El día del sobregiro
Participación de la producción alimentaria en la emisión de GEI
Es innegable que la comida es una de las mejores cosas de la vida: es un placer que podemos disfrutar varias veces al día (aunque una proporción considerable de la población en realidad no puede, ya volveremos sobre eso más adelante), podemos compartirla con amistades y familiares —cosa que nos une como tribu—, y representa el centro de las celebraciones de todas las culturas. Quizás sea por nuestros sesgos alrededor de la comida, pero solemos considerar el impacto ambiental de la producción de alimentos como un costo inevitable derivado de alimentar a la humanidad, y a las costumbres alimenticias, como propiedades sagradas de las culturas que no se pueden cuestionar. Sin embargo, por más que nos pese, la comida es un motor importante del cambio climático y de la degradación ambiental, y necesitamos hacer algo al respecto de manera urgente.
Como se mencionó en la primera parte del libro, producir la comida que usamos para alimentar al mundo emite a la atmósfera una gran cantidad de GEI. Si se contabilizan solo las emisiones del sector Agricultura, Silvicultura y Otros Usos del Suelo (AFOLU), se estima una emisión anual de 13 Gt CO2-eq por año, o sea, un 22% del total global. ¿Cómo podemos dimensionar esto? Digamos que es un 50% más de lo que emiten conjuntamente todos los aviones, camiones, autos y otros medios de transporte. Pero si consideramos todas las emisiones del sistema agroalimentario, tanto las que ocurren en el campo (AFOLU) como aquellas asociadas al transporte, procesamiento, almacenamiento, refrigeración y consumo de los alimentos, entonces ese valor asciende a 18 Gt CO2-eq por año, es decir, un tercio de las emisiones globales.01De acuerdo con el último informe del IPCC (2022), las emisiones de GEI del sector AFOLU fueron 12,8 Gt CO2-eq, mientras que las correspondientes al sistema agroalimentario fueron 16,8 Gt CO2-eq. A pesar de seguir metodologías distintas, la diferencia entre ambas estimaciones es muy poca, lo que le otorga solidez a las cifras. Este volumen de GEI es tan grande que, aun si lográramos reducir a cero las emisiones de todos los otros sectores en este mismo momento, las provenientes del sistema agroalimentario por sí mismas serían suficientes para exceder el límite de emisiones propuesto para cumplir con los objetivos del Acuerdo de París. Dicho de otro modo, no nos alcanzaría para mantener la temperatura del planeta por debajo de los 2 °C respecto a la era preindustrial.
El motivo de esto radica en que, por más que algún día logremos tener tractores, camiones, frigoríficos y cocinas que funcionen con energía eléctrica alimentada por fuentes renovables, seguirá habiendo emisiones inevitables provenientes de otros procesos involucrados en la producción de alimentos. Por ejemplo, para producir arroz se necesita inundar el campo donde está el cultivo, lo que genera condiciones donde se forma CH4. Los animales rumiantes (como las vacas y las cabras) también liberan grandes cantidades de CH4 durante el proceso de digestión. La aplicación de fertilizantes en el suelo emite N2O, al igual que el estiércol de los animales. Además, incrementar el área productiva mediante la transformación de diferentes ecosistemas en paisajes agrícolas y ganaderos (por medio de topadoras e incendios) libera otro montón de GEI a la atmósfera. Dada la necesidad de aumentar la producción para alimentar a una población que crece y consume cada vez más alimentos de origen animal, es probable que las emisiones de GEI derivadas de la producción de alimentos también aumenten, en gran parte debido a la continua expansión de la producción ganadera, el uso de fertilizantes sintéticos y la conversión de ecosistemas naturales en campos de cultivos y pasturas.
Pero el problema asociado a la producción de alimentos no se limita solo a la emisión de GEI, ya que la gran cantidad de recursos naturales que se utilizan pone al sector en el ojo de la tormenta del colapso ecológico. Diversos estudios muestran que estamos sobrepasando la capacidad que tiene la Tierra para proveer los recursos que utilizamos y absorber los contaminantes que emitimos, y que nos estamos acercando peligrosamente a un punto de no retorno debido a las posibles interacciones y retroalimentaciones entre varios componentes del sistema Tierra. Sorprendentemente, una fracción considerable de la capacidad de carga de la Tierra está siendo utilizada para producir alimentos. De hecho, desde el año 1970 la humanidad está consumiendo el presupuesto global anual de recursos naturales y servicios ecosistémicos antes de terminar el año, lo que significa que estamos liquidando las reservas y acumulando más contaminantes de lo que la naturaleza puede procesar. En 1970, el Día del Sobregiro (así se llama) fue el 29 de diciembre. En el año 2022, ocurrió el 28 de julio.
Todo lo que no es hielo, montaña o desierto
Historia moderna de la agricultura
Durante la primera mitad del siglo xx, la explosión poblacional, las sucesivas guerras, las primeras crisis financieras y los fenómenos climáticos aún causaban grandes hambrunas. En México, en los años 40, un agrónomo estadounidense llamado Norman Borlaug se vio desolado ante la pobreza de los campesinos y la hambruna causada por una plaga de hongos en los cultivos de trigo y maíz, ambos fundamentales en la dieta de las comunidades locales. Al observar esa situación, Norman puso manos a la obra y con mucha ciencia y maña desarrolló —en tan solo 3 años— una variedad de trigo resistente al hongo, lo que permitió duplicar la producción del cultivo y posibilitó que México se convirtiera en un país exportador de granos por primera vez en su historia. Luego, durante los años 60, quiso llevar esos conocimientos —ahora mejorados— a Pakistán y a la India, donde también se estaban viviendo las calamidades de la guerra y la hambruna. Pero, a pesar del éxito observado en México, no fue fácil convencer a los gobiernos y a los organismos internacionales para financiar la transferencia de estos conocimientos. Ni siquiera había un gran apoyo académico. En su libro The Population Bomb (1970), el ecólogo Paul Ehrlich sentenciaba que “la batalla para alimentar a toda la humanidad ha terminado... En los años 70 y 80 cientos de millones de personas morirán de hambre a pesar de los programas de alimentación que se emprendan ahora”. Aun así, a pesar del pesimismo reinante, Borlaug continuó con su campaña de difusión. Gracias a esta gestión, la India y Pakistán alcanzaron la autosuficiencia de uno de los cultivos más importantes del mundo (el trigo) en menos de 10 años desde su introducción.
Cuando Norman Borlaug se propuso comenzar este loable proyecto en México, probablemente no tenía idea del impacto que tendría su trabajo. De hecho, nadie lo sabía. Pero años después, las variedades de trigo que desarrolló se convirtieron en un modelo de lo que podía hacerse en otros cultivos como el arroz, el maíz, el mijo y el sorgo, entre otros, por lo que sus técnicas de mejoramiento vegetal se expandieron rápidamente hacia muchos países y centros de investigación. Estos esfuerzos globales para incrementar el rendimiento de los cultivos (y los programas internacionales asociados) se denominaron Revolución Verde, y a Norman se le acuñó el nombre de padre de la Revolución Verde, lo que le valió un Premio Nobel de la Paz en 1970 por su rol clave en combatir el hambre.
Borlaug propuso que seguir por esta vía iba a tener el beneficio extra de frenar la deforestación debido a que, al aumentar el rendimiento de los cultivos, se podrían producir más granos en la misma superficie de tierra. Como estos nuevos cultivos también necesitaban más nutrientes y agua, se destinaron grandes inversiones a facilitar el acceso a fertilizantes sintéticos y a crear sistemas de riego en todo el mundo. Pero dado que las especies vegetales mejoradas fueron pocas, la dependencia de un número tan limitado de cultivos distintos nos dejó muy vulnerables al ataque de plagas, como hierbas, insectos y hongos. En la naturaleza, las especies ejercen control unas sobre otras, generando un estado de equilibrio en las poblaciones de distintos organismos. En cambio, en los paisajes agrícolas convencionales, suele predominar una especie en particular (la que está siendo cultivada), en una suerte de monarquía que puede abarcar cientos o miles de hectáreas. En estos contextos, se producen desequilibrios en las poblaciones de organismos que viven de esa especie debido a la abundancia de alimento disponible. Ese es el motivo por el cual los pesticidas sintéticos aparecieron con fuerza a fin de mantener a raya a las especies “enemigas”.
Con el paso de los años, la Revolución Verde se fue perfeccionando y retroalimentando de los cambios sociales, políticos, tecnológicos y económicos, lo que generó una transformación sin precedentes en la forma de producir y consumir alimentos. Como resultado, se redujo la prevalencia del hambre como nunca antes se había visto, aumentó la esperanza de vida, disminuyó notablemente la tasa de mortalidad infantil y decreció la pobreza extrema en el mundo. Sin embargo, estos beneficios se vieron contrarrestados por otros problemas emergentes, tanto sanitarios como ambientales.
Un componente importante para la producción de alimentos es el suelo, la tierra bajo nuestros pies, donde ocurren un montón de fenómenos invisibles para nuestros ojos, pero que aseguran el funcionamiento de muchos procesos fundamentales para la vida. Para producir alimentos hemos desplegado actividades relacionadas con la agricultura y la ganadería sobre la mitad de la superficie habitable de la Tierra (todo lo que no es hielo, montaña o desierto). Esto es un montón y es muy difícil de dimensionar, pero para dar una idea aproximada, esa superficie representa más o menos la de todo el continente americano. En contraposición, las áreas urbanas representan solo el 1% de la superficie que ocupamos los humanos (de hecho, parados uno al lado del otro, los humanos ocuparíamos apenas una superficie del tamaño de la ciudad de Nueva York). De estas tierras que se utilizan para producir comida, el 70% son tierras de pastoreo, mientras que el 30% restante son tierras de cultivo, de las cuales dos tercios se utilizan para producir alimentos de consumo humano directo (como trigo, arroz y frutas). En el tercio restante también producimos cultivos, pero estos se los damos a los animales (principalmente, maíz y soja).
Por supuesto, este despliegue ocurrió a costa de la transformación de cientos de millones de hectáreas de ecosistemas naturales, incluyendo la mitad de los bosques tropicales y subtropicales que había a principios del siglo xx, lo que causó una reducción alarmante de la biodiversidad y liberó a la atmósfera 512 Gt CO2-eq entre 1961 y 2017 (el equivalente a 10 años de emisiones actuales). Debido a la conversión de ecosistemas naturales en paisajes agrícola-ganaderos, se estima que el número de especies de aves, mamíferos, reptiles, anfibios y peces se redujo a la mitad desde 1970.
Para asegurar el crecimiento de los cultivos hubo que aportar nutrientes y agua, y también cuidarlos de las plantas (malezas), hongos y animales que reducen su rendimiento. Antes, los nutrientes eran aportados por el estiércol de los animales y, en el caso particular del nitrógeno, por la inclusión de plantas leguminosas en las rotaciones de cultivos, ya que estas poseen una asociación con bacterias que fijan nitrógeno en el suelo. Sin embargo, la agricultura moderna demanda muchos más nutrientes, y la pujante industria de los fertilizantes sintéticos y la extracción de minerales los proveyó. La cantidad de fertilizantes aplicados durante los últimos 70 años fue tan fenomenal que alteró los ciclos del nitrógeno y el fósforo como nunca se ha visto en la historia de la Tierra. Para el caso del nitrógeno, el descubrimiento del proceso de Haber-Bosch02En el año 1905, el químico alemán Fritz Haber desarrolló un método de producción de amoniaco a partir del nitrógeno del aire. Otro alemán, Carl Bosch, se las ingenió para escalar el proceso y aplicarlo masivamente. Ambos científicos recibieron el Premio Nobel de Química de manera independiente. Además de ser útil para la fabricación de fertilizantes, este amoniaco también sirvió como insumo para producir bombas en el lado alemán durante la Primera Guerra Mundial. —y su utilización masiva desde principios del siglo xx para producir fertilizante a partir del nitrógeno presente en el aire— generó un cambio en el movimiento de este nutriente de una magnitud comparable al registrado para la Tierra primitiva hace 2500 millones de años, cuando en las bacterias evolucionó una nueva vía metabólica que les permitió aprovechar el nitrógeno atmosférico. Mientras que el impacto del nitrógeno (como N2O) sobre el calentamiento global es relativamente pequeño en comparación con el CO2 y el CH4, su efecto sobre los ecosistemas acuáticos es enorme: acidifica el agua, es un superalimento para algas y bacterias que pueden crecer de manera descontrolada (proceso llamado eutrofización), y se comporta como una sustancia tóxica para los animales.
Mientras que en algunas regiones del mundo la aplicación excesiva de fertilizantes llevó a la contaminación del agua mediante la eutrofización, en otras regiones (como la Argentina) se fertiliza menos de lo que requieren las plantas, y los cultivos toman del suelo lo que necesitan, lo que causa una “minería” de nutrientes y pone en jaque el capital natural del suelo. Pero si de minería queremos hablar, no podemos dejar de mencionar que el fósforo se obtiene a partir del minado de rocas ricas en ese elemento, ubicadas principalmente en Marruecos (74%), China (6%) y Algeria (3%). El problema radica en que las reservas de fósforo se están acabando y, si a esto le sumamos la erosión progresiva de los suelos, podemos decir que la agricultura tal como la conocemos hoy tiene los días contados.
En lo que respecta al agua, si bien en algunos lugares la lluvia cumple con los requisitos hídricos de la mayoría de los cultivos (como es el caso de la Argentina); en otros el agua se obtiene mediante el bombeo de napas, acuíferos, ríos y lagos, método mediante el cual se irrigan unas 300 millones de hectáreas distribuidas en todo el mundo. En estos lugares no solo se están vaciando las reservas de agua, sino que además se están salinizando los suelos debido al gran contenido de minerales que tiene el agua de pozo. De la misma manera, la aplicación excesiva de pesticidas produjo una contaminación de suelos y aguas, y redujo de manera alarmante las poblaciones de polinizadores y otros insectos benéficos de los cuales depende una parte de la producción agropecuaria, sin contar el daño que producen a la salud humana y a la de los ecosistemas en general.
Pero los problemas no se limitan a lo que pasa en tierra firme. La producción de productos del mar (peces, crustáceos, mariscos, cefalópodos) se cuadruplicó en los últimos 50 años, y la explotación de los recursos marinos llevó a saturar o exceder la capacidad de pesca en el 90% de las zonas de pesca del mundo. Aunque en el presente la mitad de los productos marinos la proveen las granjas de peces (piscicultura), la otra mitad la aporta la pesca en alta mar (unas 100 millones de toneladas por año). La forma más común de hacer pesca en alta mar es la pesca de arrastre, que actúa como una cosechadora gigante del fondo marino, levantando con redes gigantes todo lo que encuentra en el océano, quedándose con lo que le interesa y descartando lo que no: muchas veces, tortugas, delfines, tiburones y otras especies emblemáticas, que son devueltas al mar sin vida.
Desde el punto de vista socioeconómico, si bien la Revolución Verde generó un incremento impresionante en la producción de alimentos y una consecuente reducción del hambre, también tuvo asociadas consecuencias sociales negativas. Por ejemplo, el avance de la frontera productiva también impactó sobre las comunidades campesinas e indígenas, provocando el desplazamiento de los asentamientos y la pérdida de medios de vida.
En cuanto a sus consecuencias indirectas, la producción de comida demanda también otros recursos valiosos al necesitar de máquinas e instalaciones específicas (tractores, cosechadoras, alambrados, silos) elaboradas con metales, maderas, plásticos y otros insumos de origen industrial. A lo anterior, se le suma una gran diversidad de sustancias químicas que incluye antibióticos y otras ampliamente utilizadas para promover el crecimiento de los animales domésticos y para tratar y/o prevenir enfermedades cuando se los cría en condiciones de hacinamiento. Si bien estos recursos se originan en otros sectores, su destino final se relaciona de manera directa con la producción alimentaria.
En la Argentina ocurre una particularidad: las consecuencias ambientales observadas en las últimas décadas coinciden tanto con los impactos ambientales asociados a la agricultura y ganadería de los países de altos ingresos (eutrofización y ecotoxicidad), como con los de la agricultura y ganadería de los países de bajos ingresos (aumento de la superficie agropecuaria y deforestación). De hecho, el avance de la frontera productiva a costa de ecosistemas, con las consecuentes pérdidas de biodiversidad y servicios ecosistémicos, constituye uno de los problemas ambientales más importantes del país. Además, la aplicación de pesticidas en frecuencias y dosis crecientes es una preocupación palpable en la población general y en la comunidad médica y académica. En este sentido, el rol autoproclamado de la Argentina como el “granero” o el “supermercado” del mundo hace que los sucesivos gobiernos formulen políticas agrarias en torno a las oportunidades que ofrece el mercado global de alimentos, con poca (y a veces nula) atención al deterioro socioambiental de los paisajes rurales. Esto se puede observar claramente en el Plan Estratégico Agroalimentario y Agroindustrial Argentina 2010-2020, que si bien logró incrementar la producción de granos y carnes, lo hizo a costa de múltiples impactos socioambientales, como la reducción de la superficie de bosques nativos y otros ecosistemas, conflictos territoriales y expulsión de comunidades. Resulta llamativo que esto haya ocurrido en un país con una de las mejores leyes de protección de bosques del mundo, lo que demuestra la enorme brecha entre crear leyes y que se respeten.
A escala global, la Revolución Verde aumentó la disponibilidad de alimentos —medida tanto como oferta de calorías como de proteínas por persona— y causó una reducción en los precios (por lo menos hasta que se empezaron a utilizar granos para la producción de biocombustibles). Como resultado, la disponibilidad promedio de calorías a escala global pasó de 2196 kcal/día por persona en el año 1961 a 2884 kcal/día por persona en el año 2013. Sin embargo, si bien aumentó la disponibilidad, no ocurrió lo mismo con el acceso, ya que hoy 820 millones de personas viven con hambre crónica (déficit de calorías). Además, aproximadamente el mismo número tiene enfermedades por exceso de calorías (sobrepeso y obesidad), y unas 2000 millones viven con deficiencias de micronutrientes por tener una alimentación inadecuada (por escasez de frutas y verduras principalmente). Es decir, la Revolución Verde fue muy eficaz y eficiente en producir calorías y proteínas de forma barata, pero una proporción considerable de la población global puede considerarse malnutrida, por lo que aún hay mucho trabajo por hacer a fin de proveer alimentos para sustentar dietas saludables.
Las proyecciones indican que para el año 2050 habrá unas 10.000 millones de personas en el mundo, y se estima que la demanda de alimentos se incrementará en un 35-56% respecto al año 2010. Si bien incrementar la producción de alimentos es clave, no debe ser lo principal a tener en cuenta. Primero, porque nuestro mayor problema no es nuestra capacidad de producir alimentos, sino la cantidad que desperdiciamos y el hecho de que utilicemos una proporción tan grande de lo que producimos para alimentar a los animales. Generar carne, huevos y leche nos insume el 35% de la producción global de granos. Segundo, porque los problemas ambientales causados por la forma en que se producen los alimentos ponen en peligro nuestra capacidad de producir los alimentos que necesitamos ahora y los que se van a necesitar en el futuro.
Alimentar a una población que crece, que cambia sus dietas y sus estilos de vida, al mismo tiempo que se conservan los recursos naturales, se protege la biodiversidad y se combate el cambio climático es probablemente uno de los desafíos más importantes que tenemos que afrontar como especie. De hecho, dada la magnitud, algunos la llaman la gran transformación alimentaria.
Todas las formas de agricultura
Desde la intensificación sustentable a la agroecología
Existen caminos intermedios, pero, en principio, podríamos decir que aumentar la producción de alimentos para responder a las potenciales amenazas a la seguridad alimentaria puede lograrse mediante dos formas bien distintas: incrementando la cantidad de tierras que utilizamos para producir alimentos (extensificación o expansión), o produciendo más alimentos en las tierras que ya estamos utilizando (intensificación).
Por un lado, debido a que las tierras aptas para la agricultura y la ganadería que quedan en el mundo están ocupadas por ecosistemas naturales, incorporar nuevas tierras a la producción de alimentos significa transformar paisajes de alto valor biológico en cultivos y pasturas, y emitir grandes cantidades de GEI a la atmósfera, sobre todo si esos ecosistemas son bosques, selvas, pastizales o humedales. Además de las emisiones, este proceso provoca importantes pérdidas de biodiversidad y puede afectar también otros servicios ecosistémicos, como la capacidad que tiene la tierra para almacenar agua y evitar inundaciones, para purificar el agua que usamos para beber, o para absorber CO2 de la atmósfera. A su vez, una fracción importante de estas tierras están actualmente ocupadas por pueblos originarios.
Por otro lado, intensificar la producción tiene sus propias consecuencias ambientales. En muchos lugares del mundo, incrementar la producción de los cultivos por unidad de superficie implicó reducir la materia orgánica del suelo, aumentar la fertilización y su consecuente impacto sobre el agua por contaminación, vaciar las reservas de agua para regar, poner en riesgo la salud de las poblaciones cercanas debido a las fumigaciones y criar animales en contextos de hacinamiento. Sin embargo, varios estudios sugieren que estos impactos ambientales son menores en comparación con el que implica transformar los ecosistemas naturales en tierras agrícola-ganaderas.
Hoy es claro que, si bien es necesario incrementar la producción de alimentos, no puede alcanzarse este objetivo a toda costa. El inminente colapso de varios componentes del sistema Tierra nos indica que debemos reducir nuestra huella ecológica de manera urgente. En este contexto, la agricultura tal cual la conocemos (hija de la Revolución Verde) está evolucionando hacia una versión mejorada de sí misma con el objetivo de resolver los problemas causados por los errores del pasado. Esa versión mejorada se llama intensificación sustentable. La idea es simple: incrementar la producción de alimentos en las tierras ya existentes y reducir su impacto ambiental mediante el uso eficiente y racional de los insumos.
En el caso de la agricultura, estas son algunas de las estrategias propuestas de la intensificación sustentable:
- Cambiar la genética de las semillas para que aumenten su rendimiento y así reducir la demanda de tierras de cultivo.
- Aplicar los fertilizantes en cantidades adecuadas para evitar el empobrecimiento del suelo y evitar la contaminación del suelo y el agua.
- Mejorar la tecnología de riego para reducir el uso del agua.
- Aplicar pesticidas en dosis y condiciones recomendadas para reducir el impacto de estas sustancias sobre los ecosistemas y la salud humana.
- Utilizar cultivos de cobertura para incrementar la fertilidad del suelo y reducir la aparición de malezas.
- Rotar el tipo de cultivos entre temporadas para reducir la probabilidad de surgimiento de pestes.
- Utilizar siembra directa para ayudar a reducir la erosión del suelo.
- Aumentar el contenido de materia orgánica si se acompaña de otras prácticas agrícolas sustentables.
Pero, a pesar de ser una opción superadora y de tener un gran potencial para contribuir a la mitigación del cambio climático y a la reducción de la huella ecológica asociada a la producción de alimentos, la intensificación sustentable enfrenta algunas críticas. Dado que la agricultura industrial y la industria alimentaria se han moldeado entre sí, los esfuerzos por incrementar la eficiencia productiva se han orientado a los productos agrícolas usados como commodities03Los commodities son materias primas ampliamente utilizadas en el mundo para fabricar bienes consumibles y que, dado su valor, son también utilizadas para operar en la bolsa mercantil de Chicago y realizar especulación financiera. Algunos ejemplos importantes son el petróleo, el oro, la plata, la madera y el café., particularmente a los granos utilizados como forraje para los animales, como insumos para producir alimentos ultraprocesados y como materia prima para la producción de biocombustibles (por ejemplo, la soja, el maíz y la caña de azúcar, por nombrar algunos).
Si bien existen muchas iniciativas para ayudar a los pequeños productores a intensificar sustentablemente su producción, lo cierto es que los productores que más se han beneficiado de este proceso son aquellos altamente capitalizados y con la capacidad de acceder a las nuevas tecnologías y a las redes comerciales internacionales. Un ejemplo de esto es el desarrollo de la agricultura de precisión, que consiste en la utilización conjunta de Apps, aparatos que sensan en tiempo real variables ambientales de interés (como la humedad del suelo y sus nutrientes), y máquinas guiadas por GPS para aplicar los insumos requeridos por los cultivos (como fertilizantes y pesticidas). Esto no está mal en sí mismo, pero significa que los pequeños agricultores podrían quedar fuera del juego o se verían forzados a depender de las empresas que proveen esta tecnología (probablemente con software y hardware privados). Por ese motivo, algunos ven la intensificación sustentable como un caballo de Troya impulsado por las empresas biotecnológicas y los organismos de comercio internacional, cuya misión es profundizar el modelo de la agricultura intensiva camuflándose de verde. Para evitar un incremento en la brecha de la desigualdad,04Para dimensionar la desigualdad, los establecimientos agropecuarios con menos de 2 hectáreas representan el 84% de todos los establecimientos del mundo (unos 608 millones), producen un tercio de todos los alimentos y ocupan solo el 12% de la superficie agrícola, mientras que el 1% de los establecimientos (con más de 50 hectáreas) ocupan el 70% de las tierras agrícolas. es necesario desarrollar políticas públicas que faciliten la adopción de las tecnologías para todos los productores, y para los pequeños productores en particular.
Como alternativa a la intensificación sustentable se ha propuesto la agroecología y sus primas: la intensificación ecológica, la agricultura biológica y la agricultura de conservación, entre otras. Estas formas de producción agropecuaria consisten en aplicar conocimientos sobre el funcionamiento de la naturaleza (principios ecológicos) para producir alimentos, reduciendo al máximo la dependencia de insumos de origen industrial. Por ejemplo, el enfoque agroecológico considera que las plagas son en realidad un síntoma de desequilibrio del sistema, y no una enfermedad que se debe curar mediante la aplicación de pesticidas. Por lo tanto, en la agroecología las plagas se previenen mediante el diseño de sistemas productivos que incluyen una gran diversidad de especies que, en su conjunto, generan un ambiente de confusión y repelencia hacia los insectos considerados plagas. Al maximizar la biodiversidad se favorece un proceso de control biológico en donde los enemigos naturales de la plaga actúan como plaguicidas, lo que permite reducir (y algunos dicen hasta eliminar) el uso de plaguicidas sintéticos. De la misma manera, esta forma de diseñar los agroecosistemas implica poner la salud del suelo en el centro de atención, ya que sin un suelo de buena calidad las plantas se enferman fácilmente y la producción de alimentos cae.
Cuando se habla de agroecología, o cualquiera de sus variantes, suele surgir la pregunta “¿se puede alimentar al mundo con la agroecología?”. Si bien puede parecer un interrogante válido, lo cierto es que se trata de una pregunta tramposa y simplista porque no invita a la conversación y asume que un problema tan complejo como el hambre en el mundo puede ser resuelto cambiando solo la forma de producir alimentos, como si los precios, el desperdicio, la distribución desigual de los recursos y la falta de oportunidades no importaran. Para desarmar la lógica detrás de esta pregunta, se podría reformular a la inversa: ¿estamos alimentando a todo el mundo con la agricultura convencional? Ya sabemos que no.
De todas maneras, sí cabe mencionar que en las últimas décadas se han puesto a prueba y sistematizado prácticas agroecológicas utilizadas alrededor del mundo desde hace muchísimos años, y se demostró que es posible producir una considerable cantidad de alimentos de buena calidad (incluso a gran escala), al mismo tiempo que se mejora la salud del suelo y se construyen paisajes funcionales que aportan diversos beneficios de la naturaleza. Aun así, al presente y en líneas generales, los sistemas agroecológicos suelen producir menos que los sistemas convencionales, pero eso puede cambiar si aumenta la inversión en investigación científica en esta forma de producción.05Dos metaanálisis publicados de manera independiente en el 2012 encontraron que la brecha promedio de producción entre la agricultura convencional y la agricultura orgánica a nivel global era del 20% (cabe aclarar que agricultura orgánica no es sinónimo de agroecología, aunque comparten algunas similitudes y desafíos). Es decir, cada 100 kg de productos obtenidos mediante agricultura orgánica se pueden obtener 120 kg mediante agricultura convencional. Si bien esto puede parecer mucho, en realidad es poco si se tiene en cuenta que la inversión para investigar agriculturas alternativas es muchísimo menor a la que se dedica a investigar la convencional. La mayoría de los conocimientos actualmente provienen de los mismos agricultores.
Ya sabemos que la demanda de alimentos aumentará en las próximas décadas y que el aumento de la producción debe ser una parte de la respuesta (pero no la única) para garantizar la seguridad alimentaria. Sin embargo, expandir la frontera productiva mediante la transformación de ecosistemas naturales en tierras de cultivos y pasturas causaría un daño significativo al ambiente. También sabemos que, sea cual sea la forma de producir comida que se elija, inevitablemente siempre habrá conflictos entre la protección de la biodiversidad y las necesidades (y demandas) humanas. El reto radica en utilizar las mejores herramientas a nuestra disposición y evitar los sesgos ideológicos que puedan surgir, a fines de cumplir con múltiples objetivos mientras minimizamos los riesgos. Quizás en algún momento no suene descabellado pensar en sistemas de producción agroecológicos que utilicen biotecnología de patente libre como parte de su caja de herramientas.
Pero la producción de alimentos no debería cambiar de forma homogénea en todas las regiones del mundo a fines de lograr la sustentabilidad. Mientras que en algunas zonas podría significar que se aumente la producción, en otras se podría reducir, especialmente en aquellas donde el hambre no sea un problema o donde haya hábitats importantes para la conservación de la biodiversidad. Incluso, podría ser deseable evitar completamente las actividades humanas en algunos lugares con el objetivo de dejarle lugar a la naturaleza. Lo cierto es que reducir el impacto ambiental de la producción de alimentos es esencial para el bienestar y la prosperidad humana en el futuro, para lo cual todas las formas de agricultura deben ser consideradas sin prejuicios.
Las predicciones de Borlaug
Efecto rebote en la producción de alimentos
Recordemos el concepto de efecto rebote, mencionado en el cuarto capítulo, porque el sector agropecuario no ha escapado a este fenómeno. Una de las predicciones que hizo Norman Borlaug fue que, a medida que los rendimientos aumentaran, la superficie agrícola cultivada se reduciría. Pero dado que el rendimiento agrícola no es otra cosa que la eficiencia del uso de la tierra, algunos cultivos con múltiples usos (como la soja, la palma de aceite y la caña de azúcar) siguieron la tendencia del efecto rebote y la superficie ocupada por estos también se incrementó a escala global. Al igual que ocurre en los otros sectores, el aumento de la eficiencia productiva reduce los costos de producción, lo que generalmente motiva a los productores a expandirse si disponen de factores que permitan el crecimiento, como la tierra, la mano de obra y el capital. Aun así, Norman Borlaug no se equivocó del todo. Se estima que el mayor rendimiento de los cultivos durante el período 1965-2004 redujo la demanda mundial de tierras agrícolas, por lo menos en relación a la que hubiésemos esperado por la presión del crecimiento poblacional, en unos 18-27 millones de hectáreas, evitando (entre otras cosas) la deforestación de 2 millones de hectáreas de selva tropical.
Un caso interesante es el de India. Cuando las nuevas semillas (producto de la Revolución Verde) ingresaron a ese país, la comunidad campesina era muy pobre y le era imposible afrontar los gastos necesarios para satisfacer las necesidades de nutrientes y agua de los nuevos cultivos. Por ese motivo, el gobierno tomó un rol activo y apostó por completo a la autosuficiencia alimentaria del país mediante la implementación de subsidios e infraestructura. No solo se subsidiaron los fertilizantes, sino también el agua. Se construyeron cientos de kilómetros de tendido eléctrico en las zonas rurales y se financió la colocación de bombas extractoras de agua en todos los establecimientos. Como resultado, los productores pudieron satisfacer exitosamente las demandas de los cultivos y de alimentos del país, pero a costa de una serie de problemas que se evidenciaron varios años más tarde. Ante la ausencia de regulaciones y por el uso de tecnologías de irrigación ineficientes, este proceso redujo de manera considerable el nivel del agua subterránea en muchas regiones (8 m desde 1980) y salinizó los suelos, lo que dificulta la producción agrícola. Esto representa un gran problema para un país cuya población superará a la de China en los próximos años.
Otra predicción que hizo Borlaug —y que en general se cumplió— fue que el incremento en la disponibilidad de los alimentos causaría una reducción de los precios, lo que facilitaría su accesibilidad para la población. Pero los alimentos que se beneficiaron de la Revolución Verde no fueron las frutas o las verduras, sino un grupo selecto de cultivos que fueron aprovechados y luego promovidos por la industria para transformarlos en otras cosas: la caña de azúcar, el maíz, el arroz, el trigo, la soja, el girasol, la palma aceitera, la cebada, el centeno, la avena, la papa y la mandioca. ¿Por qué estos cultivos? Porque la mayoría son relativamente fáciles de almacenar y transportar, y porque sirven para múltiples propósitos. Salvo el arroz, la papa y la mandioca, estos cultivos son transformados antes de llegar al consumidor final, ya sea en alimentos fácilmente identificables con la materia prima (como las harinas), en alimentos de origen animal (carnes, leche y huevos), en componentes de comestibles ultraprocesados, o en insumo para la producción de biocombustibles.
En Argentina y otros países sudamericanos, la incorporación de la soja RR06La sigla RR que acompaña a la palabra soja significa Roundup Ready, la marca comercial de glifosato de la empresa biotecnológica Monsanto (ahora perteneciente a Bayer). Esto se debe a que la soja RR fue modificada por Monsanto para expresar un gen que le otorga la capacidad de resistir los embates químicos que causa el glifosato que ellos mismos vendían. El paquete tecnológico compuesto por la soja RR y el glifosato fue promocionado para hacerle frente a las malezas que ocupaban gran parte de la región pampeana y dificultaban la producción agrícola. Algunos la consideraron la salvación de la agricultura argentina. Otros, la palanca de múltiples conflictos socioambientales. junto al glifosato durante los 90, en combinación con la siembra directa, contribuyó muchísimo a la expansión de la frontera agrícola debido a que, gracias a estas tecnologías, se podía cultivar en zonas donde antes era imposible. Este fue el principal motor de la deforestación en la región. Probablemente, lo mismo ocurra con la nueva variedad de semillas de soja y trigo resistentes a la sequía desarrolladas hace poco en Argentina: no solo servirá para soportar las eventuales sequías donde es cultivada en la actualidad, sino que también podrán ser sembradas en ambientes secos donde la agricultura aún no ha llegado. A pesar del gran impacto que causa la producción de soja, solo el 20% de la producción global de este grano es utilizado para alimentar humanos (principalmente, en forma de aceite), mientras que la mayor parte (el 77%) está destinada a la producción animal, particularmente, de pollos y cerdos.
Organizaciones como la Agencia Internacional de Energía han ignorado o minimizado el efecto rebote durante muchos años. Sin embargo, durante la última década se han publicado cientos de artículos que refuerzan la idea de que este fenómeno es más pronunciado de lo que se suponía, y se demostró la necesidad de formular estrategias integrales que contemplen la mayor cantidad de aristas posibles. Aunque en la mayoría de los casos el efecto rebote no es lo suficientemente grande como para causar un aumento neto del uso de los recursos, cualquier compensación del ahorro tiene importantes implicancias para la planificación del uso de los recursos naturales en un mundo finito. Es por eso que cuantificar los potenciales efectos rebote debería ser requisito clave a la hora de evaluar escenarios realistas sobre la provisión global de alimentos a un costo ambiental razonable.
El cuarto emisor
Pérdidas y desperdicios de alimentos
Mejorar las formas de producir los alimentos no tiene sentido si lo producido se pierde en el camino hacia la mesa del consumidor. No solo tiramos alimentos a la basura, sino que también desaprovechamos otros valiosos recursos como agua, tierra, fertilizantes, combustibles o pesticidas. Puesto en números, se estima que, a escala global, se pierde alrededor del 30% de los alimentos producidos, aunque con proporciones diferentes dependiendo del país, la región y la cadena alimentaria que se trate. Esto quiere decir que, si los alimentos que se pierden y desperdician fuesen un país, serían el cuarto emisor de GEI después de China (29,6%), Estados Unidos (14,8%) y la Unión Europea (8,2%), con el 6% del total en el año 2019.
Los alimentos se pueden perder por diversos motivos en varias etapas de la cadena agroindustrial: pérdida de la cosecha por plagas o mal clima, una manzana podrida en un cajón de frutas que pudre al resto, y hasta durante el transporte, debido a camiones que tienen fuga en los acoplados y desperdigan granos en la ruta. Estas formas de desperdicio ocurren principalmente en países de bajos y medianos ingresos, como Argentina. Otro motivo importante —que también ocurre en nuestro país— es que a veces la mercadería no cumple con los estándares de estética del mercado, en parte por consumidores desinformados y/o influenciados por una narrativa de cómo deben ser las frutas y verduras, aun a pesar de encontrarse en perfectas condiciones para consumo humano (por ejemplo, frutas manchadas y verduras “deformes”). La cadena de suministro de frutas y verduras es la que presenta las mayores pérdidas.
La pérdida en el hogar, los comedores y los restaurantes también es muy importante, y representa el 20% del total, aunque esta forma de desperdicio es más prevalente en los países de altos ingresos. Los estudios muestran que los alimentos se tiran en cantidades más o menos parecidas en todos los niveles socioeconómicos. En Argentina se estimó que, en promedio, se tiran a la basura unos 72 kg de alimentos por persona cada año, unos 200 gramos por día.
Lo que comemos
Alimentación y salud
La rápida urbanización, la reducción en el hábito de consumir comida casera, el aumento en los ingresos promedio por persona y el incremento en la disponibilidad de alimentos poco sanos, baratos y adictivos (los ultraprocesados)07Los comestibles ultraprocesados (o empaquetados) son productos que se elaboran dentro de una fábrica mediante la combinación de una gran variedad de ingredientes previamente procesados industrialmente. A estos ingredientes se los somete a modificaciones químicas y técnicas de cocción industrial. Después se les agregan colorantes, saborizantes, emulsionantes y otros aditivos para hacer que el producto final sea delicioso, para finalmente terminar con un bello decorado en forma de paquete colorido y marketinero. En resumen, los ultraprocesados son productos listos para consumir, duraderos, baratos, atractivos, de sabor muy agradable y altamente rentables, con muchísimas calorías, azúcar, grasas de mala calidad y sal, pero nada de fibra, vitaminas ni minerales. Debido a su perfil nutricional actual, el consumo excesivo de ultraprocesados es nocivo para la salud. Sin embargo, técnicamente se podrían elaborar ultraprocesados saludables, aunque habría que preguntarle a la industria si le interesa hacerlo. empujaron gradualmente a las sociedades hacia dietas hipercalóricas e insalubres conocidas como dietas occidentales. Este patrón alimentario (hoy globalizado) se caracteriza por presentar una gran proporción de granos refinados (harinas), azúcar, sal y grasas (aceites) agregadas, una importante cantidad de alimentos de origen animal (muchas veces también ultraprocesados), y además una reducción paulatina en el consumo de frutas, verduras y granos integrales (en especial legumbres). Si bien esta tendencia se observa en toda la población, los más fuertemente afectados son los sectores más empobrecidos, lo que ha llevado a tener por primera vez en la historia gordos pobres y flacos ricos.
Las dietas de tipo occidental han sido asociadas consistentemente con un aumento en el riesgo de padecer numerosas enfermedades, como infarto de miocardio, accidente cerebrovascular, hipertensión arterial, diabetes tipo 2, obesidad y varios tipos de cáncer. Incluso, se las ha relacionado con enfermedades que poco parecen tener que ver con la alimentación, como el Alzheimer, ciertas afecciones pulmonares (asma y EPOC) y patologías autoinmunes. Se estima que estas dietas enferman y matan por año a más personas que cualquier otro factor de riesgo, incluso más que el tabaquismo, la violencia y los accidentes viales. Lo que comemos tiene un enorme impacto negativo sobre la salud pública, la calidad de vida de las personas, la productividad laboral y los costos sanitarios.
La importancia de la alimentación en el mantenimiento y restablecimiento de la salud ha sido ampliamente subestimada por la comunidad médica, pero en los últimos años la alimentación saludable se está posicionando como una de las herramientas más poderosas y costoefectivas para promover el bienestar y mejorar la salud pública. Hasta hace algunas décadas, el foco de la ciencia de la nutrición humana estaba en prevenir deficiencias en la dieta y alcanzar la ingesta recomendada de algunos nutrientes esenciales (con énfasis en las calorías y proteínas), lo que dio lugar a las recomendaciones basadas en los Cuatro Grupos Alimentarios Básicos de una dieta saludable: 1) carnes, 2) lácteos, 3) granos, y 4) frutas y verduras. Posteriormente, los estudios epidemiológicos y los ensayos clínicos aleatorizados arrojaron luz sobre cómo los factores de riesgo dietarios afectan la salud a largo plazo, indicando que la reducción o eliminación de alimentos perjudiciales y el aumento de la ingesta de alimentos protectores son capaces de contribuir significativamente en la prevención de la mayoría de las enfermedades crónicas (e incluso tratarlas y revertirlas), y en la reducción de las muertes prematuras.
Así, el concepto de dieta saludable evolucionó para enfocarse en la optimización de la salud a largo plazo, considerando tanto los problemas de salud por deficiencias como también por excesos. Por lo tanto, se propuso cambiar la antigua visión centrada en la ingesta de nutrientes (la ideología reduccionista del nutricionismo) hacia otra enfocada en incentivar el consumo de grupos alimentarios protectores de la salud y limitar la ingesta de grupos de alimentos perjudiciales, contemplando al mismo tiempo los hábitos dietarios de las diferentes poblaciones y las enfermedades prevalentes de cada región. Es así que, paulatinamente, el fomento de dietas saludables se convirtió en una política de Estado en muchos países. En líneas generales, hoy se considera que una alimentación saludable es rica en frutas, verduras, legumbres, cereales integrales, frutos secos y semillas, y baja en carnes rojas y procesadas, bebidas azucaradas y alcohólicas, sal y alimentos ultraprocesados. Así, todas las recomendaciones actuales se pueden resumir en una sola frase expresada por el escritor Michael Pollan: “Coman comida, no demasiada, principalmente plantas”.
Lo que comemos II
Alimentación y ambiente
Así como las ciencias de la nutrición desarrollaron diversas metodologías para evaluar el impacto que tiene el consumo de los alimentos sobre la salud humana, las ciencias ambientales también tienen sus propios métodos para estudiar el impacto de la producción de alimentos sobre el ambiente. La idea básica consiste en cuantificar el uso de recursos y la emisión de contaminantes (como los GEI) a lo largo de todo el proceso productivo, desde lo que ocurre en el campo hasta el transporte, el envasado, su consumo y la gestión de los residuos (aunque el análisis también puede ser hasta alguna de estas etapas). Al utilizar una unidad determinada (por ejemplo, por kilo de peso, por kilo de proteínas o por cada 1000 calorías), es posible realizar comparaciones en el impacto ambiental de diferentes alimentos. A este procedimiento se lo denomina análisis de ciclo de vida.
En líneas generales, estos estudios coinciden en que la producción de los alimentos de origen vegetal (como los granos, las frutas y las verduras) causa menos impacto ambiental en comparación con los alimentos de origen animal (carnes, huevo y leche). Esto se debe a que los animales se encuentran en un nivel trófico superior en comparación con las plantas, por lo que requieren de una mayor cantidad de energía y recursos para su crecimiento y desarrollo. Además, cuanto más grande sea el animal y más larga sea la fase de cría, mayor será la energía y los recursos utilizados. Este es el motivo por el cual la carne vacuna puede tener un impacto entre 20 y 200 veces superior al de las plantas, mientras que la leche, los huevos y la carne de cerdo, pollo y pescado tiene un impacto entre 2 y 25 veces más alto que el de las plantas, incluso cuando se las compara usando calorías o proteínas como unidad. Por ejemplo, en Argentina, para producir 1 kg de carne vacuna se necesita unos 3 kg de granos y 65 kg secos de pasto, silaje y heno, los cuales requieren de unos 321 m2 de tierra para ser producidos; mientras que para producir 1 kg de carne pollo también se necesitan 3 kg de grano, pero estos se satisfacen con solo 8 m2 de tierra.
Dado que las elecciones alimentarias determinan la demanda de los alimentos que se producen en el campo, resulta sencillo imaginar que, al reducir la participación en la dieta de aquellos alimentos con mayor impacto ambiental (como los de origen animal, particularmente la carne vacuna), ocurrirá una disminución del impacto ambiental asociado a la producción de comida. De hecho, es lo que las investigaciones indican de manera consistente.08En un estudio reciente se estimó que al reemplazar los productos animales por productos vegetales a nivel mundial, se podrían reducir las emisiones de GEI de 13 Gt CO2-eq a 7 Gt CO2-eq; el uso de la tierra, de 4130 millones de hectáreas a 1000 millones de hectáreas, incluyendo una reducción de 240 millones de hectáreas de tierras aptas para cultivos; el consumo de agua dulce, de 2200 km3 a 1700 km3; las emisiones eutrofizantes, de 65 Mt de PO43--eq (fosfato equivalentes) a 33 Mt PO4 3-; y las emisiones acidificantes, de 89 Mt SO2-eq (sulfato equivalentes) a 44 Mt SO2-eq. Los estudios que analizaron el potencial efecto asociado a la adopción de una dieta basada en plantas indican que las emisiones de GEI derivadas de la producción de comida se reducirían globalmente en alrededor de la mitad, principalmente por una disminución de las emisiones de CH4 provenientes del ganado, y del CO2 proveniente de la deforestación. Pero no solo eso: también indican que para alimentar a la población mundial necesitaríamos solo una cuarta parte de las tierras que utilizamos ahora, por lo que se podrían liberar tierras (incluyendo tierras aptas para cultivos). Esto abriría espacio para la restauración de ecosistemas altamente valiosos para la conservación de la biodiversidad, como selvas, bosques, humedales y pastizales naturales. La posibilidad de liberar tierras es una gran noticia y es muy importante tenerla presente, ya que permitir que la naturaleza se recupere es una de las estrategias más potentes para remover CO2 de la atmósfera y conservar la biodiversidad de manera simultánea. De hecho, se estima que las tierras que se podrían liberar a nivel global tienen el potencial de secuestrar entre 10 y 15 Gt CO2-eq por año, el equivalente a un tercio de las emisiones por quema de combustibles fósiles.
Si bien estos estudios se basan en modelos de simulación (con sus respectivas limitaciones), representan ejercicios muy útiles para explorar el enorme potencial que tiene el cambio en las dietas. También indican que no hace falta eliminar el consumo de productos animales para obtener beneficios, ya que pequeños cambios en cada comida representan un mejor escenario que aquel en el que estamos ahora. Por ejemplo, reemplazar algunas comidas con carne vacuna por otras con carnes con menos impacto (como cerdo y pollo), sin disminuir la cantidad total de carne consumida, puede generar mejoras significativas. Si el reemplazo es total, el beneficio será mayor, aunque todavía se destinarán importantes cantidades de granos y tierras de cultivo a la producción animal. Y si se reemplaza la carne por legumbres, cereales y frutos secos en algunas comidas (por ejemplo, un lunes sin carne), el beneficio crece considerablemente. Más adelante profundizaré en este aspecto.
Por lo pronto, no caben dudas de que invertir esfuerzos en modificar la demanda de alimentos mediante cambios dietarios es una herramienta eficaz para reducir la (insostenible) huella ecológica de lo que comemos, y debería ser incluida ya mismo a la caja de herramientas para combatir el cambio climático y el colapso ecológico. De hecho, orientar el consumo hacia dietas basadas en plantas, incluso con moderadas cantidades de productos animales, es clave para cumplir el Acuerdo de París. En comparación con otras medidas —como el aumento de la eficiencia productiva y la reducción de pérdidas y desperdicios—, el cambio de dieta tiene el mayor potencial de reducción de emisión de GEI.
¿Qué hay de “comer local”? Si bien en el capítulo anterior se mencionó la escasa relevancia que tiene el transporte sobre la huella de carbono de los alimentos, es importante destacar que comprar alimentos producidos localmente tiene muchos puntos a favor. Comer local implica que los alimentos vayan desde la granja hasta el consumidor sin intermediarios, acortando la cadena de distribución y generando menos pérdidas. Esto también significa que los productos comprados son más frescos, más sabrosos y más nutritivos, debido a que son estacionales y se cosechan poco antes de ser vendidos. Otro beneficio subestimado de comer local es la ventana de oportunidad que se abre para descubrir nuevos alimentos y diversificar la dieta, particularmente de especies locales que no se consiguen en los supermercados y comercios convencionales. Además, al consumir una mayor diversidad de alimentos se crea un estímulo para diversificar la producción. Finalmente, aunque no menos importante, comprar a los productores locales favorece la economía regional y el sentido de comunidad, el mantenimiento de espacios verdes (siempre en guerra con el avance imparable de las ciudades) y el apoyo a prácticas productivas que pueden ser más sustentables.
Lamentablemente, pareciera que la sociedad y el sector político no están listos para tener esta conversación, o pareciera que el beneficio ambiental asociado al cambio de dietas no es suficiente como para motivar el cambio. Por estas latitudes, muchos argumentan que los grandes responsables de las emisiones deberían hacerse cargo del problema, así que ellos son quienes deberían reducir su consumo de carne. Un poco de razón tienen, ya que si “solo” los habitantes de los 54 países más ricos del mundo09Argentina no entra en esta lista. cambiaran a una dieta basada en plantas, se podrían reducir las emisiones agropecuarias en un 61% y se podría remover de la atmósfera el equivalente a casi dos años de emisiones totales de GEI (98 Gt CO2-eq).
Pero este camino tiene un as bajo la manga que es difícil de ignorar. Lo que comemos afecta nuestra salud, y si hay algo que nos enseñó la pandemia es que apostar por la salud es nuestra mejor inversión para crear resiliencia individual y colectiva, por lo que motorizar cambios dietarios para reducir el impacto ambiental sin mirar la salud sería un grave error. Resulta curioso, pero, por suerte, hay una relación virtuosa entre la capacidad protectora para la salud que tienen los alimentos y el bajo impacto ambiental asociado a su producción. Este hallazgo se refuerza porque, en líneas generales, aquellos alimentos que reducen el riesgo de mortalidad asociado a una enfermedad crónica también lo hacen con las otras enfermedades crónicas, y los que presentan valores más bajos de impacto ambiental para un aspecto también lo hacen para otros.
Por lo tanto, incrementar la proporción en la dieta de frutas, verduras y granos integrales (legumbres, cereales, frutos secos y semillas), y reducir la participación de algunos alimentos de origen animal (carnes rojas y carnes procesadas, particularmente) puede generar importantes beneficios para las personas al reducir la incidencia y mortalidad por enfermedades crónicas, y a la naturaleza al disminuir el impacto ambiental del sistema agroalimentario. La misma dieta basada en plantas que genera los beneficios ambientales mencionados anteriormente, aun con moderadas cantidades de productos animales (dieta flexitariana), tiene el potencial de evitar 1 de cada 4 muertes prematuras por enfermedades crónicas. Esto hace que las dietas sostenibles tengan la cualidad de ser (además) saludables.
El mayor consumo de productos animales (en especial de carnes) se da en las poblaciones urbanas que tienen un buen poder de compra y acceso a una variedad de alimentos, por lo que este grupo es el objetivo principal del cambio de dieta. Mientras tanto, en poblaciones vulnerables que presentan baja diversidad en sus dietas, aumentar la ingesta de productos animales podría ser beneficioso. Esto es particularmente interesante para nuestro país, porque si bien Argentina libera menos del 1% de las emisiones globales de GEI, la dieta nacional es de mala calidad en todos los niveles socioeconómicos y su impacto en la salud pública es considerable. A pesar de que la mayor parte de la población nacional no consuma los niveles recomendados de frutas, verduras y granos integrales, y que la ingesta de carnes rojas y procesadas, gaseosas, alcohol y ultraprocesados sea elevada, solo un tercio reconoce que su dieta no es saludable. Además, en nuestro país, más de la mitad de la población nacional presenta sobrepeso u obesidad; y 1 de cada 3 personas tiene presión arterial alta y colesterol elevado. Sin ir más lejos, durante la pandemia por COVID-19 se puso de manifiesto la fragilidad de los sistemas sanitarios y el mal estado de la salud de la población general, en particular en relación con las enfermedades crónicas, debido a que estas aumentan la probabilidad de secuelas y muertes por COVID-19. Mejorar la dieta tendría importantes implicancias para la salud pública de muchas maneras, algunas inesperadas, como la resistencia a pandemias que aún están por venir. No obstante, la promoción de dietas saludables debe realizarse junto a la de la actividad física y la disuasión del consumo de tabaco y alcohol para reducir al máximo la carga de salud de las enfermedades crónicas.
Por otro lado, si bien para algunas personas las emisiones asociadas a la producción y al consumo de alimentos en nuestro país es insignificante en comparación con la mitigación que se podría realizar desde los países ricos, lo cierto es que promover la adopción de una dieta saludable y sustentable en la Argentina podría tener un impacto positivo a nivel local. En Argentina destinamos unas 60 millones de hectáreas a la producción de alimentos, de las cuales el 87% son tierras de pastoreo. El porcentaje restante son tierras de cultivo. De estas últimas (8 millones de hectáreas), casi dos tercios están destinadas a producir alimento para los animales, tanto pollos y cerdos, como también vacunos. Si se adoptara una dieta saludable, como la recomendada por el Ministerio de Salud a través de la Guía Alimentaria para la Población Argentina (que recomienda reducir el consumo de carnes a la mitad y aumentar el de frutas y verduras), se requeriría menos de la mitad de las tierras que se utilizan en la actualidad (es decir, unas 27 millones de hectáreas de tierras de pastoreo y 10 millones de hectáreas de tierras de cultivo). Pero si queremos ir un poco más allá, la adopción de una dieta con menos productos animales implicaría aun mayores reducciones: 26 millones de hectáreas para una dieta saludable tipo flexitariana (65% para tierras de pastoreo y 35% para tierras de cultivo), y 7 millones de hectáreas para una dieta vegetariana estricta (100% tierras de cultivo).
Sorprendentemente, incluso con una población dispuesta a adoptar una dieta saludable, el sistema agroalimentario nacional tiene importantes limitaciones a la hora de proporcionar los alimentos necesarios para llevar una dieta de este tipo. Por ejemplo, la disponibilidad de frutas y verduras en el mercado interno alcanza para satisfacer el 70% de la cantidad recomendada de estos alimentos fundamentales para el funcionamiento óptimo de la salud. Algo similar ocurre con los frutos secos y las legumbres, aunque estas últimas se producen en gran cantidad, pero se exportan casi todas. Por suerte, las condiciones ecológicas del país ofrecen una gran oportunidad para satisfacer esta demanda y contribuir al suministro de alimentos saludables a los mercados nacional y extranjero. Solo hay que aprovecharla.
Claro que incrementar la disponibilidad de alimentos en el mercado local es un paso importante, pero por sí mismo resulta insuficiente. La elección de alimentos es un fenómeno extremadamente complejo en donde juegan múltiples factores, entre los cuales el precio es uno de los más importantes. En Argentina comer sano es caro, y aproximadamente la mitad de la población no puede costear una dieta saludable. Diversas experiencias alrededor del mundo y con distintos productos muestran que el cambio en los precios a través de subsidios o impuestos parece ser la vía más efectiva para cambiar los patrones de consumo. Si bien se podría pensar que la aplicación de impuestos a los alimentos perjudiciales podría impactar de manera desproporcionada sobre el bolsillo de las personas más pobres, es importante comprender que las enfermedades crónicas son una causa muy importante de muertes, sufrimiento y pérdidas económicas dentro de este grupo, y no desarrollar políticas en esa dirección implica aumentar la brecha de salud. De todas maneras, las mejores apuestas para mejorar las dietas son aquellas capaces de generar un incremento del consumo de alimentos saludables, en especial, de cereales integrales, frutas, verduras y legumbres, en particular en las poblaciones económicamente vulnerables. Un camino integral debería estar representado por políticas alimentarias transversales que abarquen desde programas de educación nutricional y protección social, hasta políticas de control de precios y cambios en los sistemas de comercialización.
For export
La cultura de la carne
Reducir la demanda de tierras implicaría no solo aliviar la presión sobre los ecosistemas naturales remanentes, ayudando a prevenir más pérdidas de biodiversidad y de servicios ecosistémicos, sino también aumentar la disponibilidad de tierras que se podrían destinar a proyectos de restauración y remoción de CO2 de la atmósfera. Esto es fundamental dado el desastre ecológico causado por los incendios y la deforestación en los últimos 20 años.
Pero los beneficios ambientales mencionados estarán atados a si la reducción de la demanda se traduce directamente en una reducción de la producción, ya que, en lugar de eso, esta podría volcarse por completo a la exportación para beneficiar la economía nacional. El debate sobre cuál de estas opciones debería fomentarse o desaconsejarse no es una tarea sencilla. Al mismo tiempo, aumentar la participación del sector ganadero en el mercado global de productos animales implica someterse a las regulaciones de los países importadores. Esto podría alterar cuánto y cómo se produce carne en Argentina. Por ejemplo, si bien China es hoy el principal importador de carne vacuna argentina, el gobierno chino está impulsando políticas públicas para reducir a la mitad el consumo de carnes para el año 2030, con el fin de reducir su impacto ambiental y combatir las enfermedades crónicas. A su vez, la Unión Europea, otro importante socio comercial de Argentina, está cada vez más preocupada por reducir las emisiones derivadas de los productos que importa y, por lo tanto, está poniendo mucho esfuerzo en mejorar esto a través de diferentes iniciativas públicas y privadas.
Sin embargo, uno de los aspectos más desafiantes de la transición alimentaria argentina se relaciona con el profundo arraigo cultural a la carne en general y a la carne vacuna en particular. Es acá donde aparecen los sustitutos de la carne y la carne cultivada. Los sustitutos de la carne son productos diseñados para emular la experiencia sensorial de la carne mediante la combinación de un conjunto de ingredientes derivados de plantas (y cada vez más, también hongos). Los productos más conocidos de este tipo son las hamburguesas —aunque también hay salchichas y albóndigas, por mencionar algunos—, que chisporrotean durante la cocción, secretan un líquido que parece sangre, y forman una costra en su superficie parecida a la de las hamburguesas convencionales. En cambio, la carne cultivada (también llamada carne in vitro o carne sintética) no es una emulación: es carne de verdad. La diferencia con la carne a la que estamos acostumbrados es que la carne cultivada se produce a partir de un conjunto de células animales a las cuales se les suministran diferentes nutrientes y sustancias para que se multipliquen dentro un contenedor especial que posee condiciones que maximizan la producción (un biorreactor). A través de este proceso, es posible obtener carne similar a la de animales reales. Si parece cosa del futuro, es porque lo es.
El consumo de sustitutos de carne y de carne cultivada está creciendo de manera exponencial, especialmente en las nuevas generaciones, y se espera que para 2040 representen el 60% de la “carne” consumida a nivel mundial. Sorprendentemente, el primer evento de degustación de carne cultivada en América Latina tuvo lugar en la Argentina, luego de ser producida por una empresa tecnológica local. Esto es una buena noticia para el clima y el ambiente, porque ambos representan una mejora considerable en lo que respecta al impacto ambiental del sistema agroalimentario, ya que para su producción se emiten hasta un 90% menos de GEI y se requiere de hasta un 99% menos de tierras. De hecho, se estima que la inversión en mejorar y aumentar la producción de alternativas a la carne es 11 veces más eficiente para reducir las emisiones que la inversión en autos eléctricos (medida como dólar invertido). Es probable que con la mejora de la eficiencia productiva de las alternativas de la carne, estas se vuelvan más baratas y ampliamente disponibles para un número creciente de consumidores. Por eso es necesario considerar que, al ser ambos ultraprocesados10Los ingredientes utilizados en el proceso de producción de las alternativas a la carne incluyen carbohidratos, sales, conservantes de sabor, colorantes y otros aditivos y coadyuvantes de procesamiento. (y uno es una carne roja), generan los efectos negativos para la salud asociados a este tipo de alimentos, y por lo tanto, no deberían ser protagonistas en los platos.
Si bien la carne vacuna tiene la huella ambiental más alta de entre todos los alimentos, la ganadería bovina puede tener algunos efectos positivos sobre algunos procesos ecosistémicos cuando la actividad se realiza en ciertos sistemas productivos (o al menos, en comparación con la agricultura). Por ejemplo, los bovinos producidos con una adecuada proporción de animales por unidad de superficie y en pastizales naturales (como los de la Pampa Deprimida en Buenos Aires, o la ecorregión de Campos y Malezales en Corrientes) pueden ayudar a mantener estos paisajes que proveen valiosos servicios ecosistémicos: preservan la biodiversidad, regulan el ciclo hidrológico y secuestran carbono. Además, un importante aspecto positivo del rumen de los vacunos es que estos animales son capaces de aprovechar la celulosa de los pastos (imposible de digerir para los humanos) y transformarla en carne y leche, lo cual es muy valioso porque así es posible producir comida en tierras que no son aptas para la agricultura. En ese sentido, Argentina tiene abundantes tierras de pastoreo y una histórica tradición en el manejo del ganado bovino, y es uno de los pocos países del mundo donde la producción de carne y leche vacuna aún es predominantemente pastoril.
Pero la realidad es más compleja. Si bien el pasto representa la mayor parte del alimento de la ganadería bovina nacional (el 92% en la dieta de los bovinos para carne y el 45% en bovinos lecheros), el sector también consume unas 11 millones de toneladas de granos por año. De hecho, la producción de carne vacuna argentina requiere de más del doble de granos de maíz que los destinados para la producción de carne de pollo, aunque las cantidades de carne producidas sean similares. Además, solo un tercio de las tierras de pastoreo están ubicadas en la región pampeana (donde el pasto es la vegetación dominante). Más de la mitad de las tierras dedicadas a la producción de carne vacuna está en el noreste y noroeste del país, donde se encuentran las ecorregiones del Espinal y el Gran Chaco. Mientras que el Espinal ha sido transformado casi por completo en tierras de cultivo y pastoreo, el Gran Chaco sigue siendo el bosque seco más extenso de Sudamérica, aunque con una de las mayores tasas de deforestación del mundo (todos los meses se pierde una superficie del tamaño de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires). Un estudio realizado con imágenes satelitales encontró que en el período de 1985-2020 se perdieron unas 19 millones de hectáreas de bosque chaqueño (incluyendo los territorios de Paraguay y Bolivia), y se observó que, después de la deforestación, el principal uso de la tierra fue para la cría de ganado vacuno.11La gran expansión de los cultivos de soja sobre la región pampeana que ocurrió a partir de los años 90 causó un rápido desplazamiento de la ganadería desde el centro del país hacia el norte. Por lo tanto, la producción de soja es en parte responsable del proceso de deforestación en el Gran Chaco, motorizado en última instancia por el incremento de la demanda mundial de carnes. Así, la mayor parte de la superficie que pastorea el ganado vacuno en Argentina supo ser un ecosistema valioso y bien conservado hasta hace unos años.
Otra cuestión, quizás menos relevante desde el punto de vista local, pero sí a escala global, es la importante cantidad de CH4 que se emite cuando los vacunos son alimentados con pasto. Como se mencionó en el primer capítulo, el CH4 es un subproducto de la digestión de la fibra por parte de la microbiota del rumen de los vacunos. El problema radica en que —como se explicó en ese capítulo— el CH4 tiene una gran capacidad para retener el calor en la atmósfera, sobre todo a corto plazo (84 veces más que el CO2 en un plazo de 20 años), por lo que es clave reducirlo todo lo que se pueda. En defensa de la producción pastoril, se suele decir que las emisiones de CH4 se compensan por la captura y almacenamiento de CO2 como materia orgánica en el suelo. Si bien esto es posible, hasta la fecha no hay evidencias de que eso esté ocurriendo en la Argentina, ni siquiera en la región pampeana, donde los pastizales representan el ecosistema natural dominante.
Ante esta situación, se han propuesto diversas estrategias para reducir la emisión de CH4 por parte de los animales, como utilizar inhibidores de la producción de CH4, mejorar la calidad del alimento que consumen, aumentar la productividad del ganado (hacer que crezcan más rápido o sean más fértiles), y mejorar la gestión del estiércol (por ejemplo, aprovecharlo para la producción de biogás). Sin embargo, las opciones con mayor chance de comercialización a gran escala son cuatro: aditivos sintéticos, aditivos naturales, vacunas y métodos de cría. Los aditivos sintéticos son compuestos químicos que, al ser ingeridos a través de la comida de los animales, inhiben la actividad de los microbios productores de CH4 en el rumen sin afectar la productividad del ganado. Algunos ensayos muestran que es posible reducir hasta en un 30% las emisiones de metano, pero su aplicación en sistemas pastoriles es algo complicado debido a la distribución de los animales en el campo. Los aditivos naturales, como las algas del género Asparagopsis, tienen un potencial de reducir las emisiones en un 20-98%, pero hay serias dudas de su aprobación porque los ingredientes activos responsables del efecto son cancerígenos (bromoformo y bromoclorometano). Respecto a las vacunas diseñadas para atacar a los microbios productores de CH4, se cree que podrían reducir las emisiones en un 30% y sería una solución para el ganado pastoril, pero su efectividad es especulativa porque aún se encuentran en fase de desarrollo (quizás estén disponibles en 7-10 años). Finalmente, es posible cambiar la genética de los animales para que produzcan menos CH4 mediante la utilización de técnicas de cría ampliamente utilizadas en el sector (selección artificial), aunque es necesario hacer más investigaciones para evaluar su impacto sobre la productividad. Si bien centrarse en la mitigación de GEI (específicamente del CH4) puede ser beneficioso para el desarrollo técnico y tecnológico, excluye la consideración del uso de la tierra por el ganado y la posibilidad de secuestrar carbono en las tierras liberadas, así como las emisiones de N2O asociadas a la producción ganadera.
Una alternativa para hacer más eficiente la producción es mediante la intensificación en feedlots. Los granos tienen mayor densidad nutricional que los pastos y se digieren mejor, y como resultado los animales necesitan menos volumen de alimento y emiten menos CH4. En promedio, en comparación a un vacuno engordado en un sistema puramente pastoril en Argentina, un animal en un feedlot necesita 2,5 veces menos superficie de tierra y emite 1,8 veces menos GEI. Pero los feedlots tienen sus propios problemas: contaminan el agua y el aire, liberan gases de olor desagradable y peligrosos para la salud y, al depender de los granos como fuente de alimento, compiten con recursos que podrían utilizarse para producir alimentos de consumo humano directo (tierras de buena calidad, agua, fertilizantes, máquinas). Además, los animales son criados en condiciones de hacinamiento donde no pueden satisfacer sus instintos naturales y, debido a esto, se les administran grandes cantidades de antibióticos para prevenir y tratar posibles enfermedades asociadas al estrés. Esto significa que producir carne de manera eficiente implica un mayor sufrimiento para los animales.
Claramente, la producción de carne vacuna presenta importantes puntos de conflicto que requieren de un análisis profundo y de multiplicidad de enfoques. Sin embargo, de entre todos los sistemas productivos, los pastoriles sobre pastizales naturales son la mejor opción debido a que los paisajes asociados a este tipo de producción son multifuncionales y ayudan a preservar la biodiversidad, aunque es muy probable que no sean capaces de abastecer la demanda actual de carnes y leche.
Destino final
El desafío de producir comida y comer diferente
La comida, ese objeto que vemos como tan esencial y cotidiano en nuestras vidas, representa un desafío enorme para la humanidad, no solo porque producirla es una tarea difícil en sí misma, sino porque además nos enfrentamos al reto de alimentar a una población creciente en un contexto de cambio climático y colapso ecológico. El sistema agroalimentario, tal como funciona en el presente, no solo afecta negativamente al clima, sino también a los ecosistemas terrestres y acuáticos, y es el principal motor de pérdida de biodiversidad, de la alteración de los ciclos biogeoquímicos del nitrógeno y el fósforo, y de la depleción de los recursos hídricos.
Afortunadamente, existe un diverso abanico de opciones para mejorar las formas de producción, incrementar la eficiencia y reducir el impacto ambiental. Asimismo, hoy también entendemos cuáles son las mejores estrategias para evitar la pérdida y el desperdicio de los alimentos a lo largo de la cadena agroalimentaria. Sin embargo, no deberían perderse de vista las posibles consecuencias negativas asociadas al incremento de la eficiencia (efecto rebote).
Pero dado que la comida tiene como destino final a los consumidores y que, por lo tanto, tiene un impacto en la salud humana, es clave pensar el qué, el para qué y el para quién se producen los alimentos. Reemplazar las fuentes de proteína animal con gran impacto ambiental —como la carne vacuna por proteínas animales de menor impacto (carne de cerdo, pollo, pescado o cultivada) o por proteínas de origen vegetal (como legumbres, cereales integrales y frutos secos)— ha demostrado ser una de las estrategias más efectivas para reducir las emisiones de GEI. Este camino también ofrece la posibilidad de requerir considerablemente menos tierras que las dietas actuales fuertemente basadas en animales, abriendo la puerta a la posibilidad de utilizar las tierras liberadas para secuestrar CO2 y restaurar ecosistemas y paisajes fundamentales para adaptarnos al cambio climático. Los mayores beneficios se obtendrán de aquellas dietas que contengan una mayor proporción de plantas que de animales. Pero para lograr mejoras en la salud pública, estos cambios deberían ser acompañados también por un incremento en el consumo de frutas y verduras, y por una reducción en la ingesta de ultraprocesados. Aunque sustituir la carne por plantas (parcial o totalmente) es un reto logístico y cultural, ofrece mejoras en múltiples dimensiones que ninguna otra estrategia puede brindar.
Esta es la síntesis gráfica del capítulo Alimentación. Acá vas a encontrar comprimidos los conceptos fundamentales para una alimentación sustentable para el planeta y saludable para las personas.