Cada persona es un mundo. Todos hemos sido influenciados culturalmente por los contextos en los cuales nos criamos. Esto, en colaboración con el combo genético que heredamos, determinó de alguna manera nuestros sueños, deseos, gustos y valores particulares; en definitiva, nuestra forma de ver las cosas y nuestra personalidad. El problema es que, cuando abrís la puertita de tu ser y salís a la calle, el mundo es uno sólo, y es el mismo para tus amigos, tu vieja, el kiosquero, el colectivero y para vos. Ahí es cuando te tenés que poner a negociar entre tu mundo y el mundo. A veces esa puja es simpática y trivial. En otras circunstancias, tenemos que sentarnos a resolver, por ejemplo, si una chica tiene derecho a decidir sobre traer o no un ser humano al universo.
Durante muchísimos años, las determinaciones en la sociedad se tomaban después de un larguísimo debate entre opinólogos intelectualoides y, generalmente, con la intervención de la siempre sagradísimaquetodosabe Iglesia. Pero desde el siglo XVI y XVII, la atrevida ciencia viene arremetiendo contra cada cuento de hadas que se le plantó enfrente. Tuvimos que ir adaptándonos a la no siempre agradable realidad que ella nos mostraba, o quedar como unos retrógrados. Nadie puede negar, por ejemplo, que los mapeos genéticos nos han revelado que todos los seres humanos somos una sola familia sin importar raza, nacionalidad, religión o preferencias sexuales; o que las mujeres tienen capacidades cognitivas equivalentes a las del hombre (diferentes pero igualmente complejas, lo cual está mucho más piola que ser simplemente iguales) y, por lo tanto, la misma capacidad de participación en la toma de decisiones en una sociedad.
Hay un hecho muy curioso en la gran mayoría de nosotros y es que tendemos a pensar positivamente sobre nuestra biología. Somos perfectos; la maravillosa máquina humana. Y de la misma forma concebimos nuestra manera de reproducirnos. Pero la ciencia nos demuestra una vez más que estamos sesgados y que la perpetuación de nuestra especie es un proceso bastante ineficiente. A diferencia de otros animales que tienen bocha de crías, los humanos no somos tan fértiles. La realidad es que es bastante difícil que una flaca quede embarazada. Veámoslo con lápiz y papel.
Ponele que armamos una carpa llena de bardo, metemos 100 tipos con efusivas intenciones de contacto sexual (o sea, 100 tipos), 100 chicas en la misma etapa del ciclo menstrual, y ni un kiosco o farmacia cerca. Ahora síganme con los números aproximados:
- Cada varón ofrenda un promedio de 300 millones de espermatozoides por eyaculación, y cada mujer, en algún momento del ciclo, libera 1 ovocito a punto caramelo. El espermatozoide vive 1 día del otro lado del río y el ovocito un poco menos (aunque un espermatozoide puede llegar a vivir hasta 6-7 días en el moco cervical).
- Sólo 1 de esos 300 millones de espermatozoides (que es una requete célula, vivita y literalmente coleando) podrá tener el honor de descargarle su material genético al ovocito.
- Supongamos que cada uno de los 100 ovocitos son fecundados por 1 espermatozoide, formando 100 blastocistos (embriones), algo bastante generoso si tenemos en cuenta que la gran mayoría de los espermatozoides no funcionan bien y que, estadísticamente, 3 de esos varones son infértiles.
- De los 100 blastocistos formados, 66 no superarán la primera semana.
- De los 34 embriones restantes, 17 no pasarán la semana 20 de embarazo porque se abortarán naturalmente.
- Así, sólo 17 de 100 fecundaciones recontra ideales terminaron en ese bebé al que la tía le aprieta los cachetes y los abuelos llenan de baba.
O sea que, a pesar de ser 7 mil millones de personas, no somos tan eficientes para reproducirnos. Menos mal, porque si así no fuera, con lo que nos gusta la joda, la Tierra tendría la densidad poblacional de Tokio.
Pero volvamos a los espermatozoides, pobres víctimas de este matriarcado en donde el ovocito tiene la palabra: 1 de 300 millones. En esa partuza hipotética que planteamos, se murieron más espermatozoides que personas en los últimos diez mil años. Pero tranquilos porque, al igual que las células que permanentemente mueren en tu piel, tu nariz y tu intestino, ‘ellos’ no sienten dolor, no sufren. Imaginate que, de otra manera, todos deberíamos ir a juicio cada vez que nos escarbamos la nariz, nos rascamos el brazo o vamos de cuerpo (expresión muchísimo más espantosa que ‘cagar’).
¿Cómo sé que no sienten dolor? Básicamente, porque no tienen sistema nervioso capaz de procesarlo. Al igual que una planta, una lombriz o ese mosquito que acecha tus sueños, las células de por sí (o el conjunto de ellas) no tienen un cerebro que procesa el dolor. Es importante aclarar que, ante un estímulo hostil, no es lo mismo el dolor consciente que el acto reflejo sin sintiencia, lo que puede evidenciarse cuando un nenito pincha una babosa con un alfiler y ésta se retuerce; o en el caso de una mimosa, que cuando la tocás reacciona retrayéndose (le pasó a un amigo).
En nuestro caso, cuando nos quemamos la mano con agua hirviendo mientras colamos los fideos, en realidad no nos duele la mano. Lo que pasa en esa torpeza ansiosa es que se estimulan receptores del dolor (nociceptores) que llevan información hacia el sistema nervioso central. Luego el cerebro lo interpreta como un hecho poco feliz para el organismo, y ahí es cuando puteás. El dolor es una experiencia emocional y psicológica. Por eso puede haber dolor sin estímulo doloroso, como ocurre con el miembro fantasma en individuos amputados, por ejemplo.
Es decir, no basta con que haya un estímulo ‘doloroso’, sino que tiene que haber una maquinaria de percepción que lo haga consciente (circuito talamocortical). Existen muchísimos estudios histológicos, comportamentales, bioquímicos y neurológicos que muestran que, en humanos, éste circuito se genera recién entre la semana 20 y 30 de gestación (entre el quinto y séptimo mes de embarazo, para los que no podemos procesar el tiempo en semanas).
¿A qué vamos con todo esto? A tratar de encontrar elementos objetivos a la hora de debatir sobre el aborto. Porque una de las posturas más comunes en el debate sobre su legalización se basa en que el feto pueda sufrir dolor. En este sentido, la ciencia nos muestra que la solución a ese problema está en interrumpir el embarazo lo antes posible, durante los primeros meses (los primeros tres, seguramente; y mientras más temprano, más seguro para la mujer). Si, en cambio, lo que te hace ruido tiene que ver con no querer quitarle vida a ‘algo’, lamentablemente alguien tiene que decirte que, con ese criterio, somos todos constantes asesinos. Y si tu desacuerdo se debe a la falta de ética que supone decidir sobre la aparición de un ser en este mundo, tenemos que abolir la masturbación, el uso de profilaxis o, más aún, la mera existencia de todo aquel que no esté dedicándose permanentemente a intentar dar vida a una persona, como yo que estoy escribiendo esto o ustedes que lo están leyendo en vez de estar concentrados en reproducirnos.
Tenemos que empezar a darnos cuenta de que el pensamiento crítico es fundamental para abordar las problemáticas prácticas que nos arremeten como sociedad. No es cuestión de opiniones y creencias, sino de hechos, y los hechos deberían tener un nivel de jerarquía superior a las concepciones culturales y religiosas, especialmente cuando se trata del cuidado de la salud y del respeto a las libertades individuales.