‘Mi amor, tenemos que hablar’ debe ser la frase menos consistente de todos los tiempos. Obvio que si sos mi amor no tenemos que hablar, hablamos y ya, porque sos mi amor.
Lo que viene es casi cantado: ‘No sos vos, soy yo’, o peor aún, ‘No soy yo, sos vos’. Y ni hablemos de ‘No sos vos, es tu hermana. Igual, la buena noticia es que creemos que vas a ser una tía increíble’. Pero bueno, el tiempo cura todas las heridas, o casi, porque esa pequeña lesión llena de tinta que dibuja su nombre y que justo ibas a mostrarle cuando te espetó en la cara la frase del inicio no va a desaparecer sola.
Los tatuajes son una de las pocas cicatrices por la que pagamos para que alguien nos haga, y por la que pagamos aún más si lo que queremos es que nos la deshagan.
Porque siempre está la persona que, contrariando toda recomendación, se tatuó el nombre de su pareja, o una seguidilla de símbolos árabes que el artista de la aguja jura y recontra jura que significan ‘Roberto’ y al final querían decir ‘falafel’ (si realmente se quieren tatuar en un idioma que no conocen, investiguen un poco más, preferentemente con alguien que lo hable y que NO tenga un sentido del humor retorcido). Todo esto por no mencionar al individuo que se tatúa el nombre de su banda favorita para luego querer atacar la pieza de su bicep con un rallador ante la cancelación de una gira sudamericana. Bueno, no conozco casos de tatuajes removidos por este motivo, aunque sí recuerdo una hermosa y muy nutrida fogata de merchandising de Metallica en 2003.
Casi cualquiera de estos casos se podría evitar con sólo pensar más detenidamente qué te vas a tatuar, cómo, con quién, y teniendo cuidado con tu tatuaje recién hecho (porque no olvidemos que estamos hablando de una herida abierta, hecha idealmente con elementos estériles, pero igualmente susceptible a la invasión de seres alienígenas del espacio exterior a vos mismo). Aún con todos los recaudos en mente, siempre algo puede malir sal. Es ahí que tu cuerpo, tan reacio antes a la idea de ser pinchado e inyectado con sustancias de dudosa procedencia ahora atesora esos bodoques de tinta en tu dermis y no hay manera de convencerlo de soltar.
Ja, SOLTAR.
Siempre tenés la opción, por supuesto, de tapar un tatuaje con otro necesariamente más oscuro que el primero. Aunque también podés integrar el viejo tatuaje al nuevo, tal vez en una declaración de independencia post ruptura, aún cuando es más rentable hacer la gran Adele y escribir discos despechados que te inunden de dinero, o hacer la de Alex Ubago y saber que tuve que googlear en qué anda Alex Ubago, el Adele segunda selección.
Todo esto nos lleva a otra opción: borrar el maldito tatuaje y olvidar para siempre que alguna vez existió para así poder cometer el error nuevamente con tu próxima pareja, nueva banda favorita, cuadro de fútbol o idioma que se ponga de moda en el momento.
Existen varios métodos para ‘borrar’ un tatuaje, y las comillas se deben a que algunos de estos métodos no son realmente análogos a usar una goma cuando te equivocaste escribiendo, sino más bien a hacer un bollito con la hoja y agarrar una nueva.
El caso más extremo (y por suerte no muy común) involucra remover la piel en cuestión (remover, remover. Remover nivel rallador.). Esta técnica se conoce como ‘escarificacion’ y en realidad no suele usarse para remover tatuajes sino para CREAR algo parecido a un tatuaje, no con tinta, sino en base a tejido cicatricial (porque si te daba impresión un tatuaje común, vamos directo a uno hecho de relieves de tejido cicatrizado). En el caso de nuestros amigos arrepentidos de su tatuaje, la escarificación es una solución porque elimina de cuajo, literalmente, la capa de la piel que contenía la tinta (y algunas otras capas de regalo). Obviamente, esto puede dejar una cicatriz importante, lo cual tal vez no sea deseable para la mayoría.
Otros métodos (como la criocirugía o la dermoabrasión) se basan en generar un daño controlado a las capas externas de la piel para luego poder retirarla, borrando de a poco el tatuaje y dejando que la piel se regenere (idealmente sin dejar una cicatriz).
Y pasamos entonces al método más habitual de remoción de tatuajes (y más caro, y no mucho menos doloroso que los anteriores): el láser. La técnica se basa en atacar los pigmentos depositados en tu interior con el susodicho haz de luz, produciendo un fenómeno conocido como ‘fototermólisis’. En criollo, calentar algo con luz hasta que se rompa. Todo esto intentando minimizar la absorción por parte de tus propios pigmentos endógenos (especialmente la melanina).
Contraintuitivamente, la tinta negra es la más sencilla de romper, ya que como todos sabemos, el negro absorbe todas las longitudes de onda visibles (acá es donde haría el chiste sobre calor y salir en verano vestido de negro, pero parece que lo contraintuitivo nos pega a todos y lo de usar negro en verano puede no ser tan mala idea). Borrar colores claros es un poco más complicado, aunque la tecnología va mejorando y ahora hay lásers específicos para ciertos rangos de longitud de onda que funcionan mejor para esos tonos problemáticos. Una desventaja que tiene este método es que no sirve para tatuajes UV, que contienen pigmentos que no absorben la longitud de onda de los láseres usados para remoción (aunque tienen la ventaja de no ser visibles a menos que te pongas abajo de una luz ultravioleta).
Una vez que el láser calentó y rompió el pigmento (junto con las células que lo contenían), entra de nuevo en escena nuestro sistema inmune, que en el fondo siempre quiso sacarse de encima al intruso colorinche pero nunca lo logró. Con la ayuda externa del láser, que con algo de suerte dejó las tintas superpoderosas transformadas en un montón de cachitos extracelulares bastante más manejables, tus macrófagos saborean (casi casi literalmente) la dulce venganza. Luego de fagocitar todos los ahora miserables y desamparados retazos de tinta (mezclados seguramente con requechos de tus propias células) (y agrego este último paréntesis sólo para celebrar el récord de sinónimos de ‘fragmento’ utilizados en un sólo párrafo), los satisfechos macrófagos degradan la tinta todo lo posible para la posterior eliminación. El peor final.
Cualquier residuo de pigmento que haya quedado boyando en tu dermis sin ser fagocitado y eliminado vuelve a depositarse dentro de las células en unas cuatro semanas, a partir de lo cual se puede repetir el proceso completo todas las veces que sea necesario.
En definitiva, mejores y peores, hay formas de revertir (al menos en parte) esa mala decisión que tomaste aquella tarde para que desaparezca, al menos de tu piel, cualquier recuerdo de tu ex, de tu ‘Eternidad’ escrita en coreano o de la banda que no pienso volver a nombrar porque todavía me duele lo de la gira sudamericana.