Formas de vivir juntos
Las ciudades pueden definirse de muchas maneras. A mí me gusta pensar que son una sucesión de espacios donde la vida pasa: la escuela a la que fuimos, la plaza donde jugamos, el tren que tomamos, los bares donde nos encontramos. Esos espacios alojan nuestra vida cotidiana. Son testigos de nuestros momentos más íntimos, de nuestras alegrías y de nuestras tristezas. Así como marcan nuestra historia personal, las ciudades también son escenarios de lo social y habilitan dinámicas diversas: pueden ser ámbitos de bienestar o de desigualdad y violencia; burbujas de tranquilidad o de malestar y agotamiento. Incluso pueden esconder, bajo el ruido de la multitud, una profunda sensación de soledad. Y todo eso —lo que permiten, lo que niegan, lo que promueven o lo que bloquean— no es neutro: habla de cómo fue pensada y diseñada esa ciudad.
Dicho de otro modo, existen vínculos estrechos entre la forma en que se diseñan los espacios urbanos y las dinámicas que emergen en ellos. En esa interacción, el diseño con objetivos concretos convive —y a veces entra en tensión— con la apropiación que hacen los vecinos, quienes terminan dándole identidad y usos propios al lugar. Así, cada ciudad madura en capas: entre lo previsto y lo imprevisto, en la interacción constante entre la planificación y la experiencia.
Es evidente —aunque en estos tiempos de simplificación parezca no serlo— que toda decisión vinculada a la gestión de una ciudad, por mínima que sea, responde a una visión específica, a una determinada manera de concebir la vida en común. Decidir qué tipo de viviendas se construyen, cuántas comisarías se necesitan y dónde ubicarlas, dónde se abre un parque, cómo se iluminan las calles, qué espacios —bibliotecas, teatros, canchas— se ofrecen y qué formas de transporte existen para ir a trabajar y recorrer la ciudad, son elecciones concretas que expresan una forma de entender y valorar lo común.
Estas visiones han sido muchas y muy distintas a lo largo de la historia. Por ejemplo, la polis griega organizaba su espacio en torno al ágora, un lugar físico y simbólico donde se entrelazaban comercio, debate político y vida cotidiana. La arquitectura y la escala urbana estaban al servicio de una idea: ser ciudadano, participar en la ciudad. La ciudad medieval europea, en cambio, se desarrolló con un trazado orgánico, resultado más de la acumulación histórica que de la planificación. Sus calles estrechas, plazas pequeñas y murallas reflejaban una vida social fragmentada pero densa, organizada en torno a gremios, parroquias y castillos, donde el espacio público era más limitado, pero los vínculos comunitarios estaban territorialmente arraigados.
En nuestro continente, la ciudad colonial adoptó la cuadrícula como forma predominante, siguiendo las Leyes de Indias. La Plaza Mayor concentraba los edificios del poder civil y eclesiástico, y actuaba como corazón visible del orden colonial. Su arquitectura fue producto de un proceso de mestizaje que combinó influencias europeas con materiales, saberes y estéticas locales, dejando una huella profunda en el paisaje urbano de América Latina.
En la modernidad, el siglo XIX trajo consigo una transformación radical de las ciudades europeas. En París, el plan de Georges Haussmann redibujó el trazado urbano con amplios bulevares y avenidas rectilíneas, diseñados no solo para mejorar la circulación y las condiciones sanitarias, sino también para exhibir el poder del Estado a través de la monumentalidad arquitectónica y el control visual del espacio. Esta transformación introdujo una lógica de orden, visibilidad y jerarquía espacial que marcaría a muchas capitales del mundo. Esa monumentalidad —admirada y replicada— implicó también la expulsión de sectores populares, la estandarización de formas de habitar y una planificación que priorizaba la representación del poder por sobre la diversidad urbana.
En nuestras latitudes, hacia finales del siglo XIX, La Plata se consolidó como un caso emblemático de urbanismo planificado en América Latina. Concebida integralmente desde un plano, su trazado en cuadrícula perfecta, interrumpido cada seis cuadras por plazas y parques, buscaba democratizar el acceso al espacio público. Las diagonales, pensadas para garantizar una circulación eficiente, completaban un diseño geométrico que expresaba el ideal de orden y racionalidad de la época. La ciudad fue concebida como capital provincial y símbolo de un Estado argentino en consolidación, en un contexto de crecimiento urbano acelerado por la inmigración masiva. Más que una ciudad funcional, La Plata encarnaba una visión: hacer del espacio urbano un reflejo del orden institucional y del progreso. Pero también dejaba abierta una tensión que persiste hasta hoy: ¿puede una ciudad diseñada desde el papel adaptarse a la complejidad y vitalidad de la vida urbana real?
En Estados Unidos, durante la primera mitad del siglo XX, y de la mano del auge de la industria automotriz, la ciudad de Los Ángeles se convirtió en una de las expresiones más emblemáticas del llamado “sueño americano”. Su expansión horizontal, sus casas bajas y distanciadas, su red de autopistas conectando barrios residenciales con centros comerciales y zonas de oficinas, configuraron un paisaje urbano fragmentado y disperso, donde el automóvil era el medio de conexión, y el símbolo de libertad y autonomía individual. Pero ese modelo también generó aislamiento, desigualdad territorial y exclusión urbana, efectos que muchas ciudades latinoamericanas replicarían, con menos recursos y más vulnerabilidad social.
Un poco más adelante, a mediados del siglo XX, Brasilia se convirtió en uno de los experimentos más ambiciosos del urbanismo moderno. Pensada como la nueva capital de Brasil y como expresión del impulso desarrollista de una nación que buscaba proyectarse hacia el futuro, su trazado organizado por funciones —residencial, administrativa, comercial—, sus amplias avenidas y sus edificios monumentales responden a los principios del urbanismo moderno influido por Le Corbusier: orden, eficiencia, racionalidad. Pero esa racionalidad también trajo consecuencias. La ciudad fue construida para ser recorrida en automóvil, dificultando la vida peatonal; segregó a sus trabajadores en ciudades satélites periféricas, y generó un entorno urbano tan planificado que a muchos les resultó impersonal. Brasilia cristalizó una tensión profunda: la distancia entre la ciudad como proyecto ideal y la ciudad como experiencia vivida.
En las últimas décadas, Copenhague se consolidó como una referencia mundial en urbanismo sostenible y calidad de vida. A diferencia de los modelos centrados en la expansión o la monumentalidad, se priorizó una ciudad cercana, densa, activa y pensada a escala humana. A través de políticas públicas sostenidas en el tiempo —que incluyeron inversión en infraestructura ciclista, fortalecimiento del transporte y el espacio público, y planificación mixta del uso del suelo—, Copenhague promovió una ciudad caminable, integrada y ambientalmente responsable. El espacio urbano no se pensó como vitrina, sino como entorno de convivencia cotidiana. Si bien responde a condiciones culturales y económicas propias, su ejemplo muestra que una ciudad puede orientarse al bienestar colectivo sin resignar dinamismo ni modernidad. Una planificación urbana centrada en la proximidad y el cuidado puede ser, también, una apuesta.
Este repaso breve y algo desordenado no pretende ser exhaustivo, sino encender una idea: que la planificación urbana es, en el mejor de los sentidos, un laboratorio donde se ensayan formas de vivir juntos. A lo largo del tiempo y en distintos lugares del mundo, las ciudades —de manera más o menos planificada— han sido la expresión concreta de una forma de entender la vida compartida en un momento histórico determinado.
Si aceptamos esta hipótesis —que toda decisión urbana responde, sin excepción, a una cosmovisión particular—, entonces surgen algunas preguntas inevitables. ¿Cuáles son los principios que rigen nuestras decisiones de política urbana? ¿Qué imaginarios orientan las prioridades que definimos? ¿Qué idea de bienestar, de ciudadanía, de desarrollo está detrás de cada intervención? ¿Qué problemas intentamos resolver, pero también, qué conflictos invisibilizamos o perpetuamos cuando diseñamos una política pública? ¿Hasta qué punto nuestras ciudades reflejan realmente los valores que queremos promover?
Las ciudades no son estructuras fijas ni productos terminados. Son organismos vivos, en transformación permanente. Y por eso mismo, esas visiones que las modelan no se imponen de una vez y para siempre: se ponen a prueba, se tensionan, se reconfiguran en la experiencia cotidiana de quienes las habitan. Cambian con los usos, con los trayectos, con las prácticas que se multiplican en sus calles y sus plazas. Es en esa vitalidad, atravesada por memorias, conflictos y nuevas formas de estar juntos, donde se juega y se construye el verdadero sentido de una comunidad.
En un tiempo dominado por el individualismo, donde una noción extrema de libertad personal parece imponerse como valor supremo, es momento de cuestionar ese sentido común imperante e imaginar las ciudades como escenarios de esa disputa. Reconstruir lo común es, quizás, la tarea más urgente y ambiciosa que enfrenta hoy una ciudad. Pero… ¿qué entendemos por lo común hoy? ¿Cómo esa idea puede encarnarse en un proyecto de ciudad? ¿Cómo lo traducimos en iniciativas concretas? Estas son preguntas ineludibles para quienes, desde lugares diversos —como políticos, líderes sociales, especialistas técnicos o ciudadanos comprometidos—, nos involucramos cotidianamente con la vida de nuestras ciudades. Porque en ese entramado múltiple de saberes, responsabilidades y experiencias se pone en juego algo bien importante: la posibilidad de construir un futuro compartido.
La disputa por lo común
¿Qué significa tener algo en común con quienes compartimos nuestra ciudad? ¿Dónde nos cruzamos con quien vive a pocas cuadras, aunque no lo conozcamos? ¿Un mismo parque, una vereda, un colectivo, el murmullo de una feria o un banco en una plaza? La pregunta por lo común no es una abstracción filosófica: tiene una expresión concreta en el espacio urbano.
Las ciudades son espacios compartidos donde se cruzan trayectorias, lenguajes, estilos de vida, necesidades y prioridades. También son los lugares donde se alojan —o se niegan— los espacios que permiten construir lo común: escuelas, veredas, plazas, clubes, bibliotecas, redes de colectivos y subtes. Ahí se manifiestan —de forma tangible— las tensiones entre lo privado y lo público, lo individual y lo colectivo, cuyos límites nunca son estáticos.
A esto, distintas tradiciones políticas ofrecieron respuestas muy distintas a lo largo del tiempo. En resumidas cuentas, la tradición liberal clásica concibe la política como un mecanismo para proteger la libertad individual frente a cualquier intromisión externa. El objetivo del orden político es garantizar un marco de derechos para que cada quien pueda desarrollar su proyecto de vida, siempre que no interfiera con los demás. Bajo ese enfoque, lo común suele quedar fuera de escena: no se pregunta qué sostiene una comunidad, qué bienes compartimos ni cómo se construyen vínculos entre quienes cohabitan un mismo espacio.
En el otro extremo, la tradición colectivista parte de una premisa inversa: no es el individuo el centro, sino la comunidad. El interés colectivo aparece como un valor superior que debe orientar las decisiones políticas, incluso por encima de las preferencias individuales. En sus versiones más rígidas, esta mirada derivó en modelos centralizados, donde la unidad se impuso por sobre la diversidad, y la planificación desplazó la deliberación. Así, lo común dejó de ser un espacio de construcción plural para convertirse en una abstracción que justificó la anulación de las diferencias.
Ambas visiones, en su forma clásica, resultan insuficientes para pensar los desafíos del presente. El liberalismo tiende a desentenderse de los vínculos sociales y la importancia que estos tienen. Por su parte, el colectivismo disuelve al individuo en un todo abstracto. Hoy necesitamos otra cosa: una política que recupere la dimensión de lo común sin negar la pluralidad ni la individualidad; que fortalezca los lazos que nos unen, sin borrar las diferencias que nos constituyen.
Esa otra forma de pensar lo común parte de una premisa sencilla, pero poderosa: no vivimos aislados, sino entrelazados. La política no debería limitarse a mediar entre intereses individuales, sino abrir un espacio donde podamos encontrarnos y convivir en medio de nuestras diferencias. Lo común, en este enfoque, no es lo que anula las diferencias, sino lo que las hace coexistir. Esto es una apuesta democrática por reconstruir los vínculos que sostienen la vida colectiva.
Desde siempre, las personas formamos parte de múltiples comunidades —de afecto, de pertenencia, de intereses, culturales, hoy también digitales— que coexisten, se entrelazan y nos configuran. Somos, por naturaleza, seres vinculados: no existimos aislados, sino en relación. Y lejos de limitarnos, esas tramas nos amplían, nos desafían, nos transforman.
Sin embargo, esa vida en común que las ciudades hacen posible no está garantizada. Hoy se encuentra en crisis, erosionada por dinámicas que fragmentan o directamente niegan el espacio compartido. El modelo de vida urbano tiende cada vez más al encierro en lo privado, mediado por pantallas, algoritmos y lógicas de consumo personalizado. A esto se suma un discurso dominante que exalta la libertad individual como valor absoluto, desvinculándola de toda responsabilidad colectiva. En ese marco, lo común se vuelve algo secundario, e incluso molesto: una carga, un obstáculo, una molestia a gestionar. Y donde lo común se debilita, avanza la mercantilización del espacio, del tiempo y de los vínculos.
Lo vemos con claridad en fenómenos como la gentrificación, que transforma barrios en mercancía y expulsa a quienes históricamente los habitaron; el turismo depredador o la privatización encubierta del espacio público, disfrazada de regeneración urbana, que convierte plazas, calles y costaneras en vitrinas de consumo. También en el avance de ciertas plataformas que organizan la vida cotidiana desde lógicas individualistas y mercantiles. En todos estos casos, lo común deja de ser un horizonte a construir.
Nada de esto implica rechazar el desarrollo. La pregunta no es si las ciudades deben crecer y transformarse, sino cómo, para quién y bajo qué premisas. Se trata de discutir el sentido de esas transformaciones: si van a profundizar la desigualdad o mejorar el bienestar; si pueden abrir paso a formas de desarrollo que mejoren las condiciones de vida, fortalezcan los encuentros, reconozcan el derecho a habitar, a convivir, a construir ciudad entre muchos y no contra muchos.
Acerca de la gobernanza
Gobernar una ciudad exige una visión clara: una idea de futuro, una imagen de hacia dónde queremos ir. Esa visión es la que orienta las decisiones, define prioridades y pone en el centro lo que verdaderamente importa. Es también hacerse cargo de una tensión: entre lo que debería ser y lo que efectivamente puede hacerse; entre los ideales que inspiran y las condiciones que permiten llevarlos a cabo.
Entre 2016 y 2023, me tocó asumir responsabilidades en el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, primero en el Instituto de Vivienda y luego en el Ministerio de Desarrollo Humano y Hábitat. Desde allí, impulsamos procesos de integración socio-urbana en barrios populares, diseñados como una estrategia de gestión innovadora para intervenir de manera simultánea en tres dimensiones clave —habitacional, urbana y socioeconómica— en estos lugares. A través de estas intervenciones, se buscaba nivelar el punto de partida de las personas que vivían allí, mejorando sus condiciones de vida e integrando los barrios al entramado urbano de la ciudad. Esta experiencia me dejó muchos aprendizajes, y una certeza: tener una buena idea no alcanza. Gobernar implica poder traducirla en algo concreto. Y eso, en la práctica, es mucho más difícil de lo que parece.
Porque así como no se puede gobernar sin visión, tampoco alcanza con tenerla: si esa visión no se traduce en resultados concretos —en transformaciones que mejoren efectivamente la vida en común—, entonces no sirve de nada. La política urbana cobra sentido cuando logra articular ideas con acción, horizontes con gestión. Y esa traducción entre lo que soñamos y lo que hacemos es, justamente, el corazón del desafío de gobernar.
Si tuviera que usar una imagen, diría que gobernar una ciudad se parece a operar una consola como la de la película Intensamente. Un tablero complejo donde no hay un solo mando ni una única emoción al control, sino muchas fuerzas actuando al mismo tiempo: decisiones urgentes, expectativas sociales, prioridades políticas, límites administrativos. Como en la película, las palancas se disputan, se cruzan, se empujan unas a otras. Y lejos de haber respuestas lineales, cada acción activa múltiples circuitos —muchos imprevisibles— que generan tensiones, resistencias y consecuencias inesperadas. En esa consola no existe el botón de “solucionar todo”, es un sistema en permanente fricción, donde cada movimiento implica negociar, explicar, insistir, sostener.
Cuando estaba en la gestión, junto al equipo habíamos construido una imagen que nos ayudaba a visualizar las distintas tensiones con las que convivíamos a diario. Era la imagen de un triángulo, cuyos vértices representaban los distintos tiempos que atraviesan cualquier política pública y que, casi nunca, se alinean.
Por un lado, los tiempos sociales, en algunos casos marcados por la urgencia, y otras veces por la necesidad de tiempo. Y, depende del tema que se trate, del territorio y del momento histórico. Las comunidades tienen sus propios ritmos para procesar conflictos, construir acuerdos, elaborar resistencias, asumir transformaciones. Si una política pública busca ser sostenible en el tiempo, si pretende ser participativa y generar una co-creación real con los vecinos, entonces debe considerar esta dimensión con seriedad. No hay transformación duradera sin legitimidad social, y la legitimidad requiere tiempo: tiempo para escuchar, para tensionar, para construir sentido.
Luego están los tiempos políticos. Cuando se gobierna, se lo hace inmerso en un sistema institucional que tiene sus propios plazos. Los mandatos ejecutivos duran entre cuatro y seis años; las leyes importantes deben ser aprobadas dentro de períodos legislativos específicos y, muchas veces, con mayorías específicas; y las elecciones —con sus ritmos y exigencias— reconfiguran de manera constante los tableros de decisión. A eso se suman las coyunturas inesperadas, los vaivenes de la opinión pública, las crisis que irrumpen sin previo aviso. Estos tiempos exigen tomar decisiones con mirada estratégica: entender cuándo avanzar, cuándo esperar, cómo construir y cómo sostener los acuerdos. Gobernar es también contemplar la dimensión política, entender el sistema dentro del cual operamos y ser capaces de navegar en él para hacer posible las transformaciones.
Por último, existen los tiempos administrativos. Son quizás los menos visibles, pero no por eso menos determinantes. Son los tiempos de la gestión cotidiana: la elaboración de expedientes, las firmas necesarias, la asignación de partidas presupuestarias, la contratación de obras, la ejecución de programas. Cada decisión pública atraviesa un circuito técnico, normativo y burocrático que tiene su propia lógica y sus propios ritmos. Muchas veces se subestima esta dimensión, como si fuera un asunto puramente procedimental. Pero en la práctica, saber gestionar también es saber accionar esas palancas: entender cómo funciona el sistema, qué áreas deben intervenir, cuánto demora cada trámite, qué obstáculos pueden aparecer y cómo destrabarlos. La capacidad de gestión —ese saber menos visible pero imprescindible— es lo que permite que una idea se transforme en acción. Así como un cirujano conoce cada instrumento del quirófano para poder operar, quien quiere transformar desde la gestión necesita conocer las herramientas con las que cuenta para intervenir.
Este triángulo no es estático ni busca el equilibrio perfecto. Está en tensión permanente. Y el arte de gobernar consiste en aprender a sostener esas tensiones, sabiendo cómo ir ecualizándolas para que no bloqueen la transformación, sino que la ejecuten.
Esto, que en abstracto puede parecer una figura conceptual, cobra forma muy concreta en la práctica. Un ejemplo claro fue el inicio del proceso de integración en el Playón de Chacarita, un barrio popular ubicado en el centro geográfico de la Ciudad de Buenos Aires, que durante décadas había crecido de manera informal, sin servicios ni infraestructura adecuada.
En 2017 comenzamos allí un proyecto de integración socio-urbana con una fuerte impronta participativa. Esto significaba invertir en obras de infraestructura: mejoramiento de vivienda, conexiones a servicios como agua, luz o cloacas, pavimentar las calles y construir escuelas. Una nueva promesa que los vecinos ya habían escuchado muchas veces, por lo que reconstruir la confianza era el primer paso de todo el proceso. Por eso, organizamos mesas de participación general, donde se debatía de manera abierta el proyecto, se escuchaban propuestas y se buscaba construir acuerdos en torno a las obras. Esas mesas eran complementadas por muchos otros dispositivos: mesas de discusión técnica, mesas más chicas para decidir por donde iba a pasar cada calle y encuentros puntuales por temas específicos que iban surgiendo.
En medio de ese proceso, surgió una tensión muy fuerte entre los tiempos sociales y los tiempos políticos cuando llegó el momento de presentar el proyecto de ley de presupuesto ante la Legislatura, que es donde se define qué obras se financiarán al año siguiente. Si no incorporábamos en ese momento los fondos para el Playón, todo el proyecto quedaría congelado por un año. Pero los acuerdos sociales aún estaban en construcción. Había decisiones sensibles —como aperturas de calles o reubicaciones de familias— que no estaban listas.
Decidimos incluir las obras en el presupuesto, explicando con transparencia por qué lo hacíamos. Pero esa decisión reabrió tensiones fuertes y puso en crisis algunos acuerdos que ya habíamos alcanzado. Fue necesario redoblar el trabajo territorial, sostener el diálogo y demostrar con hechos que la participación no era decorativa.
Esa experiencia mostró con claridad cómo, en la gestión, los tiempos no siempre se alinean. Y cómo la capacidad de sostener esas tensiones sin romper lo construido es muchas veces la condición para que un proyecto siga en pie.
Administrar bien ese triángulo y poder obtener resultados requiere, además, incorporar método a la gestión pública. No alcanza con buenas intenciones ni decisiones acertadas: hacen falta buenos métodos de gestión, que permitan planificar, monitorear y medir resultados. Puede que esto no tenga épica ni despierte emoción, pero es lo que permite que las transformaciones ocurran. Gestionar una ciudad sin método es simplemente improvisar.
Planificar implica contar con objetivos claros y procesos definidos sobre los cuales estructurar una hoja de ruta. No se trata solo de saber hacia dónde queremos ir, sino de construir un camino concreto para llegar. Tener información confiable y capacidad de análisis es parte central de ese proceso: permite asignar prioridades, secuenciar acciones y anticipar problemas.
Monitorear significa acompañar la implementación con seguimiento en tiempo real. Ver si las políticas avanzan como fueron diseñadas, si los recursos llegan donde deben, si lo previsto en el papel se cumple en el territorio. Monitorear también permite ajustar lo que no funciona y rediseñar procesos en marcha para alcanzar mejores resultados.
Medir resultados es cerrar el círculo: preguntarse por el impacto real de una política. ¿Funcionó? ¿Qué cambió? ¿Qué deberíamos sostener, ajustar o repensar? Sin medición, no hay mejora posible. Medir no es burocracia: es la base para gestionar con responsabilidad y transformar con evidencia.
Es en la gestión de las ciudades donde la política —cuestionada, en un tiempo de descreimiento— puede recuperar legitimidad y reencontrarse con su sentido original: transformar, de forma concreta, la vida de las personas. Para lograrlo, necesita dar resultados. Y para eso, la gestión no puede ser una caja negra: debe ser transparente, medible, abierta.
Abrir la “cocina” de las políticas públicas no debilita la política, la fortalece. Mostrar cómo se toman las decisiones, con qué información, bajo qué criterios, es una forma de legitimar los resultados y las ideas desde las que se actúa.
Acerca de los gobernantes
Quiero detenerme un momento en quienes, de forma transitoria, ocupamos lugares de gobierno. Muchas veces solemos esperar de quien lidera atributos imposibles: certeza absoluta, respuestas a todos los problemas, inmunidad emocional frente a los dilemas que sus decisiones implican. A quienes gobiernan no solo se les pide cualidades sobrehumanas, sino también resultados inmediatos frente a problemas estructurales que llevan décadas sin resolverse. Se espera que todo se pueda, y que se pueda ya.
En la política de hoy está mal visto decir que no se sabe, que algo llevará más tiempo o que lo posible será menos de lo deseado. Así se instala un circuito perverso: se promete más de lo que se puede cumplir, se ejecuta menos de lo que se promete, y se castiga lo que no se alcanza. Se vacía el sentido de la palabra, se erosiona la confianza y se distorsiona el vínculo entre la sociedad y sus representantes.
Ese círculo termina por aislar a quienes gestionan. En lugar de fomentar liderazgos responsables, refuerza lógicas defensivas: se oculta la duda, se disimula el límite, se posterga la verdad. Pero nadie gobierna desde la perfección. Se gobierna desde la incertidumbre, desde el ensayo, desde lo posible. Por eso, si queremos transformaciones sostenibles, necesitamos habilitar otra forma de liderar: una que reconozca la complejidad, que permita el error, que apueste al trabajo colectivo.
En ese camino, también es necesario imaginar nuevas formas de organización. Formas más horizontales, más abiertas, con mayor protagonismo de la ciudadanía, y con estructuras capaces de adaptarse a la velocidad y complejidad de esta época. Eso implica habilitar procesos más participativos, pero también más ágiles; que integren saberes diversos y permitan construir lo común desde abajo y en movimiento. Eso también requiere repensar los mecanismos de control y las instancias de rendición de cuentas. Quizás sea en las ciudades con su escala vital y concreta donde podamos ensayar con más fuerza esas nuevas formas.
Nada de esto implica relativizar la importancia de los resultados. Gobernar exige preparación y compromiso con lo público. Administrar los recursos de todos requiere altos estándares, métricas concretas y un profundo sentido de la responsabilidad. Pero esos estándares deben ser realistas, conscientes, posibles. Porque si no lo son, en lugar de elevar la vara, solo multiplican la frustración. Necesitamos liderazgos exigentes, sí, pero también sostenibles. Que no se basen en la negación de lo humano y su condición de fragilidad, sino que partan de ahí para hallar su potencia.
Al final del día, los gobiernos no los conducen héroes ni autómatas: los lideran personas reales, de carne y hueso. Y reconocer esa humanidad —propia y ajena— no debilita la política: la vuelve más honesta, más profunda y, tal vez, con mayor capacidad de transformar.
Algunas experiencias para repensar lo común
Frente a este panorama, hay experiencias que, sin ser modelos cerrados ni soluciones definitivas, ofrecen indicios sobre cómo promover lo común en contextos urbanos concretos. No son respuestas totales, ni tampoco libres de tensiones, pero todas ellas comparten algo fundamental: parten de la vida real, del territorio, de vínculos que se construyen en diálogo con las particularidades de cada lugar. En su diversidad, estas experiencias nos permiten imaginar otras formas de habitar la ciudad, más justas, más sensibles, más abiertas al cuidado y al encuentro. Son prácticas que, aunque fragmentarias, iluminan el camino para pensar lo común no como una idea abstracta, sino como una posibilidad concreta en disputa.
Donde el arte transforma el dolor: Medellín y la comuna 13
En Medellín, durante años, la Comuna 13 fue sinónimo de violencia. Marcada por enfrentamientos entre grupos armados, represión estatal y desplazamientos forzados, su historia reciente está atravesada por la ruptura del tejido social y la ocupación militar del espacio urbano. Uno de los episodios más dolorosos fue la “Operación Orión” , un operativo policial y militar llevado adelante en el año 2002 que dejó un saldo de desaparecidos, detenciones arbitrarias y graves denuncias por violaciones a los derechos humanos.
Dos décadas más tarde, ese mismo territorio se convirtió en referencia internacional por sus procesos de resignificación urbana y comunitaria. La transformación no comenzó con una planificación externa, sino con el reconocimiento de lo que ya existía: jóvenes que hacían rap, grafiti, breakdance; comunidades que se organizaban, expresaban y resistían. Lejos de imponer nuevas formas de habitar, los procesos más potentes fueron aquellos que partieron de las prácticas culturales del lugar.
Uno de los elementos más visibles de ese cambio es la presencia de murales a gran escala en las calles de la comuna. A través del grafiti, artistas locales comenzaron a narrar su historia, expresar el dolor colectivo y resignificar el espacio público. De esas intervenciones surgieron también los recorridos turísticos autogestionados, que ofrecen una experiencia cultural y política: visitantes que caminan junto a los protagonistas del barrio, escuchan sus relatos, y descubren el poder del arte como lenguaje comunitario. Esta iniciativa no solo permitió visibilizar lo vivido, sino que también generó trabajo y orgullo.
Mucho de ese impulso se consolidó en torno a la Casa Kolacho, una ONG creada tras el asesinato del líder social Héctor Pacheco. Desde allí se impulsaron talleres de hip hop, graffiti, breakdance y producción musical, que ofrecieron alternativas concretas frente a la violencia y nuevas formas de construcción colectiva. Más que un centro cultural, es un espacio de encuentro, formación y pertenencia, donde el arte es una herramienta de identidad y sanación.
En paralelo, el municipio impulsó intervenciones urbanas como la instalación de escaleras eléctricas públicas en las zonas más altas de la comuna. Esta obra, funcional y simbólica, mejoró la movilidad y habilitó nuevos usos del espacio público: encuentros, circulación, apropiación cultural.
Entre los espacios más singulares de este proceso aparece también el cementerio del barrio San Javier, reconvertido en la Galería Viva. Lo que podría parecer un sitio impensado para el arte —el lugar del silencio, del final— fue transformado por jóvenes del barrio con murales que combinan rostros, flores, pájaros y símbolos naturales. El cementerio se volvió un lugar para expresar el dolor y elaborar el duelo desde el lenguaje del muralismo, un gesto tan disruptivo como profundamente humano.
La Comuna 13 es hoy escenario de narrativas múltiples: memorias de violencia, murales vivos, artistas locales que guían a visitantes por los pasajes donde antes reinaba el miedo. No sin contradicciones —los procesos de gentrificación, las tensiones con el Estado, los desafíos de seguridad—, este caso muestra lo que puede ocurrir cuando los espacios urbanos se ponen al servicio de la vida y de quienes los habitan.
El arte fue el canal. El reconocimiento de los saberes, lenguajes y expresiones locales fue la condición. Un territorio desgarrado, marcado por la violencia fue recuperado para la vida comunitaria. Las paredes ahora son sus cicatrices. La experiencia de la Comuna 13 no ofrece respuestas definitivas, pero deja abiertas preguntas: ¿Cómo pensar políticas urbanas que no borren lo existente, sino que lo potencien? ¿Cómo hacer del arte una política viva, sin reducirlo a ornamento?
Democratizar la democracia: el plan estratégico de Venado Tuerto
En este tiempo, la democracia se ve apremiada por diversas encrucijadas. Una de ellas tiene que ver con el impacto de la tecnología en nuestra vida cotidiana. Sin darnos cuenta, tomamos decisiones constantemente, guiados por algoritmos y plataformas. Desde qué serie ver por la noche hasta qué tipo de comida pedir, nuestras elecciones están cada vez más mediadas por pantallas.
Las redes sociales han ampliado enormemente nuestro rango de opciones —y los temas que conocemos y sobre los que opinamos—, y han modificado la forma en que tomamos decisiones. Ya no elegimos solo entre pizza o comida china: exploramos recomendaciones personalizadas en Instagram, TikTok o Google Maps. También decidimos a quién seguir para informarnos, qué agenda política o cultural consumir, en qué causas involucrarnos. Y la lista podría seguir.
El problema es que las instituciones políticas no van al mismo ritmo. La democracia liberal en Argentina apenas consulta a la ciudadanía cada dos años para elegir representantes. Ese desfasaje entre una vida cotidiana hiper interactiva y una participación ciudadana esporádica está generando, lenta pero sostenidamente, un malestar democrático que erosiona la confianza en las instituciones.
Pero hay que imaginar otros caminos posibles. Las ciudades —por su escala, proximidad y capacidad de experimentación— pueden ser espacios privilegiados para renovar la vida democrática. Un caso interesante es el de Venado Tuerto, en el sur de Santa Fe, en Argentina. Con unos 80.000 habitantes, una economía agroindustrial robusta y un perfil productivo diverso, la ciudad impulsó en 2023 un Plan Estratégico Participativo con una proyección a diez años.
El proceso convocó a más de 130 instituciones locales, desde cámaras empresarias hasta centros de estudiantes, pasando por gremios, organizaciones sociales y espacios educativos. Se realizaron talleres, encuentros sectoriales, diagnósticos colectivos y debates abiertos para imaginar el futuro de la ciudad. El resultado fue una hoja de ruta con 50 proyectos estructurados en cinco grandes objetivos, que incluyen el desarrollo de un parque productivo y tecnológico, un centro de simuladores industriales único en el país, nuevos vínculos con el sistema científico-tecnológico y mejoras en la conectividad territorial y digital.
Venado Tuerto hizo el ejercicio de entender que el centro de las acciones son las personas. Planteó que la vida en la ciudad necesita de infraestructura y espacios de recreación y disfrute de calidad, que la producción y las oportunidades de educación y trabajo son un eje fundamental y marcó una agenda clara en términos de las acciones de cuidado del ambiente y la sustentabilidad, que garanticen un entorno seguro para las generaciones futuras.
Igualmente, más allá del contenido, lo que destaca es el método: una ciudad de escala media que se anima a pensarse colectivamente, que ensaya nuevas formas de construir consensos y que incorpora a su población como protagonista del diseño de políticas públicas a largo plazo. Seguramente sea perfectible en muchos aspectos, pero es una experiencia concreta que invita a pensar y hacer con otros modos.
¿Es posible que experiencias como esta marquen un camino? ¿Pueden las ciudades de escala intermedia tomar decisiones que orienten, con legitimidad, el rumbo futuro de los gobiernos locales? ¿Podemos imaginar otra forma de construir acuerdos, más abierta, más cotidiana, más conectada con la ciudadanía? ¿Qué otras maneras podemos imaginar para que las comunidades sean parte activa de las decisiones del lugar en el que viven? Quizás allí esté una de las claves para democratizar la democracia en este tiempo acelerado.
Integrar la periferia: las villas de la Ciudad de Buenos Aires
El repliegue y resquebrajamiento de lo común tiene su cara más visible en la segregación urbana. Dos de sus fenómenos más notorios son la consolidación de los asentamientos y los barrios informales, y el incremento de las urbanizaciones privadas. Uno y otro caso nos muestran escenarios en donde la presencia del Estado está menguada, por no decir del todo ausente.
En el caso de los primeros, la segregación trae aparejada condiciones de vida precarias, en algunos casos extremas. Es allí donde el resquebrajamiento del orden común se convierte en hacinamiento, en falta de acceso al agua, a la luz, o en la ausencia de un establecimiento educativo. En América Latina, una de cada cinco familias residen en barrios populares en situaciones de vulnerabilidad. Solo en Argentina, más de cinco millones de personas viven en más de 6400 asentamientos y barrios de este tipo.
El lugar donde nacemos determina nuestro punto de partida en la vida y condiciona profundamente nuestras posibilidades futuras. Quienes crecen despertándose con el miedo de que llueva porque su casa se puede inundar, tienen que caminar media hora para tomar un colectivo o que van a escuelas donde faltan maestros de manera constante, enfrentan desde la infancia una realidad que no eligieron pero que va a moldear tanto lo que parece posible como la forma en que los sueños nacen, ya cargados con la certeza de lo difícil que será alcanzarlos.
Cuando la supervivencia inmediata ocupa tanto espacio mental y emocional, cuando cada día trae incertidumbres básicas sobre la comida, el agua o el trabajo, no solo es difícil construir proyectos a largo plazo, sino que también se aprende a dudar de si uno va a tener las posibilidades reales de alcanzar lo que desea. Incluso, mucho antes aún, si se podrá contar con lo que simplemente se necesita para sobrevivir.
Como comenté más arriba, en mis últimos años me tocó liderar los procesos de integración socio-urbana de diversos barrios populares de la Ciudad. “¿Qué ves cuando me ves?”, dice el estribillo de una canción de la banda de rock argentina Divididos. Esa pregunta —crucial para quienes buscamos transformar las cosas desde la gestión pública— me acompañó y resonó con fuerza a lo largo de esa experiencia, porque revalidó una intuición y una premisa fundamental, muchas veces omitida: la manera en que miramos la realidad define nuestras acciones.
Un breve recorrido por los distintos enfoques de intervención en barrios populares en América Latina —y en particular en Argentina— permite entender cómo las definiciones del problema condicionaron históricamente las respuestas de política. Durante las décadas de 1960 y 1970, predominó la lógica de erradicación, anclada en la noción de ilegalidad: los asentamientos eran considerados ocupaciones indebidas del suelo urbano y, por lo tanto, sujetos a ser eliminados del mapa de las ciudades. En Argentina, este enfoque tuvo su expresión más cruda durante la última dictadura militar, que se manifestó en desalojos masivos y relocalizaciones forzosas.
A fines de los años 80 y durante los 90, el mundo comenzó a consolidar una nueva mirada basada en la precariedad. En lugar de expulsar, se buscó intervenir sobre los déficits materiales: la falta de infraestructura, las viviendas. Esta mirada dio lugar a programas de mejoramiento, como el programa Favela-Bairro en Río de Janeiro, que promovió intervenciones urbanísticas y sociales en asentamientos. Estas intervenciones fueron significativas pero no alcanzaron a desarrollar una mirada de integración con el resto del entramado urbano.
En contraste con estos dos modelos (erradicación y mejoramiento), hoy en día existe otro modo de pensar esos territorios que en Buenos Aires llamamos villas: el paradigma actual de la integración redefine el problema como una forma de exclusión. No se trata solamente de un déficit habitacional o de un problema de legalidad, sino de territorios excluidos. Este enfoque parte de reconocer que en estos barrios ya hay valor y propone una estrategia integral para mejorar las condiciones de vida de sus habitantes e integrarlos al resto del entramado urbano. La integración es el reconocimiento de ese punto de partida adverso y la consecuente búsqueda por nivelarlo.
Como ya mencionamos, el modelo llevado a la práctica planteaba tres dimensiones: la habitacional, construyendo casas y mejorando las existentes para que cada familia habite un lugar con condiciones mínimas; la urbana, abriendo calles para conectar el barrio y así garantizar un verdadero acceso a los servicios básicos, las escuelas, los hospitales y las comisarías; y la socioeconómica, reconociendo la dinámica productiva que ya existe en esos barrios y dándoles herramientas para que puedan crecer e integrarse al ecosistema económico.
Ahí donde la segregación y la ruptura del espacio común cobran mayor visibilidad y dejan mayores secuelas, la integración socio-urbana es la mejor herramienta para coser la fractura y recomponer los lazos materiales y simbólicos de lo común. En un proceso en el que el entramado urbano se mejora y expande, habilitando encuentros y mixturas que antes eran impensados.
Lo común como política de bienestar: los SESC de São Paulo
Si Venado Tuerto muestra cómo una ciudad puede reinventar la participación democrática, São Paulo ofrece un ejemplo diferente pero igualmente inspirador sobre cómo construir espacios de encuentro ciudadano. En esta metrópolis de más de 12 millones de habitantes, donde los rascacielos conviven con las favelas, una red de centros ha logrado algo que parecía imposible: crear espacios de calidad donde se encuentran personas de todos los sectores sociales.
El Servicio Social de Comercio (SESC) de São Paulo fue creado en 1946 por el sector empresarial brasileño en conjunto con el Estado nacional. Su misión es mejorar la calidad de vida de los trabajadores del comercio, el turismo y los servicios, pero sus efectos van mucho más allá. En esa ciudad hay 43 centros distribuidos por toda la ciudad. Son edificios modernos con piscinas olímpicas, teatros, bibliotecas, consultorios médicos y odontológicos, restaurantes, salas de exposiciones y talleres de arte. Estos espacios ofrecen actividades culturales, deportivas, educativas y de salud de altísima calidad, a precios accesibles o incluso gratuitos.
Su lógica de gestión público-privada les permite combinar financiamiento estable, autonomía operativa y alta calidad en sus propuestas. Pero lo más valioso es que muestran cómo una política puede ser universal, accesible y deseable al mismo tiempo. En este caso, lo público se vuelve sinónimo de calidad y excelencia, y es precisamente por eso que resulta deseable para todas las clases sociales: porque ofrece algo que vale la pena buscar, algo que enriquece genuinamente la vida de quienes participan.
El ejemplo brasileño abre varias preguntas: ¿podríamos en Argentina (o en otros países de Latinoamérica) construir espacios de calidad gestionados de forma público-privada, sostenibles en el tiempo y apropiados por la comunidad? ¿Cómo se financian experiencias de esta escala sin caer en la lógica del privilegio? ¿Es posible romper con la idea de que lo público debe ser siempre gratuito? ¿Podemos pensar modelos en donde se subsidie a quien lo necesita sin perder calidad ni accesibilidad? Son preguntas sin respuestas obvias, pero es tiempo de poder hacerlas.
Horizonte
Cada una de las experiencias nombradas en este capítulo —Medellín, Buenos Aires, São Paulo, Venado Tuerto— no busca ser un modelo acabado ni una receta replicable, son más bien puntos de partida para disparar una conversación. Pruebas de que, aún en contextos hostiles o fragmentados, es posible reimaginar lo común y comenzar a reconstruirlo.
Porque si lo común es nuestro horizonte, entonces toda decisión urbana importa. Cada intervención sobre el espacio, cada política, cada proyecto que se construye o se abandona, se vuelve una declaración sobre cómo entendemos la vida compartida. Y en un tiempo donde la libertad suele confundirse con aislamiento, y donde el sentido de comunidad parece desdibujarse entre algoritmos y pantallas, recuperar lo común no es un lujo: es una urgencia. Y traer a la luz estas experiencias nos recuerda además es un trabajo que exige decisiones políticas concretas. Requiere crear las condiciones materiales para que el encuentro sea posible y los mecanismos institucionales para que las decisiones colectivas tengan lugar. Sin esta infraestructura —física y social— lo común se queda en el discurso, mientras la fragmentación avanza.
Pero también nos muestra que es posible actuar. Que cada ciudad, cada barrio, cada comunidad puede empezar a construir esas condiciones desde donde está, con los recursos que tiene. No se trata de esperar el momento perfecto o la política ideal, sino de comenzar a tejer vínculos, abrir espacios, generar encuentros.
Gobernar una ciudad, entonces, es sobre todo priorizar lo común. Se trata de orientar el rumbo, eligiendo con qué valores se construye la ciudad, cuáles son sus prioridades. El rumbo necesita traducirse en políticas concretas que lo expresen. Eso exige un método. Porque las buenas intenciones no alcanzan: una política urbana consistente debe ser capaz de mostrar resultados concretos, de mejorar de forma tangible la vida de las personas. En eso se juega que lo común sea algo más que una declaración de principios.
Pero además, debemos tener presente algo muy importante: las ciudades son y serán el lugar donde se juega el destino de nuestras democracias. Son el escenario donde se decide si vamos a seguir profundizando la fractura social o si construimos formas nuevas donde todos podamos vivir, de una manera más armónica. Ante esa encrucijada, el gobierno de una ciudad se vuelve central: como herramienta de transformación y como expresión simbólica capaz de recomponer sentido en un tiempo de crisis.
¿Podrán las ciudades reinventarse como espacios de encuentro y cuidado, atenuando la exclusión? ¿Seremos capaces de diseñarlas como escenarios donde nadie quede al margen y cada quien pueda desplegar su proyecto de vida? ¿Cómo podemos construir un “nosotros” que no borre las diferencias, sino que las potencie y convierta en motor de lo común?
Si lo común es, como creemos, un trabajo cotidiano, entonces hay que ensayarlo, sostenerlo, protegerlo. Y animarse a construirlo una y otra vez, incluso cuando parezca imposible.