Sasha vs. Barbie
Es una de las escenas más graciosas que nos dio el cine del siglo XXI: una muñeca Barbie ha traspasado al mundo real y se encuentra lidiando con sus peligros, entre ellos, los adolescentes. En una discusión acalorada, la joven Sasha le suelta a Barbie un resumen de todo lo que la crítica viene acumulando en contra del juguete durante más de cincuenta años, incluyendo la acusación de glorificar un consumismo rampante y hacer sentir inseguras a las mujeres con estereotipos inalcanzables. Sasha remata la condena con un insulto final: fascist.
Hasta ahí la escena es catártica para la audiencia, que vino esperando mordacidad y la consiguió. La película luego dará varias vueltas a la crítica, haciendo todo un poco más complejo y volviéndose inasible incluso para el espectador más progre, que no sabe qué hacer con el hecho de que Mattel se esté autoparodiando en pantalla grande —y en el mismo acto, obteniendo un poco de redención—; pero lo gracioso viene después, cuando Barbie se pregunta entre llantos por qué Sasha la acusó de fascista si ella no controla los trenes ni el flujo de comercio.
El chiste tiene al menos dos capas. Por un lado, la referencia directa a Mussolini, quien promocionaba su régimen diciendo que iba a hacer que los trenes en Italia llegaran siempre a tiempo. Por otro, la confusión total de Barbie que —en este tramo de la película— parece tan tonta que no logra interpretar el insulto más allá de su literalidad.
Superada la risa, uno se pregunta si las palabras de Sasha fueron justas o sólo el resultado de una juventud rebelde que le dice fascista a todo lo que no le gusta. ¿Se puede ser fascista sin cumplir con todos los requisitos? ¿Es un insulto válido o se vuelve ineficiente por no poder dar cuenta de las particularidades? ¿Sigue siendo fascista Barbie ahora que hay muñecas con diversidad racial, de género y hasta de capacidades? (¿Y Disney? ¿Sigue siendo nazi ahora que sus películas normalizan las relaciones homosexuales e interraciales?)
Roland vs. Elon
Crecimos acostumbrados a las figuras retóricas, puesto que tenemos lenguaje y la necesidad de nombrar el mundo. El arte —la poesía, las canciones, el cine, la literatura— nos ayuda a que las palabras sean más dóciles y se sometan un poco más a nuestras intenciones. A cambio, nosotros nos sometemos a ellas y su régimen. Barthes dijo que la lengua es fascista porque prohíbe decir ciertas cosas y obliga a decir otras. Probablemente era una metáfora, una forma de transmitir la idea de que el mismo código lingüístico puede estar tan alineado con el poder —en una sociedad determinada— que no es posible quebrar su sentido sin una intervención disruptiva, como por ejemplo la que ofrece la poesía. Difícilmente Barthes haya querido decir que la lengua controla los ferrocarriles y el flujo de comercio (aunque si nos apuran…).
En esa capacidad de discernir lo metafórico y lo literal se está jugando gran parte del presente. Porque todos estamos entrenados en leer implícitos, alegorías, metáforas y otras formas que tenemos los humanos para decir una cosa queriendo significar otra. Pero parece que si nos ponen de frente a un discurso sin dobleces, caemos en una suerte de parálisis. Por ejemplo, cuando un multimillonario asume un cargo público, nada menos que de una potencia mundial, y hace un saludo nazi, nos preguntamos: ¿qué está queriendo decir este señor? ¿Cuál es el metamensaje? ¿A qué otra cosa se parece? ¿Qué connotación de segundo orden quiso invocar?
En este caso, se trata de la persona que tras comprar una red social entró caminando a las oficinas con una bacha de baño en los brazos, foto que luego posteó con el juego de palabras “Let that sink in” (sus múltiples traducciones serían: “deja entrar ese fregadero” y “deja que esto se asimile”). Dicho de otro modo, el gesto no viene de alguien que ignore las sutilezas de lo que dice y hace, sino más bien de alguien adepto a jugar con los mensajes que manda. Pero mientras las personas más cultas se devanan los sesos intentando discernir si lo que vieron fue o no un saludo nazi —porque al fin y al cabo, Elon Musk no controla los ferrocarriles ni el flujo de comercio—, hay otro tipo de personas que no se confunden ni por un segundo. Personas para las cuales no hay metamensaje ni ironía, personas que ven un saludo nazi y lo reconocen inmediatamente como un saludo nazi: los nazis.
Para ellos es como escuchar un silbato de perros. Lo oyen clarito entre el runrún de las discusiones públicas. Levantan la cabeza, saben que alguien los llama.
Javier vs. la realidad
Hace pocos días, Javier Milei dio un discurso público y de carácter internacional (en el Foro Económico Mundial) donde afirmó que las personas homosexuales son pedófilas. También posteó que los zurdos deben temblar porque serán perseguidos. Quizá mejor decir debemos temblar, considerando la definición amplia de “zurdo” que maneja el presidente. Su mensaje, igual que el de Musk, tiene un solo nivel de profundidad. No hay mucho para discutir. No quiso decir otra cosa. No es una provocación vacía. Y por lo tanto, es válido sentirse amenazado. Sobre todo cuando, en este caso, el que profiere la amenaza sí controla los ferrocarriles y el flujo de comercio.
Por supuesto que gran parte de la sociedad reaccionó y repudió los dichos, particularmente el colectivo LGBTIQ+, con justa razón. Pero en el medio, internet se llenó de hojarasca. Discusiones espurias sobre los límites del discurso, la legalidad o ilegalidad de las declaraciones y hasta los posibles beneficios de un fascismo globalista del siglo XXI. Durante los primeros días sobre todo, entre el saludo nazi de Musk y las declaraciones de Milei, cuando la alineación de poderes era ligeramente menos explícita, la discusión tomó un cariz bastante estúpido. Decir “nazi” implicó someterse a una larga enumeración acerca de las particularidades históricas de los distintos fascismos del siglo XX y toda una serie de comparaciones erráticas.
Pero si el presidente puede decirle “zurdo” a todo lo que se mueve (que un poco es la forma que tiene de no decir nunca la palabra “peronista”, no invocarla siquiera, él tambien se censura), de este lado del ancho río del debate público estamos autorizados a decirle “nazi” a todo aquello que: reivindique el poder de minorías privilegiadas, prometa ejercer ese poder por la violencia, construya un imaginario nazi, haga declaraciones nazis, tenga amigos nazis y/o comparta sus fantasías.
No es una metáfora. Sí es un insulto. Como todo insulto, comprime. Simplifica. Porque ciertas ideas no merecen ser recogidas con cuidado.
Charly vs. Jorge Rafael
Una de las personas que más sabe de metáforas escribió en 1981: “presiento el fin de un amor en la era del color”. Estábamos en plena dictadura militar y dar un simple diagnóstico como ese era un asunto peligroso. Pero el lenguaje poético protegía si se lo sabía emplear. Y Charly sabía. “Yo no quiero volverme tan loco, yo no quiero vestirme de rojo, yo no quiero morir en el mundo hoy…”. Tanto que llegó a decir que una canción como “Alicia en el país” no fue censurada porque los militares no la entendieron. Igual se tuvo que exiliar.
Hoy no es igual que ayer, pero algunas cosas se parecen bastante. Las palabras siguen siendo la primera línea de defensa que tenemos. Nombrar al monstruo es el primer paso.
Por supuesto, queda por verse la forma final que tomará. Sus particularidades. Será interesante cuando los historiadores del futuro se sienten a ponderar los distintos sabores de los gobiernos del siglo XXI y construyan sus balances. ¿Hasta dónde fueron liberales, hasta dónde conservadores, hasta dónde nacionalistas, hasta donde globalistas? ¿Fueron un poco nazis? ¿Habrá valido la pena el desliz? ¿Qué indicador económico compensará, a la larga, la traición de ciertos principios? ¿Habremos renunciado a la libertad en nombre de la libertad?
No lo sabemos, pero creemos que no se trata únicamente de vivir para la posteridad. No trabajamos para ser grandes en un museo. Queremos algo mucho más inmediato. Un presente vivo. Un poco más justo. Es más, lo que queremos en realidad, desde el fondo de nuestro ser, es el respeto irrestricto por el proyecto de vida del otro.
No es tanto pedir: no queremos volvernos tan nazis.
Pero parece que viene jodida la cosa.