Prólogos

12min

El rompecabezas de la hipercomunicación, de Nora Bär Posverdad: modo de uso, de Eduardo Levy Yeyati

El rompecabezas de la hipercomunicación

Advertí por primera vez la notable (e infrecuente) capacidad de “pensar con otros” de Guadalupe Nogués en el mundo virtual de Twitter. Fue durante una larga conversación de la autora de este libro con una seguidora. El tema en disputa era la seguridad de las vacunas, uno de los que conjugan de manera particularmente palpable los problemas que plantea el imperio de la posverdad: mala ciencia que da lugar a rumores, que más tarde se difunden por falta de chequeo de datos, apelación a las emociones, medias verdades y mentiras flagrantes que se repiten echando mano del argumento de autoridad y que, finalmente, llevan a muchos (¡incluso a médicos!) a tomar decisiones equivocadas. Como resultado de este combo, resurgieron enfermedades que se creían controladas.

Seguir en tiempo real el intercambio entre ambas resultó esclarecedor. Mientras la seguidora atacaba con afirmaciones sin respaldo y cargadas de agresividad, Guadalupe las refutaba con la calma de un monje tibetano, desmontando uno a uno los argumentos sin alterarse, y mostrándole a su “contrincante” por qué era imposible que lo que sostenía fuera cierto. El episodio, sin embargo, no tuvo final feliz: la seguidora se retiró dando un portazo (virtual) y sin aceptar que, a la luz de las evidencias empíricas, estaba equivocada. Lo suyo no era más que una opinión infundada.

Esta historia mínima, casi banal, muestra en escala microscópica el rompecabezas en el que estamos metidos. En este mundo hipercomunicado que habitamos, tanto el conocimiento genuino como las verdades amañadas circulan sin barreras y necesitamos el GPS de un afilado pensamiento crítico para navegar entre datos contradictorios y mentiras que parecen verdaderas. “La información es un bien como cualquier otro –escribe Guadalupe–, algo que tiene valor, que cambia el mundo y que se intercambia, se compra y se vende”.

Basta con prestar algo de atención para advertir que ejemplos como este se repiten a cada paso. Durante el reciente debate por la ley del aborto seguro, a lo largo del cual abundaron los ataques ad hominem, se esgrimieron falacias a troche y moche, se mencionaron datos falsos y se llegó a comparar el embarazo no deseado de una mujer con el de una mascota. La transmisión en vivo y en directo de las sesiones nos permitió ser testigos de la trascendencia que tiene para la salud pública el no poder pensar (bien) entre todos.

Las “falsas verdades” aparecieron en el radar de los periodistas de ciencia incluso antes de que fueran catalogadas como “posverdad”. Dado que las formas del discurso científico otorgan credibilidad, es habitual que se tiñan de ese tono doctoral las insensateces más flagrantes, como que los países donde se come más chocolate son los que producen más premios Nobel, que estaba por nacer un bebé “perfecto” o que, si ingerimos nueces, llegaremos a los cien. Todas estas noticias (que no son inventadas) comenzaban con la fórmula: “Científicos de la universidad tal o cual afirman que…”. Hoy, sabemos que estas distorsiones amenazan con convertirse en epidemia y ya son uno de los mayores desafíos que tenemos por delante, tanto en el ámbito público como privado. Es imperioso desarrollar estrategias para separar la paja del trigo, poder dialogar y construir consensos basados en la evidencia.

Por eso, cuando a principios de año desde la Red Argentina de Periodismo Científico surgió la idea de hacer una breve “guía de pensamiento crítico” para leer las noticias, era inevitable que pensáramos en Guadalupe Nogués. Se excusó porque había decidido embarcarse en la escritura de lo que sería el libro que ahora tienen entre las manos. Una obra superlativa, en la que disecciona con precisión de detective forense los mecanismos de estos vicios del pensamiento basándose en casos concretos e iluminando dónde están las trampas. Uno, entre los muchos ejemplos que analiza, es el de la industria tabacalera, que planificó cómo desarmar los mensajes sobre los daños que causa el consumo de cigarrillos usando aspectos reales de la investigación científica (como que nunca se puede estar 100% seguro de algo) para distorsionar las conclusiones que iban obteniendo diversos estudios. “Es como decir que dado que no es 100% seguro morir si uno se tira de un edificio, entonces no podemos decir que tirarse de un edificio sea mortal –destaca–. (…) No buscaban negar lo que se sabía, sino confundir para generar una supuesta controversia, una duda.”

A lo largo de estas páginas, en un diálogo con los lectores y al mismo tiempo consigo misma, Guadalupe detalla desde las tretas que nos juega nuestro propio cerebro hasta las estrategias que ponen en marcha poderes económicos o políticos con el fin de engañar. Y lo hace con una claridad meridiana. Como cuando afirma que “información no quiere decir verdad. Hay información verdadera, dudosa y falsa”, que “las opiniones sobre temas fácticos solo valen cuando están basadas en evidencias”, que “para obtenerlas se necesita hacer una investigación que cumpla ciertas reglas para dar resultados confiables”, que “la ciencia es un cómo, no un qué y mucho menos un quién”, o que “hay una enorme diferencia entre creer que algo puede ser cierto y estar convencido de que es cierto antes de tener pruebas de que es así”.

Este texto tiene la curiosa cualidad de hacernos entender ideas que uno siente que tenía sin haberse dado cuenta. “La realidad no se vota. La democracia no sirve para averiguar si un hecho es de una u otra manera. Una encuesta nos sirve para averiguar la opinión de la gente respecto de un tema, pero un agregado de opiniones no es más que eso: un agregado de opiniones”. “Ah, pero ¡claro!, ¡por supuesto!“, pensamos, en medio de una súbita exaltación, como cuando descubrimos un tesoro escondido.

Con puños de acero cubierto de terciopelo, Guadalupe propone una mirada comprensiva, pero intransigente: “A priori –declara–, las personas merecen respeto y tienen derecho a expresar sus ideas. Pero con las ideas es distinto: con ellas parto de no respetarlas y tienen que ganarse ese respeto. Si una idea se refiere a temas fácticos para los que hay evidencias, pero las ignora, debe ser desafiada. Al criticar las ideas, separándolas de las personas que las sostienen, las ponemos a prueba y les permitimos pulirse y mejorar, corresponderse más con la realidad”.

Después de leer este libro, serán mejores nuestras ideas y seremos mejores nosotros mismos. Es una lectura imprescindible para mejorar como sociedad y lo recomendaría como materia obligatoria en todas las escuelas secundarias. Sería un gran comienzo.

Posverdad: modo de uso

Vale la pena aproximarnos a la posverdad por su puerta de entrada, lo que podríamos llamar nuestras “predisposiciones”: aquellas características y sesgos naturales en el modo en que procesamos la realidad que nos hacen más propensos a abrazar las medias verdades y las falsedades de la posverdad.

La primera de estas predisposiciones es la más infranqueable: el ser humano es, en medida variable, un animal de fe. Necesita creer en algo y se aferra a sus creencias, y cuando algo se convierte en creencia, se vuelve inmune a la argumentación. Debatir sobre el origen de las especies con un creacionista que cree que el universo se originó por un acto divino no pasa por acumular información. En parte, porque la información nunca es evidente (la astrofísica es compleja y especulativa) y porque, cuando lo es, como en el caso de la vida después de la muerte, ya es tarde. Pero, sobre todo, porque la fe es un sistema de identificación y pertenencia que elude la contradicción negándola o escindiendo el proceso de conocimiento: aun para las mentes científicas, las cuestiones de fe transitan por un carril paralelo, asociado al misterio, es decir, disociado de la prueba (pensemos, sin ir más lejos, en el sacerdote George Lemaître, “padre” del Big Bang).

Dicho esto, no todos los sesgos son creencias: a veces, pueden explicarse como un proceso adaptativo, una suerte de darwinismo social. Supongamos, para seguir con Darwin, que nos mudamos a una comunidad que defiende el creacionismo. Supongamos que no compartimos esa creencia. En Tribus Morales, Joshua Greene describe de manera sumaria este “sesgo de pertenencia”. Si el origen del universo surge en una conversación, enfrentamos tres opciones incómodas: callar, decir lo que pensamos (a riesgo de pasar al ostracismo) o mentir. Pero también, podemos soslayar la disidencia y ganarnos la membresía a la tribu convenciéndonos (¿por qué no?) de que el universo fue creado por un acto divino.

Este tribalismo moral no es solo adaptativo, también tiene su costado activo: así como el hincha de fútbol solo ve el penal ajeno, también el militante se ilusiona con que “nosotros” nos parecemos, y nos diferenciamos de “ellos”, que a su vez se parecen. Convencidos del creacionismo, asumimos que la gente como uno comparte nuestra visión; si no la comparte, lo más probable es que no sea como uno –mejor no escucharlo-. El proceso de selección combina la adaptación y la censura para crear tribus compactas.

Este fenómeno no es nuevo, pero se refuerza con las redes y la minería de datos sociales. En una columna reciente (“Cómo Facebook nos hace más tontos”), Cass Sunstein advertía que la capacidad de Internet de filtrar el mensaje de acuerdo con las preferencias del inadvertido receptor no solo reduce la diversidad cultural, sino que potencia el sesgo de confirmación: el algoritmo que mapea las preferencias del usuario en base a su huella digital elimina puntos de vista alternativos, y nos ahorra el engorroso trámite de la contradicción. Así, las redes se vuelven virtuales “cámaras de eco” (el término es de Michela Del Vicario): si ponemos a rodar una noticia falsa, lectores ideológicamente alineados chequean su veracidad en las redes en base a los comentarios (filtrados) de otros lectores ideológicamente alineados, lo que convalida la noticia.

Así las cosas, estamos a un paso de que ya no la veracidad de la noticia, sino la de su canal de transmisión dependa de su pertenencia tribal. Si por casualidad nos llega una versión distinta a la esperada por el grupo de pertenencia, en vez de dudar de nuestra primera impresión, dudamos de la persona o el medio que la transmite. Más aún: una vez identificada la pertenencia tribal del canal en cuestión, el apoyo o rechazo al mensaje dependerá del transmisor, sin más intervención de la información necesaria para juzgarlo. Si lo dijo mi referente o un medio amigo, seguramente es cierto; si lo dijo un referente opuesto o un medio enemigo, seguramente es falso/nocivo/una operación. Llegado a este punto, el círculo se cierra y volvemos a la cuestión de la fe: en una versión colectiva del idealismo subjetivo, las cosas no existen por sí mismas, sino para nosotros, son del color del cristal con el que el grupo las mira.

Si los sujetos de la posverdad son, en alguna medida, sus víctimas, la posverdad como construcción no es inocente. Como señala Guadalupe en su libro, hay una “posverdad intencional”, que explota las predisposiciones mencionadas para embarrar la cancha en beneficio de un interés privado: la política, con sus trolls y su minería proselitista, las industrias del tabaco y el azúcar, y el negacionismo del cambio climático son algunos de los ejemplos que Guadalupe examina en este libro.

En muchos de estos casos, intervienen los expertos: llueven trabajos de diverso rigor científico, a favor o en contra, que activan las defensas del lector lego que espera una explicación simple y convincente. La situación ilustra un problema adicional para lidiar con la posverdad: la dificultad inherente de ciertos argumentos técnicos y científicos. “Estos asuntos de economía y finanzas son tan simples que están al alcance de cualquier niño. […] Si no los entiende es que están tratando de robarlo”. La protesta de Raúl Scalabrini Ortiz no es inocua: está arraigada culturalmente en la sospecha que despiertan las explicaciones elaboradas, o en el estereotipo del técnico pedante que expresa lo obvio de manera difícil, y se extiende a otros aspectos del debate intelectual. La ciencia, la economía, las instituciones o la política son temas de una complejidad a veces fastidiosa. De hecho, parafraseando, podríamos decir que, si uno entiende todo, es probable que le estén “robando” –o, más precisamente, que le estén contrabandeando medias verdades o conclusiones cómodas y falsas–.

Cuentan que, exigido por un periodista para que le brindara una versión simple de la teoría de la relatividad, Albert Einstein contestó: “Podría decirle que la relatividad es masa más tiempo, pero ya no le estaría hablando de la relatividad”. Lo que puede leerse, a su vez, como un aforismo de la cita completa: “No puede negarse que el fin supremo de toda teoría es que sus elementos básicos e irreducibles sean tan simples y pocos como sea posible sin resignar una representación adecuada de los datos de la experiencia”, dictada en la Herbert Spencer Lecture de Oxford de 1933. Este principio, que podríamos llamar “la navaja de Einstein” (cuanto más parsimoniosa la teoría, mejor) por su analogía con la célebre navaja de Occam, a su vez derivada de Aristóteles (cuantas menos hipótesis, mejor) y Ptolomeo (cuanto más simple la hipótesis, mejor), es tal vez el mejor remedio del saber científico contra el “síndrome de Scalabrini”.

En todo caso, el punto es crucial a la hora de pensar cómo combatir la posverdad. Ni el recurso ad hominem a la autoridad científica ni el tsunami de información parecerían ser efectivos si es el transmisor el que está cuestionado. Y no basta con más educación: el nivel de formación no se correlaciona bien con la polarización o el tribalismo, fenómenos más emocionales que racionales (aunque, como muchos han señalado, el tribalismo no carece de cierta racionalidad evolutiva).

¿Entonces, qué hacemos? La respuesta que da Guadalupe en los últimos capítulos del libro apela precisamente a la emoción y a la curiosidad como antídoto contra la posverdad, a la rebeldía del conocimiento contra el pasivo conformismo de la adaptación. En suma, una invocación al pensamiento crítico, al esfuerzo de rehuir los cantos de sirena de la posverdad para apro- ximarnos, aunque sea un poco, a la siempre inefable verdad.