1/ Administrar el dolor
Recibí el llamado a las cuatro de la mañana y nos dijeron que podíamos ir en el acto: a pesar de las maniobras de reanimación, no pudieron sacarla de un nuevo paro cardíaco. Entré al quirófano temblando y entonces lo vi. Una camilla de aluminio con una sábana que cubría un bultito, pero no llegaba a cubrir todo: colgaba la cola atigrada, inmóvil, la cola de mi gata. Nunca había estado tan cerca de un cuerpo muerto y tan obligada a hacer algo con ese cuerpo muerto.
Corrí la sábana, agarré el cuerpo de mi gata, le abrí los ojos, le miré las pupilas fijas y todavía brillantes, y lo hice porque quería verlas una vez más. Reparé en las encías que ya estaban moradas, en la patita pelada en la que tenía colocada la vía, y me la puse alrededor del cuello como si fuera una estola de piel. Lloré en la veterinaria mientras me paseaba alrededor de la camilla con la estola-cadáver. Con mi gata al cuello lloré al último bastión de familia de tres que nos quedaba ese año, los hijos que perdíamos y que no podíamos tener.
Mi gata se murió seis meses después de empezar a toser y diez días después de tropezar al bajarse de la cama. Gastamos un montón de plata en ecografías, donantes de sangre, estudios de laboratorio, medicamentos y una internación en la mejor clínica veterinaria de Buenos Aires. Conocimos gente —sobre todo adultos mayores— desahuciados, que hacían colectas y vendían cosas porque ya no podían pagar la clínica para alargar la vida de sus mascotas, mascotas que a veces tenían 14, 18 años A lo largo de esta nota, hablaré de “mascotas” y de “animales de compañía” de modo indistinto y de acuerdo con diversos énfasis o necesidades expresivas del texto, teniendo conciencia de que no connotan lo mismo. Consideramos a las “mascotas” animales de compañía, y a los animales como personas no humanas.. También parejitas jóvenes, familias con niños que venían con latas de atún o bolsitas de alimento blando a visitar a Amarelho, a Dana, a Chicho, nuestros compañeros de la sala de internación. Descubrí que la “humanización de las mascotas” no era la queja que mi madre repetía muy frecuentemente en los años ochentas (“hoy en día parece que un perro vale más que un chico”, le encantaba decir) ni esas notas periodísticas que por enésima vez consideran piola anunciar la existencia de “Parejas que prefieren mascotas en lugar de hijos, una tendencia en alza”. La “humanización de las mascotas” era, en cambio, una experiencia muy parecida a la mía, y estábamos en esa hacía rato. Mochi no era nuestra gathija (de hecho desconocíamos el término), pero sí era el tercer pilar de mi familia. Por supuesto, aceptamos el servicio de cremación que nos ofreció la clínica, y nos pareció lo justo y adecuado.
Siguieron las condolencias más que nada a través de mensajes en las fotos en redes sociales que subimos a modo de memorial. Mi hermano y mi madre tienen la política tácita de administrar el dolor para lo estrictamente necesario, así que al día siguiente, mi hermano me escribe:
—En el Facebook de las rescatistas hay un coloradito en adopción…
Me pareció un irrespetuoso, un desubicado que se cagaba en mi duelo. Pero le contesté:
—¿A ver la foto?
Escribo esto varios años después mientras Mirindo, el coloradito, el gato más espectacular y dulce que existe y existió en la ciudad de Buenos Aires, esa en la que hay más mascotas que niños, se lame la cola y me hace ojitos.
En esa época, recuerdo, se puso de moda visibilizar el lado B de la maternidad y todo eso me sonaba aburrido y poca cosa. Pasé toda mi treintena evitando tener hijos, sin encontrar ningún sentido ni trascendencia a la idea de soportar un mocoso llorón dependiente de mi tiempo y mi atención. Tener un hijo me parecía una experiencia sobrevalorada e impuesta, una paja en comparación con viajar, trabajar tranquila con una gata sobre la falda, comprarme pilcha, dormir toda la noche y relajarme en hoteles boutique childfree, ahora que empezábamos a juntar plata para disfrutar.
Pero después, una mínima duda y pasó: nada me dio más ganas de tener un hijo que saber que no podía tenerlo.
2/ La caída
La tasa de natalidad en Argentina viene en caída libre desde el año 2014. El decrecimiento es abrupto: en 2023, el número de nacidos vivos fue de un 48 % menos en relación con el año 2000. La caída en la natalidad de la ciudad de Buenos Aires —un dato más actualizado— muestra lo mismo: hacia 2025 los nacimientos fueron un 48 % menos que en el 2016.
A pesar de que hace tiempo este dato es muy conocido, está hoy en el centro de la agenda. Podríamos decir que se puso en el candelero como si fuera algo urgente cuando los sectores más conservadores de la política lo catalogaron como una tragedia causada por el aborto y etcétera. Pero no sería del todo justo, porque la caída de la natalidad también está en agenda a nivel global y es el foco de angustias, preocupaciones y alegrías de muchos gobiernos de distintos signos políticos, hacedores de política pública, académicos y activistas. Quizás, lo más interesante para pensar es en qué medida representa un problema, para quién no lo es y, en todo caso, que nos está diciendo acerca de nosotros mismos.
Es muy habitual presentar la natalidad como algo del querer (decir “la gente quiere/no quiere tener hijos”), explicarla por la sumatoria de deseos y voluntades individuales. Para entender por qué prevalecen unos deseos u otros, se arriesgan causas culturales o económicas y no hay nada más tentador que cerrar el análisis con la propia experiencia sobre lo hermoso que fue tener uno o varios hijos, o lo horroroso que fue o —también con mucha pasión— lo maravilloso que es no tenerlos y todo lo que se gana.
Pero, en realidad… ¿de qué depende la baja en las tasas de natalidad y de fecundidad? ¿Del aborto, como dice el presidente? ¿De los porteños antiniños que prefieren tener perros en lugar de hijos, como señala la vicejefa de gobierno? ¿De la caída de la fecundidad adolescente que celebramos a quienes nos importan los derechos humanos y reproductivos de las niñas y adolescentes? ¿De las mujeres que decidieron darle un portazo al patriarcado y sus mandatos y dejar de darle mano de obra barata y soldados al capitalismo? ¿De las parejas que se declaran childfree? ¿De las parejas que en verdad quisieran tener hijos pero renuncian porque no tienen cómo acceder a una vivienda acorde a la crianza? ¿Depende del aumento de personas que no encuentran con quién concretar una pareja? ¿De las personas que quieren pero no tienen el dinero para criar? ¿O acaso tiene más que ver con los problemas de infertilidad? ¿Se trata del miedo —justificado— que tienen muchas mujeres jóvenes por quedarse solas frente a todo el trabajo doméstico y los cuidados? ¿De las mujeres que tienen miedo de perder su trabajo? ¿O de los jóvenes que ven ese proyecto como un lastre? ¿Es el miedo al cambio climático?
De todas las cosas que mencioné, algunas son ciertas y sí contribuyen a explicar la baja en los nacimientos. Otras no, en absoluto, son pura ideología que no tiene nada que ver con la verdad, ni con la racionalidad ni con los datos. A veces incluso son algunos datos manipulados para producir ideología medio trash que sólo busca impactar. Si buceamos un poco más, vamos a encontrar una verdadera multicausalidad, pero adelanto esto: nada se va a terminar de modo irreversible ni, mucho menos, de modo “natural”.
3/ Primogénito (y hnos.)
La demografía es una caja negra en la que un solo dato redondo, un porcentaje, una tasa que baja, sube o se estanca, encierra —literalmente— millones de vidas y sus circunstancias: deseos, elecciones racionales, espirituales, desastres naturales, ampliación de derechos, vulneración de derechos, realidades socioeconómicas brutales, determinantes biológicos, efectos deseados y no deseados de políticas públicas, efectos del mercado y de la industria cultural, configuraciones afectivas y emocionales. Abrir la caja negra de la demografía es complejo: implica determinar de qué está hecho el bicho, sacar los ruidos del medio, medirlo, pesarlo, preguntarle, tratar de ver hacia dónde va la causalidad, evitar la correlación espuria. Porque, valga la redundancia, cuando de bebés se trata, nada mejor que el dicho de los viejos profesores de metodología: “¿Si observamos un aumento en la cantidad de cigüeñas… es la causa del aumento de la cantidad de bebés?”.
En principio, no hay menos cigüeñas: la baja en la fecundidad total se explica en gran parte por la abrupta y sorprendente baja en la fecundidad adolescente, que fue de 11,5 % en 2023, un 64 % menor en relación con el año 2005. Esta tendencia es compartida con casi todos los países de la región.
Esta noticia excelente se debe, principalmente, al éxito del acceso a derechos de salud reproductiva, tales como métodos anticonceptivos eficaces y adecuados para estos grupos de edad y a la educación sexual integral. También se redujo la fecundidad en los grupos más jóvenes y en las mujeres con menores niveles educativos. Esto implica directamente que más chicas (y también varones) continúan con sus estudios y definen proyectos y carreras laborales con mayor autonomía, y abre la posibilidad de concretar la maternidad en el momento en que realmente lo desean.
Algunos trabajos de divulgación que intentan bajar el tono de alarma por la caída de nacimientos —posiblemente, con razón— detienen el análisis aquí. Pero la realidad es que la baja de la fecundidad adolescente no lo explica todo. Si quitáramos ese universo, veríamos que la fecundidad baja de todos modos. Mucho menos, pero baja. En ese plus de razones y causas quizás haya más que una “crisis” o un “peligro” propiamente demográfico.
La segunda causa que contribuye a la disminución de los nacimientos es la baja del número total de hijos a partir de la disminución de los segundos y terceros nacimientos. Es decir, hay menos hermanos. La baja del segundo y tercer (o más) nacimientos en las mujeres de 25 a 49 años explica el 42 % de la baja de los nacimientos totales en Argentina, según un muy reciente estudio hecho por investigadores de la Universidad de la República (Uruguay), CONICET y la Universidad Autónoma de Barcelona. Esta tendencia también es mundial, y esto tiene sentido toda vez que existe una tendencia a posponer los primeros nacimientos hacia edades más avanzadas.
Creo que estos datos, además, pueden leerse junto con el siguiente: no sólo bajó la fecundidad (que mide nacimientos, es decir, biología), sino que también bajó, en Argentina, la cantidad de personas que se postulan para formar o ampliar familias a través de la adopción.
¿Por qué? ¿Por qué tenemos menos hijos y más tarde?
4/ Sin hijos
Según la encuesta del Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA), aplicada a 14.000 personas de todo el mundo y representativa de 37 países, la mitad de los embarazos de la población mundial no son intencionales. Esto es así por razones de acceso a la salud, a la información o porque, por ejemplo, el 25 % de las mujeres no puede negarse a tener relaciones sexuales (son violadas).
El número “final” de hijos del total de la población tampoco es el deseado: “el 31 % de los participantes señaló que tenía menos de los que habría querido, mientras que el 12 % expresó lo opuesto”. Las razones por las que la mayoría de las personas encuestadas no tiene la cantidad de hijos que hubiera deseado tener son diversas: médicas, económicas (acceso a la vivienda, desempleo, bajos salarios, precariedad laboral), o simplemente por no haber tenido pareja. En otro ítem, un 23 % de todos los encuestados mencionó que tuvo al menos una época de su vida en que quiso tener hijos y no pudo. Y de ese 23 %, casi la mitad no pudo tener ninguno. Nuevamente, las razones por las que no pudieron son salud, precariedad económica, discriminación de género y pesimismo respecto al futuro.
Pero la tasa de fecundidad no puede medir a quienes no tienen hijos porque no quisieron o porque no pudieron (sean estos primeros o segundos), y esta es una parte muy importante de los “sin hijos”. Como acabamos de citar, una parte de lo que se visualiza como caída de la natalidad puede deberse a problemas de fertilidad, y estos están en aumento: a mayor edad materna, crecen los problemas de fertilidad natural y además —aunque se menciona poco— existe una disminución de la fertilidad masculina a nivel global, que ha venido cayendo a lo largo de las últimas décadas.
Así que veamos qué pasa realmente con la categoría cuyo peso explicativo es el más conjurado e imaginado como la responsable de la caída de natalidad: los que no quieren tener hijos. Prefiero colocar el punto aquí en vez de decir “los que no quieren tener hijos nunca” porque es muy difícil saber si es un nunca definitivo (sobre todo, cuando quienes responden son más jóvenes), si se trata de una convicción más o menos militante (como el activismo childfree) o si es un no-deseo más “blando” y determinado por circunstancias económicas o de soporte familiar.
Según la encuesta global de UNFPA, entre la población que aún no ha tenido hijos, la cantidad que declara no desearlos es menor al 10 % en la mayoría de los países, aunque llega al 18 % en países desarrollados como Alemania.
En Argentina, un estudio de la consultora Voices/UADE mostró, en una encuesta, que el 10 % de los encuestados de todas las edades mencionaba no querer tener hijos. Este número ascendía al 41 % entre los jóvenes de 16 a 29 años. Estas cifras son similares a las que se registran en el mismo grupo de edad en países como Estados Unidos, por ejemplo, aunque disminuye gradualmente a medida que aumentan las edades de quienes responden. Nuevamente, hay un núcleo que no desea hijos en su vida y otro grupo siente que no tiene las condiciones para hacerlo. Entre quienes tienen hijos y declaran no desear más, la tercera razón adjudicada —siendo las otras dos la edad biológica avanzada o los objetivos reproductivos cumplidos— es la incapacidad económica para sostenerlos.
Para agregar más “multi” a la causalidad sobre “el deseo”, deberíamos sumar otros datos: los tratamientos de fertilidad crecen año a año como así también la vitrificación de ovocitos, es decir, tecnología que brinda posibilidades para diferir la edad de la maternidad. También, entre 2019 y 2022 aumentaron las vasectomías, pero también, en el último año, se duplicaron los pedidos de reversión (es decir, varones que se arrepintieron porque quieren tener hijos en algún momento) según datos del Hospital de Clínicas (UBA).
5/ Perros porteños
Un estudio de la consultora Voices muestra que el 79 % de los argentinos tiene mascotas en sus hogares y que el 80 % considera a su perro o gato como “sus hijos”. La consultora Sentimientos Públicos realizó una encuesta en la ciudad de Buenos Aires y mostró que un 15 % de los “centennials” (jóvenes de 18 a 29 años) declaró que prefiere tener animales de compañía antes que hijos. Cuando surgieron los datos de la última encuesta de tenencia responsable de animales de compañía del Gobierno de la Ciudad, en la que aparecía un aumento del número de mascotas y de hogares con mascotas (adjudicado al efecto pandémico), enseguida se lo asoció con la baja de nacimientos. Esto se transformó en una nueva e insistente noticia cuando se descubrió que la natalidad de la ciudad había bajado un 48 % en 2025. Los medios, e incluso los especialistas consultados, tomaron como válida la idea de que “los porteños prefieren tener perros a tener hijos”.
¿Es realmente así?
En primer lugar, aclaremos conceptos: la “humanización” o “antropomorfización” de las mascotas es una forma posible de vínculo entre humanos y animales, la cual involucra adjudicarles a sus conductas rasgos humanos, interpretando instintos o respuestas como determinados sentimientos o racionalidades que no tienen que ver con la especie. “Humanizar a las mascotas” también puede referir a seguir pautas como vestirlos, trasladarlos en cochecitos, festejar sus cumpleaños con fiestas o llevarlos a los eventos sociales como invitados, entre otras. Hay un mercado inmenso que favorece cada vez más una actitud de humanización (peluquerías, salones de fiesta, boutiques y diseñadores de ropa, restaurantes y hoteles pet friendly) como así también la preferencia por adquirir razas pequeñas y “falderas”. Los etólogos y veterinarios señalan que estas conductas pueden ser nocivas para los animales porque no respetan necesidades de movilidad, vinculación con otros animales y territorialidad de la propia especie. Mientras algunas están más claras, otras cuestiones como la prolongación de la vida de las mascotas, que a veces limitan con el encarnizamiento terapéutico, siguen estando en debate. Ahora bien, aunque es una tendencia en alza, junto con un mercado que la amplifica, no todos “humanizan” a sus mascotas: la realidad es que existen matices y una interesante heterogeneidad en la forma en que distintas personas se vinculan con y aman a sus animales.
Dicho eso, la tendencia a que cada vez más personas adopten animales de compañía y los considere sus hijos o parte de la familia es un fenómeno global. Y si bien hubo un aumento de 10 puntos porcentuales, el 58 % de los hogares de la ciudad todavía no tiene mascotas.
Para sostener que los porteños prefieren los perros a los hijos, habría que construir y medir datos específicos y ver si existe una correlación fuerte. Hasta el momento, ese dato no se construyó. Pero si jugamos un poco con los números que tenemos, vamos a ver que las comunas 4, 8 y 9 son las que tienen más hogares con mascotas y más cantidad de perros. A la vez, las comunas 4 y 8 son las que tienen mayor cantidad de niños. No es casualidad, se trata justamente de las comunas de la zona sur de la ciudad, que tienden a una mayor cantidad de nacimientos y tienen tasas de fecundidad altas. Mientras tanto, las comunas con menor fecundidad (la 5 y la 6) tienen menos mascotas que el promedio general de la ciudad. Si pudiera hacerse alguna lectura de estos datos, sería que hay más mascotas allí donde hay niños. El hecho de que la tenencia de perros va de la mano con la crianza de niños —por múltiples factores— y que la baja de la fecundidad no se explica por la tenencia de perros está además estudiado por quienes sí investigan en profundidad el vínculo entre “criar humanos” y “criar perros” desde el punto de vista de la etología, disciplina científica que estudia el comportamiento animal.
La idea de que la natalidad cae porque la gente prefiere criar perros en lugar de tener hijos es, hasta el momento, sólo una afirmación ideológica destinada a culpabilizar y a denigrar a una población que, en parte, no está teniendo hijos porque no está encontrando condiciones para hacerlo y, además, aplana la diversidad que existe de hecho en los vínculos entre las familias y los animales de compañía. Muchas personas y parejas en edades fértiles sí eligen tener mascotas en lugar de hijos, otros eligen tener mascotas e hijos, o eligen tener mascotas y tendrían un hijo si pudieran. Los animales de compañía son también adoptados por familias con niños, parejas mayores cuyos hijos ya crecieron, o personas que viven solas y pasaron su edad reproductiva. En definitiva: todo indicaría que los porteños están teniendo más mascotas tengan o no hijos y que los argentinos en general las consideran hijos, mientras otros tantos las humanizan independientemente de que hayan tenido o no hijos humanos.
6/ Ni héroes ni villanos
Ahora bien, aunque debamos quitarle el peso de la causalidad estadística y la culpabilización a los mascoteros, sí es cierto que existe una parte importante de los (muy) jóvenes urbanos que prefieren tener mascotas antes que hijos, o chicas que declaran que no serán madres e incluso lo militan explícitamente, al igual que parejas childfree. Dar cuenta de estos grupos y tendencias es relevante no para medirlos y considerarlos un problema o, por el contrario, héroes de la resistencia al mandato, ni para quedarse en el estudio taxonómico de la novedad cultural. Comprender estos grupos nos permite entender mejor cómo están funcionando las racionalidades, los afectos y las subjetividades que, vinculadas a otra cantidad de condiciones objetivas, pueden impactar en diversas dinámicas socioeconómicas y poblacionales.
El antiespecismo, el feminismo, la centralidad del yo y sus emociones, las tecnologías y los cambios en cómo nos comunicamos —y reproducimos— generaron nuevos modos de experimentar los afectos. Como muestra, por ejemplo, el trabajo de Florencia Angiletta y Joaquín Linne, la pareja ya no es necesariamente el centro de la vida afectiva, los amigos son familia y los animales de compañía son considerados parte de ella. Las pet family y eco family son modos de hacer familia interespecie e incluyen una diversidad de configuraciones posibles: parejas sin hijos (por elección o no) y sus animales, amigos que viven juntos y comparten animales de compañía, familias con hijos humanos y no humanos, entre otros.
Estos cambios en las sensibilidades y preferencias, además, se dan en un contexto. Son los jóvenes el sector poblacional más castigado por el desempleo, la informalidad y los bajos salarios. La pasión por los viajes y el “espíritu nómade”, la preferencia por el home office y el emprendedorismo en lugar del empleo formal, el autodidactismo en detrimento de las largas carreras universitarias, no hablan solamente de tendencias culturales, sino de cómo se han consolidado ciertas formas de empleo joven funcionales a las ganancias del capitalismo contemporáneo. En todo caso, los bajos salarios y la inestabilidad de las contrataciones —aun entre aquellos jóvenes calificados— parecen engarzar perfecto con la configuración afectiva, los deseos y las aspiraciones culturales de un par de generaciones. Esto también da pistas de cómo los más jóvenes están haciendo familias.
7/ La mejor política
La preocupación insistente por la crisis de la natalidad y su catástrofe alimenta un miedo que suele ser muy utilizado en los discursos etnonacionalistas, según los cuales algunos deberían aumentar su natalidad, mientras que otros (por ejemplo, los inmigrantes) deberían frenar su “compulsión” a sobrepoblar el mundo. La realidad es que una gran parte de la población mundial no disfruta del pleno ejercicio de sus derechos sexuales y reproductivos, lo cual incluye elegir la cantidad de hijos que se desea tener o no tener: esa es la verdadera crisis de fecundidad según la UNFPA, y yo creo lo mismo.
La mejor política de población no es intentar favorecer procesos de natalidad, mucho menos denigrar o culpabilizar grupos de personas, sino lograr las condiciones para que las personas puedan tener la familia que realmente desean y no la que pueden. Las desigualdades y la falta de red en los cuidados tienen más que ver con la baja natalidad que con el feminismo, las mascotas, la anticoncepción o el aborto. Por el contrario, la mejor “política pronatalista” es propiciar que las vidas juveniles tengan condiciones para generar riqueza personal y familiar junto con dispositivos de cuidados de calidad para los bebés y niños, además del pleno acceso a los derechos sexuales y de salud reproductiva. No hay que hacer una política especial, hay que explotar menos e invertir más.
Si aún persiste la alarma, todavía queda el bono demográfico: hasta el 2040, Argentina cuenta con una mayor proporción de edades intermedias —la población en edad de trabajar y generar riqueza— en relación con la población dependiente (vejeces y niñeces). Es el tiempo histórico ideal para generar las condiciones económicas, la infraestructura y el diseño de los sistemas de cuidado y previsión social para estas poblaciones. La solución es más sofisticada que retar a la gente para que se reproduzca.
Hasta ahí hay una respuesta viable y con la que estoy de acuerdo. Pero yo agregaría algo más.
8/ Callen a ese niño
Hace unos días, en el Masters de Cincinnati, Emma Raducanu, tenista de 22 años, protagonizó una escena que los medios denominaron “incidente”. Mientras intentaba sacar, un bebé lloraba en la tribuna al aire libre. Notoriamente molesta por no lograr la concentración debido al llanto, Raducanu le reclama a la jueza. La jueza responde:
—Es un niño, ¿quieres que saque a un niño fuera del estadio?
Raducanu se ríe, se encoge de hombros y, apoyada por el público que aplaude y grita “¡sí!”, responde:
—Sí.
Podría decir que son las reglas tácitas del tenis, que sacralizan el silencio frente a cualquier cosa. Que Raducanu —y parte de su público— tiene 22 años, que tenía 17 años en la época del confinamiento pandémico, que es contemporánea de la cuarta ola feminista y del surgimiento de las nuevas extremas derechas globales a la vez. Podríamos preguntarnos cómo fue su vida de niña poco tiempo atrás, como fue tratada por los adultos, qué cogniciones y sentidos fueron capaces de activar ese “sí” tan seguro, por qué no se le pudieron activar otros modos de reaccionar al llanto de un bebé que pedir echarlo con total naturalidad. Las mismas preguntas valen para el público.
Si el siglo XX fue el siglo de los derechos humanos y terminó con la Declaración Universal de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes, si se construyó la figura del niño como sujeto de protección especial, entre todo lo que se resquebraja y rompe en lo que va del siglo XXI, resulta que también apareció la idea, cada vez más frecuente, de que los niños y niñas no merecen ninguna consideración especial, ni siquiera si tienen alguna condición de vulnerabilidad: “es activista, que se la banque”. “Está en un partido de tenis, que se calle, no tiene que estar ahí”. El adultocentrismo —lejos de significar autoridad y protección— es una forma de poder mediante la cual ejercemos un dominio total sobre los niños, que sólo son aceptados callados, quietos y regulados —es decir, cuando no tienen nada de niños— y para los cuales somos capaces de establecer a nuestro criterio dónde merecen o no merecen estar o vivir, según nos quede cómodo.
En el mundo que estamos compartiendo, conviven el boom de la filosofía Montessori mercantilizada con la transmisión en vivo de bebés siendo secuestrados junto a sus madres indefensas, de niños sitiados y condenados a morir de hambre, reels con salas de neonatología bombardeadas y bebés con bolsas de consorcio a modo de pañales. Quienes criamos niños humanos, al menos en los países menos ricos, sabemos lo escasa que es la red de cuidados y apoyos, y vemos cómo cada vez más el mensaje que nos llega es que los niños no deben estar ahí. El ahí es cada vez más grande, como así también sus justificaciones. Los adultos y jóvenes adultos de esta época, muy protagonistas, miramos y comentamos, más que nada. El mundo es nuestro.
Quizás, otra manera de pensar la “crisis de la natalidad” y activar un pánico más productivo debería empezar no por la cantidad de niños que tienen que nacer para ser útiles, sino con qué estamos haciendo con los niños que existen hoy. Con la clase de adultos que somos, no sólo con nuestras condiciones y problemas, sino también con nuestra responsabilidad y voluntad.
Es cierto, es mucho laburo traer un niño al mundo. Y una vez que vino, es muy difícil hacer que se calle. Pero si te detenés a pensar, te vas a dar cuenta de que, a veces, lo verdaderamente imposible es lograr que te calles vos.
Agradezco a los Dres. Octavio Bramajo, Georgina Binstock y Carla Zibecchi por los intercambios y datos que me facilitaron para hacer este artículo. También a la Lic. Magdalena Jousset y a la Med. Veterinaria Laura Rial, del Grupo de Investigación en Comportamiento en Cánidos (ICOC)-UBA/CONICET.