París, Río de la Plata, Compiègne

Diciembre de 1939, Segunda Guerra Mundial. El barco alemán Admiral Graf Spee pelea contra tres buques ingleses en el primer combate naval de la guerra, en la llamada “batalla del Río de la Plata”, muy cerca de Uruguay. El Graf Spee es un barco de guerra versátil, que no sobrepasa las diez mil toneladas de peso. Es excelente para maniobrar y tiene un poder de fuego bastante importante, por lo que se ha ganado el apodo de El acorazado de bolsillo. Su misión original: permanecer escondido en los mares del mundo hasta que Inglaterra le declarara la guerra a Alemania. Luego, interceptar y hundir a los mercantes ingleses que encontrara por el mundo y atraer así a la marina inglesa, dejando a Gran Bretaña desprotegida para el momento exacto en el que los alemanes planeaban atacarla. La batalla es cruenta y pareja. Dos de los buques ingleses quedan en muy mal estado. El tercero persigue al Admiral, por lo que Hans Langsdorff, su capitán, se refugia en el puerto de Montevideo para hacer reparaciones y abastecerse. Uruguay es un país neutral, pero Inglaterra ejerce presión diplomática y le impiden amarrar. Langsdorff intenta ir, entonces, hacia el puerto de Buenos Aires, pero ya es tarde: los ingleses logran reagruparse y emboscarlo. Langsdorff ordena a toda la tripulación subir a los botes salvavidas y abandonar el barco. Cuando están lejos, hace detonar explosivos a bordo y el Acorazado se hunde prendido fuego, todos sus secretos tecnológicos sepultados en el barro de ese río poco profundo.

Misteriosamente, Langsdorff sobrevivió al hundimiento y llegó a Buenos Aires. En un dormitorio de la Jefatura del Taller de Marina, junto al Hotel de Inmigrantes,  se envolvió en la bandera del barco y se disparó en la cabeza. En su carta al embajador alemán, ante el temor de ser juzgado como cobarde, explicó que todos sus marineros estaban dispuestos a morir en combate pero que él prefirió hundir el Admiral antes que dejarlo caer en manos enemigas. Hoy, El acorazado de bolsillo yace a 8 metros de profundidad frente a Montevideo y el cuerpo de su capitán, en el Cementerio de la Chacarita en Buenos Aires.

Unos meses después, el 22 de junio de 1940, el gobierno francés firmó un tratado de cese de fuego que implicaba dejar en manos alemanas la mitad norte de Francia, incluyendo –nada menos– la ciudad de París. El resto quedó al mando de Philippe Pétain, con el cargo de Jefe de Estado, quien envió a sus representantes para que firmaran el tratado con Adolf Hitler en el mismo vagón de tren donde, el 11 de noviembre de 1918 a las 5.20 de la mañana, se había sellado el fin de la Primera Guerra Mundial con el llamado Armisticio de Compiègne. En dicho armisticio se había establecido, entre otras cosas, que los barcos alemanes no podían exceder las diez mil toneladas, lo cual de paso viene a explicar por qué el Admiral Graf Spee tenía ese tamaño.

Los representantes de Pétain firmaron el tratado y, pocos días más tarde, los alemanes entraron a París desfilando al compás de la marcha de San Lorenzo (“Febo asoma, ya sus rayos iluminan el histórico convento”), canción que el Ejército Argentino había obsequiado al ejército alemán algunos años antes, algo que suelen hacer las bandas militares de los países. Este hecho, por otro lado, tuvo consecuencias imprevisibles que se extendieron hasta casi un cuarto de siglo después, cuando en octubre de 1964, Charles de Gaulle, siendo presidente de Francia, visitó Argentina. Según dicen fuentes no fáciles de chequear, entre los agasajos que habitualmente se hacen en estos casos se incluyó un desfile militar en el que no tuvieron mejor idea que tocar la marcha de San Lorenzo. Esto habría generado un conflicto diplomático bastante importante porque suele ser mala idea ponerle al general que comandó la liberación de París la misma melodía que ejecutaron los nazis cuando la tomaron. Pero luego de explicar que era una melodía habitual en este tipo de actos protocolares en Argentina, aclarado el error, la cosa no habría pasado a mayores.

¿En qué estábamos? ¡Ah, sí! 1940, París recién tomada y la marcha de San Lorenzo aún sonando. Entre los objetivos más sensibles a intervenir estaban, sin duda, las instituciones de ciencia de la ciudad, las más importantes del mundo en ese momento. Por ejemplo, en la Escuela Normal Superior, los científicos François Jacob y Jacques Monod descubrían, en ese momento, que las bacterias son capaces de adaptarse, de sensar el ambiente y crecer según qué alimentos encuentran disponibles. Y no puedo enfatizar cuán “en ese momento” lo hacían: Monod, por ejemplo, investigaba de noche y durante el día formaba parte de la resistencia contra los nazis. Jacob huyó justo a tiempo y se unió a la resistencia en Inglaterra.

Pero, además, estaba el Instituto Pasteur. Y esto es importante porque el cuidador del Instituto Pasteur era Joseph Meister. Y Joseph Meister, además del cuidador del Instituto Pasteur, es el protagonista de esta historia.

Costó llegar, pero acá estamos: Meister fue un sujeto experimental, uno increíblemente importante. Cuando era chico, su madre acudió desesperada a ver al ya viejo Louis Pasteur (62 años en 1885 era un montón) porque un perro rabioso había mordido a su hijo. En esa época, la mordida de un perro rabioso, si aparecían los síntomas, era una muerte horrible casi asegurada. Por horrible quiero decir algo así como tener una sed acuciante, que empeora a cada momento, y no poder calmarla porque la garganta se cierra y la sola visión de agua provoca pánico.  

Pasteur ya era un científico muy famoso, entre otras cosas porque, en 1860, cuando aún se discutía si la vida podía generarse espontáneamente e incluso había recetas para generar vida –que casi siempre consistían en dejar cosas podridas y esperar a que la vida apareciera “espontáneamente”–, había hecho un experimento hermoso y había demostrado que no, que no era posible, que la vida necesariamente tenía que venir de algún lugar y que ese lugar siempre era un ser vivo.

¿Qué hizo Pasteur? Puso un medio de cultivo (un líquido con todos los nutrientes que los organismos necesitan) en dos recipientes exactamente iguales que tenían su extremo en forma de “S” para que los microorganismos del exterior no pudieran entrar. Calentó el medio de ambos para esterilizarlos, es decir, para matar todo lo que pudiera haber en ese medio líquido y los dejó así, con la diferencia de que a uno de los dos le abrió el extremo un ratito para que sí pudiera entrar cualquier cosa. Al otro lo dejó como estaba. Poco tiempo después, el medio del recipiente que había estado abierto comenzó a ponerse turbio, indicio de que estaban creciendo microorganismos. El otro permaneció transparente. Y siguió así durante los últimos ciento cincuenta y tres años, si es que los recipientes con medio de cultivo que están en el museo de Pasteur son los originales. Si lo son, podríamos decir que el experimento aún continúa y que cada día que pasa Louis Pasteur sigue refutando la teoría de la generación espontánea.

Pequeño detalle: mucho tiempo después de su muerte, se encontraron los cuadernos en los que Louis llevaba registro de lo que hacía en el laboratorio y ahí apareció una sorpresa: el experimento no siempre daba los mismos resultados. Algunas veces también crecían microorganismos en el recipiente cerrado. Como él estaba tan seguro de que la generación espontánea no podía ocurrir, simplemente los desechó y sólo mostró los experimentos que daban el resultado que él quería. ¿Había entonces generación espontánea? La respuesta no se supo hasta algunos años después, cuando se fueron encontrando ciertos microorganismos que tienen la capacidad de resistir condiciones extremas, como los esporuladores, que reducen al mínimo su metabolismo y forman una estructura compacta (espora) que es muy resistente y puede durar años en el ambiente o soportar condiciones adversas, como el calor que le daba Pasteur al hervir el recipiente.

También, entre otras cosas, Pasteur encontró qué organismos eran los que le daban gusto agrio al vino, controlándolos mediante la pasteurización (proceso que, naturalmente, describió él) y logró así que la industria vitivinícola francesa y de todo el mundo pudiera ser lo que es ahora. También halló el parásito que afectaba al gusano de la seda, que provocaba pérdidas enormes en la industria textil.

Y parece que me distraje otra vez, pero no: estábamos hablando de que a Joseph Meister lo mordió un perro. ¿Qué solución le dió Pasteur a la desesperada madre? Pasteur, como sabemos, trabajaba con microorganismos. De hecho, podría decirse que descubrió la microbiología en la época en que trabajar con esos seres tan desconocidos era algo increíblemente peligroso: muchos se inoculaban accidentalmente durante sus experimentos y morían. Uno de sus discípulos, Charles Chamberlain (que era de los que tuvieron suerte y no se inoculó con nada o, si lo hizo, nunca fue tan grave), una vez, antes de irse de vacaciones, en esas interminables horas del último día de trabajo, se olvidó de inocular gallinas con un cultivo bacteriano de cólera aviar para que, durante el descanso, fuera transcurriendo un experimento. Como se olvidó, el cultivo ya se había puesto viejo a su vuelta. Ante la pregunta de si arrancar todo de nuevo, por las dudas o por vagancia, inyectaron a las gallinas igual. El experimento no funcionó, claro. Las gallinas no presentaron ningún síntoma de enfermedad y pensaron (con razón) que eso se debía a que el cultivo se había arruinado durante las vacaciones. Por segunda vez se preguntaron si tirar todo y empezar de nuevo, pero en lugar de eso se quedaron con las gallinas y descubrieron que, al introducirles las bacterias del cólera nuevamente (esta vez sin dejar envejecer el cultivo), no se enfermaban.

El avejentamiento había funcionado atenuando las bacterias del cultivo del olvidadizo Charles y las gallinas previamente inoculadas con cultivos atenuados ahora estaban inmunizadas contra el cólera. Pasteur llamó “vacuna” a este cultivo atenuado de bacterias en honor a un descubrimiento de Edward Jenner.  El inglés, años antes, había observado que las pústulas que les salían a las vacas a raíz de una infección (ahora sabemos) provocada por un virus muy similar a la viruela servían para inmunizar a las personas contra esta enfermedad.

El buen Louis siguió trabajando en esa línea mucho tiempo, en particular con Rabia, un virus que causaba enormes pérdidas humanas en esa época. Llevaba adelante experimentos como inyectar perros con tejidos secos de cerebro de conejos infectados, lo que les generaba inmunidad. Pero la “vacuna” para la rabia, a decir verdad, estaba aún bastante cruda para cuando el perro baboso mordió al pobre Joseph de 9 años. Nunca se había probado en humanos, no se sabía si era efectiva y mucho menos si era segura.

Bueno, en realidad no sabemos exactamente si no se había probado. En una carta que Pasteur le escribió a Émile Roux, un discípulo suyo, le habla de dos candidatos vacunales de rabia muy promisorios. La carta, supuestamente fechada en agosto de 1883, nos hace pensar que dos años después, al momento de inyectársela al niño, ya tendrían alguna idea de cómo funcionaba, al menos en animales de laboratorio. Pero lo maravilloso es que el año de la carta es ilegible. Podría ser tranquilamente 1883, 1885 o 1886. En los dos últimos casos, la vacunación de Joseph se habría realizado efectivamente a ciegas.

De un modo u otro, lo que sí sabemos es que se animaron a hacer la prueba. Durante varios días, Pasteur y dos colaboradores médicos le inyectaron al niño preparados de cerebro de conejo infectado. Dicen que la presencia de los médicos se debía a que, al ser químico, Pasteur podría haber terminado preso por hacer procedimientos en personas sin tener un título que lo habilitara. El proceso fue completado y Joseph Meister nunca se enfermó, y así se convirtió en el primer ser humano vacunado contra la rabia.

La fama del caso provocó que miles de personas se acercaran al científico que podría salvarlos de tamaña enfermedad. De hecho, sólo cinco meses después de la inoculación de Joseph, el diario The New York Times anunció que seis niños mordidos por perros rabiosos en Estados Unidos iban a embarcarse a París para recibir la vacuna. Naturalmente, todo esto le generó a Pasteur grandes ingresos, con los cuales construyó luego el instituto que llevaría su nombre y cuyas escaleras fueron hechas con escalones poco empinados para que el viejo Pasteur pudiera subirlas y bajarlas. Algunos años después, Joseph se convirtió en su portero y cuidador.

Así llegamos a ese terrible junio de 1940, durante la ocupación alemana. Pero en este punto la historia se trifurca. Los agentes de la Wehrmacht, con sus imponentes trajes diseñados por Hugo Boss, sus armas largas y su entrenamiento militar, intentan ingresar al Instituto Pasteur. Una versión dice que del otro lado encuentran resistencia: un viejo Joseph Meister, en un acto heróico y suicida, decide defender con un modesto revólver –y con su vida– la entrada del instituto que llevaba el nombre de quien muchos años antes lo había salvado. Otra versión dice que Joseph se suicidó de un disparo antes que permitirles a los nazis acceder a la cripta de Pasteur, ubicada en el mismo edificio. La tercera versión habla de un suicidio por gas, opción que Joseph habría tomado erróneamente convencido de que su esposa e hija, a quienes había enviado lejos para quedarse a defender el lugar, habían caído presas del régimen nazi.

Imposible saber qué versión es la cierta. De hecho, ni siquiera es posible saber si Joseph habría desarrollado la enfermedad en caso de no haber sido vacunado. Las casualidades ocurren y las ironías suelen ser horrorosas.

Por cierto, Hans Langsdorff, el capitán de El acorazado de bolsillo, tenía un primo, Alexander, quien fue asignado a París apenas seis meses después de la muerte de Joseph Meister. ¿Habrá entrado al Instituto Pasteur? No lo sé, pero no resulta descabellado pensar que sí: era arqueólogo e historiador, un hombre de ciencia. En París, fue uno de los principales artífices de las medidas tomadas contra los judíos franceses, como la familia Meister. Y aquí se acaban las coincidencias. Alexander no se quitó la vida como su primo Hans ni como Joseph, murió debido a un tromboembolismo pulmonar. Pero eso sí, antes había sido enviado a Italia, donde cumplió un rol central en los saqueos de obras de arte para Hitler, acaso el más famoso suicida de la Segunda Guerra.