socioeconómica pueden, por ejemplo, contratar un seguro y ser indemnizadas, las personas más vulnerables pueden no estar en condiciones de pagar ese seguro y, por lo tanto, tienen que absorber la totalidad de las pérdidas, lo que afecta más aún su posición patrimonial.

Así es cómo el círculo se vuelve vicioso. Cuando no hay políticas públicas adecuadas de adaptación e instituciones suficientemente fuertes, la desigualdad multidimensional causa una mayor exposición de los grupos vulnerables a los peligros climáticos, lo que hace que sean más susceptibles a los daños causados por estos peligros y disminuye su capacidad para hacer frente a esos daños. Como resultado, sufren una pérdida desproporcionada de ingresos y activos (físicos, financieros, humanos y sociales), lo cual agrava la desigualdad inicial y perpetúa el ciclo.

En el año 1998, el Huracán Mitch, uno de los ciclones tropicales más poderosos y mortales de la historia, se cobró la vida de 11.000 personas en Centroamérica. Pero también provocó otros daños. En Honduras, por ejemplo, eliminó el 18% de los activos del quintil más pobre, frente a solo el 3% del quintil más rico.

Este ciclo del mal se replica tanto entre personas y clases sociales como entre países. En el escenario mundial, está profundamente vinculado a los patrones globales de desigualdad existentes. El caso de Myanmar y Estados Unidos, en 2008, lo ejemplifica muy bien: países con diferentes niveles de ingresos, pero con una similar exposición a los peligros ambientales, se ven afectados de manera muy dispar. Al tener más infraestructura y activos expuestos a los peligros naturales, los daños económicos directos fueron mayores en Estados Unidos, pero las pérdidas sufridas por Myanmar fueron muy superiores en proporción con el ingreso de este país.

Antes de que caigamos en la desazón, el hecho de que haya una fuerte relación entre el nivel de desarrollo económico y la vulnerabilidad climática nos abre en realidad una ventana de oportunidad. Si menor desarrollo (o nivel de ingresos) y menor capacidad de adaptación son iguales a mayor vulnerabilidad climática, también significa que más desarrollo y mejor capacidad de adaptación implican menor vulnerabilidad climática. Es decir, que promover el desarrollo económico puede ayudar a mejorar la capacidad de adaptación, lo que puede reducir en gran medida los impactos, los costos y las desigualdades causadas por el cambio climático. Al mismo tiempo, y en un giro inesperado para este círculo vicioso, la reducción de la vulnerabilidad climática puede contribuir al desarrollo económico al fomentar una economía más productiva y estable a largo plazo, y un crecimiento más equitativo y sostenible.

Figura 1.3.3 Estados Unidos (alta exposición a riesgos climáticos, alto PBI y alta capacidad de adaptación) se ubica en el sector gris hacia la derecha, mientras que Myanmar (alta exposición, menor PBI y baja capacidad de adaptación) se ubica en el sector rojo hacia la derecha.

En los gráficos se puede ver que ambas nubes de puntos siguen una tendencia similar. Esto implica que, en gran medida, tener una mayor capacidad de adaptación (la nube de puntos de la izquierda) se corresponde con un mayor PBI per cápita (la nube de puntos de la derecha). La similitud entre ambos gráficos, sin embargo, no es perfecta. Dos países con un PBI per cápita similar en el gráfico de la derecha pueden tener diferente capacidad de adaptación y ubicarse en una posición ligeramente distinta entre sí en el de la izquierda. Esto se explica por factores escondidos en la imagen, como la fortaleza de las instituciones. Porque sí, las instituciones más estables y de mejor calidad juegan un rol clave a la hora de desarrollar una mejor capacidad adaptativa al cambio climático.

Este vínculo entre vulnerabilidad climática, desarrollo económico y capacidad de adaptación también se observa en nuestra región cuando cada año las tormentas del Atlántico afectan desproporcionadamente a la población haitiana frente a la población del estado de Florida en Estados Unidos. O en Argentina, cuando Formosa y Misiones muestran, por su parte, una menor capacidad de recuperación en caso de desastres naturales que la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA). En el caso hipotético de que se produjera una gran inundación en todo el país, casi la totalidad de la población de CABA podría recuperarse casi por completo, mientras que solamente un 85% de la población de Misiones podría hacerlo.

Camaleones y dinosaurios

Riqueza y emisiones de GEI

Se calcula que veinte de los multimillonarios más ricos emiten, en promedio, hasta 8000 veces más CO2 que las 1000 millones de personas más pobres. Menos de dos seleccionados de fútbol contra casi toda la población del continente americano.

La desigualdad ambiental es camaleónica y adopta muchas tonalidades diferentes que empiezan a hacerse visibles al ojo entrenado. En un mundo más justo, quienes más han contribuido a que las cosas estén como están en términos ambientales deberían ser, en teoría, quienes más sufren sus consecuencias o, mejor aún, quienes lideren el cambio para solucionarlas. Sin embargo, como se vio hacia el final del primer capítulo, la contribución a la degradación del ambiente es también desigual, y los principales responsables de las emisiones globales de GEI no son quienes más sufren los efectos del cambio climático. Si a esto le sumamos legados históricos complejos como el colonialismo y el extractivismo, no terminamos más. Es que sí, hay muchos países desarrollados que han construido sus infraestructuras, asegurado sus recursos y su actual capacidad de recuperación y resiliencia sobre la base de la extracción de riqueza de países anteriormente colonizados.

Entre 1990 y 2015, el PBI mundial se duplicó, y podríamos estar tentados a festejar si todo fuera tan lineal. Para empezar, este crecimiento económico no se tradujo necesariamente en una distribución más o menos equitativa de la riqueza generada (¿cuándo sí?). Por otra parte, el desarrollo económico no sucedió de manera gratuita para el ambiente. En este mismo período hubo un incremento de más del 60% de las emisiones de GEI anuales a nivel global. Y si bien hubo avances significativos en cuanto a la reducción del porcentaje de la población mundial en situación de pobreza extrema, la desigualdad en el nivel de ingresos sigue aumentando, acentuando particularmente la brecha entre la población más rica y la más pobre dentro de los países.

Por otro lado, diversos estudios sobre desigualdad en el mundo parecen indicar que en nuestra era las diferencias entre países se han ido reduciendo y la cuestión ya no se parece dirimir tanto entre países ricos y países pobres. Hoy, las desigualdades parecen darse mayoritariamente entre grupos de ingresos a nivel global y hacia dentro de cada país, lo que hace esencial ir más allá de los totales nacionales para tener una idea de cómo se distribuyen realmente las emisiones de GEI. Tenemos que mirar a la población como un todo y analizar las emisiones acumuladas según diferentes grupos de ingresos, profundizando así el análisis de la desigualdad respecto de las emisiones y el nivel de riqueza presentada hacia el final del primer capítulo. Y eso haremos.

Estimaciones recientes señalan que el 10% más rico de la humanidad (aproximadamente, 630 millones de personas) ha generado el 52% de las emisiones de GEI acumuladas entre 1990 y 2015. Tan solo el 1% más rico de la población (aproximadamente, 63 millones de personas) fue responsable de más del 15% de las emisiones acumuladas, mientras que el 40% de la población mundial considerada como clase media (unos 2500 millones de personas) generó otro 41% de las emisiones acumuladas. El 50% más pobre de la población fue responsable de tan solo el 7% de las emisiones acumuladas. Dicho de otro modo: se trata de una crisis provocada por ricos, pero que afecta principalmente a pobres.

Si en lugar de mirar el acumulado lo vemos en términos de crecimiento de las emisiones, la situación no es mucho mejor. Entre 1990 y 2015, el 5% más rico de la población fue responsable de más de un tercio (el 37%) del incremento total de las emisiones de GEI, mientras que el 50% más pobre de la población mundial apenas lo aumentó. Si bien el mayor incremento per cápita de las emisiones asociadas al consumo tiene su origen en las clases medias globales, cuyo punto de partida era muy bajo, los grupos que han contribuido en mayor medida al aumento de las emisiones globales en términos absolutos son los de mayores ingresos.

Figura 1.3.4 Aumento de emisiones de GEI entre el año 1990 y 2015 distribuidas por veintiles, vinculado a distintos grupos de ingreso a nivel global.

Este gráfico desproporcionado y desigual nos hace ver que es fundamental mirar a los grandes emisores, más allá del país en el que vivan. Estamos hablando de entender la responsabilidad detrás de la crisis climática. La nueva geografía de los emisores mundiales exige una acción climática simultánea en todos los países para, básicamente, no terminar como los dinosaurios.

Bla, bla, bla

El problema de financiar una respuesta coordinada a la crisis climática

Una pregunta a la que vale la pena volver es: si ya sabemos todo esto y existe toda esta evidencia, ¿qué estamos esperando? Y sobre todo, ¿qué estuvimos haciendo todo este tiempo? La respuesta: estuvimos hablando. Bla, bla, bla, diría Greta.

Figura 1.3.5 Conferencias sobre cambio climático en el contexto del aumento de la concentración de CO2 en la atmósfera y de la temperatura media global entre 1960 y 2020.

Desde la Primera Conferencia Mundial sobre el Clima, en el año 1979, hasta la COP04La Conferencia de las Partes (en inglés COP, Conference of the Parties) es el órgano supremo de toma de decisiones de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC). Todos los países que son Partes en la Convención están representados en la COP, en la que todos los años se discute la implementación de la CMNUCC y de cualquier otro instrumento que adopte la COP.  de Glasgow de 2021, la concentración de CO2 en la atmósfera y la temperatura no hicieron más que aumentar. El clima se volvió más errático y cambiante, pero las discusiones no parecen haber cambiado demasiado. En realidad, al curso temporal del incremento de la temperatura media global parece importarle muy poco estas conferencias.

En estos más de 40 años de tire y afloje, las dos grandes cuestiones en tela de discusión fueron, primero, cómo reducir las emisiones (y cómo distribuir la responsabilidad en esta reducción) y, segundo, cómo financiar esto.

En 1992, la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC)05La CMNUCC es una de las Convenciones de Río” (las otras dos que salieron de Río son el Convenio de las Naciones Unidas sobre la Diversidad Biológica y la Convención de Lucha contra la Desertificación), ratificada por 197 países, denominados Partes en la Convención. Su objetivo central es estabilizar las concentraciones de GEI a un nivel que impida interferencias antropógenas (inducidas por el hombre) peligrosas en el sistema climático.  reconoció que los cambios del clima y sus efectos adversos eran un problema y una preocupación para la humanidad (algo ya de por sí excepcional para la época), y planteó como principal objetivo reducir las emisiones de GEI. Puesta en práctica a través del Protocolo de Kioto (firmado en 1997, ¡pero recién en funcionamiento desde 2005!),06Los ocho años que pasaron entre que el Protocolo de Kioto se adoptó y que entró en vigor son resultado de un proceso de ratificación complejísimo que se desprende del mismo Protocolo. El texto especificaba dos condiciones para que el instrumento entrara en vigor: 1) que un mínimo de 55 países parte de la CMNUCC lo ratificaran, y 2) que los Estados parte que representaban el 55% del total de las emisiones de CO2 para 1990 (países conocidos como “los que están en el Anexo i”) lo ratificaran —es decir, dieran su consentimiento en obligarse por el Protocolo—. La primera condición se cumplió con la ratificación por parte de Islandia en 2002, mientras que la segunda recién se alcanzó con el acuerdo de Rusia a fines de 2004. Tras un período de gracia de 90 días después de la firma de Rusia, también especificado en el texto, el Protocolo de Kioto entró en vigor en febrero de 2005.  la CMNUCC logró, además, formalizar un principio que resulta clave en esta discusión sobre quién se hace cargo de qué, y es la idea de las “responsabilidades comunes pero diferenciadas”. Tomado prestado en gran medida de uno de los tratados ambientales multilaterales más exitosos de la historia (el Protocolo de Montreal de 1987), este principio reconoce que todos los países tienen una responsabilidad en abordar los desafíos del cambio climático, pero concede que no todos tienen las mismas obligaciones ni responsabilidades respecto de esos desafíos. Todos son iguales, pero algunos son más iguales que otros.

Siguiendo esta línea, la CMNUCC y el Protocolo de Kioto apuntaron a que los países industrializados fueran los que más esfuerzos hicieran para reducir las emisiones en su territorio y así, en un anexo, establecieron objetivos vinculantes de reducción de las emisiones de GEI para 36 países industrializados y la Unión Europea.

Luego, en 2009, el Acuerdo de Copenhague se convirtió en el primer documento en el que se reconoció el cambio climático como un problema global y se plasmó la idea de que cualquier aumento de temperatura no debería superar el umbral de los 2 °C. Más allá de este aparente logro, el documento no alcanzó compromisos específicos de reducción de emisiones de GEI para alcanzar ese objetivo. Como una secuela de lo que fue la crisis financiera de 2008, el acuerdo tampoco recibió suficiente apoyo para ser adoptado de manera unánime, principalmente por la negativa de muchos países desarrollados a aceptar objetivos restrictivos de limitación de emisiones y por la insistencia de los países emergentes respecto a su derecho a desarrollar sus economías. Porque ¿qué mejor forma para salir de una crisis económica que emitiendo más CO2?

Más allá de que el acuerdo no logró el apoyo suficiente para ser jurídicamente vinculante, en Copenhague se estableció un mecanismo de financiación para la mitigación y la adaptación de los países en desarrollo. Este mecanismo incluía un compromiso de 100.000 millones de dólares anuales a las naciones menos ricas, entre 2009 y 2020, para ayudarlas a adaptarse al cambio climático y moderar nuevos aumentos de temperatura. Esto reconocía de alguna manera el desigual punto de partida de los países en desarrollo en cuanto a su responsabilidad en las emisiones históricas, como también en cuanto a su capacidad para hacer frente a las medidas de mitigación y adaptación (costosas) mientras buscan continuar desarrollándose económicamente.

Como tantas otras promesas —firmes de papeles pero flojas de acciones y sin mecanismos de monitoreo— esta promesa también se incumplió. Tanto la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE)07Organismo de cooperación internacional compuesto por 38 estados, cuyo objetivo es coordinar sus políticas económicas y sociales. La mayoría de los miembros de la OCDE son economías de ingresos altos con un Índice de Desarrollo Humano (IDH) elevado y considerados países desarrollados.  como Oxfam08Confederación internacional conformada por 21 organizaciones no gubernamentales independientes centradas en el trabajo humanitario y la mitigación de la pobreza mundial.  coinciden en que el compromiso anual de 100.000 millones de dólares no se alcanzó en ningún año. Para 2017-2018, por ejemplo, la OCDE estima que, en el mejor de los casos, se alcanzó poco más del 70%, mientras que para ese mismo año Oxfam lo estima en alrededor de un 20%.

En el Protocolo de Kioto, los países en desarrollo habían quedado excluidos de las obligaciones vinculantes de reducción de emisiones. En 2015, en línea con pensar una acción climática que involucrara a todos los países por igual, se firmó el Acuerdo de París, que busca mantener el aumento de la temperatura global promedio debajo de los 2 °C por encima de los niveles preindustriales, y persigue esfuerzos para limitar el aumento a 1,5 °C. El Acuerdo de París obliga a todos los países que lo ratificaron, incluidos países en desarrollo, a asumir compromisos para la acción climática. Pero su innovación quizás más interesante fue la aparición de las Contribuciones Determinadas a nivel Nacional (NDC, por su sigla en inglés). Como se mencionó en el primer capítulo, a través de las NDC los países comunican las medidas que tomarán para reducir sus emisiones de GEI, así como las acciones que impulsarán para crear resiliencia y adaptarse a los efectos del aumento de las temperaturas a partir de 2020. Pero, para seguir con la tradición de medidas no vinculantes, las NDC no tienen carácter normativo u obligatorio ni, por lo menos por ahora, un mecanismo de monitoreo o enforcement institucionalizado. Básicamente, los países deciden por sí mismos el nivel de ambición reflejado en sus NDC, lo que dificulta la revisión independiente y la comparabilidad entre países. No sorprende demasiado, entonces, que en su Informe sobre la brecha de emisiones de 2021, el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) haya concluido que las NDC son insuficientes para llegar a los objetivos pactados en el Acuerdo de París.

Durante la negociación del Acuerdo de París, un punto de desacuerdo fundamental fue si se debía incluir o no la adaptación como parte de las NDC, ya que durante las primeras etapas del Acuerdo se las consideraba como una herramienta exclusivamente destinada a documentar las acciones de mitigación. La discusión ya venía desde la COP16 de Cancún (2010), en la cual se estableció el proceso de Planes Nacionales de Adaptación (NAP, por su sigla en inglés) como una forma de facilitar la planificación de la adaptación en los países menos desarrollados, identificando necesidades de adaptación a mediano y largo plazo, y buscando desarrollar estrategias y programas para abordar esas necesidades. Después de París, hoy, las NDC y los NAP representan procesos complementarios —aunque no necesariamente alineados— de las respuestas de los países al cambio climático.

Todo muy lindo, pero no: el Acuerdo de París no recompensa el hecho de que los países decidan voluntariamente comunicar sus acciones de adaptación como parte de sus NDC con la provisión de apoyo financiero para la adaptación. Y especialmente en los países en desarrollo, poder adaptarse al clima cambiante implica grandes necesidades de recursos financieros.

Según el Informe sobre el déficit de financiación para la adaptación de PNUMA, los costos estimados de la adaptación siguen en aumento y podrían alcanzar entre 280.000 y 500.000 millones de dólares anuales de aquí a 2050 solo para los países en desarrollo. A pesar de esto, la financiación para la adaptación constituye solo una fracción de la financiación global para el clima, y muchos países se enfrentan a importantes obstáculos para poder acceder a la (limitada) financiación existente.

Entonces: Copenhague no fue lo que muchos esperaban, los países desarrollados incumplieron su promesa de los 100.000 millones de dólares, y nos seguimos haciendo la misma pregunta: ¿cómo demonios hacemos para financiar todo esto? He aquí una pregunta que, por ahora, no encontrará respuesta (clara). En el Acuerdo de París, las pocas disposiciones que sí vinculan las acciones de adaptación con financiamiento son poco concretas y de igual manera poco ambiciosas, lo que sugiere que no es del todo probable que la financiación de la adaptación supere a la mitigación como prioridad.

La implicación de esto es simple: hacen falta nuevos instrumentos, actores y enfoques para la financiación de la adaptación climática porque cuanto más pospongamos los esfuerzos de adaptación, más difícil y costoso va a ser.

Creer o reventar

Percepción y negación del cambio climático

Desde el anterior informe del IPCC en 2014 hasta el más reciente (el AR6 de 2021), el cambio climático ha causado eventos extremos cada vez más frecuentes e intensos, y ha generado importantes pérdidas y daños a la naturaleza y a las personas. Si bien se puede observar que los esfuerzos de desarrollo y adaptación han contribuido a reducir en parte la vulnerabilidad, el AR6 destaca que las personas y grupos más vulnerables continúan viéndose afectados por el cambio climático de forma desproporcionada. Además, el aumento de los eventos meteorológicos y climáticos extremos ha empujado en muchos casos a los sistemas naturales y humanos más allá de su capacidad de adaptación.

En 2022, entre 3300 y 3600 millones de personas se encuentran viviendo en contextos considerados como muy vulnerables al cambio climático. Esto es, nada más ni nada menos, la mitad de la población mundial. Todo indica que, mientras las capacidades de proporcionar infraestructuras y servicios básicos de los gobiernos locales, provinciales y nacionales, así como de las comunidades y del sector privado no se pongan a la altura de las necesidades, la vulnerabilidad humana seguirá en aumento.

Y acá es donde retomamos la pregunta del principio. Si los efectos del cambio climático son tan ineludibles e irreversibles como nos dicen, ¿cómo puede ser que estemos acá tan tranquilos?

Parte de la respuesta tiene que ver con cómo las personas percibimos las amenazas. En general, los humanos tendemos a jerarquizar o valorar las amenazas según cuán tangibles resultan ante nuestros ojos. Así, tendemos a considerar como más urgentes aquellas amenazas que podemos percibir o recordar que aquellas que no. En Australia, una encuesta mostró que mientras la sequía y la escasez de agua, por un lado, y las catástrofes (como los incendios forestales y las inundaciones), por otro, son consideradas amenazas críticas por el 77% y el 67% de la población australiana respectivamente, solo el 59% considera que el cambio climático lo sea. Esta desconexión deja entrever que para muchos australianos, el hecho de recordar y haber vivenciado la sequía o los incendios forestales influye en cómo perciben esas amenazas, sin por ello entenderlas necesariamente como algo asociado al cambio climático, que les resulta algo más abstracto o lejano.

Y aunque la experiencia y la cercanía a los hechos importan, al momento de guiar la creencia (o la negación) en el cambio climático, los valores, las ideologías y la orientación política mueven bastante más la aguja de lo que esperaríamos. Sin desestimar la importancia de aspectos como la educación, los conocimientos específicos sobre la temática y el haber experimentado fenómenos meteorológicos extremos, un estudio que agrupa numerosas encuestas y papers académicos en 56 países identificó la afiliación política como el aspecto más determinante en la creencia en el cambio climático, seguido de la ideología. Este mismo estudio observó que la creencia efectiva en el cambio climático, en realidad, afecta poco o moderadamente la medida en que las personas están dispuestas a actuar, marcando que su vínculo con el clima resulta ser más fuerte en lo aspiracional o en el discurso que en los hechos. Otros estudios señalan la importancia de los aspectos afectivos y emocionales a la hora de predecir los juicios y comportamientos relacionados con el cambio climático.

Aunque los datos importan, y mucho, es difícil que la urgencia del cambio climático nos llegue y nos movilice si no contamos lo emocional y lo social dentro de la ecuación. Quizás, entonces, la cuestión esté en pinchar un poco más las emociones. Encontrar ese eslabón que falta entre la inacción y lo que nos va a salvar. Hacia el final de este libro vamos a entrar de lleno en este punto.

Al gran pueblo del mundo, salud

Efectos desproporcionados en la salud

Mirando la mitad llena del vaso, si algo bueno pudo haber salido de la pandemia de COVID-19 es el habernos acercado a la noción de amenaza global. Ahora, con el diario del lunes, la humanidad parece estar un poco mejor posicionada para entender las implicancias de decir que el cambio climático es una de las grandes, sino la mayor de las amenazas sanitarias a las que nos enfrentamos.

Decimos “enfrentamos” y no “enfrentaremos” porque esto ya está sucediendo. Los y las profesionales de la salud de todo el mundo ya están, hoy, respondiendo a los daños sanitarios causados por la crisis climática, y la salud de muchas personas ya se encuentra en riesgo. Además de causar muertes y enfermedades —resultado de fenómenos meteorológicos extremos cada vez más frecuentes y severos—, el cambio climático está atacando a través de procesos de aparición lenta y gradual numerosos aspectos sociales que tienen incidencia directa en la salud, como los medios de vida, la desigualdad y el acceso a la atención sanitaria y a los servicios sociales. Incluso, cuestiones geopolíticas. Ya somos parte de la generación que les va a decir a sus nietos “cuando éramos chicos no hacía tanto calor en mayo” o que tal o cual lugar no se inundaba. Esperamos no ser de la generación que tenga que decir que tal país todavía existía porque tal isla todavía no había sido cubierta por el agua. Así, la crisis climática no solo es una amenaza latente en términos de salud, sino que también atenta contra los avances que se han dado en materia de desarrollo, salud mundial y reducción de la pobreza en los últimos cincuenta años, algo que ampliará aún más las desigualdades existentes.

Profundizando en la relación entre vulnerabilidad al cambio climático, ingresos y capacidad de adaptación, la Organización Meteorológica Mundial (OMM) reportó que a escala global un 63% de las pérdidas económicas debidas a fenómenos meteorológicos, climáticos e hidrológicos entre 1970 y 2019 se produjeron en países de ingresos altos,09El informe de la OMM usa la categorización de países del Banco Mundial, que clasifica las economías del mundo en cuatro grupos de ingreso: países de ingreso bajo, mediano bajo, mediano alto y alto. Estas categorías se actualizan todos los años y se basan en el PBI per cápita calculado en USD del año anterior.  mientras que los países de ingresos bajos y medios-bajos de manera conjunta sufrieron el 82% de todas las muertes (en contraste con un 12% de las pérdidas económicas).

Figura 1.3.6 Distribución porcentual de muertes y pérdidas económicas en el mundo, al agrupar los países según nivel de ingreso entre los años 1970 y 2019.

Si lo vemos desde la lente de la brecha de género, por ejemplo, veremos que muchos efectos del cambio climático, como las olas de calor, las sequías, la subida del nivel del mar y las tormentas extremas, pueden afectar de forma desproporcionada a las mujeres. Esto se debe a que las mujeres tienen más probabilidades de vivir en la pobreza que los hombres, tienen menos acceso a derechos básicos como la capacidad de moverse libremente, y se enfrentan a la violencia sistemática que se intensifica durante los períodos de inestabilidad, como puede ser un huracán o cualquier evento climático extremo. Estos factores, entre otros, significan que a medida que el cambio climático se intensifique, las mujeres lo sufrirán cada vez más. Esto no solo implica que las mujeres tienen mayor riesgo de, por ejemplo, morir como consecuencia de un evento extremo,10Varios estudios en Asia (Bangladesh, Filipinas) han encontrado que las mujeres presentaban mayores tasas de mortalidad que sus pares masculinos durante eventos climáticos extremos como tormentas, huracanes, ciclones e inundaciones. Esta mayor vulnerabilidad de las mujeres en este contexto parece estar también relacionada a otros factores y hace que, por ejemplo, esta desproporción se reduzca a medida que aumenta el estatus socioeconómico de las mujeres. Básicamente, una mujer pobre tiene más chances de morir que una mujer en un país desarrollado.  sino también que las consecuencias posteriores de este tipo de eventos recaerán de manera desmedida sobre ellas. En 2017, el huracán María azotó Puerto Rico convirtiéndose en la peor tormenta de la historia moderna de Estados Unidos. Además de causar la muerte de más de 3000 personas, las interrupciones en las infraestructuras de electricidad y agua causadas por el huracán pusieron de manifiesto cómo los desastres naturales pueden afectar de manera desproporcionada a las mujeres. En este caso, eran ellas quienes pasaban horas escurriendo a mano toallas empapadas y colgándolas para que se secaran, llevando recipientes de agua a la cocina, bañando a los niños en baldes o lavando el suelo con el agua de lluvia recogida en bidones, lo que las ponía bajo una extraordinaria carga física, económica y emocional.

Qué calor

Efectos de las altas temperaturas en la salud

En la pequeña ciudad de Ador, cerca de Valencia (España), la siesta es tan sagrada que en 2015 su alcalde la consagró como un derecho para sus ciudadanos. En esta ciudad, como en tantas del sur de España, las temperaturas después del mediodía se vuelven altísimas e insoportables durante el verano. Para evitar el calor, la gente, especialmente la que trabaja en el campo, madruga más de lo habitual y duerme la siesta después de comer. En Argentina, en muchas provincias —en especial aquellas que sufren altas temperaturas en verano— también existe una tradición muy arraigada en la que los comercios y la administración pública cierran durante el horario de 13 a 17 horas, y muchas actividades se ven reducidas. Y no es para menos. Las temperaturas extremas no son gratuitas para el organismo humano, y cuando nuestro entorno supera la temperatura corporal normal (entre 36 y 37,5 °C), la única forma del cuerpo de evitar el sobrecalentamiento es transpirar a lo loco para liberar calor. En situaciones de calor extremo, o cuando la humedad es alta, la transpiración se vuelve menos eficaz y hace que el cuerpo empiece a luchar para poder enfriarse, lo que puede dar lugar a espasmos musculares, agotamiento y el famoso golpe de calor.

Las sequías y olas de calor cada vez más frecuentes y severas que se presentaron en el capítulo anterior están resultando en un aumento de las muertes en todas las regiones del mundo, con un tercio de ellas vinculadas a los efectos del calor asociado al cambio climático. Entre 2030 y 2050, se espera que el cambio climático provoque unas 250.000 muertes adicionales al año por malnutrición, malaria, diarrea y estrés térmico.

Malestares como golpes de calor, síncopes, calambres y enfermedades renales crónicas están en aumento a causa del incremento de las temperaturas en el planeta. Miles de personas ya han muerto por estas causas en los últimos años. Son muertes no contempladas en las previsiones de mortalidad, innecesarias. Decenas de miles de muertes adicionales, como las 70.000 provocadas por la ola de calor europea de 2003. A nivel global, los del IPCC y otros informes indican que la cantidad de personas que sufren de las olas de calor continuará en aumento. Se estima que en la década de 2050, en un escenario de emisiones altas, la exposición media mundial a las olas de calor aumentará 3,4 veces, aunque con ciertas diferencias a nivel geográfico. En África, por ejemplo, este promedio aumentaría 6,8 veces, mientras que en Sudamérica lo haría 4,8 veces.

Los riesgos para la salud asociados a las olas de calor también afectan de manera distinta, y muchas veces desproporcionada, a diferentes grupos poblacionales, con un mayor riesgo demostrado para quienes viven en zonas urbanas (densamente pobladas), para personas con afecciones cardiovasculares y respiratorias crónicas preexistentes, personas que padecen diabetes, ancianas, y aquellas que trabajan en ocupaciones que implican alta exposición al calor, como la agricultura. Mientras tanto, hay también cada vez más evidencia que demuestra los riesgos que los calores extremos pueden tener en la salud materna y neonatal (por ejemplo, aumentando el riesgo de hemorragia y sepsis materna, prematuridad, bajo peso al nacer y deshidratación neonatal), en la salud mental11Además de la asociación de algunos problemas de salud mental con el aumento de las temperaturas, se ha observado que los traumas provocados por los fenómenos meteorológicos y climáticos extremos y la pérdida de medios de vida y de elementos culturales afectan la salud mental a nivel global. Aunque tanto hombres como mujeres tienden a experimentar problemas de salud mental tras las catástrofes, las mujeres suelen ser más propensas a desarrollar trastornos de estrés y depresión, mientras que los hombres son desproporcionadamente más propensos al suicidio. El último informe del IPCC proyecta que los problemas de salud mental, como la ansiedad y el estrés, aumentarán a medida que el calentamiento global sea mayor, especialmente entre niños, adolescentes, ancianos y personas con problemas de salud subyacentes.  (incluyendo el aumento de la irritabilidad y los síntomas de depresión), y en enfermedades respiratorias crónicas como el asma. Los modos de vida, rasgos culturales, medios de subsistencia y el acceso (o no) a tratamientos médicos tienen un componente de género que implica que muchos de estos efectos tengan un peso aún mayor si sos mujer o niña.

Lamentablemente, la cosa no termina ahí. El cambio climático es también un factor importante en la propagación de enfermedades infecciosas. Con el aumento de las temperaturas, enfermedades que en algún momento eran solo un problema en regiones más cálidas se han ido expandiendo a nuevas regiones. Este aumento de la incidencia de enfermedades transmitidas por vectores se explica porque el aumento de la temperatura global influye en la supervivencia, reproducción y distribución de agentes patógenos, vectores y hospedadores, así como en la expansión del área en la que estos se encuentran. Por ejemplo, a medida que cambia el clima, los mosquitos y las enfermedades que transmiten (como la malaria, el dengue o el zika) pueden propagarse y sobrevivir en nuevas latitudes. El aumento de las lluvias y las inundaciones puede formar verdaderos caldos de cultivo para que estos vectores se reproduzcan y aumenten su capacidad de transmisión de enfermedades, lo que en definitiva pone a una mayor cantidad de personas en riesgo. Los eventos climáticos extremos también pueden contribuir al desarrollo y la propagación de estas y otras enfermedades infecciosas. De hecho, la frecuencia de patologías transmitidas por los alimentos y el agua relacionadas con el clima se encuentra en aumento. La mayor cantidad de lluvias e inundaciones ha aumentado la proliferación de bacterias y virus que causan diarrea, enfermedades como el cólera y otras infecciones gastrointestinales.

Las proyecciones a futuro no son muy alentadoras. En todos los escenarios contemplados, los riesgos de enfermedades transmitidas por alimentos, agua y vectores parecen condenados a aumentar. En particular, al haber estaciones más largas y una ampliación de las zonas de incidencia de la enfermedad, el riesgo de dengue será cada vez mayor, lo que pone potencialmente en riesgo la vida de 1000 millones de personas para fin de siglo. En Sudamérica, se prevé que en las próximas décadas aumenten las enfermedades arbovirales endémicas y emergentes como el dengue, el chikungunya y el zika.

Como si todo esto fuera poco, el cambio climático nos tiene preparados algunos efectos en las vías respiratorias y trastornos cardiovasculares. El aumento de la exposición al humo de los incendios forestales, a los contaminantes del aire y a los aeroalergenos se ha asociado con trastornos cardiovasculares y respiratorios sensibles al clima.

Qué comemos

Alimentos

El cambio climático tiene el potencial de afectar cada aspecto de la vida humana, desde el aire que respiramos y el suelo que pisamos, hasta los alimentos que consumimos. El aumento de las temperaturas, la irregularidad de las lluvias y los fenómenos meteorológicos extremos afectan particularmente el potencial de rendimiento de los cultivos, la calidad de los nutrientes y el acceso al agua, lo que amenaza a largo plazo el fácil acceso a alimentos seguros, económicos y nutritivos, y la diversidad de las dietas. Además, el calentamiento y la acidificación de los océanos han afectado negativamente la producción de alimentos procedentes de la pesca.

Según el último informe del IPCC, el aumento de los fenómenos meteorológicos y climáticos extremos ya ha expuesto a millones de personas a una grave inseguridad alimentaria y ha reducido la capacidad de la humanidad de proteger el acceso sostenible al agua, con los mayores impactos en comunidades de África, Asia y América Latina, donde en 2020 al menos 16 millones de personas fueron empujadas a la crisis alimentaria por eventos climáticos extremos. En 2020, 2000 millones de personas sufrían inseguridad alimentaria, 3000 millones no tenían acceso a una dieta saludable y entre 720 y 811 millones de personas pasaron hambre, lo que equivale a más del 10% de la población mundial.

Las pérdidas repentinas de producción de alimentos y las dificultades asociadas de acceso a estos, agravadas por la disminución de la diversidad de la dieta, han aumentado en muchas comunidades la malnutrición —término que incluye tanto la desnutrición como el sobrepeso/obesidad— y la ocurrencia de enfermedades no transmisibles, como la diabetes o enfermedades cardiovasculares. Se han visto especialmente afectados los pueblos indígenas, los pequeños productores de alimentos y los hogares de bajos ingresos, con un particular impacto negativo entre niños, ancianos y mujeres embarazadas.

En 2019, cada aumento de la temperatura de 1°C se asoció con un aumento global del 1,64% en la probabilidad de inseguridad alimentaria severa, y es esperable que esta correlación se mantenga. Según el Programa Mundial de Alimentos (PMA) y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por su sigla en inglés), alrededor de 660 millones de personas podrían seguir pasando hambre en 2030 si no se realizan avances para mitigar y prevenir los efectos adversos del cambio climático.

Debido al aumento de la concentración atmosférica de CO2, también se espera que disminuya la calidad nutricional de ciertos cereales y legumbres. Esto significa un mayor riesgo de deficiencia de elementos esenciales como el zinc y el hierro entre las casi 2000 millones de personas que viven en países de ingresos bajos y medios, y cuya absorción de estos nutrientes depende en un 70% de estos cultivos. En África, el continente con la población más joven del mundo, el cambio climático aumentará significativamente el número de niños con retraso severo en el crecimiento y el desarrollo, lo que puede afectar su nivel educativo y sus posibilidades futuras. La mayoría de las muertes de niños que se prevé que se produzcan como consecuencia del cambio climático estarán vinculadas a la desnutrición, en particular en países de ingresos bajos y medios de África y el sudeste asiático, en donde se experimentarán las mayores reducciones en la disponibilidad de alimentos.

Como hemos visto, el cambio climático afecta cada vez más a la salud y el bienestar de las personas, tanto directa como indirectamente, al amenazar la capacidad de los sistemas sanitarios para proteger la salud. Los efectos negativos son particularmente visibles en términos de infraestructura, particularmente en países en desarrollo, que muchas veces no tienen la necesaria o el personal sanitario suficiente, y sufren de servicios de agua y saneamiento inadecuados, y dificultades en el suministro de energía.

Por lo tanto, el cambio climático puede exacerbar la desigualdad también en términos de salud, al poner en peligro algo que en muchos lugares del mundo todavía es una búsqueda: la cobertura sanitaria universal. Esto agravará la carga de enfermedades existentes y exacerbará las barreras para acceder a los servicios sanitarios. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), más de 930 millones de personas —alrededor del 12% de la población mundial— dedican al menos un 10% de su presupuesto familiar para hacer frente a servicios sanitarios o de salud. En la actualidad, la crisis sanitaria empuja a unos 100 millones de personas a la pobreza cada año, una tendencia que se ve afectada negativamente por los efectos del cambio climático.

Como si todo esto fuera poco, los mismos hospitales y centros sanitarios también tienen el potencial de afectar de manera negativa a la salud y el ambiente debido a sus emisiones de GEI o por la mala gestión de residuos insuficientemente tratados. Estimaciones recientes sugieren que el sector sanitario12La OMS define el sector sanitario como todas las organizaciones, instituciones y recursos que se dedican a producir acciones sanitarias. Una acción sanitaria se define como cualquier esfuerzo, ya sea de atención sanitaria personal de salud personal, servicio de salud pública o iniciativa intersectorial, cuyo objetivo principal es mejorar la salud.  es responsable de casi el 5% de las emisiones mundiales de GEI, equivalente a unas 500 centrales eléctricas de carbón.

Los futuros riesgos para la salud van a estar determinados no solo por los peligros creados por un clima cambiante, sino también por la vulnerabilidad de las personas y las comunidades expuestas a esos peligros; y por la capacidad de los sistemas sanitarios para prepararse y gestionar eficazmente los riesgos correspondientes. Será necesario actuar en cada uno de estos planos: la mitigación y la adaptación, el apoyo a la resiliencia y sustentabilidad de las comunidades y el refuerzo de los sistemas sanitarios para una mejor capacidad de respuesta frente a las cambiantes adversidades climáticas.

El bolsillo de la dama y el del caballero

Consecuencias económicas

En 2021, los cerezos del templo principal de Kioto florecieron el 26 de marzo, la fecha más temprana desde que los guardianes del templo comenzaron a llevar un registro, hace más de 1200 años. El cambio climático está, sin lugar a dudas, calentando el mundo e irrumpiendo no solo en la naturaleza y sus ritmos, sino también en nuestra interacción con ella y la incidencia que esto tiene en términos culturales, sociales y económicos.

Figura 1.3.7 Fecha de florecimiento del árbol del cerezo en Kioto desde el año 812 hasta la actualidad. Es evidente el adelantamiento de esta fecha en las últimas décadas. Gracias a estos datos históricos se puede evidenciar la evolución temporal de algunos de los efectos climáticos a nivel local.

Las economías e industrias que dependen de los recursos naturales y de las condiciones climáticas, como la agricultura, el turismo y la pesca, se encuentran entre los sectores más vulnerables a los crecientes impactos del cambio climático. A nivel global, para 2050 la economía podría perder el 10% de su valor económico total debido al cambio climático. Si las temperaturas globales aumentan más de 3 °C en los próximos 30 años, la economía mundial podría reducirse hasta un 18%. Esto es incluso más que el peso económico que tuvieron los conflictos en la economía mundial en los últimos 50 años. En 2014, se estimó que el mundo hubiese sido aproximadamente un 12% más rico si no se hubiesen producido conflictos y guerras desde 1970.

Actualmente, las economías del sur y sureste de Asia, de África y de América Latina son las más vulnerables a los efectos del cambio climático y serán, en una economía global en retroceso, las más afectadas en su PBI. Por el contrario, si llegamos a cumplir los objetivos de temperatura del Acuerdo de París, el beneficio (en términos de pérdida de PBI mitigada o evitada) también sería mayor en muchos de estos mercados emergentes.

Como ya vimos, el cambio climático ha afectado el rendimiento del trigo, el maíz y otros cultivos como resultado del calor extremo, las malas condiciones meteorológicas y las sequías. Para 2050 se estima que 9 de cada 10 de los cultivos más consumidos mundialmente reduzcan su producción entre un 8% y un 23%. Sin medidas de adaptación eficaces, esto va a amenazar a los 500 millones de pequeños productores que dependen de la agricultura para su subsistencia y puede generar una reacción en cadena que provoque un aumento de los precios de los alimentos, lo que atentaría contra la posibilidad de alimentar a 1600 ciudades alrededor del mundo, donde viven 2500 millones de personas, un tercio de la población mundial actual. Todo esto en un contexto en el que los hogares más pobres gastan entre el 48% y el 85% de sus ingresos en alimentos, y en el que se prevé que la demanda de alimentos suba por el aumento de la población mundial y el crecimiento de las ciudades. Complicado.

Pero además de darnos de comer, la agricultura también es crucial para el crecimiento económico: en 2018, representó el 4% del PBI mundial y, en algunos países menos desarrollados, puede representar incluso más del 25%. En América Latina y el Caribe, la agricultura es particularmente importante para muchas de las economías regionales, y representa entre el 5% y el 18% del PBI según el país, y una proporción aún mayor si se tiene en cuenta la contribución más amplia de todos los sistemas alimentarios. Según estimaciones de la OCDE, para 2060 estos cambios en el rendimiento de los cultivos y en la productividad del trabajo van a causar una pérdida en el PBI mundial anual del 0,9% y del 0,8%, respectivamente. Según este mismo estudio, se proyecta que las consecuencias económicas del cambio climático serán negativas en 23 de las 25 regiones analizadas, con efectos particularmente negativos en África y Asia, donde las economías regionales son vulnerables a una variedad de impactos, incluidos el estrés térmico y la pérdida de rendimiento de los cultivos.

La inherente relación que tiene la agricultura con el desarrollo y el empleo, y su potencial para contribuir a la reducción de la pobreza y asegurar alimentos para la población se encuentran en riesgo debido a las condiciones meteorológicas extremas, las plagas y los conflictos. Así, según proyecciones del último informe del IPCC, el cambio climático ejercerá cada vez más presión sobre la producción y el acceso a los alimentos, especialmente en las regiones vulnerables, lo que aumentará el precio de lo que comemos y socavará la seguridad alimentaria y la nutrición.

Como si todo esto fuera poco, hay que recordar que la agricultura es una parte importante del problema climático. Actualmente, el sector genera un tercio del total de las emisiones de GEI globales, lo que hace cada vez más necesaria la adopción de enfoques integradores y holísticos que busquen aumentar la productividad y el empleo en el sector de una manera sostenible y con emisiones reducidas. Sobre esto vamos a volver de lleno en el capítulo 2.3 de este libro.

Un planeta más caliente también tiene repercusiones en el mundo del trabajo al generar riesgos adicionales para la salud laboral (por ejemplo, en empleos que requieren esfuerzo físico o aquellos que se realizan a la intemperie), y al limitar las capacidades físicas de los trabajadores y su productividad. Según datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), para 2030 se podrían perder un 2,2% del total de horas de trabajo en todo el mundo debido a las altas temperaturas, lo que equivale a 80 millones de puestos de trabajo a tiempo completo. Las pérdidas económicas asociadas a esta pérdida de empleo fueron alrededor de 280.000 millones de dólares en 1995 y se prevé que aumenten a 2.400.000 millones de dólares en 2030, afectando más fuertemente, para variar, a los países de ingresos medios-bajos y bajos. En términos sectoriales, se espera que para 2030 las altas temperaturas afecten a los trabajadores de la agricultura y la construcción bastante más que a otros, con un 60% y un 19%, respectivamente, de las horas de trabajo perdidas.

Cayendo en el círculo vicioso de la vulnerabilidad, estas pérdidas en la productividad laboral se van a concentrar en subregiones del mundo con condiciones del mercado laboral ya de por sí precarias, con altas tasas de empleo vulnerable e informal, y niveles de pobreza estructural que lamentablemente se verán exacerbados. Las brechas de género existentes en el mundo del trabajo, además, van a empeorar las condiciones laborales de las numerosas mujeres empleadas en los sectores informales y más precarizados, incluida la agricultura de subsistencia.

El uso insostenible de la tierra y de los recursos naturales en general, la deforestación, la pérdida de biodiversidad, la contaminación y sus interacciones afectan negativamente las capacidades de los ecosistemas, las sociedades, las comunidades y los individuos para adaptarse al cambio climático. La pérdida de ecosistemas y lo que estos brindan impactan a largo plazo sobre las personas a nivel global, pero en particular a los pueblos indígenas y las comunidades locales que dependen directamente de los ecosistemas y el suelo para satisfacer las necesidades básicas y desarrollar sus medios de vida.

París no se construyó en un día

Efectos en ciudades y centros urbanos

Cada minuto, hay 10.000 m² de espacio urbano nuevo. Algo así como construir una nueva París cada cinco días, o la superficie total de Japón en un año.

Las ciudades están creciendo rápidamente en cuanto a habitantes y superficie que ocupan, y el paisaje urbano está sintiendo cada vez más las repercusiones en sus servicios básicos, la infraestructura, las viviendas y la salud. Hoy en día, las ciudades ocupan el 3% de la superficie de nuestro planeta, pero son responsables de dos tercios de la demanda mundial de energía y del 70% de las emisiones de CO2. La quema de combustibles fósiles en las ciudades también afecta la calidad del aire: la OMS estima que 9 de cada 10 personas que viven en ciudades respiran aire de mala calidad, con las graves consecuencias sobre la salud que ello implica.

Aunque su impacto parezca descomunal o desmedido, la escala de las ciudades que hace que seamos muchos en poco espacio presenta, en realidad, una ventaja. Y esto es porque, por un tema de proximidad, el uso de recursos por habitante tiende a ser más eficiente que en zonas poco pobladas. Bajo el supuesto de una ciudad bien diseñada y planificada, esto esconde la oportunidad de que la mayor densidad de población, la proximidad a las empresas y comercios y la reducción de las necesidades de moverse grandes distancias contribuyan a reducir las emisiones y la contaminación atmosférica aprovechando las sinergias entre las diferentes patas del sistema urbano, como la energía, la vivienda, el transporte, la gestión de residuos, los espacios públicos y las zonas verdes.

Lo complejo es que esta ventana de oportunidad depende de la capacidad de los gobiernos —locales y nacionales— de embarcarse en procesos de planificación urbana integrada y eficiente. Y acá empieza parte del problema. Según ONU-Hábitat, dentro de 30 años dos tercios de la población mundial vivirá en zonas urbanas y el 90% de este crecimiento urbano tendrá lugar en regiones menos desarrolladas, como Asia y África subsahariana. Hasta acá todo bien. El tema es que la urbanización en estas zonas se destaca por ser poco planificada, lo que crea condiciones para el continuo crecimiento de los asentamientos informales, y la proliferación de la pobreza y la desigualdad urbanas. Según datos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), 1 de cada 4 personas que vive en zonas urbanas lo hace en un asentamiento informal (algo así como 1000 millones de personas), en condiciones generalmente precarias, con poco o nulo acceso a servicios básicos o a una vivienda adecuada y excluidos en términos sanitarios, educativos y laborales. Justamente por esto es que los barrios marginados son los lugares en los que el impacto del cambio climático es y será más agudo y en los que más que nunca hay que reforzar la resiliencia.

En los entornos urbanos, el cambio climático observado a la fecha ya ha causado impactos en los medios de vida e infraestructura clave, con los mayores impactos concentrados entre las y los residentes urbanos marginados económica y socialmente. La infraestructura, incluidos los sistemas de transporte, agua, saneamiento y energía, se ha visto comprometida por fenómenos extremos y de evolución lenta, con las consiguientes pérdidas económicas, interrupciones de los servicios e impactos en el bienestar.

La infraestructura de transporte, por ejemplo, es particularmente vulnerable a los fenómenos meteorológicos extremos y tiene un rol clave al conectar a las personas con oportunidades económicas, el comercio, la accesibilidad de alimentos, la educación y la asistencia sanitaria. Los impactos negativos del cambio climático tienden a recaer —de nuevo— en mayor medida sobre poblaciones vulnerables, en zonas donde la disponibilidad de rutas alternativas u otras opciones de transporte es escasa o inexistente. En la región, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) estima que casi 7000 km de rutas de Centroamérica se podrían ver dañados por una subida de un metro del nivel del mar, mientras que el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) estima que los miembros de la Comunidad del Caribe (CARICOM) podrían perder casi 1 de 4 cuatro aeropuertos y ver inundarse 4 de cada 5 de sus puertos marítimos.

El acceso a la vivienda también ya se está viendo afectado por los impactos climáticos. En muchas áreas, como zonas costeras o inundables, las viviendas sufren repetidos daños que muchas veces implican costos de arreglo fuera del alcance de sus habitantes. Este es otro de esos círculos viciosos de los que tan difícil es salir, ya que la incapacidad de hacer frente o readaptar sus hogares hace que estas personas terminen a menudo en una situación de mayor vulnerabilidad que la inicial, como ya vimos anteriormente en este mismo capítulo. Agregando una gota más al vaso, muchas personas que viven en zonas vulnerables al clima han comenzado a sufrir aumentos de las tarifas de los seguros de sus hogares, y se estima que las pólizas de los seguros inmobiliarios mundiales podrían aumentar un 5,3% anual de acá a 2040, lo que implica que asegurar hogares podría volverse más difícil y costoso.

Todo esto que mencionamos en términos de riesgos del cambio climático para las ciudades, los asentamientos y la infraestructura va a aumentar rápidamente a mediano y largo plazo en un contexto de mayor calentamiento global, especialmente en los lugares ya expuestos a altas temperaturas, zonas costeras y áreas de alta vulnerabilidad climática. A nivel mundial, el crecimiento de la población urbana, y en particular de la población que vive en asentamientos precarios, implica que 1 de cada 7 habitantes del mundo va a correr el riesgo de sufrir peligros climáticos a mediano plazo. Con un aumento de 0,15 m del nivel del mar en relación con 2020, la cantidad de personas en riesgo de un evento de inundación aumentará en un 21%, lo que afectaría al equivalente a casi 2 veces la población actual de Argentina. Entre otras cosas, esto va a implicar un aumento en los costos de mantenimiento y reconstrucción de las infraestructuras urbanas, incluyendo edificios, viviendas, transporte e infraestructura de energía, que subirán conforme aumente el nivel de calentamiento global.

Desplazados

Desplazamiento humano y migración

En 2014, el entonces presidente de Kiribati, una pequeña isla del Pacífico, compró 20 km2 de tierra en una isla de Fiyi (a 2000 km de distancia) con la idea de reubicar a sus residentes en caso de que la subida del nivel del mar ahogue a esta nación insular y desplace a su población de poco más de 100.000 habitantes. Esta califica como la primera compra internacional de tierras destinada a los refugiados climáticos, pero podría no ser la última.

Los cambios ambientales y las catástrofes naturales han influido en la distribución de la población en nuestro planeta a lo largo de la historia, pero es muy probable que el cambio climático modifique sustancialmente las formas de asentarnos que tenemos los humanos. El último informe del IPCC confirma que el clima —y los fenómenos meteorológicos extremos— están provocando cada vez más desplazamientos de personas en todas las regiones del mundo.

En un contexto de fenómenos meteorológicos y climáticos extremos, la migración y el desplazamiento de personas pueden tomar diferentes formas: ser forzados, voluntarios, a corto plazo o largo plazo. Siempre dependerán, entonces, del contexto y las características específicas del entorno, el país, la localidad o el hogar. Es imposible identificar una única causa que explique por qué la gente migra o se desplaza. En este caso, las repercusiones del ambiente en la movilidad humana casi nunca son directas, excepto en casos de desastres repentinos, en los cuales las personas son literal y físicamente desplazadas. Por el contrario, la migración en general está motivada por una variedad de factores, entre los cuales las preocupaciones ambientales se suman a otras consideraciones existentes que motivan la migración, como las preocupaciones económicas (búsqueda de mayores ingresos y empleos más estables), motivos políticos (conflictos, violación de los derechos humanos, discriminación) o motivos sociales y personales (matrimonio, reunión con la familia).

La migración por motivos ambientales, que se produce principalmente dentro del mismo país o de la misma región, adopta muchas formas: desde desplazamientos diarios más breves hasta migración prolongada o permanente; desde evacuaciones temporales hasta desplazamientos prolongados, cuando las personas no pueden volver a sus hogares y permanecen en lo que debían ser refugios temporales durante meses, o incluso años.

Según evidencia reciente, los riesgos climáticos y meteorológicos extremos —en particular las inundaciones, las tormentas y los desprendimientos de tierra— son la causa de la gran mayoría de los desplazamientos humanos en todo el mundo. El Centro de Seguimiento de los Desplazamientos Internos (IDMC, por su sigla en inglés) ha registrado una media de 24,5 millones de nuevos desplazamientos al año desde 2008 hasta 2021. Esto equivale a 67.000 desplazamientos por día (algo así como si la población entera de la ciudad de Oberá, Misiones, se desplazara a diario).

Así como hay más probabilidades de ser partido por un rayo que de ganar la quiniela, en la actualidad hay siete veces más probabilidades de ser desplazado internamente por catástrofes meteorológicas extremas —como ciclones, inundaciones e incendios forestales— que por catástrofes geofísicas —como terremotos y erupciones volcánicas— y tres veces más que por conflictos y violencia.13El IDMC caracteriza bajo la etiqueta de “conflictos y violencia” al conflicto armado, la violencia política, la violencia comunal y la violencia criminal. 

Figura 1.3.8 Desplazamientos humanos causados por eventos climáticos, meteorológicos y geofísicos entre 2008 y 2020.

Cuando dije que los efectos del cambio climático en las migraciones y desplazamientos humanos van a depender del contexto, me refería, por ejemplo, a pequeños estados insulares en desarrollo. Miremos a Cuba, que se encuentra entre los países con mayor riesgo de desplazamiento interno como consecuencia de fenómenos meteorológicos extremos. Casi el 5% de su población se ha visto desplazada anualmente entre 2008 y 2018 por fenómenos meteorológicos extremos, lo que equivaldría a desplazar a casi la mitad de la población de Madrid a otro lugar de España en un solo año. La misma situación atraviesa Dominica, o la ya mencionada Kiribati.

Por otro lado, en zonas continentales como África subsahariana, muchos agricultores han tenido que abandonar sus tierras debido a las devastadoras sequías de los últimos años, mientras que poblaciones nómades de pastores en varias regiones del mundo se han visto forzadas a cambiar sus rutas y prácticas para ajustarse a los cambios en las lluvias. La subida de las temperaturas y las sequías que han afectado a Centroamérica también explican —al menos en parte— el aumento de la migración desde esta región a Estados Unidos.

Los efectos del cambio climático de evolución lenta, como la desertificación, el retroceso de los glaciares, la degradación del suelo, la pérdida de biodiversidad, la acidificación de los océanos, la salinización y la subida del nivel del mar, también pueden causar desplazamientos humanos, aunque al combinarse con factores socioeconómicos, de gobernanza y de vulnerabilidad de las personas, resulta difícil medir el fenómeno y entender su magnitud.

Sí podemos, igualmente, hacer algunas estimaciones.

En un mundo cada vez más caliente y con los polos más derretidos, el aumento del nivel del mar es una de las mayores amenazas climáticas que seguramente provoque migraciones. En la actualidad, se calcula que las ciudades costeras albergan al 37% de la población mundial. Más de 570 de estas ciudades podrían verse afectadas por la subida del nivel del mar de acá a 2050, lo que significa que hasta 1 de cada 7 personas a nivel mundial podría verse desplazada.

A mediano y largo plazo, se prevé que los desplazamientos de población aumenten con la intensificación de las precipitaciones y las inundaciones asociadas, los ciclones tropicales, la sequía y, cada vez más, la subida del nivel del mar. Estudios recientes muestran que, incluso si la población mundial se mantuviera en su nivel actual, el riesgo de desplazamiento humano relacionado con inundaciones aumentaría en más de un 50% con cada grado de calentamiento global, pero si se tiene en cuenta el aumento de la población, este riesgo sería significativamente mayor.

Así como los factores que influyen como desencadenantes de desplazamientos humanos son múltiples y se interrelacionan,14La mayoría de las crisis actuales se deben a una compleja combinación de cambio climático y medioambiental, riesgo de catástrofes, conflictos, fragilidad y migración. Ejemplo de esto es que el 95% de los nuevos desplazamientos de personas por conflictos en 2020 se produjeron en países que tenían una vulnerabilidad alta o muy alta al cambio climático, según el Índice ND-GAIN 2019. los impactos del desplazamiento también varían según el grupo de edad, el género, la discapacidad y otras variables. Así, por ejemplo, las personas con discapacidades son especialmente vulnerables, les resulta más difícil conseguir refugio o acceder a ayuda humanitaria. En el caso de las mujeres, son las normas culturales y sociales las que aumentan su vulnerabilidad frente a las crisis climáticas. En muchas partes del mundo, por ejemplo, las mujeres no aprenden a nadar o no pueden salir de su casa sin compañía, lo que las pone en mayor riesgo cuando se desatan inundaciones y tormentas. La capacidad de las personas para desplazarse es un componente clave de su resiliencia, ya que les permite alejarse del peligro y seguir accediendo a los recursos que necesitan para hacer frente a los desastres y recuperarse de ellos. En este sentido, la movilidad aparece como una oportunidad de adaptación y supervivencia.

Figura 1.3.9 Cambios en el riesgo de desplazamiento humano por inundaciones considerando diferentes escenarios climáticos y de desarrollo.

El problema surge cuando, dejando atrás sus pertenencias, su seguridad y los lazos con su comunidad, muchos desplazados internos no tienen otra alternativa que trasladarse a zonas marginales, en donde se encuentran expuestos a nuevos peligros. Estos asentamientos suelen estar mal planificados, con viviendas de baja calidad y pocos o ningún servicio básico, lo que aumenta su vulnerabilidad y el riesgo de verse forzados a desplazarse nuevamente.

En Colombia, donde millones de personas se encuentran desplazadas debido a la violencia y al conflicto armado, muchas veces a las familias no les queda otra opción que vivir en áreas de alto riesgo, como pueden ser asentamientos urbanos informales en zonas propensas a los desmoronamientos de tierra. En Mocoa, Putumayo, por ejemplo, 3 de cada 5 personas que viven en el municipio se han visto desplazadas por el conflicto y la violencia. El deslizamiento de tierra ocurrido en 2017, producto de lluvias de gran intensidad, dejó más de 300 personas muertas, heridas o desaparecidas, y miles de personas sin hogar, lo que provocó desplazamientos secundarios en el departamento. En Haití, la situación humanitaria se deterioró en el año 2021 como consecuencia del aumento de la violencia de pandillas, catástrofes naturales y la pandemia de COVID-19. Los conflictos y la violencia desencadenaron 20.000 desplazamientos internos, un aumento del 157% respecto a 2020. El más alto registrado en la historia del país. Mientras tanto, los desastres meteorológicos provocaron otros 220.000. En total, el equivalente a un 20% de la población de su ciudad capital, Puerto Príncipe.

Estas cifras muestran que, si bien no hay una causalidad directa y el entrelazado es mucho más complejo, existe un vínculo entre los impactos del cambio climático, las catástrofes, la migración y el conflicto.

Por otra parte, los movimientos de población se consideraron durante mucho tiempo como catástrofes humanitarias que debían evitarse imperativamente. El objetivo de las políticas fue siempre hacer todo lo posible para que las comunidades permanecieran en sus tierras. En general, se consideraba que los migrantes estaban indefensos, que eran a la vez los principales testigos y las principales víctimas de la crisis ambiental, y del cambio climático en particular. Pero, en los últimos años, se ha formado un cierto consenso en torno a la idea de que la migración puede ser beneficiosa para la adaptación al cambio climático. Muchas organizaciones y gobiernos han comenzado a promover la movilidad como una solución en lugar de intentar evitarla como un desastre. Esta visión positiva y dinámica encierra un cierto número de riesgos, empezando por olvidar que para un gran número de emigrantes la salida no es una elección voluntaria, sino forzada. Tampoco se deben olvidar los riesgos para las comunidades de origen y de destino. El problema, como siempre, es más complejo.

No todo está perdido

Últimas palabras sobre la necesidad de torcer el destino

Los peligros climáticos ya son recurrentes en todas las regiones del mundo. Como vimos, esto hace y hará que los impactos y riesgos para la salud, los ecosistemas, la infraestructura, los medios de vida y los alimentos sean cada vez más altos. Como todo tiene que ver con todo, y no hay que olvidar la importancia de los factores de vulnerabilidad y la interseccionalidad, estos riesgos interactúan entre sí en una forma que solo puede terminar mal, generando nuevas fuentes de vulnerabilidad a los peligros climáticos y agravando el riesgo en general.

Para colmo, el último informe de evaluación del IPCC llega a la conclusión de que a esta altura, algunos de los impactos del cambio climático ya resultan irreversibles, sin importar qué tipo de medidas tomemos. Pero, aunque en este momento parezca que nos vamos a morir todos y que la mejor solución sería empezar una nueva civilización de cero en Marte, lo cierto es que no, no todo está perdido.

Un estudio publicado en la revista Nature en abril de 2022 muestra que si todos los países logran cumplir plenamente y en tiempo y forma con lo que se han comprometido en sus NDC, podríamos alcanzar niveles de temperatura justo por debajo de los 2 °C a finales de siglo. El quid de la cuestión es que hay que poner foco sí o sí en tomar todas las medidas que hagan falta en los próximos 10 años y en cumplir con los objetivos a largo plazo.

Si logramos reducir las emisiones y aumentar los sumideros de carbono para minimizar los impactos y los costos a largo plazo, al mismo tiempo que intentamos vivir de manera tal que podamos contribuir a reducir considerablemente las pérdidas y los daños, sobre todo durante la segunda mitad del siglo, cuando se espera que los impactos climáticos se aceleren, puede que entonces no todo esté perdido.

Al ritmo que venimos, si seguimos con esfuerzos similares a los de las últimas décadas, es muy poco probable que la humanidad alcance los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), incluidos los objetivos relativos al clima, para 2030. La realidad es que si seguimos así tampoco podríamos cumplirlos para 2050, ni siquiera si se acelerara el crecimiento económico en todas las regiones del mundo.

Si lo que hicimos y cómo lo hicimos hasta ahora no fue suficiente, entonces, ¿por qué no lo hacemos de otra manera y repensamos nuestro enfoque? Si las herramientas —políticas, económicas y tecnológicas— convencionales tales y como las conocemos hasta ahora no nos sirvieron del todo, pareciera que la única forma de lograr que nuestro desarrollo sea verdaderamente sostenible y llegar a reducir las emisiones de CO2 es poniendo en marcha cambios extraordinarios y transformacionales.

Si todos los gobiernos ponen explícitamente el bienestar de los seres humanos y la sostenibilidad del mundo que habitamos en el centro de sus decisiones y acciones, podemos, sin lugar a dudas, torcer el destino climático y hacer frente a nuestros desafíos de desarrollo. Este salto transformador es posible, pero solo si saltamos todos para el mismo lado. 

Esta es la síntesis gráfica de la primera parte del libro. Acá vas a encontrar comprimidos los conceptos fundamentales del diagnóstico del problema.