‘Y en una noche de alcohol, me hice un tatuaje que dice ‘Silvia”
Jorge Luis Borges ft. Cucho (Manuscrito Inédito, 1985)
2 de la tarde. Me sorprende un mensaje de WA a uno de esos grupos que armás con tus amigos con fines completamente profesionales: ‘Háblenme que duele’. La sorpresa inicial se desintegró por completo cuando llegó la foto, porque resulta que una imagen sí pesa más que mil palabras (por lo menos en términos de bytes).
Mi amigo, Juan Manuel, al que desde ahora en más llamaremos ‘El Locatario’ o ‘Juama’, había decidido que atravesar varias capas de células epidérmicas para inmortalizar un patrón en el interior de fibroblastos y macrófagos era una gran idea.
Tirado en una camilla a merced de una modificación de la máquina engravadora para madera que había inventado Thomas Alva Edison y afinado Samuel O’Reilly, Juama se encontraba por propia voluntad sometiéndose a la inyección de tinta en una capa profunda de su órgano más grande. Obvio que es la piel. Posta. Si no fuera la piel, le hubiésemos puesto un apodo mejor que ‘Juama’, uno que reflejara su condición.
Pero un tatuaje no puede estar simplemente pintado en la piel. Eso no tiene sentido, partiendo de la base de que la capa más externa de la epidermis está tapizada de células básicamente descartables: los queratinocitos. Estos queratinocitos son como los cariñositos pero en vez de osos mágicos del amor y la fantasía, son células que se van dividiendo y diferenciando todo el tiempo, enriqueciéndose en queratina, una proteína que las hace más fuertes. Estas células mueren todo el tiempo, generando una barrera externa en permanente recambio (algo así de un millón por día).
En palabras de Leonardo ‘No te podés correr un cachito que me parece que en la tabla entramos los dos?’ Di Caprio, we need to go deeper.
Para que la tinta se quede ahí, necesitamos atravesar ferozmente la epidermis y depositarla en la dermis, una capa más profunda de la piel, que está formada por una matriz medio gelatinósica de colágeno y varios tipos celulares, entre ellos los fibroblastos y los macrófagos, todos apenas arriba de los trístemente célebres adipocitos.
Pero tan sencillo no puede ser. Esa costumbre que tiene el cuerpo en general y el sistema inmune en particular de resistirse a los grandes eventos traumáticos de perforación del cuerpo e inoculación de sustancias extrañas es el paso que falta. Cuando la aguja se violenta contra la piel, genera una señal enorme de daño que hace que muchísimas células del sistema inmune migren hacia la zona achurada, y la primera respuesta del nuestro sistema inmune ante un cuerpo extraño es comérselo todo.
Esos mismos macrófagos que se distribuyen en la dermis son un primer sistema de defensa del cuerpo contra las invasiones, y básicamente lo que hacen es comerse las cosas extrañas y tratar de romperlas, cosa que en el caso de la tinta es bastante difícil, más sabiendo que hace 8000 años que venimos seleccionando las mejores tintas en función de su inocuidad y permanencia.
Esta necesidad de elegirnos las cicatrices atraviesa la historia desde la primera momia escrita en 6000 A.C.M hasta la patente de Motorola por tatuajes que evitan tener que desbloquear el teléfono y pasando por un un billón de pibitas que se escriben ‘soltar’ al punto que la epidemología sigue tratando de encontrar al paciente cero.
Una parte de las dendríticass rellenas de letras de canciones migra hacia los ganglios como parte de la respuesta inmune normal, que implica agarrar al invasor y tratar de presentárselo a la mayor cantidad de células inmunes posibles, cosa increíblemente beneficiosa si la aguja la lavaron con agua y desinfectaron con homeopatía, pero en este caso no nos interesan los macrófagos que migran, sino los que comen de más y se quedan ahí, panchos, en el lugar. Esos se convierten en pájaro, pez, ‘Mirta 4 Ever’ o una delicada frase que escribiste en chino y que jamás vas a estar seguro de si dice ‘La eternidad se forja en la conciencia de uno mismo’ o ‘Este catálogo de tatuajes fue impreso en Taiwan’.
Pero esto no es suficiente, porque aparte de los macrófagos, los fibroblastos también se comen la tinta, y lo más loco es que nuestro cuerpo no suele tirar las cosas sino que las recicla, así que cuando un fibroblasto envejece, uno más jóven se lo come, tinta y todo, y ocupa su lugar, pasando la tinta de generación en generación, como ese centro de mesa de la abuela que no podés tirar aunque sea horrendo.
Lo interesante es que no es todo sufrimiento y, después de responder al imperativo Darwiniano que empuja a Juama a escribirse en sangre, hay una reacción del cuerpo ante el dolor: la endorfina. Mareado 30% por un opioide producido por nuestro propio cuerpo y 70% por las perspectivas de actividad sexual derivada de la atención a la obra artísticoanatómica, Juama va a pasar un par de semanas hasta que recambie todas las células de su epidermis dañadas por el agujazo para tener de nuevo la casa en orden y los fibroblastos bien alimentados de pigmento. Lo peor es que el muy pancho acaba de usar dos de los sistemas más importantes de nuestra fisiología, y sin saberlo.
Atento al oso, la ola y el pez, el ahora tatuado simio escribe ‘Tengo el brazo prendido fuego’ en ese mismo WA y agrega la foto del terminado, todo muy Utilísimo Satelital, y sin un dejo de vergüenza por haber estafado a su cuerpo para dejarse marcar a pesar de todos sus esfuerzos por impedirlo.