Al pie de la letra
Notas

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Al pie de la letra

¿Hay una forma mejor que otra de enseñar a leer? ¿Cuáles son los mecanismos involucrados?

En 1896, el físico inglés William Pringle Morgan describió en el British Medical Journal el caso de un joven de 14 años que, a pesar de ser muy activo y despierto, no podía aprender a leer. Sin embargo, el director de su escuela decía que este joven habría podido ser el chico más inteligente de la escuela si la instrucción hubiera sido en forma completamente oral. La hipótesis de Morgan fue que ese niño tenía una ‘ceguera congénita’ que le impedía almacenar las impresiones visuales de las palabras, y que la comprensión y la producción del habla no estaban comprometidas. 

Evidentemente, no se trataba de una ceguera como nos podríamos imaginar hoy, sino una dificultad que afectaba únicamente una parte del procesamiento, aquella que permitía reconocer las formas escritas de las palabras. Esto entonces nos lleva a un primer dato importante: las formas ortográficas de las palabras se almacenan independientemente de su contraparte oral

Unos pocos años antes ya se había encontrado que, en personas adultas alfabetizadas, ciertas lesiones cerebrales provocaban un problema en sus habilidades para la lectura, una condición llamada ‘alexia’. En 1892, el neurólogo suizo Jules Dejerine describió el caso de un paciente que no tenía dificultades para hablar ni entender la lengua oral, tampoco para percibir ni reconocer objetos, personas y números; e incluso afirmaba que podía ver las letras y hasta dibujar el contorno con sus dedos; sin embargo, no podía leer. Este cuadro clínico se denominó ‘alexia pura’ y mostró que existía una zona del cerebro en el hemisferio izquierdo que se había dañado y que estaba especializada en la lectura. ¿Sería la misma que no funcionaba bien en el caso del niño de Pringle Morgan?

A partir de estas investigaciones se abrió una puerta para comprender el funcionamiento del cerebro como base de la lectura, pero ¿cuáles son los mecanismos que nos permiten leer? ¿Hay formas distintas para hacerlo? ¿Qué tiene que ver el cerebro con aprender a leer? 

Motela y dertilo

Para un adulto alfabetizado la lectura es algo sencillo y tan automático que es inevitable mirar un texto y no leerlo. Sin embargo, para un niño es una proeza que debe alcanzar en un tiempo bastante breve. Es necesario poner en funcionamiento una maquinaria que involucra aspectos biológicos, lingüísticos, cognitivos y sociales para que, si todo va bien, el aprendiz se convierta en un lector avezado. La lectura es, sin dudas, una herramienta fundamental para el desarrollo de un niño, no sólo porque se necesita estar alfabetizado para aprender contenidos escolares, sino porque la necesidad de comprender lo ‘escrito’ es esencial para la vida social, laboral e incluso emocional de las personas en el mundo actual.

Cuando nuestros hijos son chiquitos es común que les leamos poesías y relatos. Muchas veces estos tienen rimas, mucha sonoridad y juegos de palabras. Además del entretenimiento, estas situaciones ayudan a que los chicos y chicas comiencen a prestar atención a los sonidos de la lengua. Más adelante, posibilitan la manipulación de sílabas y sonidos (separarlos y juntarlos de nuevo, crear nuevas combinaciones, sacar o agregar alguno), es decir, permiten desarrollar lo que llamamos conciencia fonológica, una habilidad imprescindible para aprender a leer y escribir. 

Pero… ¿cómo impacta esta habilidad en el aprendizaje? Estudios realizados en inglés, en francés, en alemán, en portugués y español mostraron que cuanto mejor detectan los chicos las rimas y pueden jugar con los sonidos, más fácilmente aprenden a leer. De hecho, algunas de estas investigaciones nos cuentan que los chicos que tienen dificultades para aprender a leer también tienen problemas para realizar estas tareas. Por ejemplo, si les pedimos que le saquen la primera sílaba a la palabra polenta y digan qué palabra queda, o si les preguntamos si dos palabras como salsa y sol empiezan con el mismo sonido, seguramente, les va a costar más. 

Pero no sólo para los niños esto es importante. En un estudio realizado en Portugal, un grupo de investigadores encontró que también personas adultas analfabetas fallaron para detectar los sonidos individuales en tareas de conciencia fonológica. No podían hacer cosas como sustituir un sonido en la palabra ‘gato’ para formar otra (como ‘pato’) o reconocer que el sonido [m] de ‘mano’ se repetía en ‘cama’. Esta clase de experimentos muestra que la alfabetización provoca cambios en la percepción del habla. Y esta modificación se ve también reflejada en el cerebro, en la manera en que este trata los estímulos lingüísticos que le llegan.

En otro experimento, los investigadores compararon personas analfabetas con otras alfabetizadas en una tarea de repetición de palabras y pseudopalabras (que son cadenas de sonidos que no forman una palabra real, por ejemplo, ‘motela o ‘dertilo) y observaron que todas las personas podían repetir bien las palabras, pero cuando tenían que repetir pseudopalabras, las personas analfabetas las producían como alguna palabra que conocían (‘moneda’ por ‘motela’). Esto concuerda con la idea de que el nivel de conciencia fonológica aumenta con la lectura, porque sólo las personas que sabían cómo se representan gráficamente los sonidos del habla podían analizar y detectar segmentos en las cadenas de sonidos sin significado (las pseudopalabras) que les proveían. De hecho, se tomaron imágenes cerebrales mientras los participantes hacían esta tarea y pudo verse que, frente a las pseudopalabras, las personas que no sabían leer activaban intensamente el área prefrontal derecha, que sirve para recuperar información de la memoria. Las que estaban alfabetizadas, por su parte, las trataban como lo que eran: secuencias de sonidos que podían ser manipulados y que no era necesario evocar desde la memoria. Por eso activaban zonas del hemisferio izquierdo, vinculadas con procesamiento del habla y los sonidos.

Estos trabajos ponen en evidencia que la alfabetización provoca cambios muy profundos en la anatomía y el funcionamiento cerebral y que entre la oralidad y la escritura se desarrollan lazos profundos, incluso a nivel neural.

Aprender a leer

Los conocimientos que surgieron de investigar la lectura en adultos alfabetizados con lesiones cerebrales mostraron que hay dos maneras de leer, que se basan en distintos mecanismos. 

Por un lado, la forma más automática y eficaz de leer es mediante la búsqueda de la forma (ortográfica) de la palabra almacenada en nuestro diccionario mental (lo que llamamos ‘léxico’). De esta manera, cada vez que vemos una palabra escrita, la representación que tenemos de esa palabra se ‘activa’ y entonces reconocemos su forma y comprendemos su significado. Pero si no sabemos leer, ¿cómo es que se arma este diccionario interno? La respuesta está en el otro mecanismo, que resulta de convertir a cada grafema (la unidad mínima e indivisible de la escritura de una lengua) en el fonema (unidad mínima de sonido que existe en una lengua) correspondiente. A este proceso lo llamamos mediación fonológica, y para usarlo se necesita conocer las reglas de correspondencia. ¿Qué son esas reglas? Las que entran en juego cuando un niño ve la secuencia escrita VACA, segmenta las unidades V-A-C-A, las relaciona con los sonidos con que se pronuncia cada una de ellas (no es necesario conocer el nombre de las letras), combina esos sonidos en una unidad completa y los dice. Cuando usamos este procedimiento la lectura es más lenta, muchas veces silabeada, pero tiene una ventaja invaluable: nos permite leer tanto palabras conocidas como desconocidas.

Dos cuestiones importantes debemos resaltar en este punto. Una que parece muy evidente es que para que estos mecanismos se pongan en funcionamiento es necesario que los chicos puedan detectar, identificar, segmentar, en fin… manipular las unidades internas de las palabras habladas. Esto se logra cuando el niño alcanza un grado óptimo de conciencia fonológica. La otra cuestión, aunque también evidente, la recalcamos: es necesario que los chicos entiendan que la escritura representa la oralidad y que hay una relación estrecha entre lo que se dice y lo escrito. A esto lo denominamos principio alfabético y es un saber básico para el aprendizaje de la lectura. 

Pero volvamos al modelo de dos rutas para la lectura. Cuando ya se ha identificado varias veces una cadena de letras que corresponde a una palabra a través de los mecanismos de conversión de grafemas en fonemas, quedará registrada en nuestro diccionario mental y pasará a formar parte de ese conjunto de palabras que reconocemos de manera automática y sin esfuerzo, como unidades completas. Así, esta forma de lectura analítica se convierte en un mecanismo de autoaprendizaje que permite a los chicos y chicas leer cualquier material escrito.

Por supuesto, los primeros años de la alfabetización serán, para la mayoría de los aprendices lectores, los que provean con mayor abundancia la información para ‘agrandar’ este diccionario. El ‘llenado’ de este léxico ortográfico será el resultado de la participación de los niños en variadas experiencias de lectura. Utilizando este mecanismo, cada vez que el lector encuentre una palabra escrita ya sea en minúscula o mayúscula, cursiva o imprenta, podrá reconocerla sin dificultad. Este fenómeno es un rasgo importante del sistema de lectura y se conoce como invariabilidad visual. No importa cómo esté escrita una palabra, la reconocemos porque la conocemos y la tenemos en alguna página de nuestro diccionario interno.

Investigaciones actuales ubican esta memoria de las palabras escritas en el área occipital del hemisferio izquierdo, pegadita a la zona que permite reconocer objetos y caras. Stanislas Dehaene, un neurocientífico que investiga temas vinculados con el aprendizaje y la educación, propuso que esa zona de procesamiento visual se ‘recicló’, es decir, se especializó para reconocer un tipo de información visual que es la ortográfica, y la llamó la ‘caja de letras del cerebro’ (letterbox). 

Entonces, cuando leemos una palabra, la caja de letras identifica la forma de la palabra y luego distribuye esa información a zonas que codifican el significado de la palabra, el sonido y permiten la posterior articulación. Aprender a leer es, de alguna manera, vincular las áreas del procesamiento visual ortográfico con las del lenguaje oral asentadas en el hemisferio izquierdo.

Aprender a leer es, entonces, crear conexiones entre el área visual de las palabras que nos permite procesar la información visual con las áreas del lenguaje oral que nos permiten pronunciar las palabras y proveer la entonación adecuada cuando leemos un texto. Fuente

Aprender a enseñar 

Cuando hablamos de lectura, nos referimos a una habilidad cultural reciente en nuestra historia evolutiva, iniciada hace aproximadamente unos 6000 años. En contraposición, el lenguaje oral es una capacidad innata, mucho más antigua, que los niños y niñas adquieren naturalmente después de una breve exposición a su lengua materna. Así como no es necesaria la instrucción sistemática para hablar, sí se requiere para aprender a leer y escribir. Y para eso es esencial que alguien lo enseñe. 

Esta es una necesidad para la mayor parte de los chicos y chicas (aunque sabemos que algunos llegan a la escuela leyendo porque algún adulto o hermano mayor en casa se lo enseñó) y, sobre todo, es un derecho.

Pero entonces ¿cuál es el método, la manera más adecuada para enseñar a leer? Bueno, métodos hay, hubo y habrá miles, pero a principios de los años ‘90, en EE.UU. renació con fuerza una vieja discusión y comenzó a darse una especie de batalla entre defensores y detractores de dos métodos distintos de enseñanza de la lectura. Por un lado se encontraban los más tradicionales: los métodos sintéticos (o bottom up) son propuestas de enseñanza que parten de las unidades más pequeñas del lenguaje escrito (las unidades ‘no significativas’) hasta llegar a los textos. Para esta perspectiva, la enseñanza se centra en las unidades de la lengua escrita (letras o sílabas) y su relación con los sonidos que representan. Del otro lado del ring, los defensores de los métodos relacionados al lenguaje integral (whole language, top down o métodos globales) en los cuales, en contraposición a los métodos sintéticos, se parte de unidades mayores de lengua escrita (‘unidades significativas’ como las palabras, las oraciones o los textos) para ir luego analizando y aprendiendo las letras y sus sonidos (los ya mencionados grafemas y fonemas). Los globalistas nos dicen que, una vez que los chicos han tenido un número considerable de experiencias con textos, van a ir descubriendo y reconociendo los elementos más simples de la escritura, sílabas o letras, y su relación con los sonidos que representan.

Si bien los primeros fueron los que tradicionalmente se utilizaron en las instituciones educativas, a finales de siglo XX (80-90), los métodos globales se pusieron muy de moda apoyados en nuevos conceptos de la psicología infantil. 

Es que sí, es cierto, los métodos tradicionales resultaban tediosos y se asociaban (aún se asocian) a horrorosas prácticas medievales de educación. Los métodos globales, por otra parte, venían de la mano de toda una revolución educativa (La Nueva Escuela europea) y traían ideas refrescantes a la pedagogía en general y a la enseñanza de la lectura, en particular. Para ellos, el aprendizaje de la lectura es un proceso que se desarrolla naturalmente a partir del contacto con el material escrito y, al no haber una relación causal entre la enseñanza y el aprendizaje de los niños, no parece necesaria una instrucción sistemática (o sea, no hace falta que ningún maestro te esté machacando el bocho con la ‘S’ suena ssssssssss). 

Tan poca bolilla les dieron los globalistas a las que ellos llamaban ‘unidades no significativas’ del lenguaje escrito que, en 1982, el profesor de la Universidad de Arizona Kenneth Goodman, uno de los mayores exponentes de este método, dijo que la lectura es en realidad un “juego psicolingüístico de adivinanzas”, es decir que el lector, centrado en la búsqueda de significado mientras lee un texto, no necesita reconocer ni las letras ni las palabras escritas sino que, gracias a pistas del texto, va adivinando muchas de las palabras. Ahora bien, nuestro sentido arácnido de lectores nos dice que, si nos basáramos en el proceso que plantea Goodman para leer, meteríamos mucho la pata. 

Veamos el siguiente ejemplo:

“El futbolista se agachó para atrapar una ___________ que había saltado al terreno de juego”.

En esta frase, el contexto nos induce a creer que la palabra que falta es pelota, sin embargo, la oración original decía esto...

“El futbolista se agachó para atrapar una rana que había saltado al terreno de juego”.

La idea de la lectura como un juego de adivinanzas no obtuvo mucha evidencia científica a favor. Por un lado, algunas investigaciones mostraron que depender demasiado de los indicios semánticos contextuales que da un texto podría llevarnos a leer incorrectamente muchas palabras. Por otra parte, varios estudios que registran los movimientos oculares mientras leemos señalaron que nuestros ojos se posan en casi todas las palabras que aparecen en un texto por aproximadamente ¼ de segundo en cada una. Cuando esto sucede, la fóvea, la parte del ojo que tiene más receptores para la visión (neuronas especializadas), analiza todas y cada una de las letras de la palabra. Mientras vamos leyendo el texto saltamos sólo (algunas veces) las palabras funcionales (y, con, de). De hecho, a esas tampoco las saltamos del todo, sino que las detectamos con la parafóvea, (otra parte del ojo cercana a la fóvea pero con menos neuronas receptoras de luz) que nos permite ver, en los sistemas de escritura que se leen de izquierda a derecha un poco a la derecha de donde la fóvea está enfocada. 

En síntesis, lo que las investigaciones científicas dicen es que una vez que adquirimos la habilidad, leer es mucho más fácil y efectivo que adivinar.

Ante el lío que se había armado en EE.UU. y viendo que la población perdía confianza en los resultados que daba la educación pública, el gobierno federal convocó, en el año 2000, a un numeroso grupo de expertos, entre los cuales había maestros, administradores del sistema educativo y formadores de docentes a un National Reading Panel (Panel Nacional de Lectura) para que analizara los resultados de las investigaciones científicas sobre el proceso de aprendizaje de la lectura y para orientar los lineamientos curriculares.

¿Qué dijo el Panel? Básicamente que ni uno ni lo otro, que las dos cosas. Que desde chiquitas las personas deben tener mucho contacto con los textos (unidades significativas del lenguaje) y que el trabajo con textos debe seguir durante todo el período de escolarización porque de ellos se aprende mucho, pero que la enseñanza sistemática de las unidades menores de lenguaje escrito (por ejemplo, la enseñanza de las correspondencias entre letras y sonidos) resulta sumamente necesaria para que todos los chicos y chicas aprendan a leer y escribir. 

Argentina

Lo que podemos concluir a partir de las lecturas de los trabajos del Panel Nacional de Lectura es lo que muchos pedagogos importantes nos vienen diciendo hace rato: 1) que existen procesos de aprendizaje que parecen simples pero resultan sumamente relevantes para construir otros saberes (en el caso que nos toca, las correspondencias entre las letras y sus sonidos, por ejemplo) y merecen toda nuestra valoración y 2) que los aprendizajes que requieren ejercitación o memorización no son contrarios al logro de aprendizajes significativos. Es decir, aprender que la S suena sssssssssss es muy importante para poder leer Cien años de soledad, pero también para escribirla, o para escribir artículos científicos o cartas de amor, o lo que sea. Resulta esencial, entonces, poder transmitir a los educadores esta idea de la importancia de la enseñanza explícita y sistemática, porque es cierto que si un niño nace y crece en una familia en la cual los adultos leen y escriben todo el día e incluso usan esas habilidades para que la familia se sostenga económicamente y, además, esos adultos le leen asiduamente a ese niño, probablemente aprenda a leer y escribir de cualquier manera. En estos casos quizá sí los chicos descubran solos −o con poquita ayuda− las correspondencias entre letras y sonidos a partir de las repetidas exposiciones a material escrito. Pero podemos sospechar que no en todas las casas pasa esto y además, por otra parte, no deberíamos olvidar que la responsabilidad de alfabetizar no es de las familias sino de las instituciones educativas. Si las instituciones educativas se ocupan de enseñar de un modo sistemático a leer, la situación específica de cada familia no resultaría determinante para el desarrollo del proceso de alfabetización de los chicos. Pero si aprender a leer depende de la familia de cada niño o niña, es muy probable que se esté generando un sistema educativo que reproduzca las diferencias socioeconómicas de los sujetos en lugar de propiciar las mismas oportunidades para todos. 

De hecho, los resultados de las pruebas Aprender, que comenzaron a administrarse en el año 2016 en Argentina para medir el nivel de aprendizaje de los estudiantes, señalaron la existencia de una importante brecha entre niños de diferente sector socioeconómico. Los resultados de la Provincia de Buenos Aires señalaron que, en una prueba de comprensión de textos escritos, el 32,4% de chicos y chicas de nivel socioeconómico medio se desempeñó por debajo del nivel satisfactorio. Mientras tanto, el porcentaje de chicos de nivel socioeconómico bajo que se desempeñaron por debajo del nivel satisfactorio fue del 48,8% (las brechas entre nivel socioeconómico alto y bajo, como se imaginarán, es aún mayor).

Aunque este tipo de pruebas fue duramente criticado por la metodología utilizada y por otras cuestiones, hay que destacar la importancia de obtener nuevos datos oficiales sobre los niveles de alfabetización de la población, porque los que existen resultan bastante confusos. Por ejemplo, el último censo realizado en Argentina reporta un índice de analfabetos del 1,9, siendo Chaco, Misiones y Santiago del Estero las provincias más afectadas. 

La correlación entre los índices de analfabetismo y de pobreza nos dicen que casi todos los analfabetos son pobres, es decir, que el analfabetismo es una problemática mayoritariamente de los sectores socialmente más vulnerados. Datos un poco más objetivos, como los que la UNESCO publicó en 2017, señalan que en América Latina el 26% de los niños y niñas que van a la escuela no alcanzan el nivel de competencia esperado para la lectura. En línea con estos resultados, en un estudio que se realizó hace unos años en diferentes zonas del conurbano bonaerense con 100 niños de 3ro a 6to grado de la escuela primaria y de nivel socioeconómico bajo, se encontró que el 28% de los niños de 3er grado no podían escribir al dictado más de tres palabras de estructura fonológica simple (como mesa o sapo) y que un 10% de niños de 6to grado no lograba hacerlo con más de diez en la misma condición. 

¡Pero ojo! Si bien nos tienta echarle la culpa de estos niveles de aprendizaje a ‘la pobreza’, tenemos una mala noticia: la pobreza por sí sola no genera analfabetismo. Obviamente que a un niño de una familia de nivel socioeconómico bajo puede resultarle más dificultoso asistir regularmente a la escuela, sin embargo, los índices de escolaridad de las últimas décadas nos muestran que la mayoría de los niños de nuestro país va a la escuela. Por otra parte, existen estudios que nos muestran que, si la propuesta educativa es de calidad y sistemática, a pesar de sufrir carencias materiales, los chicos de estos sectores aprenden a leer sin problema. Y todo esto, dicho de otro modo, puede reducirse a algo tan simple como empezar a considerar la evidencia científica a la hora de realizar propuestas educativas. Porque si las propuestas son de calidad, todos los niños y niñas pueden aprender.